Las cartas del Boom

Mario Vargas Llosa
Julio Cortázar
Carlos Fuentes
Gabriel García Márquez

Fragmento

libro-3

Introducción

Las únicas asociaciones de escritores que considero útiles y solidarias son las que se establecen mediante el contacto personal y la correspondencia privada entre escritores amigos.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ a Carlos Fuentes, 26 de enero de 1967

—Cuatro —dijo el Jaguar.

MARIO VARGAS LLOSA, La ciudad y los perros

Este es un libro histórico. Sus editores creemos que su publicación bien merece una pachanga. Será leído mientras exista y se estudie la literatura latinoamericana —o la literatura a secas—. Es la reunión, por primera vez, de la correspondencia entre los cuatro principales novelistas del Boom latinoamericano: Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Los dos últimos recibieron el Premio Nobel, y los dos primeros lo merecían; a nadie hubiera sorprendido que lo obtuvieran. Esta conversación entre cuatro amigos brillantes y exitosos nos ofrece un acceso sin precedentes a sus relaciones personales y colectivas, con todos sus encuentros y desencuentros, y nos abre una ventana privilegiada a la literatura y la política latinoamericanas, especialmente durante un periodo crucial de su historia moderna, entre 1959 y 1975.

El Boom, un fenómeno cultural de significación mundial, fue a la vez una coyuntura y una cristalización, la culminación de medio siglo de evolución literaria en ese continente periférico y desconocido, América Latina, y al mismo tiempo, en la relación entre estos cuatro escritores, una situación única y fascinante: un momento (un eterno presente segundo tras segundo), un movimiento (o estilo), un grupo (como los Beatles, otro fab four de la época), un club (como el Pickwick Club, del que Cortázar fue maestro de ceremonias), una hermandad (la Orden de los Caballeros de la Mesa Cuadrada, quizás), una alianza (provisional, como demostrarían posteriores acontecimientos y conflictos políticos), un juego (rayuela, póquer, sparring, Monopoly), una competencia (amistosa), una rivalidad (menos), un debate (interminable), una fiesta (sobre todo latinoamericana), una celebración (de compadres), una apoteosis (también de la novela latinoamericana) y, por encima de todo, muy sencillamente, un cuarteto (masculino) dedicado a debatir el enfoque literario y político de un continente entero en su época más decisiva, más emocionante, más optimista y —durante un tiempo, porque nada dura para siempre y los años setenta serían totalmente diferentes— el momento más utópico de su historia moderna.

El Boom ha sido debatido de forma apasionada y persistente, pero detrás de las discusiones, los titulares y las etiquetas hubo, casi desde el comienzo, un consenso implícito que reflejaba la realidad misma, pero que muchos críticos, por diversos motivos, en aquel entonces y todavía, han elegido cuestionar y negar. Para los propósitos de este libro, reiteramos que el Boom fue, en primer lugar, un movimiento y un momento —ambas cosas— en la historia de la novela latinoamericana durante los años sesenta del siglo pasado, un fenómeno tan espectacular y tan poderoso que, a la luz de su irradiación, la literatura latinoamericana en su totalidad apareció nueva e interesante, no solo a los ojos de los latinoamericanos sino a los del resto de los lectores del planeta.

En segundo lugar, si bien existía un número significativo de escritores sobresalientes estrechamente vinculados con el fenómeno o asociados con él, cuando los críticos se referían a «los escritores del Boom» hablaban sobre todo de cuatro novelistas, los autores de este libro. Los otros que se mencionan con frecuencia —en especial el chileno José Donoso (uno de los principales cronistas del Boom e incluso autor de una novela que lo recrea), el cubano Guillermo Cabrera Infante y Juan Goytisolo (pese a ser español), todos ellos grandes escritores— nunca alcanzaron el mismo estatus. Los cuatro compadres reconocieron implícitamente, como se lee entre líneas en estas cartas, su pertenencia semioficial al grupo de élite, a pesar de ocasionales negativas juguetonas o producto de arrebatos de modestia. Nosotros, críticos e historiadores (somos cuatro, por supuesto), creemos que una lectura atenta de estas cartas evidenciará la aceptación individual de su estatus y el reconocimiento mutuo de cada uno de sus pares, y también pondrá en claro que cada uno de los cuatro había llegado a considerarse un escritor latinoamericano además de argentino, mexicano, colombiano o peruano. Ese descubrimiento de una identidad compartida había ocurrido, de un modo aislado y telegráfico, entre los poetas del Modernismo hispanoamericano finisecular, y de modo explícito en la década de 1920, un siglo después de la independencia de España, cuando varios escritores destacados de distintos países latinoamericanos se dieron cuenta, sobre todo en París y Madrid, de que sus diferencias nacionales eran mucho menos importantes que lo que tenían en común.

Lo que hoy llamamos América Latina solo ha impactado la atención mundial cuatro veces en su historia: durante la época de conquista y colonización por España y Portugal a fines del siglo XV y comienzos del XVI; durante las luchas por la independencia en las primeras décadas del siglo XIX; en la década de 1920, si bien en menor grado, cuando se produjo una nueva fase de la globalización política, económica y cultural, y las regiones coloniales y poscoloniales del planeta empezaron a penetrar la conciencia y la cultura europeas después de la Primera Guerra Mundial; y sobre todo en la década de 1960, en los años subsiguientes a la Revolución cubana. Esa primera década de la Revolución fue también la época en que se escribieron la mayoría de las grandes novelas del Boom.

Si está lejos de ser cierto que el Boom es una secta de cuatro, es incontrovertible que el Boom se empieza a contar siempre con esos escritores: es sin duda un cuarteto, pero un cuarteto formado dentro de una orquesta de decenas de miembros notables, un cuarteto que no reemplaza ni desplaza a la orquesta entera de la novela y la literatura latinoamericanas. Los años clave de Las cartas del Boom narran el momento de máximo auge de este cuarteto, un momento en el que los creadores parecían haber empezado a escribir menos solos para tocar en conjunto como parte integral de una misma literatura. Este volumen ahonda, con la seriedad que corresponde, en ese reconocimiento y esa regeneración de un pasado en común, pero también juega a fondo, por primera vez, con la idea de que los cuatro novelistas del Boom formaron una camaradería o camarilla o mafia, dicho esto con el indispensable sentido del humor que bautiza a otros conjuntos (la Generación Perdida, los Beats, los Angry Young Men, la Onda, el Crack, McOndo…). Los nombres oficiales que conocemos de memoria desde la escuela son aquí narradores-personajes de sus propias vidas: Cortázar es Julio y al calor de la amistad es también «Sumo Cronopio»; Fuentes es Carlos y «Águila Azteca»; García Márquez es Gabo y «el Coronel»; Vargas Llosa es Mario y «Gran Jefe Inca».

Desde luego, el diálogo a cuatro voces que estas cartas registran es un constructo de Homo ludens, un juego con reglas rigurosas en eso que Huizinga llamó «la indisoluble alianza del fervor ante lo sagrado con la simulación y la diversión», la misma idea de juego que es trasfondo rector en las novelas mayores del cuarteto: la invocación al «juego, acción, fe» en La región más transparente de Fuentes, la invitación al azar de Rayuela de Cortázar, el destino echado a los dados en La ciudad y los perros de Vargas Llosa, o el Buendía de Cien años de soledad de García Márquez que descubre en la literatura «el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente».

Las cartas del Boom es una pieza integral en esa secuencia. La parte central de este libro, las cartas sobre el camino hacia el Boom y su manifestación misma (1955-1975), se llama «Pachanga de compadres» a propósito de una frase de García Márquez dirigida a Fuentes en que celebra por anticipado el Premio Rómulo Gallegos a su compadre Vargas Llosa, nada sorprendente viniendo del autor que aseguraba que Cien años de soledad era un vallenato y El amor en los tiempos del cólera un bolero. Las reuniones entre ellos se llamaban pachangas, casi como santo y seña, y así se reitera en cartas de Fuentes (con motivo del PEN Club de 1966) y Cortázar (a raíz de la «rejunta» definitiva en Saignon en 1970). En el caso de Vargas Llosa, esta «pachanga de compadres» se emparenta con otros títulos «alegres» suyos (La orgía perpetua, La Fiesta del Chivo), además de conformar un ejemplo práctico y autobiográfico de sus consejos en Cartas a un joven novelista. Estos títulos siempre dicen más de lo que parecen, y también Las cartas del Boom es más que una colección de misivas: es una narración continua de picos dramáticos, cómicos y aun tragicómicos, una relación de prodigios que despliega al máximo las afirmaciones, negaciones y contradicciones de cuatro novelistas latinoamericanos.

LAS REGLAS DEL JUEGO

Como cualquier juego, Las cartas del Boom tiene unas reglas de participación. Es el cumplimiento de ellas sin exclusión lo que creemos que explica la costumbre de empezar a contar el Boom con este cuarteto. Las reglas son, de nuevo, cuatro: 1) escribieron novelas totalizantes, 2) forjaron una sólida amistad entre ellos, 3) compartieron una vocación política, y 4) sus libros tuvieron una gran difusión e impacto a nivel internacional. Expliquemos cada una.

1. La escritura de novelas de dimensión totalizante tuvo el doble reconocimiento de la crítica y el público, a veces inmediato (La ciudad y los perros, Cien años de soledad) o algo más tarde pero durante la década de 1960 (las novelas de Fuentes, Rayuela).

Los cuatro publicaron novelas que, aunque diferentes entre ellas, tenían esas cualidades comunes que entonces fijaron un estándar —a menudo también un peligroso estereotipo, contra el que ellos mismos se rebelarían— para la entonces llamada nueva novela latinoamericana: un desafío para el lector que en centenares de páginas daba una visión revolucionaria del tiempo y del espacio; ni intimismo ni exteriorismo, sino ambos a la vez y algo más: el otro, el prójimo, en narraciones colosales cuyo transcurso se extiende durante décadas (siglos en Terra nostra), con la ambición de agotar el «registro civil» de personajes trágicos, dramáticos y cómicos, mientras devoran ciudades, selvas y páramos. Aun así, la novela del Boom representa una continuidad literaria que asimiló la novela decimonónica de Balzac, Dickens, Tolstói y Twain; la vanguardia de Joyce, Proust, Kafka, Woolf y Faulkner; la novela regionalista de Ricardo Güiraldes, José Eustasio Rivera y Rómulo Gallegos; y la obra de sus grandes precursores latinoamericanos: Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier y Mário de Andrade. En sus mejores momentos, la novela del Boom es aquella que, según Fuentes, Vargas Llosa imaginó: una que fuera a la vez Los tres mosqueteros y Ulises (carta a Carmen Balcells, 11 de noviembre de 1974). La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, La casa verde y Cien años de soledad son a un tiempo «novelas de aventuras» y «novelas uliseanas», es decir, libros que, como el de Joyce, reúnen, en su concepción y ejecución, la historia del mundo, la historia del continente latinoamericano, la historia del país de origen del escritor y su autobiografía simbólica. Fueron la seña de identidad coyuntural del Boom. Ningún grupo de escritores de otra región del mundo llevó a cabo esta operación histórica y estética de una manera tan brillante, ambiciosa y comprensiva.

2. La amistad entre los cuatro trascendió la mera simpatía al estar basada en dos cualidades: una visión compartida sobre proyectos literarios y políticos en conjunto, y el reconocimiento entre ellos de su valor como escritores e intelectuales públicos. Para coincidir o para discrepar, cada uno tomaba como punto de referencia a los otros tres.

El único precedente en la literatura hispánica de una amistad con semejante simetría de calibres artísticos es la Generación del 27, que provocó en 1979 esta coquetería de Jorge Guillén confiada a Gerardo Diego: «Aquello que llaman “del 27” fue y es una cosa seria. ¿Ha habido otro grupo de amigos como el nuestro en la vida literaria española?».[1] Ampliada la pregunta a la vida literaria en lengua española, la respuesta afirmativa es el Boom. Los nombres de los cuatro empapelaron la década de 1960 de extremo a extremo con libros, antologías, diálogos, polémicas, revistas, cartas públicas, entrevistas y manifiestos. Este libro es el clímax de esa conciencia de grupo: Vargas Llosa diría en 2012, al abrir un curso sobre el Boom, que este «no fue solamente los buenos libros que entonces se escribieron, la presencia que América Latina ganó ante el resto del mundo», sino también «las relaciones entre los protagonistas del Boom».

Estos amigos son, ya lo dijimos, cuatro varones, pero la amistad entre personas del mismo sexo es un signo de sus tiempos, con precedentes en la mayoría de los casos: Vargas Llosa y sus amigos «letraheridos» Abelardo Oquendo y Luis Loayza, en Lima; García Márquez y los integrantes de La Cueva, en Barranquilla; Fuentes y los escritores del Medio Siglo, en la UNAM. Cortázar tuvo que imaginarse grupos de amigos como los que deseamos hoy: en el Club de la Serpiente con la Maga y Babs, y en la banda de cronopios de 62 con Hélène, Nicole, Celia y Tell. Pero quien disfruta de buenos amigos podrá comprobar que la amistad no suele fundarse en discriminaciones de género. Eso pensaba García Márquez: «Los amigos se establecen por afinidades humanas. O sea que los escritores son mis amigos no por ser escritores o intelectuales, sino por esa conexión especial que uno siente respecto al otro».[2] Esa afinidad estrictamente humana existe entre los autores de Las cartas del Boom, aun cuando lo que justifica este libro son las afinidades enraizadas en el mismo oficio, esa vocación de escritor que no se puede imponer programándola o distribuyéndola en cuotas. La literatura, imposible de clasificar sin más como profesión o como oficio, indescifrable en su utilitarismo, es, como dijo Cernuda, «una actividad cuyo origen y finalidad siguen tan misteriosos hoy, naturalmente»,[3] pero con el poder suficiente para unir en amistad a estos cuatro autores.

Es verdad que los cuatro tenían amigos y corresponsales a veces más íntimos y en algunos casos más constantes que sus compañeros del Boom, pero, vistos con perspectiva histórica, ninguno fue tan significativo o relevante. Y aunque también es verdad que no vivieron esa amistad con la misma intensidad, y que ella se manifestaba de distintas maneras al interior del grupo, cuando uno de ellos escribía a otro con frecuencia estaba pensando en los demás: en 85 de los 207 intercambios aquí reunidos aparecen los nombres de tres de ellos, y en 33, los de los cuatro.

3. Su común vocación por la política se tradujo en su identificación con el socialismo y la Revolución cubana. El triunfo de esta, en los albores de las trayectorias literarias de los cuatro autores, los marcó profundamente.

Cuba estuvo desde entonces, y por el resto de sus vidas, en el centro de sus preocupaciones y pasiones, en sus redes de amistad (con los consiguientes desencuentros y rupturas) y en sus intervenciones como intelectuales públicos. Los cuatro estuvieron presentes desde la primera hora de la Revolución, ese «socialismo con pachanga», como se le empezó a llamar con choteo caribe: Fuentes viajó a La Habana dos días después de la caída de Batista y se quedó un mes; volvería otras tres veces entre 1959 y 1960 como testigo y promotor de esos primeros pasos. García Márquez llegó a Cuba el 19 de enero de 1959 para presenciar el juicio a Jesús Sosa Blanco, excolaborador de Batista acusado de asesinatos y torturas, y regresaría en 1960 como miembro de planta de la agencia de noticias Prensa Latina. En octubre de 1962 Vargas Llosa hizo su primer viaje a Cuba para cubrir como periodista el impacto de la crisis de los misiles. El turno de Cortázar llegó en enero de 1963, cuando viajó a La Habana para participar como jurado del Premio Casa de las Américas de cuento. Esos primeros encuentros anudaron importantes aunque no siempre duraderos lazos de amistad con escritores e intelectuales de la isla.

Los libros de los cuatro autores empezaron pronto a ser leídos, reseñados y discutidos en Cuba. Casa de las Américas organizó conversatorios sobre ellos y publicó sus escritos, y más adelante programaría volúmenes de «valoración múltiple» en torno a ellos. En Cuba se les quería y admiraba, y se les sentía muy próximos. En julio de 1968, Roberto Fernández Retamar escribió a Cortázar en tono exultante: «Deben venir también en enero Mario, Gabo y (de acuerdo con su respuesta) Carlos. ¡Qué encuentro en las márgenes del Almendares! (como diría Lezama)». Ese encuentro no se produjo, pero el entusiasmo de Fernández Retamar trasluce los sentimientos de la intelectualidad cubana hacia los cuatro.

Hemos dicho ya que la Revolución cubana fue un catalizador del interés global por América Latina, y que sirvió para poner los ojos del mundo sobre su literatura. No debe reducirse el Boom, por supuesto, a una mera respuesta a la Revolución, pero es indudable que sus formas y sus temáticas estuvieron fuertemente influidas por los cambios ideológicos y culturales que la experiencia cubana alentó, tanto dentro como fuera de América Latina. Hemos notado que semejante transformación cultural y política, compleja, profunda y concentrada, la del Boom, solo podría haber ocurrido en un momento en que América Latina se mostraba, no por primera vez, nueva, interesante y atrayente. Los autores de Las cartas del Boom «se hicieron latinoamericanos» no solo en virtud de sus lecturas, sus escritos y sus redes de amistad en Europa o en América Latina, sino también gracias a sus vínculos intelectuales y políticos con la Revolución cubana y, a través de ella, con una constelación de autores y críticos de la región. Si los revolucionarios cubanos pretendían reescribir la historia latinoamericana, la misma ambición impulsaba la literatura de los escritores del Boom: «El futuro de la novela está en América Latina, donde todo está por decirse, por nombrarse», le escribió Fuentes a Vargas Llosa en febrero de 1964. El adanismo fue un rasgo común de la Revolución y del Boom.

No todos vivieron el compromiso con Cuba con igual fervor y consistencia, pero los avatares de la Revolución cubana explican en gran medida que, a partir de cierto momento, la política empezara a impregnar su correspondencia con mayor vigor. Las cartas cruzadas entre ellos y con otros, en la isla y fuera de ella, son testimonio contundente de la centralidad que tuvo Cuba en sus vidas, mientras ganaban terreno las dudas y objeciones articuladas por escritores y críticos marxistas de la línea dura que seguían citando a Zhdánov o incluso al Fidel Castro de «Palabras a los intelectuales». No es ninguna coincidencia que el ocaso del Boom asomara en el horizonte al mismo tiempo que las posturas de los cuatro respecto a la Revolución cubana se modificaban hasta convertirse, en algunos casos, en irreconciliables.

4. Nuestros cuatro autores llevaron el Boom a su máxima manifestación de fenómeno comercial transnacional y descentralizado, convergiendo con una expansión sin precedentes de la industria editorial y del número de lectores en el mundo de habla hispana.

Fuentes publicó sus primeros libros en México; Cortázar, en Buenos Aires y México; García Márquez, en Bogotá, Medellín, Madrid y Xalapa; Vargas Llosa, en Barcelona, Lima y Buenos Aires. El impulso que dio Carlos Barral a la literatura latinoamericana a partir de la premiación de La ciudad y los perros fue crucial, pero ese fue solo uno de los pilares de esa verdadera conmoción editorial que se produjo. Fondo de Cultura Económica, Era y Joaquín Mortiz en México, y en especial Sudamericana en Buenos Aires, serían asimismo decisivos en ese proceso, sin olvidar el papel que jugaron las revistas y suplementos culturales (Revista Mexicana de Literatura, La Cultura en México, Primera Plana, Casa de las Américas, Marcha, Mundo Nuevo, Amaru) y los premios literarios de varios países en que ellos concurrían o eran jurados.

El boom editorial latinoamericano empezó en realidad antes que el Boom literario. Desde por lo menos la década de 1950 varias iniciativas latinoamericanas habían llevado millones de libros a las manos de potenciales lectores a lo largo y ancho de la región. Los festivales del libro, organizados por el peruano Manuel Scorza entre 1956 y 1960 en Perú, Colombia, Venezuela, Ecuador, Cuba y Centroamérica, fueron el proyecto más ambicioso. Gracias a ellos se lanzó en 1959 una edición de treinta mil ejemplares de La hojarasca, cuando lo regular era que las primeras ediciones del propio García Márquez y de los otros tres autores apenas (es un decir) llegaran a cuatro mil. Años después, ya con el prestigio consolidado del autor, La muerte de Artemio Cruz de Fuentes salió con un tiraje de quince mil ejemplares; La ciudad y los perros le siguió con cinco ediciones y un total de veinte mil ejemplares en un año; Cien años de soledad coronó la consagración del Boom como fenómeno editorial de masas: en dos años, Sudamericana puso a circular al menos cien mil ejemplares, a los que habría que sumar los noventa mil que se imprimieron en Cuba entre 1968 y 1969. Cada nueva obra de estos autores generaría expectativas, ventas y traducciones en dimensiones nunca vistas en la literatura latinoamericana. Desde que a comienzos de la década de 1960 se empezaron a traducir sus libros (los de Fuentes al inglés fueron los primeros), se produjo un fenómeno en cascada: editores y traductores se interesaban por los libros de los compadres, y estos compartían información y recomendaciones sobre ellos. Cada libro traducido contribuía a ampliar el interés por los de los otros. La transformación de nuestros cuatro autores en escritores globales se explica, en gran medida, por la posibilidad de ser leídos y valorados en distintos países e idiomas. La agente literaria Carmen Balcells, desde Barcelona, jugaría un rol importante en ese proceso.

Junto a la calidad literaria, el éxito comercial del Boom hizo posible la «normalización» de la ficción latinoamericana, no solamente su instalación en el mainstream literario (como lo anunció Luis Harss en su momento), sino su conversión en una de las literaturas más diversas y, desde entonces, más influyentes del planeta.

UN CÍRCULO DE CUATRO

Carlos Fuentes escribió sin sospecharlo la primera página de este epistolario: el 16 de noviembre de 1955 dirigió una carta a Julio Cortázar en solicitud de colaboración para la revista que codirigía. A sus veintisiete años, Fuentes era autor de un solo libro, Los días enmascarados, pero llevaba un mundo a cuestas: hijo de diplomático, había nacido en Panamá y se había educado en Chile, Brasil, Argentina, Estados Unidos y Ginebra, y, siempre de vuelta a México entre esos países, por fin escribía su primera novela y empezaba su labor de factótum cultural como codirector de la Revista Mexicana de Literatura. A sus cuarenta y un años, Cortázar era sobre todo un autor de culto por los cuentos de Bestiario y se ganaba la vida como intérprete a destajo en París, tras haber roto con un pasado de varios lustros como profesor y funcionario en Argentina. Fuentes y Cortázar solo se diferenciaban en las apariencias, en el incombustible don de gentes de uno y la introversión irrenunciable del otro. Al leerse por intermediación de la crítica argentina Emma Speratti, descubrieron sus profundas afinidades. Se conocieron en persona en París, en octubre de 1961.

También fue en París, a fines de 1958, que el joven Vargas Llosa, graduado en Letras y escapado del Perú a Europa con la ilusión de convertirse en escritor, conoció a un altísimo escritor argentino al que confundió con alguien de su edad, sin sospechar que se trataba del ya maduro autor de Bestiario, colaborador de la revista Sur y traductor de Poe. Cortázar vivió en París desde 1951 hasta el último día de su vida, en 1984. Durante los años en que Vargas Llosa coincidió con él en esa ciudad (1959-1966), ambos pensaban que «no ser nadie en una ciudad que lo es todo» era mil veces preferible a lo contrario. Ambos tenían sentido del humor y mantenían discreción sobre sus vidas privadas; ambos abrazaban sus vocaciones a diferentes ritmos pero con igual pasión. Cortázar sería uno de los más entusiastas lectores del manuscrito de La ciudad y los perros, y no dudó en promoverlo entre editores. La devoción mutua se afianzaría con la lectura de Rayuela y La casa verde.

Vargas Llosa y Fuentes se encontraron por primera vez en octubre de 1962 en la Ciudad de México. Se vieron de nuevo en París en la segunda mitad de 1963, y está claro por las primeras comunicaciones entre ellos que ambos tenían el gusto por la conversación y la discusión, por el parricidio literario y la participación política. Poco después Fuentes leyó La ciudad y los perros, y declaró en público y en privado su deslumbramiento: era una novela urbana como las que él había escrito pero con una forma propia. Vargas Llosa, por su parte, defendió las candidaturas de La muerte de Artemio Cruz y Rayuela para el Prix International de Littérature (Formentor) de 1964.

García Márquez no llegó tarde a la fiesta: encubierto en su aspecto de boxeador peso pluma y una estudiada indiferencia frente al intelectualismo, con cuentos desperdigados en la prensa y dos novelas de circulación local, simplemente nadie fuera de Colombia se había enterado de que siempre estuvo allí, hasta que en 1961 se instaló en la Ciudad de México, empezó a tratarse con Fuentes y descubrió que su obra era apreciada como la de un autor de culto. Su amistad con Fuentes, diría años más tarde, empezó «en el instante en que nos conocimos» («Carlos Fuentes dos veces bueno»), y este lo vivió como «un flechazo instantáneo».[4] Ya para entonces el mexicano conocía La hojarasca, obsequio de Álvaro Mutis junto al comentario sin mayores precisiones de que era «lo mejor que había salido». Fuentes y García Márquez escribieron juntos guiones de cine, consumaron pachangas dominicales y consolidaron una hermandad de la que dan rendida cuenta estas cartas. García Márquez aparece por primera vez en esta correspondencia en octubre de 1965, y lo hace en un momento decisivo: le cuenta a Fuentes que ha terminado la primera mitad de su novela y le anuncia que ya tiene título: Cien años de soledad.

Cortázar conoció a García Márquez en septiembre de 1968, en París, y se lo reportó de inmediato a su editor en común, Paco Porrúa: «Tanto él como Mercedes me parecieron maravillosos: la amistad nace como una fuente cuando te pone frente a seres así» (23 de septiembre de 1968). El encanto precedió largamente a ese encuentro en el caso del colombiano, que admiraba a Cortázar desde Bestiario, y a quien veía como «el hombre más alto que se podía imaginar», en el que «parecía cierta la leyenda de que era inmortal». Compartían un sentido del humor y una irreverencia que explotaban en forma de bromas dichas con «cara de palo». En Cien años de soledad, García Márquez homenajea Rayuela con la referencia a uno de sus personajes, y cuando Cortázar leyó la novela le confió también a Porrúa: «Qué libro increíble, Paco […] Los más viejos ya nos podemos morir, hay capitán para rato».

El inicio más remoto de la compadrería entre Vargas Llosa y García Márquez tuvo como vehículo el francés: en 1963 el peruano leyó en París Pas de lettre pour le colonel, publicado por Julliard. En enero de 1966, desde México, García Márquez inició el intercambio epistolar entre ellos, y pronto el «estimado» dio lugar a «mi querido» e incluso a «hermano» o «hermanazo». La aparición de La casa verde y Los cachorros, publicados en Barcelona, y Cien años de soledad, en Buenos Aires, ensancharán el aprecio mutuo, y se darán el primer abrazo en Caracas, el 2 de agosto de 1967. Vargas Llosa dejó un notable y raro testimonio de devoción por el amigo en su exhaustivo ensayo García Márquez: historia de un deicidio. El «descuartizado, desmenuzado y desenmascarado hermano», como escribió en una dedicatoria manuscrita, valoró ese esfuerzo en una entrevista de 1973: «Oye, ¡qué buen amigo es Mario, qué tipo, qué buen amigo! Mira que ponerse a escribir durante un año un libro sobre mí, dedicar un año de su vida a escribir un libro sobre otro escritor, uno con el cual se está en competencia directa, puesto que nuestros mercados son los mismos y nuestros lectores también. Mira, ¡eso no lo hace cualquiera! ¡Ese Mario es un ser aparte!».[5]

El tejido literario y amistoso de Las cartas del Boom se forjó principalmente «del lado de acá» (Ciudad de México) y «del lado de allá» (París y Saignon), pero también en otras ciudades en las que publicaron, vivieron y circularon nuestros autores: Londres, La Habana, Barcelona, Buenos Aires, Venecia, Lima, Caracas, Bogotá. Entre 1958 y 1962, Carlos Fuentes pavimentó desde México el camino hacia el Boom con el revuelo crítico y el éxito de tres clásicos tan jóvenes hoy como cuando aparecieron: La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz y Aura. En 1962 protagonizó su primer acto como joven portavoz intelectual de un continente en el Congreso de Escritores de Concepción (Chile). Su sospecha de que no estaba solo en esa gesta se hizo explícita al elogiar, en una carta a Vargas Llosa, cuatro novelas escritas fundamentalmente en París: «Al leer una detrás de la otra El siglo de las luces, Rayuela, El coronel no tiene quien le escriba y La ciudad y los perros, me siento confirmado en este optimismo: creo que no hubo el año pasado otra comunidad cultural que produjera cuatro novelas de ese rango» (29 de febrero de 1964). Un ensayo suyo de julio de ese año lo anunció en público: «La nueva novela latinoamericana. Señores no se engañen: los viejos han muerto. Viven Vargas Llosa, Cortázar, Carpentier». Tanto Cortázar como Vargas Llosa reclamaron la ausencia del propio Fuentes en el ensayo, y el primero impugnó la presencia de Carpentier, pero el adjetivo «nueva» aplicado a la novela latinoamericana lo era en un sentido tan estético como irrespetuoso de cronologías al incluir escritores de generaciones distintas: Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, José Donoso, Mario Benedetti y, en un párrafo aparte, García Márquez.

Desde entonces, Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa estuvieron entre quienes con más convicción se comprarían la apuesta de Fuentes, y con mayor insistencia repetirían que la novela latinoamericana conseguía ser, por fin, un conjunto de calidad, una unidad en la diversidad estética, que había superado la novela regionalista considerada solo testimonial (Fuentes) o primitiva (Vargas Llosa). Tal esquematismo debería entenderse como un modo radical de posicionamiento, sin el cual les habría costado más diferenciarse de sus antecesores. El grupo de vanguardia que antecedió al Boom, el Nouveau Roman francés, fue también objeto de sus afiladas críticas: para Vargas Llosa sus libros eran frívolos y aburridos (7 de abril de 1964), en tanto para Fuentes contribuían al «desmantelamiento de la novela» (11 de mayo de 1967). A esos dos grupos «rivales» del Boom, el de los regionalistas de antaño y el de los franceses contemporáneos en boga, se sumaría el de los críticos literarios, contra quienes lanzaron a menudo abiertos dicterios por sus presuntas limitaciones. Una frase de Fuentes resume esa actitud: «En América Latina, los creadores son los únicos críticos válidos» (5 de julio de 1967).

La «nueva novela», reconocida así por Fuentes, pasaría a llamarse «Boom» cuando en 1966 Luis Harss la rebautizó en las páginas de Primera Plana, de Buenos Aires. El impulso de Cien años de soledad a mediados de 1967 haría el resto, y es el propio García Márquez quien utiliza esa palabra por primera vez en esta correspondencia (carta a Fuentes, 2 de diciembre de 1967). El remezón que la obra maestra de García Márquez produjo no es la única razón por la cual 1967 es el año culminante del Boom, no por casualidad el más copioso en intercambios epistolares. En marzo, Fuentes se sumó a Vargas Llosa como ganador del Premio Biblioteca Breve por Cambio de piel. En julio, Vargas Llosa consiguió el Premio Rómulo Gallegos por La casa verde. En agosto, García Márquez y Vargas Llosa se encontraron por primera vez en Caracas, y al mes siguiente sostuvieron en Lima un diálogo público en que el colombiano afirmaría, haciéndose eco de algo dicho antes por Fuentes: «Yo creo que lo que estamos haciendo nosotros es una sola novela. Por eso, cuando estoy tratando un cierto aspecto, sé que tú estás tratando otro, que Fuentes está interesado en otro que es totalmente distinto al que tratamos nosotros, pero son aspectos de la realidad latinoamericana».[6] Una «sola novela» que en octubre recibió una consagración con un hecho no comentado en estas cartas pero de indudable trascendencia: la concesión del primer Nobel de Literatura a un novelista latinoamericano, Miguel Ángel Asturias, precursor pero también cómplice de nuestros autores, y una presencia frecuente en el epistolario. En ese año de consolidación, Fuentes había asentado la idea, luego repetida por García Márquez, de que todos escribían capítulos de una misma novela, la novela de América Latina: «¿No te sucede que cada buena novela latinoamericana te libera un poco, te permite limitar con exaltación tu propio terreno, profundizar en lo tuyo con una conciencia fraternal de que otros están completando tu visión, dialogando, por así decirlo, con ella?» (a Cortázar, 21 de julio de 1967). Lo decía a propósito de Cien años de soledad, que, en la estela del ensayo de Fuentes de 1964, saludó desde sus páginas La muerte de Artemio Cruz, El siglo de las luces, Rayuela y, según declaración posterior de García Márquez, La casa verde.

Para existir, el Boom necesitaba novelas grandes en todos los sentidos. Después de los tres clásicos de Fuentes, nadie las entregó con más puntualidad que Vargas Llosa con La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral, que sus tres compadres recibieron alborozados. Vargas Llosa, que entonces creía que América Latina estaba al borde del apocalipsis político y social, representaba con sus libros el tiempo contrario, el auge de la novela latinoamericana moderna. En Las cartas del Boom abundan las idas y vueltas sobre los grandes hallazgos que fueron esas obras de Fuentes y Vargas Llosa, así como Rayuela y, sobre todo, Cien años de soledad. Pero Las cartas del Boom es también un libro de historia en el que se discuten novelas que no por menos populares dejan de representar fértiles búsquedas hacia otros lados de la narrativa latinoamericana: es el caso de Zona sagrada y Cambio de piel, de Fuentes, y 62/Modelo para armar, de Cortázar, a las que se sumó El otoño del patriarca, con la que García Márquez intentó un tipo de novela «deliberadamente hermética, densa, compleja, para que solamente la soporten quienes se hayan tomado el trabajo previo de aprender literatura, es decir, nosotros mismos y unos pocos amigos» (12 de noviembre de 1968). Vargas Llosa tampoco se quedaría atrás en la búsqueda de otros derroteros: con Pantaleón y las visitadoras se puso al día en el humor que caracterizaba los libros de sus compadres. Los cuatro, además, escribieron cuentos y ensayos, otras formas, nada menores, de explorar la literatura. Aunque esos géneros tienen un lugar secundario en las cartas —García Márquez se refiere a los cuentos como ejercicios «para calentar el brazo»—, son esenciales en la cimentación de la obra de cada uno. En las cartas queda claro que dormirse en sus laureles y redundar en los éxitos del pasado no estaba en sus planes, y que el hallazgo debía ser seguido de nuevas búsquedas, así acabasen en la incomprensión y el olvido. Unos hicieron análisis de los libros de los otros apenas los leyeron, sin ahorrarse reservas —Cortázar fue el más aterrador y minucioso—, esforzándose en hacer una crítica honesta que no desmereciera el aprecio personal entre ellos.

La incertidumbre social y política sin duda contribuyó a su insatisfacción permanente como escritores. Ellos lo creían así, y dos ambiciosos proyectos, luego frustrados, reflejan esa búsqueda de nuevos derroteros literarios y políticos, y reciben amplio comentario en la correspondencia: la propuesta de García Márquez a Vargas Llosa para escribir juntos un relato sobre la guerra entre Colombia y Perú de 1932, en el que «la posibilidad de dinamitar la patriotería convencional es sencillamente estupenda» (11 de abril de 1967), y la de Fuentes para armar con el cuarteto y otros escritores el volumen colectivo «Los Padres de las Patrias», un recorrido histórico y literario por las dictaduras latinoamericanas, «una crónica negra de nuestra América» (11 de mayo de 1967).

A Fuentes le parecía entonces que «subrayar ese sentido de comunidad, de tarea de grupo» era muy importante para construir el futuro. Las cartas son inagotables en la descripción de cómo enfrentaron o padecieron juntos los momentos histórico-políticos clave de la época. Los manifiestos que firmaron juntos entre 1968 y 1971 confirman su vocación de intervenir pública y colectivamente en asuntos de urgente actualidad. Sus cambios de residencia estuvieron motivados más de una vez por la necesidad de escapar de situaciones oprobiosas, asfixiantes y hasta peligrosas; no es sorprendente que por lo menos la mitad de las novelas del Boom se escribieran fuera de América Latina. Fuentes tuvo el dudoso mérito de ganarse la repulsa de los cuatro puntos cardinales del espectro político: censura de la dictadura de Franco en España, prohibiciones de ingreso a Estados Unidos, hostigamiento por parte de Díaz Ordaz en México tras la Masacre de Tlatelolco, y ostracismo en Cuba después de 1971. Los otros tuvieron también que enfrentar censuras y ataques de naturaleza política. El año 1968 sería —como lo fue para muchos— decisivo: Fuentes y Cortázar vivieron juntos el mayo de París; Vargas Llosa criticó públicamente la invasión soviética a Checoslovaquia y el apoyo que le brindó Fidel Castro; los otros tres viajaron a Checoslovaquia en solidaridad con la sofocada Primavera de Praga; y el cuarteto en pleno se involucró en el caso Padilla, que empezó ese 1968 y alcanzó su punto más álgido en 1971.

El Boom como cuarteto y como fenómeno empezó a resquebrajarse a raíz de los desencuentros políticos de esos años, y terminó de deshacerse tras varios golpes que volvieron contemporáneos en la desgracia a todos los latinoamericanos: el golpe que significó el encarcelamiento de Heberto Padilla en Cuba en 1971; el golpe de Pinochet en Chile en 1973; el golpe en una sala de cine en México en 1976 que puso fin a una gran amistad; y el golpe militar en Argentina, también de 1976. Había llegado lo que un libro publicado en Buenos Aires en ese 1976 anunciaba desde el título, «el final del Boom». Las cartas de la época documentan el gradual desmoronamiento político, social, cultural y humano que afectó a la región y a sus intelectuales. Los libros de nuestros autores también se convirtieron en la década de 1970 en operaciones frustradas o incomprendidas. Libro de Manuel, una novela dictada por las urgencias del momento político en Argentina, fue vituperada como mera propaganda del credo de Cortázar; Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor se recibieron como un retroceso respecto al ciclo vargasllosiano de la década anterior, aunque luego serían mejor asimiladas; El otoño del patriarca decepcionó por ser inaccesible al gran público; y Terra nostra se consideró el epitafio literario del Boom al llevar hasta sus límites la desmesura totalizante que animó a los cuatro desde el inicio de sus trayectorias como novelistas.

Las novelas clásicas del cuarteto, sin embargo, continuaron leyéndose y hablando por ellos, y serían la base para el reconocimiento a toda su obra, que llegaría con el tiempo en forma de traducciones constantes a todas las lenguas, miles de estudios académicos y de divulgación e incontables galardones. Dos de los compadres habían ganado el Premio Biblioteca Breve en la década de 1960, tres ganaron sucesivamente el Rómulo Gallegos, dos el Cervantes y dos el Nobel. En ninguna de esas coincidencias reglamentarias está el excepcional Cortázar, que sin duda merecía esos honores tanto como los otros, aunque a él no le interesaran mucho. Cuando estuvo cerca de obtener el Prix International de Littérature y fue postergado, le escribió a Fuentes: «La cosa no tiene importancia alguna, y yo me salvé de las molestias de la celebridad (¿te parezco hipócrita? Entonces me conoces mal)» (15 de agosto de 1964). Cuando obtuvo el Prix Médicis Étranger por Libro de Manuel en 1974, donó el importe a la resistencia chilena contra la dictadura. Pero la fama lo alcanzó a pesar de sí mismo y más allá de sus libros: mientras los cuatro discuten en las cartas sobre las posibilidades, más económicas que creativas, del trabajo en el cine, al final fue solo Cortázar quien aunó lo artístico y el éxito comercial gracias a la adaptación de un cuento suyo en Blow-Up, de Antonioni, la mejor película basada en un texto del Boom, y una obra de arte clave de la época. En las décadas siguientes, en nuevos libros, en nuevas adaptaciones al cine, al teatro, a la música —desde la popular hasta la operática—, el prestigio del Boom se mantendría al alza. «En un sentido estricto, el Boom no duró más de diez o doce años, aunque su estela se haya prolongado hasta nuestros días», leyó Vargas Llosa en 2012 cuando recibió el Premio Carlos Fuentes. Muchos escritores de América Latina y de más allá que vinieron luego son inconcebibles sin su legado.

LA VIDA ALCANZA A LA OBRA

Entre los aficionados a la literatura están quienes buscan «escapar» de la historia, los contextos y la realidad cotidiana, y quienes quieren verse reflejados en otros espejos y entornos; nada más humano y natural. Pero las novelas también son historias (desde la etimología: nuevas, noticias) y no se escribe una sola línea sin contexto, sin presente y sin pasado. Cortázar describió a Fernández Retamar su creciente conciencia política en estos términos: «De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como la imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad» (10 de mayo de 1967). La frase de Cortázar es más que una confesión política: es el reconocimiento —válido para nuestros cuatro autores— de que sus novelas intentaban responder a los estímulos de su entorno histórico, y de que sus actos buscaban tener en sus lectores una gravitación pareja a la de sus libros.

En el caso de nuestros autores, no hay dilema alguno entre vida y obra, sino el abrazo de ambas: una obra literaria y una obra «vital» que juntas iluminan una época. Las biografías de los miembros de este cuarteto representan un compromiso entre la literatura y la historia, una «tercera vía» que ellos entrevieron pero no podían realizar del todo, porque antes que escribir sobre los pormenores de sus vidas, priorizaron la creación y recreación de la imaginación y la lengua de su continente. Hay pruebas abundantes de que ellos sentían que la tarea biográfica y autobiográfica estaba pendiente. Años más tarde Fuentes anunciaría la llegada de ese postergado momento: «Hemos salido del Boom y ahora entramos a lo que llamaría el “Bio Boom”. Algo muy extraordinario está pasando con la escritura latinoamericana. Por primera vez estamos muy preocupados con la autobiografía, con la crónica, con decir las verdades de nuestras vidas, nuestras sociedades, nuestro tiempo, tal y como fueron. A diferencia de los anglosajones y los franceses, no tenemos una gran tradición de memorias. Hemos sido muy parcos con esto, principalmente porque ha sido muy peligroso decir la verdad de lo que realmente aconteció en la vida y en la política».[7] Las cartas del Boom nos ofrece el privilegio de acercarnos a esas verdades, a esas memorias y a esas autobiografías.

Es bien conocida la boutade difundida por Borges según la cual la obra más importante de Flaubert es su epistolario. Probablemente nadie se atreverá a decir lo mismo de Las cartas del Boom, pese a ser uno de los libros fundamentales de sus autores —dicho esto desde la perspectiva que hoy tenemos sobre un libro que aparece varias décadas después de ser escrito—. Si los cinco tomos de Cartas de Cortázar son parte central de su obra tanto como Rayuela, lo mismo se podrá decir de este volumen, y de los epistolarios de Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa cuando se organicen. Las dimensiones de esos intercambios fueron recordadas por Vargas Llosa al admitir que «en los bonitos y exaltantes sesenta estoy seguro de haber producido —el verbo lo dice todo— casi tanta papelería como la que descargaba el cartero cada mañana en mi departamento de la rue de Tournon, en París, o, luego, en el de Cricklewood, en Londres. Eran años de intensas conspiraciones políticas y formidables chismografías literarias».[8] La importancia de esa «papelería» fue remarcada, con su habitual hipérbole, por García Márquez: «Nuestro verdadero destino está en la literatura epistolar» (2 de noviembre de 1968). Para encontrar un ejemplo paralelo a Las cartas del Boom, y exagerando solo un poco (hay más lenguas), habría que imaginar a Joyce, Proust, Kafka y Faulkner involucrados en una intensa correspondencia en la década de 1920 sobre literatura y política, incluyendo las reacciones a veces instantáneas a las obras de cada uno.

Nunca faltaron ni faltarán críticos que descalifiquen al Boom como un espejismo publicitario, cuyas novelas no serían superiores a las de sus predecesores ni a las de una docena o una veintena de sus contemporáneos menos glamorosos o menos capaces de aprovechar la nueva ciencia de las relaciones públicas y la propaganda comercial. Sin embargo, los cuatro escribieron en ese momento clásicos latinoamericanos duraderos, además de una obra que se extendió a lo largo de varias décadas. La verdad más importante de todas, casi siempre ignorada por los revisionistas de los últimos cuarenta años, es que la novela latinoamericana fue la única literatura del planeta que reaccionó de forma plena a la coyuntura compleja y extraordinariamente fértil de la década de 1960, la época más apasionante desde la de 1920 y, desde las perspectivas política y cultural, el último gran momento utópico de Occidente. El Boom es llamativo de forma particular porque contradice varias perspectivas literarias, no solo la marxista, que da por entendido que la novela es una forma literaria incapaz, por su cercanía y parentela con la historia, de aprehender y representar la época presente. El Boom confrontó la perpetua problemática de la identidad latinoamericana, poniendo el acento en las emergentes políticas identitarias (no solo la nacionalidad y la clase social, sino la raza, la etnicidad, el género y la sexualidad), una operación intelectual y estética que, de manera simultánea, unió y separó los tres «mundos»: el capitalista, el comunista y el excolonial en vías de desarrollo. Sus virtudes de narradores y el papel de portavoces de una sociedad y de una sensibilidad política e histórica que ellos se adjudicaron les permitieron mantenerse como los escritores latinoamericanos más influyentes y célebres durante décadas.

Negar o contradecir los logros y las virtudes del cuarteto central del Boom sería como argumentar que Proust, Joyce, Woolf, Kafka, Faulkner, Hemingway y Mann son nombres sacados de manera arbitraria de un sombrero crítico o canonizados según alguna agenda ideológica. La Generación del 27 es un fenómeno en sí mismo, pero encontrar cuatro grandes escritores en un contexto histórico casi sin paralelo, comunicándose durante varios años para dialogar sobre novela, literatura en general, historia latinoamericana, sus propias biografías y la dinámica de sus ideas dentro de ese contexto, es absolutamente único. Las siguientes páginas cuentan esa historia.

LOS EDITORES

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Nota a la edición

Este epistolario incluye 207 misivas intercambiadas entre los autores. La mayoría son cartas, pero también hay un número reducido de postales, telegramas y faxes. No hemos podido rescatar todas las que se escribieron; muchas se perdieron o no han sido identificadas.

Hemos ordenado esta correspondencia de dos maneras distintas pero complementarias: una «clásica», cronológica, y otra, diremos, «moderna» al no separar las cartas por remitente, de forma que los cuatro autores resuciten la conversación simultánea que los unió durante años (con los «vasos comunicantes» de Las palmeras salvajes, de Faulkner, o, para decirlo al modo de T. S. Eliot, «Do the Letter in Different Voices»). Creemos que nunca se ha organizado un epistolario con cuatro grandes voces de la literatura comunicándose de este modo, y la consecuencia es que este libro es menos una recopilación de cartas que una gran narración en primera persona que pasa pronto del singular al plural.

El conjunto es cuantioso y tanto más significativo si reparamos en el proceso que siguieron estas cartas para llegar hasta nosotros: escritas a máquina o a mano, lacradas en un sobre, llevadas hasta un buzón del correo postal, transportadas por avión o barco —en viajes a menudo transatlánticos—, cargadas a cuestas por carteros, leídas y por fin preservadas durante más de medio siglo. Muchas de ellas han sobrevivido, además, a las reiteradas mudanzas de sus destinatarios.

El epistolario inicia en 1955 y pasa pronto a ser un relato de los varios comienzos del Boom: el 1958 de La región más transparente, el 1962 del Premio Biblioteca Breve a La ciudad y los perros, el 1963 de la publicación de Rayuela y —tras superar la censura— La ciudad y los perros, el 1964 del ensayo de Carlos Fuentes sobre su propio descubrimiento y concatenación de esas novelas. Las dos terceras partes de esta historia son de la década de 1960, cuando todos los milagros se hicieron o parecían posibles. Tras la desintegración definitiva del cuarteto en 1976 por desavenencias personales sumadas a catástrofes políticas, no hemos querido que el resto sea silencio, y para tener una imagen completa, incluimos un «Fin de fiesta» con las cartas entre ellos después del Boom (1976-2012). Si bien estas suelen ser esporádicas y a veces muy breves, registran también algunos momentos memorables y otros demasiado humanos: las enhorabuenas por el Nobel a García Márquez y el Cervantes a Fuentes; el divertido relato en tiempo real de Cortázar sobre la carretera París-Marsella, que daría lugar a Los autonautas de la cosmopista; los intercambios sobre la muerte de la última pareja de Cortázar, Carol Dunlop, y los desafíos a la salud de García Márquez. Aun en los últimos mensajes no faltan el buen humor y la complicidad: el deseo de Fuentes y García Márquez de prolongar en sus hijos su amistad larga y entrañable, y la celebración de Fuentes por los ochenta y cinco años de García Márquez y toda una vida compartida.

A Carlos Fuentes debemos principalmente la existencia de este libro: no solo guardó las cartas que recibió sino también copia de buena parte de las que envió. Vargas Llosa guardó solo las que recibió. De los cuatro, fueron ellos quienes tuvieron desde muy temprano una clara conciencia de la conveniencia y necesidad de preservar sus archivos. Cortázar no conservó ninguna carta, salvo por accidente, y entre esos accidentes felices no parece haber sobrevivido alguna de los otros autores de este libro. García Márquez tampoco fue muy prolijo en guardar su correspondencia ni de ida ni de vuelta, aunque se ha conservado un puñado de sus cartas de fines de los setenta. Si hemos de creerle, perdió en un hotel de Bogotá en 1967 un grupo de las escritas por sus tres compadres «y otros mafiosos» (carta a Plinio Apuleyo Mendoza, 9 de marzo de 1968). Conviene precisar que no se han encontrado cartas de García Márquez a Cortázar ni de Vargas Llosa a García Márquez (y solo una de Vargas Llosa a Cortázar, que sobrevivió en el archivo del primero). Abrigamos la esperanza de que algunos de esos vacíos se puedan llenar en el futuro, y así se haga realidad el pronóstico que hizo García Márquez a Fuentes sobre otra carta extraviada: «Ya la encontrarán los arqueólogos cuando estén ordenando nuestras obras completas» (7 de diciembre de 1966).

La correspondencia de Fuentes y Vargas Llosa proviene de sus archivos preservados en la Universidad de Princeton; algunas cartas adicionales se conservan en el archivo de García Márquez en la Universidad de Texas en Austin. Las cartas del Boom es el primer epistolario conjunto de los cuatro autores, pero tiene importantes antecedentes, especialmente la épica edición de la correspondencia de Cortázar en cinco tomos, recopilada y anotada por Carles Álvarez Garriga y Aurora Bernárdez (Alfaguara, 2012). El acceso a una parte de la correspondencia de Fuentes estaba restringido cuando se preparó aquella edición, lo que explica que de los 45 mensajes que le escribió Cortázar incluidos en Las cartas del Boom, todos menos uno sean inéditos. Puede considerarse este el segundo epistolario en importancia de Cortázar, y en orden cronológico es el segundo de Fuentes tras la publicación de sus intercambios con el editor Arnaldo Orfila (México, Siglo XXI, 2013). Es además el primer epistolario de García Márquez (22 cartas a Fuentes y 18 a Vargas Llosa) y también el primero de Vargas Llosa (12 cartas a Fuentes y una a Cortázar).

En la transcripción de las cartas hemos privilegiado la transparencia de la comunicación sobre cualquier prurito filológico. A la vez se trata de cuatro castellanos distintos, y hemos procurado respetar esas diferencias. En cuanto a la puntuación, se sabe que Cortázar exigía el respeto irrestricto de sus comas —si bien como editor de Paradiso de Lezama Lima las corrigió sin tregua—, mientras que García Márquez agradecía en público el trabajo de sus correctores. Fuentes y Vargas Llosa son quienes menos obstáculos ofrecen en este aspecto. Hemos corregido erratas evidentes e igualado el formato del lugar y la fecha de redacción de cada documento.

Un comentario sobre el Boom desde el punto de vista ortográfico resulta oportuno. Según las reglas, las asociaciones artísticas se escriben con mayúscula inicial en sus elementos significativos (Los Panchos, Les Luthiers), pero curiosamente se excluyen las asociaciones literarias, que son tan reales como aquellas «oficiales». En consecuencia, hemos decidido consignar todas las agrupaciones literarias, incluido el Boom, con mayúsculas iniciales, salvo cuando el término aparece escrito de otra manera en los títulos de publicaciones.

Las notas procuran dar contexto a la información que ofrecen las cartas sin valorar las opiniones contenidas en ellas. Hemos traducido algunas expresiones en otros idiomas cuando nos pareció necesario. Minimizamos el aparato referencial para aligerar la lectura.

Los editores creímos conveniente suplementar el epistolario con algunos materiales que echan luces sobre las relaciones entre los autores, las opiniones sobre sus libros y el medio cultural de la época. En la sección «Ensayos y entrevistas» hemos seleccionado, entre los muchos textos disponibles, once cuya pertinencia será apreciada por los lectores: tres textos de Vargas Llosa —su reseña de Rayuela (1964), su entrevista a Cortázar (1965) y su artículo dedicado a Blow-Up de Antonioni (1967)— que aparecen por primera vez en libro desde su remota publicación en la prensa peruana; elogios por la aparición de Cien años de soledad de Fuentes y Vargas Llosa; una semblanza de Fuentes por Vargas Llosa; la única entrevista conocida dada por tres del cuarteto (en 1968 a la revista Listy de Checoslovaquia); la evocación más poderosa que escribió García Márquez sobre la década de 1960; las elegías de García Márquez y Fuentes por la muerte de Cortázar en 1984; y, de ese mismo año, un recuerdo de García Márquez sobre su amistad con Fuentes. La sección «Documentos» incluye siete pronunciamientos colectivos en los que nuestros autores tuvieron protagonismo central.

Agradecemos a las personas e instituciones sin las cuales este libro no hubiera sido posible: quienes poseen los derechos de autor de esta correspondencia, representados por la Agencia Carmen Balcells; el personal de la Firestone Library de la Universidad de Princeton, especialmente Emma Sarconi; el personal del Harry Ransom Center de la Universidad de Texas en Austin; el archivo de Cortázar en la Universidad de Poitiers; Rosario Bedoya, del archivo de Mario Vargas Llosa en Barranco; las profesoras Dora Poláková, que nos brindó la entrevista de Listy, y Anežka Charvátová, que revisó la traducción al español; Abraham Nuncio Limón, que nos facilitó la fotografía del grupo reunido en Bonnieux; y John King, profesor emérito de la Universidad de Warwick, que ofreció atinados comentarios a la introducción. La Universidad de Oregón apoyó nuestro trabajo con una Presidential Fellowship in Humanistic Studies y un subsidio del Oregon Humanities Center. Finalmente, expresamos nuestra sincera gratitud a Pilar Reyes y Carolina Reoyo, de Penguin Random House, por su decidido apoyo a este proyecto.

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Las cartas del Boom

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Pachanga de compadres (1955-1975)

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1955

DE CARLOS FUENTES A JULIO CORTÁZAR

México, 16 de noviembre de 1955[9]

Sr. D. Julio Cortázar

91, rue Broca

París XIII

Muy estimado amigo:

Gracias a la gentileza de Emma[10] he podido obtener su dirección. Hacia ella va mi solicitud: supongo que ya estará en sus manos el primer número de la Revista Mexicana de Literatura:[11] nos honraría contar con su colaboración para uno de los futuros. Todos conocemos su calidad de escritor; por Emma, su calidad de amigo. Contar con usted rendiría esta doble cosecha.

Confío en que Ramón Xirau, excelente amigo y crítico, que actualmente está trabajando en la Universidad de París y residiendo en la Casa de México de la Cité, se haya puesto en contacto con usted. Se trata de un gran compañero, y su libro Tres poetas de la soledad (Villaurrutia, Gorostiza, Paz) ha señalado un gran paso en la crítica literaria mexicana, tan endeble, tan chovinista.

Le envío por separado un ejemplar del segundo número de la Revista.

En espera de sus noticias, le reitero mi admiración y amistad muy sinceras,

Carlos Fuentes

DE JULIO CORTÁZAR A CARLOS FUENTES[12]

París, 21 de diciembre de 1955

Querido Fuentes:

Su carta llegó a París estando yo en Ginebra, y aunque me la enviaron una semana más tarde, mi trabajo y una gripe me impidieron contestarle antes.[13] Además no quería escribirle sin preparar antes una copia de mi colaboración para su revista.

Sí, recibí el primer número, y espero que el segundo —que usted me anuncia— llegará en estos días. He prestado el número a unos amigos (entiendo que es la mejor manera de imponerla en París, y he pedido incluso que la hagan circular entre gente de habla española) y por eso no puedo hacerle referencias concretas a su contenido. La he encontrado bien en general, y creo que sus posibles defectos serán tan visibles para usted como para mí. En todo caso, si quiere le hablaré con más detalle del nuevo número.

Le mando un cuento que me temo sea un tanto largo, pero no tengo ningún otro por el momento (los otros son todavía más extensos).[14] De todos modos me interesará que lo lea, pues es una tentativa en otra dirección; aquí se trata de una crónica inspirada en hechos verídicos, ocurridos a la criada de una amiga mía. Me pareció que la enormidad de la cosa merecía su perpetuación por escrito.

Trataré de ponerme en contacto con Xirau, y le agradezco que me haya hablado de él y de su presencia en París.

Cuando vea a Emma, dígale que le escribí hace rato y que no sea haragana. Sé que Emma le transmitió algunas opiniones mías sobre sus hermosos cuentos.[15] ¿Sabe que soñé con el Chac Mool? Tal como lo describe usted en la última escena. ¿Cuándo leeré otras cosas suyas?

Abrazos a Arreola[16] y a Paz cuando los vea, y hasta pronto, con el mucho afecto de su amigo

Julio Cortázar

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1956

DE CARLOS FUENTES A JULIO CORTÁZAR

México, 1 de febrero de 1956

Sr. D. Julio Cortázar

91, rue Broca

París

Querido amigo:

Perdone el retraso en contestar: the sound and the fury locales a veces toman más tiempo del debido, y las reacciones de los Marx Bros. ante la Revista envuelven en polémicas que, si no fuera por una dosis adecuada de buen humor, ha tiempo hubieran panzerizado mi hígado.

¡Muchas muchas gracias por el gran cuento! Ya lo entregué a la imprenta y saldrá en nuestro número 4, en buena compañía en la sección de cuentos: primer capítulo de la nueva novela de Rulfo y traducción de la Clorinda, de Pieyre de Mandiargues.[17] Tiene usted una garra enorme: una vez iniciada la lectura, no es posible soltarlo. Lo digo no solo por «Los buenos servicios», sino también por El examen, cuyo manuscrito tuvo Emma el buen tino de prestarme. Estamos, de verdad, ante una NOVELA, orgánica, apasionante, apretada, no ante la simple ilación de cuentos unidos con visibles hilos de cola que en nuestros países pasan por novelas. La leí por primera vez de un «sentón», y ahora, con más calma, a capítulo diario. Emma reclama, reclama. Qué se le va a hacer. La escena del pleito en el WC es un tour de force; y no hablemos del paseo nocturno por Buenos Aires: vivo, inolvidable. Y si usted sueña con Chac Mool, ¡averigüe las veces que, en la altura nocturna, Abelito se ha presentado a rascar mis ventanas!

Ojalá que en algún número futuro de la Revista podamos incluir una sección de El examen.[18]

Gracias, también, por su crítica de Los días enmascarados. Ya tengo listo un segundo volumen de cuentos, y, para fin de año, una novela: «La región más transparente del aire».[19]

Emma, Arreola y Octavio Paz retribuyen sus saludos. Yo le envío mi amistad y admiración muy fraternales,

Carlos Fuentes

DE JULIO CORTÁZAR A CARLOS FUENTES

París, 6 de abril de 1956

Señor Carlos Fuentes

Mi querido amigo:

Espero que estas líneas lo encontrarán ya de regreso en México. Yo me voy pasado mañana a España, donde me quedaré hasta fines de mayo. Jorge Portilla no apareció hasta ahora, y mucho temo que nos desencontremos.[20] De todos modos, por lo que usted me dice descuento que nos toparemos a mi vuelta, porque veo que se va a quedar un buen rato en París. Me alegraré mucho de conocerlo y, llegado el caso, de ayudarlo a que se meta a fondo en este París tan complicado al principio para nosotros los de la otra costa. Si usted le escribe, dígale pues que a fines de mayo estaré aquí a su disposición.

Me alegro de saber que el cuento va a salir pronto. Recibí el número 3 de la revista y lo encontré bien interesante. El fragmento de Manuel Calvillo me deja con ganas de leer todo el libro, porque tiene mucha fuerza y está muy bien contado.[21] Ni qué decirle, sin embargo, que dado mi especial temperamento todo mi entusiasmo se volcó en la exhortación a los cocodrilos, que me parece sencillamente memorable. Sigan publicando perlas así, porque no todos los días se topa uno con textos tan buenos.

Hasta muy pronto, con afectos a todos los amigos y un abrazo para usted de

Julio Cortázar

DE CARLOS FUENTES A JULIO CORTÁZAR

México, 12 de septiembre de 1956

Sr. D. Julio Cortázar

París

Muy querido amigo:

Verá usted que mi lista de solicitudes es interminable: vamos a iniciar una nueva sección en la Revista, dedicada a comentar, «a varias voces», el libro mexicano del bimestre. Queremos empezar con El arco y la lira de Paz,[22] obra que, en México, solo ha merecido el silencio, la incomprensión y los calificativos de «superrealista» y «reaccionaria».[23] Me parece importante rescatar, por lo menos en una publicación mexicana, el valor del libro, señalando, desde luego, sus posibles defectos y la opinión divergente, pero sobre bases de honradez intelectual. Por esto me permito dirigirme a usted, seguro de que podremos contar con su colaboración. Participarían, además, dos ensayistas europeos, Geneviève Bonnefoi y Leone Traverso, y uno hispanomexicano, Tomás Segovia. Antonio Alatorre llevará, en este caso, la voz mexicana. Espero sus líneas al respecto; y en caso de que nos honre con su colaboración, necesitaríamos sus cuartillas durante la primera quincena de octubre.[24]

Confío en que haya recibido los ejemplares del número 4 con «Los buenos servicios». El cuento tuvo aquí gran éxito, en pro y en contra. Por supuesto, en México nada consta por escrito.

Esperamos la aparición de Final del juego. Arreola se ha dedicado a juglar y representa en las tablas a Juan del Encina y Badajoz disfrazado con mallas y cornucopias, todo lo cual lo aleja irremisiblemente de sus deberes editoriales.[25]

Un abrazo, con la amistad muy sincera de

Carlos Fuentes

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1958

DE JULIO CORTÁZAR A CARLOS FUENTES

París, 7 de septiembre de 1958

Mi querido Fuentes:

Hace ya rato que recibí su novela. Un largo viaje por Grecia y unos trabajos míos que necesitaba terminar tienen la culpa del retraso con que le acuso recibo de su libro. Pero ahora que un domingo tranquilo me ha dado las ganas y el tiempo de releer algunas partes que me gustan particularmente, no quiero dejar pasar ni un momento más sin hablarle (desordenadamente y al correr de la máquina, como si estuviéramos en un café charlando) de todo lo que significa para mí La región más transparente. No sé cómo habrá recibido la crítica mexicana su libro; solo conozco una carta abierta de Emma, que evidentemente no pasa de una «aproximación» amistosa a su libro, sin propósito de ir a fondo.[26] (Ojalá lo haga, porque la creo capaz de descubrir cosas interesantes, como siempre que se pone a bucear en la obra de alguien). Por mi parte, no siendo mexicano, ignorándolo todo del ambiente que suscita y refleja a la vez una novela como la suya, tengo ventajas y desventajas igualmente peligrosas con respecto a los lectores de allá. Las desventajas son obvias: se me escapan muchas alusiones —aunque una cierta técnica y algo de olfato me ayudan bastante—, y a veces el sabor del habla de sus personajes (tanto los «popoff»[27] como los de la calle) se me pierde en el juego de voces desconocidas, de giros típicos. No hablemos de mi ignorancia en materia de historia mexicana, tan importante para entender muchos aspectos de su libro. Pero en cambio creo tener alguna ventaja que quizá falte allá: en primer lugar la falta de todo compromiso con esa realidad en que usted está comprometido y, dentro del mismo juego, todos sus lectores mexicanos. Puedo leer el libro como si leyera una novela de, digamos,

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