Virginia Woolf: una biografía

Quentin Bell

Fragmento

Prólogo, por Andreu Jaume

Prólogo

No es fácil, en una tradición tan rica como la inglesa, destacar en el género como lo hizo Quentin Bell con la biografía de su tía. Aunque fue un encargo de Leonard Woolf, el sobrino supo hacer de la necesidad virtud y aprovechó todas las ventajas que le confería su condición de pariente privilegiado, sorteando al mismo tiempo con astucia y elegancia los posibles inconvenientes de su cercanía con el personaje. A diferencia de los países católicos, donde la intimidad es un asunto de confesionario, Inglaterra, gracias a las especiales circunstancias de su evolución religiosa y política, tuvo desde muy temprano una conciencia muy acusada de sus individualidades literarias y artísticas. Ya en el siglo XVII, John Aubrey pudo publicar una primera colección de biografías breves y sucintas, impensable en otras tradiciones. Y, a partir del siglo XVIII, el trabajo de James Boswell con la figura del doctor Samuel Johnson inauguró una forma de indagación crítica, ligada a lo biográfico, que fue creciendo y consolidándose en el siglo XIX hasta conformar un corpus que no tiene rival en ningún otro país. El virtuosismo de los ingleses en el género biográfico es sin duda una consecuencia de la antigüedad de sus instituciones democráticas y del culto al individuo que de ello se deriva. Su único sueño imposible sigue siendo convertir a Shakespeare en un sujeto biográfico moderno, pero El Bardo se escondió para siempre tras sus personajes.

Sin salir de su propia familia, Quentin Bell contaba con ejemplos y modelos en el género. Su abuelo, sir Leslie Stephen, padre de Virginia y de Vanessa, había sido el responsable del magno Dictionary of National Biography (1885-1901), de sesenta y tres volúmenes, culminación de la idea de vida pública de la era victoriana a la que el grupo de Bloomsbury iba a contestar. Lytton Strachey, uno de los más brillantes miembros de esa generación, consolidó su prestigio con la revisión biográfica del mundo moral, intelectual y político del siglo XIX en libros como Victorianos eminentes (1918) o La reina Victoria (1921). La propia Virginia Woolf había escrito una biografía del pintor y crítico Roger Fry. Y cuando en 1972 Quentin Bell terminó su obra, Bloomsbury ya contaba con una ingente bibliografía. En 1968, Michael Honroyd había publicado su monumental estudio sobre Lytton Strachey y, mucho antes, en 1951, el economista Roy Harrod había terminado el suyo sobre John Maynard Keynes. Por su parte, entre 1960 y 1969, Leonard Woolf ya había dado a conocer los cinco volúmenes de su espléndida autobiografía. Y el propio Quentin Bell había escrito su ensayo El grupo de Bloomsbury (1968).

De todos modos, a pesar de la abundancia de documentación y de información a la que tuvo acceso, Quentin Bell supo desenvolverse con fluidez y gracia a la hora de construir el relato de la vida de Virginia Woolf y su entorno. Su libro no está saturado de notas y referencias ni se resiente del agobio que a veces colapsa este tipo de trabajos. Muy al contrario, su biografía se lee como una narración ágil, divertida, inteligente, honesta y en ocasiones muy valiente. Sin duda, Bell supo aprovechar el clima de libertad moral de aquella comparsa insolente a la hora de hablar de asuntos sexuales. Sorprende y admira, por ejemplo, la franqueza con que Bell aborda el episodio de los abusos que Virginia sufrió de niña por parte de su hermanastro George Duckworth, un trauma que podría explicar tanto su sexualidad difícil como los constantes desequilibrios psíquicos que finalmente la conducirían al suicidio. No hay nada, por escabroso que sea, que Bell no se atreva a comentar, siempre con esa mezcla de ironía, distancia y matización emocional tan propia de su cultura.

Hay una escena —George Steiner la consideraba una de las anécdotas más revolucionarias de la literatura del siglo XX— que Bell define como «un momento importante en la historia de las mores de Bloomsbury y, quizá, de la burguesía británica» y que ayuda a entender el mundo contra el que se rebelaron aquellos escritores y artistas. Lo cuenta la propia Woolf en un documento citado por Bell. Fue en 1909:

Repentinamente se abrió la puerta y la larga y siniestra figura de Mr. Lytton Strachey apareció en el umbral. Señaló con el dedo una mancha en el vestido blanco de Vanessa.

«¿Semen?», dijo.

¿Puede uno en verdad decir esto?, pensé, y estallamos en carcajadas. Con esta palabra, todas las barreras de reticencia y reserva cayeron. Una corriente del fluido sagrado parecía inundarnos. El sexo empapó nuestra conversación. La palabra sodomita no estaba nunca apartada de nuestros labios. Hablamos de la copulación con la misma franqueza y entusiasmo con que habíamos hablado de la naturaleza del bien. Es extraño pensar cuán reticentes, cuán reservados habíamos sido y durante tanto tiempo.[*]

De la naturaleza del bien a la naturaleza del sexo. Toda una era de tradición platónica tocaba a su fin. Steiner consideraba que ahí había empezado una revolución lingüística sin precedentes. Aquello que antes no tenía nombre de pronto invadía las conversaciones y las conciencias, iniciando un proceso de revolución artística que constituyó uno de los fundamentos del modernism, la vanguardia literaria anglosajona. Por ello la propia Virginia Woolf pudo decir una frase tan contundente y sintomática como «Hacia 1910, la naturaleza humana cambió». Hay que tener en cuenta, para entender el verdadero alcance de esa afirmación, que la cultura británica era entonces particularmente conservadora. De 1910 data la primera exposición de posimpresionistas que Roger Fry organizó en Londres, «Manet y los posimpresionistas», en las galerías Grafton. La muestra supuso un verdadero escándalo en el mundo artístico de la nación. Cuando el resto de Europa ya estaba familiarizada con el cubismo —Picasso había pintado Las señoritas de Avignon en 1907—, Inglaterra descubría la tradición vanguardista que había empezado con Manet y Cézanne. Se trataba de la impugnación de la mímesis, una noción sagrada para los británicos, que durante mucho tiempo se opusieron con vehemencia a su destrucción. Muchos de los profesores de la Slade, la principal escuela de arte de Londres, entre ellos Henry Tonks, combatieron el influjo de Cézanne con todas sus fuerzas hasta muy entrado el siglo. De hecho, la vanguardia en Inglaterra fue tan solo un conato que dio lugar a movimientos efímeros como el vorticismo. El barrio de Bloomsbury era en la época tan marginal y peligroso como la estética asociada a él.

Algunos de los retratos que Vanessa Bell hizo de su hermana no tienen facciones. Son la expresión de una personalidad indefinida. Ese rostro vacío podría interpretarse como una metáfora de la suspensión de la identidad preestablecida que en muchos aspectos supuso la obra de Virginia Woolf. A pesar de haber nacido en un entorno privilegiado, la escritora siempre se lamentó de su carencia de educación superior. No se trataba solo de la consabida marg

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