Los reyes también lloran

Jaime Peñafiel

Fragmento

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El rey también llora

«Sufrir y llorar significa vivir», decía Dostoievski. «Quiero llorar porque me da la gana», escribía García Lorca. Sí, soy hombre y lloro. ¿Por qué un rey no puede llorar? ¿Por qué es indigno que un rey llore? Y recordando los versos de Garcilaso, «El cielo en sus dolores cargó la mano tanto que a sempiterno llanto y a triste soledad lo ha condenado». Solo y de­sam­parado.

Que yo recuerde, las lágrimas de la reina Sofía y del rey en los funerales por el conde de Barcelona, el 7 de abril de 1993, en el monasterio de El Escorial, superaron todas las lágrimas que se han podido derramar. La muerte de un ser querido pone al descubierto, muchas veces, sobre todo si de la talla de unos reyes se trata, las miserias humanas de una familia. La muerte de don Juan fue un triste acontecimiento que puso de manifiesto la doble tragedia de la familia real española: por un lado, la pérdida de uno de esos hombres cuya vida fue una permanente amargura, la más dolorosa, la «traición» de su hijo; por el otro, la muerte del conde de Barcelona acercó a don Juan Carlos y a doña Sofía, aunque, por todo lo que hemos visto después, fue solo momentáneamente. Pero ese día, ¿únicamente ese día?, tanto don Juan Carlos como doña Sofía fueron fieles a las palabras de san Agustín: «Si callas, callarás con amor; si lloras, llorarás con amor». Pero las lágrimas de ese día irán siempre unidas a las lágrimas de él y de ella.

Nunca jamás hasta ese día unas lágrimas conmovieron tanto como aquellas derramadas en el monasterio de El Escorial, cuando el cadáver de don Juan desaparecía, a hombros de la comunidad de agustinos, camino del pudridero.

La reina lloraba con la mano sobre el hombro del rey, contagiada de emoción y amargura, derrumbándose al ver la tristeza que inundaba el rostro de su marido en forma de lágrimas como puños. Nunca unas lágrimas demostraron ser el resumen de tantas impresiones simultáneas. Eran como el grito que colmaba el vaso de tanto dolor reprimido, lágrimas de aflicción. Yo diría que media España lloró aquel día a causa de aquellas lágrimas de los reyes. Y la otra media se contuvo por pudor. Pero todo el mundo compartió con ellos el escozor de la tristeza.

En mi ya larga y dilatada vida profesional, en la que he visto tanto dolor y tanto llanto, no recuerdo que las lágrimas de un hombre y de una mujer merecieran tal cantidad de artícu­los, editoriales, comentarios y cartas al director como las que inspiraron las que Sofía y Juan Carlos derramaron ese día de abril de 1993. Las de ella y las del que ella amaba entonces. Pero no quisiera pensar que aquel día fue como una tregua, tregua de lágrimas, durante la cual doña Sofía no pudo por menos que manifestar por don Juan Carlos un sentimiento de ternura, incluso de piedad, que se materializó cuando colocó la mano sobre el hombro de su marido, en un gesto que era casi una caricia, tan necesaria para la vida de los sentimientos. Pero no tuvo respuesta. Tal vez porque el rey, en esos momentos como en muchos de su vida más reciente, se sentía solo con su dolor. El dolor que sentía por la traición que un día cometió sobre su padre cuando aceptó ser el heredero no de él, sino de Franco.

© agencia EFE

Nunca las lágrimas de una reina han sido objeto de tanta atención mediática como las de la reina doña Sofía en el entierro de su suegro, el conde de Barcelona, en el Monasterio de El Escorial.

Ese día, las lágrimas pesaban más que las palabras. Mucho me temo que el día que muera don Juan Carlos, su hijo Felipe también derramará lágrimas de sangre al recordar el desgarro personal y la humillación a la que le sometió el 15 de marzo de 2020, cuando le retiró la asignación económica públicamente y, más adelante, el 15 de julio, sin respeto ni principios cristianos, cuando lo expulsó de la Zarzuela, que había sido su hogar durante más de cincuenta años, y de España, solo y enfermo.

Según la BBC fue una salida humillante para un monarca que parecía destinado a pasar a la historia como el líder que condujo hábilmente a España de la dictadura a la democracia, después de la muerte de Francisco Franco en noviembre de 1975.

Para el diario británico The Guardian, «la decisión del rey Felipe sobre su padre llegó tras las diferentes acusaciones perjudiciales sobre temas financieros que han dañado su repu­tación».

Ni aquel día de su marcha ni ningún otro tuvo a nadie con quien compartir sus pensamientos y consolar su soledad. Ni tan siquiera a doña Sofía, una mujer tan dura y tan realista que, en modo alguno, se compadece de sí misma por la situación de que su hijo echara a su padre de casa y de España. Yo creo que doña Sofía ha llegado a un perfecto equilibrio entre la felicidad y la simplicidad por un lado y las obligaciones de su rango por el otro. No le ha quedado más remedio, porque además no tiene ni tan siquiera a sus hijas para confiarse.

Primero fue simplemente… Juanito

El día 6 de enero de 1938, en la página 13 del ABC de Sevilla, el único periódico de toda España en plena guerra civil, aparecía la siguiente noticia en 13 líneas: «En Roma ha dado a luz con toda felicidad un hijo varón la princesa doña María de las Mercedes de Borbón y Orleans, esposa de don Juan de Borbón».

«En el suelto no aparecía el nombre del niño que, curiosamente, iba a ser el conciliador, treinta y siete años después, de un país roto por la guerra», escribía Juan Antonio Pérez Mateos en su documentadísimo libro Juan Carlos: la infancia desconocida de un rey.[1]

El propio don Juan, conde de Barcelona, recuerda el nacimiento de su hijo así: «Diré que me había ausentado de Roma para una cacería el día 4 de enero, pero el 5 amaneció con mal tiempo y de resultas nos quedamos en casa. Un cartero, en bicicleta, me trajo un telegrama del día anterior anunciándome el ingreso de mi esposa en la clínica. Naturalmente, cogí mi coche —estábamos a 200 kilómetros al norte de Roma— y a toda velocidad y rompiendo una ballesta en el camino, llegué a la clínica justo a tiempo para ver nacer a mi hijo».[2]

© Fotografía cedida por el autor

Juanito en su cuna a los pocos días de nacer.

Al parecer, el príncipe debió de nacer antes de lo que se esperaba. La noticia que se dio a la familia era «bambolo nato», es decir, «ha nacido chico».

Casi nada ha variado en el entorno natal de don Juan Carlos. Allí sigue la clínica con el único cambio de la inscripción Casa Cuna Asunción. Hoy, las religiosas que regentan la clínica enseñan orgullosas la sencilla habitación con dos camas y un saloncito donde vino al mundo el rey.

La vida de los condes de Barcelona en Roma era más que modesta. Vivían en el primer piso de la Viale dei Parioli, 112, sobre una droguería, una perfumería y una peluquería. El edifico era propiedad del famoso cantante Titta Ruffo. Allí vivieron cinco años antes de trasladarse, en 1942, a Lausana, cuando Juanito cumplió cuatro años.

Al parecer, y según cuenta el autor de esta biografía, en uno de los viajes de don Juan Carlos a Roma, preguntado por u

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