Matar al mormón

Fragmento

Prólogo
El camino sin retorno

Si un espía de la DEA (Administración para el Control de Drogas, por su sigla en inglés: Drug Enforcement Administration) estadounidense, infiltrado en un cártel de narcotraficantes, no hubiese dado el aviso, Julio Guarteche, el policía más influyente de las últimas décadas, habría volado por los aires a manos de un grupo narco.

Aquí cuento la historia nunca revelada de ese episodio fallido. De haber ocurrido tendríamos un nuevo capítulo para sumar a la desgracia de ser un país que funciona como pasaje de droga hacia Europa, de estar infestados con bocas de venta, con sicarios cada vez más jóvenes, con generaciones perdidas a manos del crimen organizado; habríamos sumado un magnicidio.

La selección que aquí se presenta de todas las columnas que escribí durante más de dos décadas, tiene una característica de la que no me enorgullezco: estuve a un lado y al otro de la fractura social.

Comí en los restaurantes más finos mientras viajaba por el mundo y me fui a la cama con una torta frita para llenar la panza y con un callo en la planta del pie porque no tenía para el boleto y el agujero de la suela era cada vez mayor.

Es muy difícil hacer entender a amplios sectores de nuestra comunidad que el problema de la inseguridad no es el delito sino la violencia. Que no se trata un tema de maldad inherente al hombre, sino del abandono al que lo sometió la sociedad, y que por eso el 99,9 por ciento de los presos son pobres. Y nada de todo esto pasa en un día.

Cuando jugaba en las calles del Hipódromo con 8 o 9 años, veía pibes descalzos y con las costillas marcadas, arrastrando carros y comiendo en la escuela de Guerra y General Flores su único alimento del día.

A los miserables que buscan votos hurgando en estas llagas, les tengo una noticia: hace 40 años que estamos descendiendo en esta pendiente social, cultural y de violencia. Estuve en esos lugares y cuando me enfrento a la cobertura de un hecho violento casi nunca me pregunto cómo pudo pasar, sino cómo es posible que no pase más seguido.

MATAR
AL MORMÓN

Capítulo 1

Por enésima vez, aquella noche de invierno de 2009, Marta Acosta esperó demasiado para compartir la cena con su marido, el entonces director nacional de Policía, Julio Guarteche. Nada anormal en un hombre que se tomaba extremadamente a pecho su trabajo. Esa actitud, sumada a una inteligencia y formación intelectual muy superior a la media –no solo de la Policía–, le habían permitido a Guarteche ascender en la institución armada.

De ser un oficial más en la dirección de Investigaciones de su Florida natal, pasó a ocupar primero la titularidad de la brigada antinarcóticos y luego la dirección nacional de Policía, el jefe de todos los policías del país, un cargo de responsabilidad política que lo ubicó en 2010 como el cuarto hombre en jerarquía dentro del Ministerio del Interior.

En 2016, un año antes de morir a causa de un cáncer de páncreas, Guarteche me había contado, emocionándose hasta las lágrimas, algunas peripecias que su familia había tenido que vivir desde que se tuvo que trasladar a Montevideo: horas robadas a sus hijos –«lo más sagrado que tengo»–, a su segunda esposa, Sandra, arritmias y nanas de todo tipo, y más de una amenaza de muerte que inevitablemente debía compartir con su familia; con lo que ello implicaba para los hijos mayores que comprendían la situación.

Por eso, aquella nueva demora de Guarteche no le había llamado la atención a Sandra. Pero a las diez y media de la noche recibió una llamada de su marido. «Me dijo: “Prepará las valijas porque cuando llegue nos vamos”. Y le pregunté: pero, ¿qué preparo? ¿A dónde vamos? ¿Cuánto tiempo salimos?», insistió en averiguar Sandra.

«Después te digo», le respondió Guarteche, y cortó. Y se hicieron las once, las doce, y la una y las dos y las tres y aunque su esposo no llegaba y también a pesar del inusual pedido, Sandra Acosta no estaba alarmada ni nada que se le pareciera. Más bien dedicó su atención a llevar lo necesario para sus hijos: Irene (5 años por entonces), Gonzalo (7) y Ramiro (8), que dormían ajenos a la agitación. De un matrimonio anterior Guarteche tenía otros cuatro hijos: Guillermo (14 años por entonces), Macarena (16), Emiliano (21) y Lía (22).

Tanto con su primera esposa como con Sandra, Guarteche se había casado por la religión mormona, o de los Santos de los Últimos Días, su nombre oficial, donde al momento de su muerte era primer consejero del obispado, aunque antes había sido obispo de Florida. La religión estaba tan presente en la vida de los Guarteche y de Julio en particular que les había confiado a sus hijos que él utilizaba en sus investigaciones el llamado Libro del Mormón, el principal texto religioso de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días.

Recién a las cinco de la madrugada de aquel día de julio de 2009, llegaron tres camionetas negras. De una se bajó Guarteche, que saludó a la custodia que permanecía afuera y adentro de la casa las 24 horas del día desde que se detectaron algunas amenazas preocupantes.

De hecho, a diferencia de otras situaciones de tensión que alcanzaban a la familia, en esta oportunidad Guarteche les advirtió a sus hijos mayores que estaba planteada una situación un poco más compleja. «Papá me dijo que iba a ausentarse por un tiempo pero que no tuviéramos miedo, que él pensaba que no era contra nosotros. Siempre nos contó mucho de su trabajo, sabíamos todas las operaciones grandes y cuándo estaban por reventar; pienso que sería para que nos diéramos cuenta de los riesgos a que él se exponía y de nuestro lugar en todo ello», rememora Emiliano, uno de sus hijos.

Aquella madrugada apenas entró a su casa, Julio saludó a Sandra y de inmediato cargaron los b

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