Por tanto, resulta evidente que, cuando los hombres viven sin un poder común que los atemorice, se hallan en un estado que denominamos guerra; y se trata de una guerra de todos contra todos.
THOMAS HOBBES, Leviatán (1651)
El estado de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo rige y que concierne a todos; esa ley es la razón, y enseña a toda la humanidad que desee consultarla que, siendo todos iguales e independientes, nadie debe perjudicar a otro en lo que atañe a su vida, su salud, su libertad o sus posesiones...
JOHN LOCKE, Segundo tratado sobre el gobierno (1689)
El hombre nace libre; pero siempre va cargado de cadenas.
JEAN-JACQUES ROUSSEAU, El contrato social (1762)
Dulce es el saber de la naturaleza;
nuestros entrometidos intelectos
sus hermosas formas alteran:
para diseccionar, matamos.
WILLIAM WORDSWORTH, «Cambian las tornas»
Baladas lÃricas (1798)
Pensé en las prometedoras virtudes que habÃa demostrado al principio de su existencia, antes de que la aversión y el desdén de sus protectores erradicaran sus bondadosos sentimientos.
MARY SHELLEY, Frankenstein (1818)
Primera parte
EL MENTOR
1
Coriolanus dejó caer el puñado de col en la olla de agua hirviendo y juró que llegarÃa el dÃa en que aquella verdura no volverÃa a tocar sus labios. Sin embargo, el dÃa todavÃa no habÃa llegado. Necesitaba comerse un cuenco enorme del anémico vegetal y beberse cada gota de la sopa para que no le gruñera el estómago durante la ceremonia de la cosecha. Era una de las precauciones de la larga lista que preparaba para ocultar el hecho de que su familia, a pesar de residir en el ático del edificio de viviendas más opulento del Capitolio, era más pobre que la escoria de los distritos. Que, a sus dieciocho años, el heredero de la casa de los Snow, antes tan grandiosa, no contaba más que con su ingenio para sobrevivir.
Le preocupaba el estado de su camisa para la cosecha. Contaba con un par de pantalones oscuros bastante aceptables, comprados en el mercado negro el año anterior, pero la gente se fijaba en la camisa. Por suerte, la Academia proporcionaba los uniformes que debÃa llevar a diario. Sin embargo, habÃan pedido a los estudiantes que, para la ceremonia, se vistieran con elegancia, sin olvidar la solemnidad que requerÃa la ocasión. Tigris le habÃa pedido que confiara en ella, y él asà lo hacÃa, ya que la habilidad de su prima con la aguja lo habÃa salvado hasta ese momento. Aun asÃ, no esperaba un milagro.
La camisa que habÃan desenterrado del fondo del armario (de su padre, recuerdo de tiempos mejores) estaba manchada y amarillenta por el paso del tiempo, le faltaban la mitad de los botones y tenÃa una quemadura de cigarrillo en uno de los puños. Una prenda que estaba en tan malas condiciones que ni siquiera la habÃan vendido cuando les acució la necesidad, esa era su camisa para la cosecha. Aquella mañana, al entrar en el dormitorio de su prima, no estaban ni ella ni la camisa. No era buena señal. ¿Acaso Tigris se habÃa rendido y habÃa decidido aventurarse en el mercado negro, en un último intento desesperado por encontrarle una vestimenta? ¿Y qué demonios poseÃa que pudiera entregar a cambio? Solo una cosa: ella misma, y la casa de los Snow todavÃa no habÃa caÃdo tan bajo. ¿O acaso lo estaba haciendo mientras él salaba la col?
Pensó en la gente que podrÃa ponerle precio. De nariz larga y puntiaguda, y extrema delgadez, Tigris no era una gran belleza, aunque su dulzura y su vulnerabilidad invitaban al abuso. EncontrarÃa compradores si decidÃa buscarlos. La idea le revolvió el estómago, se sentÃa impotente y se despreciaba por ello.
Desde el interior del piso oyó que sonaba la grabación del himno del Capitolio, La joya de Panem. La trémula voz de soprano de su abuela se unió a ella y rebotó por las paredes.
Joya de Panem,
poderosa ciudad
resplandeciente desde el albor.
Resultaba doloroso oÃrla desafinar y cantar siempre desacompasada. El primer año de la guerra ponÃa la grabación los dÃas festivos para inculcar el patriotismo en Coriolanus, que entonces tenÃa cinco años, y en Tigris, que tenÃa ocho. El recital diario no habÃa dado comienzo hasta aquel negro dÃa en que los rebeldes de los distritos rodearon el Capitolio, dejándolo sin suministros durante los dos años siguientes de la guerra. «Recordad, niños —solÃa decirles—: nos han sitiado, pero ¡no vencido!». Entonces cantaba el himno por la ventana del ático, mientras las bombas llovÃan sobre ellos. Su pequeño acto de desafÃo.
Humildes nos arrodillamos
ante tu ideal,
Y las notas que nunca lograba alcanzar...
y te prometemos nuestro amor.
Coriolanus esbozó una mueca. Los rebeldes llevaban una década guardando silencio, no asà su abuela. TodavÃa quedaban dos estrofas para terminar.
Joya de Panem,
corazón de la justicia,
coronado tu mármol de sabidurÃa.
Se preguntó si serÃa posible absorber parte del sonido añadiendo más muebles a la casa, aunque se trataba de un planteamiento puramente teórico. En aquel momento, su ático era un microcosmos del Capitolio en sÃ, marcado por las cicatrices de los implacables ataques rebeldes. Las grietas recorrÃan las paredes de seis metros de altura, las molduras del techo estaban salpicadas de agujeros dejados por fragmentos de yeso caÃdo y unas feas tiras de cinta aislante negra sujetaban los cristales rotos de las ventanas en arco que daban a la ciudad. A lo largo de la guerra y la década posterior, la familia se habÃa visto obligada a vender o trocar muchas de sus posesiones, de modo que algunas de las habitaciones estaban completamente vacÃas y cerradas, y, en las demás, pocos muebles quedaban. Y, lo que era peor, durante el frÃo intenso del último invierno del asedio habÃan tenido que sacrificar elegantes enseres de madera labrada e innumerables volúmenes de libros para alimentar la chimenea y evitar morir congelados. HabÃa llorado cada vez que veÃa las coloridas páginas de sus libros ilustrados (los mismos que habÃa leÃdo junto a su madre con tanta atención) reducidas a cenizas. Pero mejor triste que muerto.
Como habÃa estado en los pisos de sus amigos, Coriolanus sabÃa que la mayorÃa de las familias ya habÃan empezado a reparar sus hogares, pero los Snow ni siquiera se podÃan permitir unos metros de lino para una nueva camisa. Pensó en sus compañeros de clase, que estarÃan examinando sus armarios o poniéndose sus nuevos trajes a medida, y se preguntó durante cuánto tiempo podrÃa mantener las apariencias.
Tú nos das la luz,
tú nos unes de nuevo,
y a ti te entregamos nuestra vida.
Si la camisa remozada por Tigris resultaba inservible, ¿quÃ