Piazzolla. El mal entendido

Fragmento

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Prólogo a la nueva edición

 

 

Esta nueva edición de Piazzolla. El mal entendido coincide con el centenario del nacimiento del bandoneonista. La primera fue publicada en 2009. Era otro mundo. Mientras este libro se escribía aún no existía Facebook en español (estuvo disponible a partir de febrero de 2008). Instagram todavía no había sido inventado (apareció en 2010) y Twitter, creado en 2006, era todavía una novedad que casi nadie utilizaba fuera de los Estados Unidos. Y, sobre todo, cuando se hablaba de música se hablaba de discos compactos y, eventualmente, de sus encarnaciones anteriores como vinilos o cassettes. Nadie reparó —tampoco nosotros—, en aquel 2009 cuando presentamos este libro, en que, durante ese mismo año, una nueva plataforma llamada Spotify comenzaba su expansión mundial, cambiando para siempre las maneras de la circulación, el intercambio, la apropiación y hasta los hábitos de escucha de la música.

En poco más de una década el universo digital se ha superpoblado con la palabra Piazzolla. Solo basta realizar una incursión breve en YouTube para constatar qué tipo de itinerarios facilita el algoritmo: “Adiós Nonino”, en la boda real de Máxima Zorreguieta y el entonces príncipe Guillermo, heredero del trono holandés; versiones de “Libertango” en Shanghai, para piano y saxo, y en Praga por una orquesta de ocasión, o la “Historia del tango”, originalmente para flauta y guitarra, en un arreglo sinfónico interpretado por la Cairo Symphony Orchestra. Una acumulación incesante de registros históricos, vocacionales o insólitos que hablan de cómo se diseminó la música de Piazzolla desde el primer El mal entendido.

En aquel mundo previo, la idea de este libro había surgido a la vez de dos impulsos. Uno era, simplemente, nuestra amistad, nuestras conversaciones sobre música, nuestras experiencias compartidas y las ganas de hacer un libro a cuatro manos. O, para ser más precisos, a nuestras cuatro manos en particular. El otro tenía que ver con nuestra admiración por la música de Piazzolla y la convicción de que los textos que se referían a ella —y a su creador— omitían partes esenciales de la historia y eludían las problemáticas estéticas nodales que se abrían a partir del momento en que Astor irrumpió para iniciar un proceso de renovación del tango que lo tuvo en la primera línea de fuego. Con Piazzolla, de Alberto Speratti, Astor, de Diana Piazzolla y A manera de memorias, de Natalio Gorin, eran, en gran medida, autobiografías. Estaban dictadas por el propio Piazzolla. Seguían el rumbo de su memoria —y, claro, de sus olvidos— y de las maneras en que los recuerdos se reescriben. Al fin y al cabo un consumado arreglador, ya desde sus comienzos con la orquesta de Troilo y, además, uno que, como Monk, Ellington o Egberto Gismonti no se cansó de releer y recrear su propio imaginario, trabajaba con la materia de su propio pasado. Y si el arreglador nunca repetía estrictamente sus procedimientos con respecto a los viejos materiales, lo mismo podría decirse del biografiado, que tampoco decía siempre lo mismo acerca de las mismas cosas. Esto representaba un problema: la primera persona no era siempre fiable. Piazzolla, la música límite, de Carlos Kuri, era, ya desde su punto de partida, otra clase de libro, de otra hondura. Pero allí, tanto como en Astor Piazzolla: su vida y su música, de María Susana Azzi y Simon Collier —publicado en 2004 y reeditado misteriosamente en 2014 con el título Astor Piazzolla y sin la firma de Collier—, los datos provenían de los tres trabajos mencionados con anterioridad. Y en ocasiones esos datos eran contradictorios o incorrectos.

A partir de estas constataciones iniciales despuntó una idea central: la del “malentendido”, en principio relacionada con ciertos modos de leer una biografía intelectual. Con el correr de la escritura compartida, el concepto comenzó a involucrar a la propia práctica compositiva de Astor y a las escuchas y apropiaciones de las músicas que se situaron por fuera del tango tradicional pero tuvieron un efecto importante en la configuración del estilo piazzolliano. “Misreading”, “misinterpretation” y “misunderstanding” son palabras alusivas al modo en que se interpretan los significados de las obras de arte. El crítico literario Harold Bloom desarrolló estos conceptos en su ensayo The anxiety of influence. A theory of poetry (Oxford, Nueva York, 1997). “Imaginar es malinterpretar”, dice sobre la poesía, y esa idea es perfectamente aplicable a la música y a algo que ha definido a Piazzolla en sus asimilaciones del jazz y de la primera ola modernista de la música de tradición escrita: actos únicos de “incomprensión creativa”. Si Piazzolla hubiera tenido una actitud mecánicamente epigonal y mimética hacia Stravinsky o Bartók apenas habría sido un reverente catalogador de técnicas. Su lectura “errónea” fue siempre creativa. Al buscar una genealogía de esa “malinterpretación” como apertura al espacio creativo, Bloom se encuentra con el clinamen, el nombre en latín que dio Lucrecio a la impredecible desviación que sufren los átomos en la física de Epicuro. El apartamiento como modo de fidelidad cifrada. A veces se habla de influencias, lo que lleva de alguna manera al mismo lugar. La influencia, añade Bloom, siempre “procede de una mala lectura”, es “un acto de corrección creativa”, de “distorsión” que, por otra parte, es intrínseco a una pretensión de progreso artístico. Y vaya si Piazzolla la tuvo.

Se puede, también, leer mal, o con mala leche, cosa que se hizo por muchos años con la obra de Piazzolla y con su figura, reducida a una mera categoría demoníaca. Por eso, este libro se propuso de entrada, como se explicará más adelante, entender el mal que llegó a encarnar el bandoneonista. Y para hacerlo no se buscaron significados ocultos ni enunciados fijos. Tampoco fuimos empujados por un afán de desciframiento. El mal entendido sí ha buscado, en su ejercicio de la interpretación, evitar las lecturas catequizantes, que no son solo propias de los fans; no falta algún musicólogo que, parapetado detrás de un pentagrama como supuesta fuente única del saber y legitimidad —y justo en una música que claramente excede el horizonte de la representación gráfica—, reclama su condición de albacea o portavoz del más allá que funda su autoridad a partir de una adecuación ejemplar al sistema de citas de la academia.

El mal entendido tiene un subtítulo, un estudio cultural, sobre el cual vale la pena explayarse porque contribuye a clarificar los propósitos de este ensayo. En su introducción a Cultural Study of Musical. A Critical Introduction, de 2003, el mismo año en que comenzó a rondarnos el interés de compartir una escritura sobre Piazzolla, Richard Middleton daba cuenta de que el modo de pensar sobre la música había cambiado drásticamente a partir de las novedades en la etnomusicología, la madurez de la sociología cultural interesada en música, la emergencia de los estudios culturales anglófonos en 1970, los estudios sobre música popular (entre ellos los de Simon Frith) y el desarrollo de una “nueva” “musicología crítica”, representada por Joseph Kerman, Susan McClary y Lawrence Kramer (que reivindica la denominación “musicología cultural”).

La música, subrayaba Middleton en ese prólogo, es mucho más que notas. Coincidimos con él en que cualquier intento de estudiar música sin situarla culturalmente es ilegít

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