El Filósofo del corazón

Clare Carlisle

Fragmento

Prefacio

PREFACIO

«Una relación amorosa siempre instruye sobre el sentido de la existencia»,[1] escribió Søren Kierkegaard después de que su única historia de amor acabara en un compromiso roto. Kierkegaard hizo filosofía desde la vida, proyectando su vida en su obra más que ningún otro filósofo. Su crisis romántica le inspiró una serie de reflexiones sobre la libertad humana y la identidad que le granjearon una fama imperecedera como «padre del existencialismo». Creó un nuevo estilo de filosofar que hundía sus raíces en lo más profundo del drama humano. Aunque fue una persona difícil (y un ejemplo, quizá, peligroso), su capacidad para dar testimonio de la condición humana fue muy inspiradora. Se convirtió en un experto en el amor y el sufrimiento, en el humor y la angustia, en el coraje y la desesperación; hizo de estos asuntos la materia principal de su filosofía, y su obra ha llegado al corazón de generaciones enteras de lectores.

Cuando la escritora sueca Fredrika Bremer visitó Copenhague en 1849 para redactar una crónica de la vida cultural danesa, hacía unos cuantos años que a Kierkegaard se lo consideraba una eminencia en su ciudad de nacimiento. Bremer no llegó a conocerlo (él rechazó su petición de entrevistarlo) aunque sí oyó una gran cantidad de rumores sobre sus inquietas costumbres: «Por el día, se le puede ver caminando entre la multitud, subiendo y bajando durante horas la calle más bulliciosa de Copenhague. Por la noche, según se dice, la luz brilla hasta muy tarde en su vivienda solitaria».[2] Quizá, tal como era de esperar, para Bremer fue una figura «inaccesible, con la mirada clavada sin interrupción en un punto fijo». «Enfoca su microscopio», escribió, «sobre este punto e investiga con sumo cuidado los átomos más ínfimos, los movimientos más fugaces, las alteraciones más recónditas. Y sobre esto habla y escribe sin parar páginas y páginas. Para él, todo está contenido en este punto. Y este punto no es otro que el corazón humano». Bremer señaló también el hecho de que la obra de Kierkegaard despertara sobre todo la admiración de las mujeres lectoras: «La filosofía del corazón debe de ser importante para ellas». Pero también ha demostrado serlo para los hombres. Echemos, si no, una ojeada a las sucesivas generaciones de lectores devotos de Kierkegaard, entre los que se encuentran algunos de los artistas y pensadores más influyentes del siglo pasado.

Por supuesto, Kierkegaard no fue el primero en esforzarse por dar sentido a la existencia humana. Tuvo que vérselas con la formidable tradición intelectual europea y asimilar el legado del Antiguo y el Nuevo Testamento, los metafísicos griegos, los padres de la Iglesia y los monjes del medievo, Lutero y el pietismo luterano, las filosofías rompedoras de Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Schelling y Hegel, además de la literatura romántica. Durante tres fértiles y convulsas décadas del siglo xix canalizó estas corrientes de pensamiento hacia su propia existencia y sintió cómo sus tensiones y paradojas lo atravesaban, mientras que, al mismo tiempo, su corazón sufría las puñaladas, las plenitudes, las expansiones y las magulladuras ocasionadas por una serie de intensos amores, todos y cada uno (salvo, quizá, el primero) caracterizados por una profunda ambivalencia: su madre Anne, su padre Michael Pedersen, su prometida Regine, su ciudad, su obra literaria, su Dios.

Pronto nos encontraremos con Kierkegaard cuando regresa a Copenhague desde Berlín, en mayo de 1843, viajando en tren, en diligencia y en barco de vapor. Enseguida lo veremos como el escritor que es, con treinta años de edad, inmerso en la obra que lo hizo famoso. El autor dueño de una fluidez extraordinaria que logró encarnar su alma en su adorada lengua danesa y que, incluso traducido, nos transmite la musicalidad de su prosa, la poesía de su pensamiento. Lo que él mismo llamó después «su oficio de escritor» ocupó la mayor parte de su vida y consumió sus energías y su dinero. Pero la denominación de escritor no solo apunta al hecho de que produjo grandes libros en una cantidad asombrosa, así como infinidad de diarios y colaboraciones para revistas: la escritura se convirtió en la urdimbre de su existencia, en el amor más vibrante de su vida. El resto de sus amores se derramaron en ella para engrandecerla como el océano que rompe sin descanso contra su tierra natal. Fue un amor absorbente, incontenible: cuando era joven le costó ponerse a escribir, pero una vez comenzó, nada lo detuvo. Le preocupaba todo lo relativo a los derechos de autor y a la potestad sobre su propia obra y vivió perpetuamente desgarrado entre la dicha de escribir y las angustias de publicar, fascinado por la literatura, sufriendo por su elevado nivel de exigencia en cuestiones tipográficas y de maquetación.

Fue al mismo tiempo un escritor y un explorador espiritual. En el mito de la caverna, incluido en La República de Platón, un personaje solitario escapa del mundo ilusorio, de la realidad normal y corriente, para buscar la verdad y regresa más tarde para compartir su conocimiento con la multitud anestesiada: este arquetipo de filósofo define bien la relación de Kierkegaard con su siglo, el xix. Asimismo, en la narración del penoso viaje de Abraham al monte Moriah, recogida en el Antiguo Testamento, Kierkegaard distinguió las corrientes religiosas que moldeaban su vida interior: el profundo anhelo de Dios, la lucha angustiosa por comprender su propia vocación y la búsqueda de un sendero espiritual auténtico. Su religiosidad desafió una y otra vez las convenciones, aunque sus creencias no se alejaron mucho de la ortodoxia.

Este libro viaja junto a Kierkegaard en pos de la «cuestión de la existencia» que lo alentó y lo abrumó a partes iguales, que lo lastró y lo empujó sin cesar hacia delante: ¿cómo ser humano en este mundo? Kierkegaard criticó los excesos abstractos de la filosofía de su época e insistió en que nuestra misión es averiguar quiénes somos y cómo hemos de vivir, inmersos, como estamos, en plena vida y con un futuro incierto por delante. Del mismo modo que no podemos apearnos del tren mientras está en marcha, no podemos tampoco separarnos de la vida para reflexionar sobre su significado. Esta biografía, por tanto, no aborda a Kierkegaard desde un punto de vista deliberadamente distante, sino que se le une en su viaje y se enfrenta con él a sus incertidumbres.

Cuando le hablé por primera vez a mi editor sobre este proyecto, me insinuó que estaba concibiendo una biografía kierkegaardiana de Kierkegaard. Así es, y su observación me ha servido de guía y me ha desconcertado a medida que escribía estas páginas. A menudo no estaba segura de cómo hacerlo; echando la vista atrás, me doy cuenta de que todo consistía en seguir las líneas, borrosas, fluidas, de la vida y la escritura de Kierkegaard, permitiendo que las cuestiones filosóficas y espirituales fueran el motor de los sucesos, decisiones y encuentros que conforman el vivir. Es la cuestión kierkegaardiana sobre cómo ser humano en este mundo la que da forma al libro. Al comienzo de la primera parte, «El viaje de vuelta», nos encontramos con Kierkegaard en plena escritura de su obra Temor y temblor

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