Prólogo
Uno de los nuestros
Antes de sentarme a escribir este prólogo, le pregunté a Alejandro cuándo empezamos a coincidir en el circuito profesional de tenis. «En el año 2015, Toni», me contestó él en una nota de voz de WhatsApp, uno de los medios por los cuales hemos ido estrechando una relación más cercana ya a la amistad que al compañerismo. Su presencia en los torneos, no sabría decir si en todos pero seguro que en los más importantes, ha convertido a Ciriza, como se le conoce en el circuito, en uno más del mundo del tenis y, sobre todo, en una pieza muy valiosa para que los aficionados españoles tengan acceso puntual, fiable y directo a lo que ocurre en el transcurso de la competición.
En nuestro ámbito, como en cualquier otro que goce de repercusión y de seguidores por todo el mundo, hay un enorme engranaje que escapa a la imaginación del simple aficionado pero que sí valoramos y agradecemos los profesionales que nos dedicamos a ello. El tenis no tendría la dimensión que tiene si no fuera por los que lo hacen posible desde detrás del telón: patrocinadores que lo apoyan y medios de comunicación que lo llevan por todo el mundo.
El periodista deportivo es uno de esos puntales, alguien que tiene, por lógica, lectores asiduos y fieles, pero que sufre también las repercusiones de vivir en una época donde las herramientas tecnológicas permiten a cualquier advenedizo hablar, escribir y opinar de todo lo que le apetezca. El ruido y el intrusismo nunca habían sido tan fáciles, y la amenaza para que los verdaderos expertos de la comunicación no sean escuchados jamás había sido tan acechante.
En los últimos ocho años, Alejandro ha pasado casi tantos días en las instalaciones de los Grand Slams y de los torneos ATP más prestigiosos como cualquier tenista español y, por supuesto, como Rafael. Llega antes de que el primer cronómetro se ponga en marcha y no regresa a casa hasta que nuestro último representante pierde o gana el torneo. Ha sido testigo directo de la mayoría de los partidos disputados por mi sobrino en todo ese tiempo y ha dado cuenta de cada uno de ellos de manera profesional y pormenorizada.
Sus crónicas en el diario El País constituyen no solo un testimonio fidedigno de lo que ha ocurrido en la pista, sino también un relato tan bien narrado que, contrariamente a mi costumbre según la cual no suelo leer lo que se publica sobre Rafael, se ha convertido en un placer del que no me privo.
Su texto, si se trata del previo a un partido, siempre cumple con el cometido esencial de poner en situación al lector, de prepararlo para que pueda disfrutar del encuentro con toda la información relevante. Ciriza expone y analiza las características de los jugadores, su recorrido hasta la cita en cuestión y su aparente estado físico o deportivo. Aporta datos que predisponen al aficionado y que le ayudan a entender lo que va a ver. Debo confesar que en más de una ocasión me ha sorprendido e ilustrado con informaciones que yo desconocía. Y, si bien es verdad que documentarse bien entra dentro de sus competencias, lo que no es tan común, y ahí es donde Alejandro despertó mi interés por leerlo, es encontrar una capacidad de análisis tan acertada como la suya, en sus textos posteriores a los encuentros, en alguien que no es un técnico de nuestro deporte. Entiende el tenis, los partidos, los puntos de inflexión que se producen en ellos, y sabe identificar y describir los errores y las virtudes de los jugadores. Escribe con objetividad y discreción, pero también con el encanto suficiente para seducir al lector sin necesidad de caer en frases sensacionalistas. No es grandilocuente en caso de victoria ni catastrofista en caso de derrota.
Alejandro, haciendo gala de gran profesionalidad, jamás ha excedido los límites de su cometido. Nunca ha contado más de lo que sus funciones de enviado especial le exigían, ni más de lo que su sensatez le mandaba. Pero Alejandro es un especialista en el Rafa Nadal tenista, después de pisarle los talones por tantos torneos alrededor del mundo, y sabe más del mundo del tenis y de mi sobrino de lo que hasta ahora ha dejado vislumbrar. Ese mismo ojo capaz de dar con la esencia de un partido y ese mismo talento para describirlo con tanto atractivo como rigor son los que construyen este retrato completo del tenista español que más éxitos ha logrado en la historia de este deporte.
En estas páginas hay parte de historia, de circunstancias, de carácter, de formación y de las consecuencias de todo ello. No es una biografía al uso, aunque el hilo conductor sea la trayectoria de Rafael desde sus inicios tenísticos. Alejandro Ciriza ofrece una incursión fiable, profunda, amena y sorprendente en las entrañas del tenis y del tenista protagonista de este libro, con una objetividad solo al alcance de un gran profesional y de un querido compañero como es él.
TONI NADAL
La fórmula
del término medio
1
El anclaje de la normalidad
Son las once de la noche en París y Rafael Nadal Parera acaba de conquistar su duodécima Copa de los Mosqueteros. Está a punto de salir despedido hacia el centro de la ciudad para reunirse con los suyos en el festejo, pero antes departe con la buena predisposición habitual. El reluciente trofeo preside la conversación que transcurre bajo tierra, en una estancia improvisada a consecuencia de las obras de remodelación de la pista Philippe Chatrier, y al deportista se le plantea si ha llegado a sentirse solo después de un periodo en el que «no veía la luz» debido a las lesiones. A 10 de junio de 2019, el ya veterano campeón niega y, en paralelo, hace una inmersión en sus raíces más profundas para referirse a su búnker espiritual, al enclave y el círculo que le han ayudado siempre a amortiguar los golpes.
«Yo nunca me he sentido solo en ningún lado. Tengo a mis amigos de toda la vida, los mismos desde los tres años, y está mi equipo, que es prácticamente el mismo de siempre. También tengo una familia que es de Manacor, y en los pueblos la vida es distinta a la de las grandes ciudades», precisa Nadal, quien, como siempre, lleva los cordones de sus zapatillas desatados para conceder holgura a los pies, lo suficientemente recogidos como para evitar un posible tropiezo. «Tengo contacto con mi familia a diario, así que nunca me he sentido solo. Lo que sí ocurre es que en un momento dado, lo que yo vivo, yo siento y por lo que yo paso, lo hago yo solo, con lo cual necesito la ayuda de la gente que me conoce bien y me quiere. Siempre he estado muy bien asesorado y muy bien acompañado», añade de modo retrospectivo, acentuando el profundo vínculo entre él, su tierra y el entramado afectivo que conforman sus allegados.
Pese a los éxitos, la fama y la poderosa resonancia de todas sus gestas deportivas, Nadal jamás ha perdido de vista su origen, sino todo lo contrario. Para él, apasionado del mar, no hay mejor anclaje que el de Mallorca y Manacor, allí donde creció, evolucionó y se empezó a forjar una leyenda que todavía sigue expandiéndose. Es su casa, su centro de operaciones, su refugio. Su edén. Allí, en un municipio de 43.000 habitantes situado al sur de la isla, a cincuenta y cinco kilómetros de Palma de Mallorca, el tenista creció en un entorno sano y sin vicios, entre calles angostas, el encanto del litoral y la quietud que preside tradicionalmente en una localidad donde la discreción es una máxima fundamental. El isleño, suelen recalcar los oriundos, es de carácter «reservado y prudente», y Nadal —Rafelet de pequeño y Rafel ahora, fruto de la contracción fonética que llevan a cabo sus paisanos al pronunciar el nombre— interiorizó rápidamente los códigos del paisanaje.
La correa de transmisión familiar moldeó a un chico dócil e hiperactivo que desde bien temprano demostró que poseía unas condiciones excepcionales para desarrollar cualquier tipo de actividad física, y que encontró en el deporte su particular forma de relacionarse con el mundo. Rara era la vez que no tenía un balón o una pelota entre las manos, o que no estaba correteando por algún rincón imaginándose que sorteaba a los rivales sobre el césped o bien los desbordaba en un peloteo interminable. De constitución atlética y competitividad febril, aquel niño soñador que pegaba la derecha y el revés a dos manos canalizaba esa energía desbordante por la vía que más le llenaba: del fútbol al tenis, pasando por el golf, o lo que se terciara. El caso era competir. Un sentido puramente lúdico de la vida que perdura hasta estos días de madurez. Al fin y al cabo, «el tenis no deja de ser un juego y hay otras cosas mucho más importantes», relativiza el propio Nadal cada vez que responde sobre una cuestión que traspasa las fronteras de la pista.
Enseguida, sus facultades y su destreza técnica llamaron la atención, y a ese componente genético se añadió el empujón fundamental de su tío Toni. Él fue quien le inoculó la verdadera pasión por la raqueta, porque el chasis ya le venía de serie. La fisonomía de los Nadal es imponente —corpulencia, cerca del 1,90 de estatura en algún caso—, y el sobrino siguió la senda abierta por quien se convertiría en su entrenador y también los otros cuatro hermanos: Miquel Àngel fue un futbolista de primer nivel, su tío Rafael jugó en Segunda B, su tía Marilén escogió el tenis y su padre, Sebastià, le transmitió su ardor por las competiciones deportivas pese a que se decantara profesionalmente por los negocios. A todos ellos los ha vertebrado siempre el espíritu familiar de l’avi Rafael, que los invitó a agruparse en un edificio localizado en la plaza Rector Rubí, en el que abuelos, padres y sobrinos compartían el día a día hasta que fueron abandonando de manera progresiva el nido colectivo.
Entre esos muros disfrutó Nadal de su infancia y de su adolescencia, arropado también por su hermana Maribel (tres años menor) y su madre, Ana María Parera. La primera ejerce hoy día de directora comercial y de mercadotecnia de la academia (Rafa Nadal Academy) que el tenista inauguró en 2016 en Manacor, mientras la segunda preside la fundación de su hijo desde 2008. Son otros dos pilares esenciales para él, que en 2015 sufrió una severa sacudida anímica por el fallecimiento del abuelo, con el que tenía un estrecho vínculo emocional; lo demuestra, por ejemplo, el