Para los que se sueñan

Fragmento

El expolio

El 12 de setiembre de 1990 es una fecha que marcó mi vida. Ese día se presentaron, por primera vez juntos en el Teatro Solís, Eduardo Darnauchans y Fernando Cabrera en un concierto que produje. Fue también la primera vez que como productor alquilé el Solís para realizar un espectáculo artístico, algo que finalmente se logró después de muchas y arduas gestiones que habían comenzado dos años antes.

Desde 1988 venía presentándome periódicamente en el Departamento de Cultura de la Intendencia de Montevideo con aquel proyecto de espectáculo: Cabrera & Darnauchans juntos, que para mí tenía que ser en el Teatro Solís. Sentía, en forma nítida, que no había otro lugar en el mundo en el que ese concierto pudiera acontecer. El significado de este encuentro artístico sólo podía tener como marco al principal teatro del Uruguay.

Desde que había empezado a trabajar con el Darno en la presentación de El Trigo de la Luna soñaba con este encuentro. ¡Fue tema recurrente de tantas conversaciones de boliche con tantos amigos! ¡Había que lograr juntar a estos dos grandes! Aquello estaba en el aire, así que después del ciclo de conciertos de El Trigo de la Luna en el Teatro del Notariado me dispuse a trabajar con tenacidad en esta idea.

Primero había que hablar con Fernando Cabrera, cosa que hicimos en varias oportunidades. Luego había que emprender las gestiones por el Teatro Solís. Esperé muchas veces durante horas en el pasillo del tercer piso de la intendencia frente a la oficina del director de Cultura. En todas las oportunidades me dijeron que era muy bueno el proyecto pero que era difícil, que el Solís tenía otros compromisos y que no me podían dar la fecha. Siempre surgían argumentos o excusas que intentaban torcer aquella dirección, para que lo hiciéramos en otro lugar. Pero para nosotros no había otro lugar para este concierto.

Recién en 1990 obtuve el sí desde la ahora División de Cultura de la intendencia. El arrendamiento del teatro al 20% de la recaudación y un número alto de UR como mínimo garantizado y seguro de la sala que debíamos depositar en la IM.1

Después de tanto camino teníamos la fecha: el miércoles 12 de setiembre Cabrera & Darnauchans presentarían el concierto Ámbitos en el Teatro Solís. Ese fue el nombre que habíamos imaginado para el espectáculo, y teníamos el firme propósito de poner en escena una propuesta artística del más alto nivel.

El equipo con el que trabajamos en aquel momento estaba muy comprometido con este proyecto. Con Carlos Peláez –mi socio– hacíamos todo, desde las pegatinas en los muros de la ciudad, viajando en el auto de la madre de Carlos, hasta las gestiones de todo orden que se requirieran. Víctor Cunha nos ayudaba con los comunicados de prensa, la escritura de contenidos de programas o lo que fuera necesario. Pablo Santamaría se ocupaba del diseño de escena, iluminación y la dirección escénica. Óscar Pesano, nuestro técnico sonidista, nos ofrecía todas las garantías para alcanzar la máxima calidad de sonido en vivo en sala. Antonio Dabezies, desde Guambia, nos habilitaba hacer allí reuniones y, sobre todo, nos dejaba utilizar alguna computadora (por aquel entonces, un bien escaso) para hacer los comunicados y generar el material que se necesitaba. El equipo estaba armado a la medida de la calidad que soñábamos para el espectáculo y contaba con el talento necesario para cubrir cada uno de los aspectos que sabíamos importantes para aquella noche.

Después de varios encuentros acordamos cómo sería el espectáculo. El repertorio lo ajustaron Fernando y el Darno; decidieron intercambiar y versionarse recíprocamente, habría varios bloques o ámbitos, donde cada uno desarrollaría una parte de su repertorio, así como tocarían juntos o interpretarían canciones del otro. El equipo artístico encabezado por ambos artistas estaría integrado por Carlos Da Silveira y Bernardo Aguerre en guitarras (los viejos compañeros de tablas del Darno) Mariana Ingold en teclados y coros y Osvaldo Fattoruso en batería. Era un gran proyecto y la expectativa crecía día a día.

Sin duda era un momento especial. La música uruguaya estaba atravesando un período de transformación, evolucionando desde el canto popular como una herramienta de manifestación social y política de protesta, hacia una mayor complejidad de matices. Se ponía en valor la música en relación a sus cualidades intrínsecas, y surgía una paleta más rica de manifestaciones personales e identidades artísticas.

Por otro lado, Uruguay comenzaba a recibir a figuras mundiales de la música. Eric Clapton y Sting se presentaron en el estadio Centenario en octubre de 1990 con siete días de diferencia. Mientras tanto, Jaime Roos protagonizaba la profesionalización de la música local. Así emprendió en el año 1993 la gira nacional A las 10, que recorrió todos los departamentos del país, fue gratuita para el público, tuvo el apoyo de varias empresas y presentó un espectáculo profesional en todos sus aspectos.

En este contexto, nosotros tejíamos este espectáculo de propuesta exquisita en el Solís.

Las entradas promedio para el show de Sting en el estadio valían N$ 7.000 (siete mil nuevos pesos, como se llamaba la moneda en esos años), precio de referencia. La música uruguaya en los festivales, boliches o teatros se cobraba N$ 1.500 promedio. Yo sentía que lo que proponíamos valía por lo menos lo mismo que una buena entrada para ver a Sting, y propuse que el precio de las entradas fuera de N$ 7.000.

Estaba convencido, muy convencido, pero todos me querían hacer cambiar de opinión. Uno por uno de los amigos del equipo vinieron a decirme que no podíamos cobrar eso, que estaba loco. Yo me afirmaba en la definición. Hoy lo sé: fue la más importante decisión que tomé para y por este espectáculo.

Las primeras señales de que estábamos encaminados en la dirección correcta las recibimos en el período de comunicación del espectáculo. Lo manejamos con amor y responsabilidad.

Para nosotros valían lo mismo, uno y otro show, uno y otros artistas, y eso generó una comunicación efectiva increíble.

En aquella época la venta de entradas se hacía con el sistema de tablero. En la boletería había siete tableros, uno para cada día de la semana, donde se tenía el plano de butacas. En cada una, en un pequeño agujero había un clavo en el que se enrollaba un papel con el número de fila y asiento. Cuando uno se acercaba a comprar una entrada elegía entre los lugares que tenían papelitos enrollados, esos eran los disponibles. El boletero sacaba el papelito, desenrollaba la ubicación, la engrampaba a la entrada que estaba troquelada y tenía el valor. Así se hacía la venta. La anticipación máxima para poner a la venta las entradas era de una semana, pero en la práctica estábamos acostumbrados a que casi todo se vendía en el momento; no eran épocas de venta anticipada. Esta práctica recién empezaba a aparecer de la mano de los shows

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