El negociador

Arturo Elias Ayub

Fragmento

Título

INTRODUCCIÓN

Esto no es un juego,
pero me encanta jugarlo


Si hay un lugar en el mundo en donde un niño es capaz de aprender a negociar antes que a leer, es ahí.

Nos encontrábamos Johanna, mi gran compañera de vida, y yo, en el mercado de Jan el-Jalili, en El Cairo. En ese histórico recinto fundado en 1382, como te has de imaginar, se han hecho millones y millones de negociaciones, así que podría ser una especie de “tierra prometida” para todos aquellos viajeros que, como a mí, les encanta negociar. Comprar, vender, buscar, en fin, hacer negocios.

El calor era insoportable, llevábamos varias horas caminando entre puestos repletos de vasijas de cobre, tapetes, lámparas y todo tipo de antigüedades. Nos abríamos paso en medio de un bullicio provocado por cientos de compradores y vendedores intentando ponerse de acuerdo casi a gritos, para llegar a un precio justo y cerrar el trato. Mientras más nos adentrábamos en el extravagante bazar, más crecían mis ganas de poder negociar con alguno de esos “maestrazos” del comercio, quienes han aprendido su oficio desde muy pequeños y de generación en generación. Me detuve en una esquina por unos segundos para secarme unas gotas de sudor de la frente, cuando, de pronto, apareció frente a mí la oportunidad que estaba buscando: un pintoresco puesto de pipas para fumar tabaco de sabores, conocidas como shishas, llamó mi atención; así que, sin dudarlo, me dirigí con paso firme hacia el sitio.

—Fíjate lo que les ganan estos cuates a esas pipas. Voy a negociarla solo para que veas —le comenté a Johanna.

—¡Ahí vas! —me respondió soltando una carcajada y agregó—. Ya sé que te encanta negociar. Aunque, porfa, no vayas a terminar comprándola… No tenemos ni cómo llevárnosla de regreso a México. Se ven superbonitas, pero están enormes.

—No, tranquila. No la voy a comprar, es solo para que veas.

Entramos al puesto, saludé al vendedor con señas y le mostré mi mejor sonrisa con el fin de ir preparando el terreno de la negociación. El vendedor, ocupado haciendo cuentas en su calculadora y anotando números en una libreta, apenas si me miró de reojo. Tomé la shisha más bonita del aparador suponiendo que sería la más cara, lo que me daría mucho más margen para negociar.

—¿Cuánto cuesta esta? —le pregunté.

Volteó hacia mí, bajó sus lentes de pasta gruesa hasta la mitad de su nariz y me miró por encima de ellos.

—Ciento veinte dólares —me respondió con una sonrisa de alegría maliciosa.

—Está bien bonita. Aunque yo calculo que…, quizás, a ti te cuesta unos 5 dólares, ¿no? ¿Qué tal si me la dejas en 10? Así ganamos los dos.

La expresión facial del vendedor pasó de la cara con sonrisa maliciosa a la cara de What? en un instante. Se puso de pie dejando su calculadora y sus notas sobre la silla, me miró negando con la cabeza y me lanzó sus primeros argumentos de negociación.

—No, no. Para nada. De hecho, le estoy ganando muy poco.

—¿Le estás ganando muy poco?

—Bueno, no tan poquito, pero tampoco tanto.

—¿Pero tampoco tanto?

Me aseguraba de repetir las últimas palabras que el vendedor pronunciaba. No porque no entendiera lo que me estaba diciendo, sino porque en realidad lo estaba “espejeando”. Esta es una gran técnica de negociación conocida como mirroring, en la cual tú repites las últimas tres palabras que tu contraparte pronunció con dos objetivos. Primero, generar empatía y ganar su confianza, y segundo, obtener información adicional que pueda serte útil para seguir negociando. Recientemente leí el libro Nunca dividas la diferencia de Chris Voss, un exagente del FBI responsable de negociar en situaciones de terrorismo alrededor del mundo. En el libro, Voss comenta la importancia de esta técnica no solo para conseguir un poco más de crema batida para tu café en tu cafetería favorita, sino hasta para liberar rehenes en siniestros de alto impacto.

El vendedor se acercó a mí, parecía haber descubierto mi técnica. Después de todo, se trataba de un hombre experimentado y, sobre todo, conocedor de su negocio.

—Esa es la más bonita que vendo y quiero que te la lleves a casa. Quiero ayudarte, pero no puedo bajarme tanto —me dijo mientras juntaba las palmas de sus manos a la altura de su pecho, como haciendo oración.

A pesar de su negativa, yo sabía que podíamos llegar al precio justo, solo tendría que afinar la estrategia. “Ya estamos negociando”, pensé, y continué con la negociación…

En la vida hay dos cosas de las que nunca podrás salvarte, y no me refiero a la muerte y los impuestos, me refiero a negociar y tomar decisiones. No importa si eres un gran empresario dueño de una empresa que factura millones al año, una emprendedora intentando formar una startup, si quieres negociar con tu novia para escaparte de viaje con tus cuates, o si eres empleado y quieres convencer a tu jefe de que ya te mereces un mejor sueldo. Saber negociar y tomar buenas decisiones son dos habilidades clave para obtener prácticamente todo lo que quieres en la vida, en tu trabajo o en tu negocio. Entre más negocias, más aprendes y más te gusta… y ese caluroso día ahí estaba yo, negociando en mi viaje de luna de miel, solo para comprobar si mi teoría sobre el margen de ganancia de un vendedor egipcio era cierta o no.

—Creo que 10 son razonables, estoy seguro de que es un precio justo para ambos —repetí mi postura inicial, leyendo en su cara que no me iba a dejar ir tan fácil.

—Sesenta y cinco. Es una pieza muy bonita —dijo el hombre rascándose la cabeza por encima de su turbante blanco y acomodándose sus gigantescos lentes cuadrados que cubrían la mitad de su cara.

—Creo que 10 es lo más justo. Las he visto a este precio en otros lados —insistí.

Johanna intentaba mirar hacia el otro lado de la calle, pero en realidad me miraba de reojo, mientras disimulaba una ligera sonrisa de inquietud y pena ajena.

—Cuarenta y cinco —replicó el vendedor, como analizando lo que sería lo mejor en esa situación, si seguir negociando conmigo o de plano correrme de su tienda.

—Diez —me mantuve firme en mi postura.

No tenía intención de mover mi oferta hacia arriba. No tenía por qué hacerlo, ni siquiera me interesaba comprarla. Finalmente, solo estaba haciendo un experimento que era muy divertido.

El vendedor se quedó pensativo, puso su mano derecha sobre la barbilla y la izquierda sobre su cintura. Después de unos segundos respondió:

—Treinta —lo dijo con fuerza, como si de verdad, ahora sí, esta fuera su última oferta.

Bajé mi mirada hacia la shisha, la cargué con cuidado y la giré un poco hacia ambos lados como si analizara su calidad y su belleza desde todos los ángulos, aunque en realidad solo lo hacía para darle un poco de esperanzas al vendedor. Ya estábamos muy cerca del precio que yo sugería, pero l

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