—¡Ninguno! Lo sabe tan bien como yo. ¡Ninguno! Faber colgó.
Montag dejó el aparato. Ninguno. Ya lo sabía, desde luego, por las listas del cuartel de bomberos. Pero, sin embargo, necesitaba oírlo de labios del propio Faber.
En el vestíbulo, el rostro de Mildred expresaba una gran excitación.
—¡Bueno, las señoras van a venir!
Montag le enseñó un libro.
—Este es el Antiguo y el Nuevo Testamento, y...
—¡No empieces otra vez con eso!
—Podría ser el último ejemplar en esta parte del mundo.
—¡Tienes que devolverlo esta misma noche! El capitán
Beatty sabe que lo tienes, ¿no es así?
—No creo que sepa qué libro robé. Pero ¿cómo escojo un sustituto? ¿Deberé entregar a Jefferson? ¿A Thoreau? ¿Cuál es menos valioso? Si escojo un sustituto y Beatty sabe qué libro robé, creerá que tengo toda una biblioteca aquí.
Mildred frunció los labios.
—¿No ves lo que estás haciendo? ¡Arruinarás nuestras vidas! ¿Quién es más importante, yo o esa Biblia?
Empezaba a chillar, sentada como una muñeca de cera que se derritiese en su propio calor.
Le parecía oír la voz de Beatty. «Siéntate, Montag. Observa. Delicadamente, como pé talos de una flor. Quema la primera página; luego, la segunda. Cada una se convierte en una mariposa negra. Hermoso, ¿ver dad? Enciende la tercera página con la segunda y así sucesivamente, quemando en cadena, capítulo por capítulo, todas las cosas absurdas que significan las palabras, todas las falsas pro mesas, todas las ideas de segunda mano y las filosofías caducas con el tiempo.»
Beatty estaba sentado allí levemente sudoroso, mientras el suelo aparecía cubierto de enjambres de polillas nuevas que ha bían muerto en una misma tormenta.
Mildred dejó de chillar tan bruscamente como había empezado. Montag no la escuchaba.
—Solo hay una cosa que hacer —determinó—. Antes de que llegue la noche y deba entregar el libro a Beatty, tengo que conseguir un duplicado.
—¿Estarás aquí, esta noche, para ver al Payaso Blanco y a las señoras que vendrán? —preguntó Mildred.
Montag se detuvo junto a la puerta, de espaldas. —Millie...
Un silencio.
—¿Qué?
—Millie, ¿te quiere el Payaso Blanco?
No hubo respuesta.
—Millie, te... —Montag se humedeció los labios—. ¿Te
quiere tu «familia»? ¿Te quiere muchísimo, con toda el alma y
el corazón, Millie?
Montag sintió que ella parpadeaba lentamente.
—¿Por qué me haces una pregunta tan tonta?
Montag sintió deseos de llorar, pero nada ocurrió en sus ojos o en su boca.
—Si ves a ese perro ahí fuera —dijo Mildred—, pégale un puntapié de mi parte.
Montag vaciló, escuchó junto a la puerta. La abrió y salió. La lluvia había cesado y el sol aparecía en el cielo despejado. La calle, el césped y la escalinata de la entrada estaban vacíos. Montag exhaló un gran suspiro.
Cerró dando un portazo.
Estaba en el metro.
«Me siento entumecido —pensó—. ¿Cuándo ha empezado este entumecimiento en mi rostro, en mi cuerpo? La noche
en que, en la oscuridad, di un puntapié al frasco de píldoras y
fue como si hubiera pisado una mina enterrada.
»El entumecimiento desaparecerá. Necesitaré tiempo, pero lo conseguiré, o Faber lo hará por mí. Alguien, en algún sitio, me devolverá el viejo rostro y las viejas manos tal como habían sido. Incluso la sonrisa, la vieja y profunda sonrisa que ha desaparecido. Sin ella, estoy perdido.»
El convoy pasó veloz frente a él, crema, negro, crema, negro, números y oscuridad, más oscuridad y el todo sumándose a sí mismo.
En una ocasión, siendo niño, se había sentado en una duna amarillenta junto al mar, bajo el cielo azul y el calor de un día de verano, tratando de llenar de arena una criba, porque un primo cruel le había dicho: «Llena esta criba y ganarás diez centavos». Cuanto más aprisa echaba arena, más velozmente se escapaba esta produciendo un cálido susurro. Le dolían las manos, la arena ardía, la criba estaba vacía. Sentado allí, en pleno mes de julio, sin un sonido a su alrededor, sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
En esos momentos, mientras el metro neumático lo llevaba velozmente por el subsuelo muerto de la ciudad, Montag recordó la ló gica terrible de aquella criba, y bajó la mirada y vio que llevaba la Biblia abierta. Había gente en el metro, pero él continuó con el libro en la mano, y se le ocurrió una idea absurda: «Si lees aprisa y lo lees todo, quizá parte de la arena permanezca en la criba». Pero Montag leía y las palabras lo atravesaban, y pensó: «Dentro de unas pocas horas llegará Beatty y yo se lo entregaré, de modo que no debe escapárseme ninguna frase. Cada línea ha de ser recordada. Me obligaré a hacerlo».
Apretó el libro entre sus puños.
Tocaron unas trompetas.
«Dentífrico Denham.»
«Cállate —se dijo Montag—. Piensa en los lirios en el
campo.»
«Dentífrico Denham.»
«No mancha...»
«Denham...»
«Piensa en los lirios en el campo, cállate, cállate.»
«¡Dentífrico!»
Montag abrió violentamente el libro, pasó las páginas y las palpó como si fuese ciego, fijándose en la forma de las letras, sin parpadear.
«Denham. Deletreando: D-e-n...»
«No mancha, ni tampoco...»
Un feroz susurro de arena caliente a través de la criba vacía.
«¡Denham lo consigue!»
«Considera los lirios, los lirios, los lirios...»
«Denham para la higiene dental.»
—¡Calla, calla, calla!
Era una súplica, un grito tan terrible que Montag se encontró de pie, mientras los sorprendidos pasajeros del vagón lo miraban, apartándose de aquel hombre que tenía expresión de demente, la boca contraída y reseca, el libro abierto en la mano. La gente que, un momento antes, había estado sentada, llevando con los pies el ritmo de «Dentífrico Denham», «Duradero Dentífrico Denham», «Dentífrico Denham», Dentífrico, Dentí frico, uno, dos, uno, dos, uno dos tres, uno dos, uno dos tres. La gente cuyas bocas habían articulado apenas las palabras Dentífrico, Dentífrico, Dentífrico. La radio del metro vomitó sobre Montag, como represalia, una carga completa de música compuesta de hojalata, cobre, plata, cromo y latón. La gente era forzada a la sumisión, no huía, no había sitio adonde huir; el gran convoy neumático se hundió en la tierra dentro de su tubo.
—Lirios del campo.
«Denham.»
—¡He dicho lirios!
La gente miraba.
—Llamen al guardia.
—Este hombre está loco...
«¡Knoll Wiew!»
El tren produjo un siseo al detenerse. «¡Knoll Wiew!» Un grito.
«Denham.» Un susurro.
Los labios de Montag apenas se movían.
—Lirios...
La puerta del vagón se abrió produciendo un silbido. Montag permaneció inmóvil. La puerta empezó a cerrarse. Entonces, Montag pasó de un salto junto a los otros pasajeros chillando interiormente, y se coló en el último momento por la rendija que dejaba la puerta corrediza. Corrió hacia arriba por los túneles, ignorando las escaleras mecánicas, porque deseaba sentir cómo se movían sus pies, cómo se balanceaban sus brazos, cómo se hinchaban y contraían sus pulmones, cómo se resecaba su garganta con el aire. Una voz fue apagándose detrás de él: «Denham, Denham». El tren silbó como una serpiente y desapareció en su agujero.
—¿Quién es?
—Montag.
—¿Qué desea?
—Déjeme pasar.
—¡No he hecho nada!
—¡Estoy solo, maldita sea!
—¿Lo jura?
—¡Lo juro!
La puerta se abrió lentamente. Faber atisbó, y parecía muy viejo, muy frágil y muy asustado. El anciano tenía aspecto de no haber salido de casa en varios años. Él y las paredes blancas de yeso del interior eran muy semejantes. Había blancura en la carne de sus labios, en sus mejillas, y su cabello era blanco, mientras que el color de sus ojos se había desvaído, adquiriendo un vago tono azul blancuzco. Luego, su mirada se fijó en el libro que Montag llevaba bajo el brazo, y ya no pareció tan viejo ni tan frágil. Lentamente su miedo desapareció.
—Lo siento, pero uno ha de ser prudente.
No podía apartar la mirada del libro.
—De modo que es cierto.
Montag entró. La puerta se cerró.
—Siéntese.
Faber retrocedió, como si temiera que el libro se desvaneciera si apartaba su mirada de él. A su espalda, la puerta que comunicaba con un dormitorio estaba abierta, y en esa habitación había esparcidas diversas piezas de maquinaria, así como herramientas de acero. Montag solo pudo lanzar una ojeada antes de que Faber, al observar la curiosidad del bombero, se vol viese rápidamente, cerrara la puerta del dormitorio y sujetase el pomo con mano temblorosa. Su mirada volvió a fijarse, insegura, en Montag, quien se había sentado y tenía el libro sobre su regazo.
—El libro... ¿Dónde lo ha...?
—Lo he robado.
Por primera vez, Faber enarcó las cejas y miró directamente al rostro de Montag.
—Es usted valiente.
—No —dijo Montag—. Mi esposa está muriéndose. Una
amiga mía ha muerto ya. Alguien que podría haber sido un
amigo fue quemado hace menos de veinticuatro horas. Usted
es el único que puede ayudarme. A ver. A ver...
Las manos de Faber se movieron inquietas sobre sus rodillas.
—¿Me permite?
—Disculpe.
Montag le entregó el libro.
—Hace tantísimo tiempo... No soy una persona religiosa.
Pero hace tantísimo tiempo... —Faber fue pasando las páginas,
deteniéndose aquí y allí para leer—. Es tan bueno como creo
recordar. Dios mío, de qué modo lo han cambiado en nuestros «salones». Cristo es ahora uno de la «familia». A menudo
me pregunto si Dios reconocerá a Su Hijo tal como lo hemos
vestido... ¿o quizá disfrazado? Ahora es un caramelo de menta, todo azú car y esencia, cuando no hace referencias veladas a ciertos pro ductos comerciales que todo fiel necesita imprescindiblemente. —Faber olisqueó el libro—. ¿Sabía que los libros huelen a nuez moscada o a alguna otra especia procedente de una tierra lejana? De niño me encantaba olerlos. ¡Dios
mío! En aque lla época había una serie de libros fascinantes,
antes de que los dejáramos desaparecer. —Faber iba pasando
las páginas—. Señor Montag, está usted frente a un cobarde.
Hace muchísimo tiempo vi cómo iban las cosas. No dije nada.
Soy uno de los inocentes que podría haber levantado la voz cuando nadie estaba dispuesto a escuchar a los «culpables», pero no
hablé y de este modo me convertí, a mi vez, en culpable. Y cuando por fin establecieron el mecanismo para quemar los libros,
por me dio de los bomberos, rezongué unas cuantas veces y
luego me some tí porque ya no había otros que rezongaran
o gritaran conmigo. Ahora es demasiado tarde. —Faber cerró
la Biblia—. Bueno... ¿Para qué ha venido exactamente?
—Nadie escucha ya. No puedo hablar a las paredes, porque estas están chillándome a mí. No puedo hablar con mi esposa, porque ella escucha a las paredes. Solo busco a alguien que oiga lo que tengo que decir, y quizá, si hablo lo suficiente, diga algo con sentido. Y quiero que me enseñe usted a comprender lo que leo.
Faber examinó el delgado rostro de Montag, sus mejillas azuladas.
—¿Cómo ha recibido esta conmoción? ¿Qué le ha arrancado la antorcha de las manos?
—No lo sé. Tenemos todo lo necesario para ser felices, pero no lo somos. Falta algo. Miré a mi alrededor. Lo único que me constaba positivamente que había desaparecido eran los libros que he ayudado a quemar durante diez o doce años. Así pues, he pensado que los libros podrían servir de ayuda.
—Es usted un romántico sin esperanza —dijo Faber—. Resultaría divertido si no fuese tan grave. No son libros lo que usted necesita, sino algunas de las cosas que en un tiempo estuvieron en los libros. Las mismas cosas que podría haber hoy en esas «familias» que invaden nuestros salones. La misma descripción pormenorizada y las mismas enseñanzas podrían ser proyectadas a través de radios y televisores, pero no lo son. No, no; no son libros lo que usted está buscando. Busque eso donde pueda encontrarlo, en viejos discos, en viejas películas y en viejos amigos; búsquelo en la naturaleza y búsquelo en su interior. Los libros solo eran un receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar. No hay nada mágico en ellos. La magia únicamente está en lo que dicen los libros, en cómo unían los diversos aspectos del universo hasta formar un con junto para nosotros. Desde luego, usted no podía saber esto, por lo que no entiende lo que le estoy diciendo. Intuitivamen te, tiene usted razón, y eso es lo que importa. De hecho, nos faltan tres cosas.
»Primera: ¿sabe por qué libros como este son tan importantes? Porque tienen calidad. Y ¿qué significa la palabra «calidad»? Para mí significa textura. Este libro tiene poros, tiene rasgos. Este libro puede colocarse bajo el microscopio. A través de la lente, encontraría vida, huellas del pasado en infinita profusión. Cuantos más poros, cuantos más detalles provenientes de la vida misma haya en cada centímetro cuadra do de papel, más “literaria” será la obra. En todo caso, esa es mi definición. Detalle revelador. Detalle reciente. Los buenos escritores se adentran a menudo en la vida. Los mediocres solo pasan apresuradamente la mano por encima de ella. Los malos la violan y dejan que se pudra.
»¿Se da cuenta ahora de por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona solo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas. Vivimos en una época en que las flores tratan de vivir sobre las mismas flores, en lugar de crecer gracias a la lluvia y al negro estiércol. Incluso los fuegos artificiales, pese a su belleza, proceden de la química de la tierra. Y, sin embargo, pensamos que podemos crecer, alimentándonos con flores y fuegos artificiales, sin completar el ciclo, de regreso a la realidad. Conocerá usted la leyenda de Hércules y de Anteo, el gigantesco luchador, cuya fuerza era increíble mientras estaba firmemente plantado en tierra. Pero cuando Hércules lo sostuvo en el aire, sucumbió fácilmente. Si en esta leyenda no hay algo que puede aplicarse a nosotros, hoy, en esta ciudad, entonces es que estoy completamente loco. Bueno, ahí está lo primero que he dicho que necesitábamos. Calidad, la textura de la información.
—¿Y lo segundo?
—Ocio.
—Oh, disponemos de muchas horas después del trabajo.
—De horas después del trabajo, sí, pero ¿y tiempo para
pen sar? Si no se está conduciendo un vehículo a ciento cincuenta kilómetros por hora, de modo que solo puede pensarse en el peligro que se corre, se está interviniendo en algún
juego o se halla uno sentado en el salón, donde es imposible
discutir con el televisor de cuatro paredes. ¿Por qué? El televisor es «real». Es inmediato, está ahí y tiene dimensión. Te
dice lo que debes pensar y te lo dice a gritos. Debe de tener razón. Parece tenerla. Te hostiga de forma tan apremiante para
que aceptes tus propias conclusiones que tu mente no tiene
tiempo para protestar, para gritar: «¡Qué tontería!».
—Solo la «familia» es gente.
—¿Cómo dice?
—Mi esposa afirma que los libros no son «reales».
—Y gracias a Dios por ello. Uno puede cerrarlos, decir:
«Aguar da un momento». Uno actúa como un dios. Pero ¿quién
consigue soltarse de la garra que lo sujeta una vez se ha instalado en un salón con televisor? ¡Lo moldea a uno a su antojo! Es un medio ambiente tan auténtico como el mundo. Se
convierte en la verdad y es la verdad. Los libros pueden ser combatidos con argumentos. Pero, con todos mis conocimientos
y escepticismo, nunca he sido capaz de discutir con una orquesta sinfónica de un centenar de instrumentos, a todo color, en
tres dimensiones, y formando parte al mismo tiempo de esos increíbles salones. Como ve, mi salón consiste únicamente en
cuatro paredes de yeso. Y aquí tengo esto. —Mostró dos pequeños tapones de goma—. Para mis orejas cuando viajo en el
metro.
—«Dentífrico Denham», no mancha, ni se reseca —dijo Montag con los ojos cerrados—. ¿Adónde iremos a parar? ¿Podrían ayudarnos los libros?
—Solo si la tercera condición necesaria nos es concedida. La primera, como he dicho, es la calidad de la información; la segunda, tiempo de ocio para asimilarla, y la tercera, el derecho a emprender acciones basadas en lo que aprendemos por la interacción o por la acción conjunta de las otras dos. Y me cuesta creer que un viejo y un bombero arrepentido puedan hacer gran cosa en una situación tan avanzada...
—Puedo conseguir libros.
—Corre usted un gran riesgo.
—Eso es lo bueno de estar moribundo. Cuando no se tiene nada que perder, pueden correrse todos los riesgos.
—¡Acaba de decir usted una frase interesante! —dijo Faber riendo—. Incluso sin haberla leído.
—En los libros hay cosas así. Pero esta se me ha ocurrido a mí solo.
—Tanto mejor. No la ha inventado para mí o para alguien, ni siquiera para sí mismo.
Montag se inclinó hacia delante.
—Esta tarde, se me ha ocurrido que si resultaba que los libros merecían realmente la pena, podríamos conseguir una imprenta e imprimir algunos ejemplares...
—¿Podríamos?
—Usted y yo.
—¡Oh, no!
Faber se irguió en su asiento.
—Déjeme que le explique mi plan...
—Si insiste en contármelo, deberé pedirle que se marche.
—Pero ¿no está usted interesado?
—No, si empieza a hablar de algo que podría hacer que terminase entre las llamas. Solo podría escucharle si la estructura de los bomberos pudiese arder a su vez. Ahora bien, si sugiere usted que imprimamos algunos libros y nos las arreglemos para esconderlos en los cuarteles de bomberos de todo el país, de modo que las sospechas cayesen sobre esos incendiarios, diría: ¡Bravo!
—Dejar los libros, dar la alarma y ver cómo arden los cuarteles de bomberos. ¿Es eso lo que quiere decir?
Faber enarcó las cejas y miró a Montag como si estuviese viendo a otro hombre.
—Estaba bromeando.
—Si usted estuviese realmente convencido de la eficacia de
ese plan, me vería obligado a creerlo.
—¡No es posible garantizar algo así! Después de todo, cuando tuviésemos todos los libros que necesitásemos, aún insistiríamos en encontrar el precipicio más alto para lanzarnos al vacío. Pero necesitamos tomarnos un respiro. Necesitamos adquirir más conocimientos. Y tal vez dentro de un millar de años, podríamos encontrar precipicios más pequeños desde los que saltar. Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos. Son la guardia pretoriana de César, susurrando mientras tiene lugar el estruendoso desfile: «Recuerda, César, que eres mortal». La mayoría de nosotros no podemos andar corriendo por ahí, hablando con toda la gente, ni conocer todas las ciudades del mundo, pues carecemos de tiempo, de dinero o de amigos. Lo que usted anda buscando, Montag, existe realmente, pero la única manera de que una persona corriente lo encuentre depende en un noventa y nueve por ciento de lo que está en los libros. No pida garantías. Y no espere ser salvado por alguna cosa, persona, máquina o biblioteca. Realice su propia labor salvadora, y si se ahoga, muera por lo menos sabiendo que se dirigía hacia la playa.
Faber se levantó y empezó a pasear por la habitación. —¿Entonces? —preguntó Montag.
—¿Habla completamente en serio?
—Completamente.
—Es un plan astuto, debo reconocerlo. —Faber miró, nervioso, hacia la puerta de su dormitorio—. Ver los cuarteles de
bomberos ardiendo en todo el país, destruidos como nidos de
traición. ¡La salamandra devorando su propia cola! ¡Oh, Dios!
—Tengo una lista de todas las direcciones de los bomberos. Si trabajamos de forma clandestina...
—Lo malo del caso es que no es posible confiar en la gente. ¿Quién, además de usted y yo, prenderá esos fuegos?
—¿No hay profesores como usted, antiguos escritores, historiadores, lingüistas...?
—Han muerto o son muy viejos.
—Cuanto más viejos, mejor. Pasarán inadvertidos. Usted
conoce a docenas de ellos, admítalo.
—Oh, hay muchos actores enfadados porque no han interpretado a Pirandello, a Shaw o a Shakespeare desde hace años ya que sus obras son demasiado conscientes del mundo. Podríamos utilizar ese enfado. Y podríamos recurrir a esa rabia honesta de los historiadores que no han escrito una línea desde hace cuarenta años. Es verdad, podríamos organizar clases de meditación y de lectura.
—¡Sí!
—Pero eso solo serviría para mordisquear los bordes. Toda
la cultura está herida de muerte. El esqueleto necesita un nuevo andamiaje y una nueva reconstitución. ¡Válgame Dios! No
es tan sencillo como recoger un libro que se dejó hace medio
siglo. Recuerde, los bomberos casi nunca actúan. El público ha
dejado de leer por iniciativa propia. Ustedes, los bomberos,
constituyen un espectáculo en el que, de cuando en cuando,
se incendia algún edificio, y la multitud se reúne para contemplar la bonita hoguera, pero en realidad se trata de un espectáculo de segunda fila, apenas necesario para mantener la disciplina. De modo que muy pocos desean ya rebelarse. Y, de esos
pocos, la mayoría de ellos, como yo, se asustan con facilidad.
¿Puede usted caminar más aprisa que el Payaso Blanco, gritar más alto que «el señor Gimmick» y las «familias» de la sala de estar? Si puede, ganará usted la partida, Montag. En cualquier caso, es usted un ingenuo. La gente se divierte.
—¡Se suicidan! ¡Matan!
Una escuadrilla de bombarderos había estado desplazándose hacia el este, mientras ellos hablaban, y solo entonces los dos hombres callaron para escuchar; sintieron resonar dentro de sí el penetrante zumbido de los reactores.
—Paciencia, Montag. Que la guerra elimine a las «familias». Nuestra civilización está destrozándose. Apártese de la centrifugadora.
—Cuando por fin estalle, alguien tiene que estar preparado.
—¿Quién? ¿Hombres que reciten a Milton? ¿Que digan «recuerdo a Sófocles»? ¿Que digan a los supervivientes que el ser humano tiene también ciertos aspectos buenos? Lo único que harán será reunir piedras para arrojárselas los unos a los otros. Váyase a casa, Montag. Váyase a la cama. ¿Por qué desperdiciar sus horas finales dando vueltas en su jaula y afirmando que no es una ardilla?
—Así pues, ¿ya no le importa nada?
—Me importa tanto que estoy enfermo.
—¿Y no quiere ayudarme?
—Buenas noches, buenas noches.
Las manos de Montag cogieron la Biblia. Se dio cuenta de ello y se sorprendió.
—¿Desearía tenerla?
—Daría el brazo derecho por ella —respondió Faber.
Montag permaneció quieto, esperando a que ocurriera algo.
Sus manos, por sí solas, como dos hombres que trabajaran
jun tos, empezaron a arrancar las páginas del libro. Las manos
des garraron la cubierta y, después, la primera y la segunda página.
—¡Estúpido! ¿Qué está haciendo?
Faber se levantó de un salto, como si hubiese recibido un golpe. Se abalanzó sobre Montag. Este lo esquivó y dejó que sus manos prosiguieran. Seis páginas más cayeron al suelo. Montag las recogió y agitó el papel bajo las narices de Faber.
—¡Oh, no, no lo haga! —dijo el viejo.
—¿Quién puede impedírmelo? Soy bombero. ¡Puedo quemarlo!
El viejo se lo quedó mirando.
—Usted nunca haría eso.
—¡Podría!
—El libro. No lo destroce más. —Faber se derrumbó en
una silla, con el rostro muy pálido y la boca temblorosa—. No
haga que me sienta más cansado. ¿Qué desea de mí?
—Necesito que me enseñe.
—Está bien, está bien.
Montag dejó el libro. Empezó a recoger el papel arrugado y a alisarlo, mientras el anciano lo miraba con expresión de cansancio.
Faber sacudió la cabeza como si se estuviese despertando en aquel momento.
—Montag, ¿tiene dinero?
—Un poco. Cuatrocientos o quinientos dólares. ¿Por qué?
—Tráigalos. Conozco a un hombre que hace medio siglo
imprimió el diario de nuestra universidad. Fue el año en que,
al acudir a la clase, al principio del nuevo semestre, solo encontré a un estudiante que quisiera seguir el curso de arte dramático, de Esquilo a O’Neill. ¿Lo ve? Era como una hermosa
estatua de hielo que se derritiera bajo el sol. Recuerdo que los
diarios morían como gigantescas mariposas. No interesaban
a nadie. Nadie los echaba en falta. Y el gobierno, al darse cuenta de lo ventajoso que era que la gente leyese solo acerca de
besos apasionados y de puñetazos en el estómago, redondeó
la situación con sus devoradores llameantes. De modo, Montag, que está ese