Un mundo sin jefes

Marina Díaz Ibarra

Fragmento

Evitar un desastre disfrazado de éxito.
Prefacio

Durante años, he tenido más jefas y jefes horribles que buenos líderes (¡que levante la mano el que se sienta identificado!), desde individuos casi autistas hasta ególatras sin remedio. A uno le costaba tanto hablar con la gente que la empresa multinacional en la que trabajábamos lo mandó a vender biromes a un colectivo a ver si aprendía a articular mensajes e influir en las personas. No aprendió. Otro (de origen indio) se la pasaba despotricando porque su propio jefe pertenecía a una casta inferior a la suya, y había uno que me agendaba reuniones para contarme de sus desavenencias conyugales y pedirme que le comprara Viagra. Hasta me tocó una jefa que nos hablaba en francés porque acababa de volver de vivir en París (pero nadie hablaba francés en la oficina). Claro que, y debo ser sincera en este punto, ni aun siendo los mejores jefes del mundo podrían haber resuelto el hecho de que yo elegía, de manera sistemática, trabajos que odiaba o que no encajaban conmigo. Sin importar su género, raza o inclinación sexual, mis jefes y jefas han sido casi inexorablemente algo más parecido a un yunque que a una luz en el camino. Y, sin embargo, debo reconocer que fueron justamente sus limitaciones las que me obligaron, en cierto momento, a enfrentar las mías. (Y que yo también tuve lo mío como jefa: he sido genial y terrible a la vez).

La historia fue más o menos así. Durante los primeros años de mi vida adulta fui siguiendo mandatos familiares y sociales sin pensar nunca en mis ambiciones y mis sueños. Como muchos de nosotros, primero estudié la carrera que me sugirieron mis padres (y que refrendó mi terapeuta); después, el trabajo que se acomodaba a mis parejas, y finalmente escalé la pirámide corporativa como esperaban todos... Hasta que un buen día esa lógica (afortunadamente) se rompió. Entonces entendí que no hay peor jefe o jefa que nuestro jefe interno, en especial cuando se deja llevar por la inercia sin reflexionar sobre las decisiones que toma. La mayor parte de los mortales comenzamos nuestra vida laboral (y personal) entregados al flujo de las circunstancias. Están quienes tienen la enorme dicha de fallar rápido (o se frustran), y eso les permite comenzar la búsqueda de espacios más propios. Otros corren peor suerte y se vuelven “exitosos”, un camino directo a lo que algunos autores llaman un “desastre disfrazado de éxito”. En mi caso, en el instante en el que llegué a la cúspide de mi carrera —el día del último ascenso que recuerdo—, no sentí nada parecido a la gloria que pensé que iba a sentir. De hecho, me invadió una profunda tristeza, y cierta incomodidad mezclada con pánico se instaló en la base de mi estómago. Miré a mi jefa y era la última persona en la Tierra a la que quería parecerme. Miré mi vida y entonces supe que estaba atrapada, porque iba a ser incapaz de renunciar a la comodidad y el reconocimiento que me estaban proponiendo.

Esta es la historia de cómo, a partir del hecho de cruzarme con muchos jefes horribles, de vivir crónicas de escritorio que ruborizarían al Marqués de Sade y experimentar desencuentros permanentes con mi propia brújula interior, pude delinear un futuro distinto. No creo que haya que atravesar toda la incertidumbre que conlleva patear el tablero sin un rumbo establecido para poder explorar y encontrar cierta plenitud en la vida cotidiana. Hay una mejor solución y se llama “una vida de diseño”, la simple conciencia del camino a recorrer para convertirnos en quienes realmente queremos ser. Pero primero lo primero. En mi caso, no fue hasta conseguir cierta independencia mental, resiliencia ante el cambio, autoconfianza y fuerza de espíritu que pude reflexionar y poner en papel el modelo de esta mejor forma de diseñar mi vida (tomando prestados los de algunos autores, otras veces escuchando al psicólogo o, simplemente, siguiendo mi intuición).

Este es un libro sobre las búsquedas primarias y las crisis que las siguieron, sobre la vida corporativa, sobre la autoridad y los malos jefes, sobre el dolor de los fracasos, sobre el cambio y la huida de la inercia, sobre el despertar y la ambición de inventarnos, y sobre la motivación y la capacidad que todos y todas tenemos de convertirnos en quienes anhelamos ser.

Con la premisa de que nuestras creencias lo modifican todo desde la química del cerebro hasta la realidad circundante, permítanme que les cuente mi derrotero por lugares incorrectos, y las cosas que fui aprendiendo en el camino hasta poder tener las herramientas —emocionales y teóricas— para diseñar una vida mejor. La epidemia de depresión y apatía laboral que nos rodea (presencial o virtual, en la oficina o en el home office) es, en alguna medida, nuestra responsabilidad conjunta. Y desarticularla, al menos en lo que a nuestra vida respecta, una obligación con nosotros mismos.

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El Génesis

Me reuní con mi jefe y le lancé en la cara un “creo que no estoy en el lugar adecuado ni en la posición correcta”. Su “ya lo sé” como única respuesta fue un puñetazo en la boca del estómago. “Ya sabe”, pensé. “¿Tan evidente fue mi desinterés? ¿Tan claro es que odio tener jefes?”. Estaba mareada y confundida.

Al mes dejé la oficina, con más alivio que tristeza y con diez kilos de sobrepeso. Para el momento en el que crucé la puerta, no podía sostener la situación ni un día más, y el único camino posible era reinventarme. Pero esto ya había sucedido antes, muchas otras veces, y reinventarme ahora no parecía tan fácil.

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