Por último, el corazón

Margaret Atwood

Fragmento

9788415631576-5

Apretujados

En el coche duermen apretujados. De entrada, como se trata de un Honda de tercera mano, no es ningún palacio. Si fuese una furgoneta dispondrían de más espacio, pero ni siquiera cuando creían tener dinero habrían podido permitirse un lujo como ése. Stan dice que son afortunados por tener el vehículo que sea, pero esa fortuna no hace que el coche sea más grande.

Charmaine cree que Stan debería dormir en el asiento de atrás, porque necesita más espacio —sería lo justo, él es más alto—, pero tiene que quedarse delante por si han de salir pitando en caso de emergencia. Stan no confía en la capacidad de Charmaine para reaccionar en esas circunstancias: dice que estaría tan ocupada gritando que no podría conducir. Por eso Charmaine se acomoda en el asiento trasero, más amplio, aunque, incluso así, tampoco puede estirar el cuerpo del todo y se ve obligada a enroscarse como un caracol.

Casi siempre tienen las ventanillas subidas a causa de los mosquitos, las bandas y los gamberros solitarios. Los solitarios no suelen llevar pistolas ni cuchillos —si llevan esa clase de armas has de marcharte el triple de rápido—, pero lo más probable es que estén como una cabra, y un loco con un objeto metálico o una piedra, o incluso un zapato de tacón de aguja, puede hacer mucho daño. Les da por creer que eres un demonio, un muerto viviente o una puta vampira y, por muy razonables que sean tus esfuerzos para calmarlos, no hay manera de hacerles cambiar de opinión. La abuela Win solía decir que lo mejor que se puede hacer con los locos —en realidad, lo único que se puede hacer— es alejarse de ellos.

Con las ventanillas subidas, salvo por una mínima rendija, el aire se carga y se satura con sus efluvios. No hay muchos sitios adonde puedan ir a ducharse o a lavar la ropa, y eso pone de mal humor a Stan. A Charmaine también, pero ella se esfuerza como buenamente puede por acallar ese sentimiento y ver el lado positivo de las cosas. Total, ¿de qué sirve quejarse?

«¿De qué sirve nada?», se pregunta a menudo. Pero de qué sirve siquiera pensar si las cosas sirven de algo. Por eso ella prefiere exclamar:

—Cariño, ¡vamos a animarnos!

Stan podría contestarle: «¿Por qué? Dame un puto motivo para animarme.» O quizá le diría: «Cariño, ¡cállate!», imitando su tono despreocupado y positivo, lo cual sería cruel por su parte. Stan puede ser más bien cruel cuando se enfada, pero en el fondo es un buen hombre. La mayoría de las personas son buenas en el fondo, si se les concede la ocasión de demostrar su bondad: Charmaine está decidida a seguir creyendo en esa máxima. Una cosa que ayuda a revelar lo mejor de las personas es una ducha, porque, como solía decir la abuela Win: «El aseo y la devoción siempre van de la mano.»

Era una de las muchas cosas que solía decir, como: «Tu madre no se suicidó, sólo eran habladurías. Tu padre lo hizo lo mejor que pudo, pero tenía que tragar mucho y no lo soportó más. Deberías esforzarte por olvidar todo lo demás, porque ningún hombre es responsable de sus actos cuando ha bebido demasiado. —Y luego añadía—: ¡Vamos a hacer palomitas!»

Y hacían palomitas, y la abuela Win decía: «No mires por la ventana, cariño, es mejor que no veas lo que están haciendo. No es agradable. Gritan porque les apetece. Se están expresando. Siéntate aquí conmigo. Al final todo ha salido bien, fíjate, ahora estás aquí conmigo, ¡las dos a salvo y felices!»

Pero eso no duró. La felicidad. Estar a salvo. El ahora.

¿Dónde?

Stan se revuelve en el asiento delantero, intentando ponerse cómodo. Pero no hay puta manera de conseguirlo. ¿Y qué puede hacer? ¿Adónde pueden ir? No hay ningún lugar seguro, no hay instrucciones. Es como si lo arrastrara una ventolera salvaje pero indecisa y lo tuviera dando vueltas y vueltas sin rumbo fijo. Sin escapatoria.

Se siente muy solo y, a veces, al estar con Charmaine, la sensación incluso aumenta. La ha decepcionado.

Stan tiene un hermano, sí, pero ése sería el último recurso. Conor y él han seguido caminos distintos, por decirlo de una manera fina. La manera burda sería explicar que tuvieron una pelea de borrachos a medianoche, en la que intercambiaron con desparpajo apelativos como «capullo», «cabronazo» y «tonto del culo»; de hecho, Conor había preferido explicar de esa manera la última vez que se vieron. En honor a la verdad, Stan había elegido la misma, aunque él nunca había sido tan malhablado como Con.

Según la opinión de Stan —la que tenía en ese momento—, Conor estaba a un paso de convertirse en un delincuente. Por su parte, Con opinaba que Stan era un lacayo del sistema, un lameculos, un falso y un cobarde. Tenía los huevos de un renacuajo.

¿Dónde estará el escurridizo Conor ahora? ¿Qué estará haciendo? Por lo menos él no habrá perdido el trabajo en la crisis financiera y empresarial que ha convertido esa parte del país en un montón de chatarra oxidada: si no tienes trabajo, no puedes perderlo. Al contrario que Stan, él no se ha visto expulsado, desterrado, condenado a una vida errante y frenética de rancio olor a sobaco y arenilla en los ojos. Con siempre ha vivido de lo que podía gorronear o mangar a los demás, ya desde crío. Stan no ha olvidado la navaja suiza para la que tanto había ahorrado, su Transformer, aquella pistola Nerf con dardos de espuma: todo desaparecía por arte de magia y Con, el hermano pequeño, siempre sacudía su cabecita, no, no, qué va, ¿quién, yo?

Stan se despierta por la noche pensando por un momento que está en su cama de casa, o por lo menos en algo parecido a una cama. Alarga el brazo buscando a Charmaine y, al no encontrarla, descubre que sigue dentro del coche apestoso y que necesita mear, pero le da miedo abrir la puerta a causa de las voces chillonas que se acercan, las pisadas que crujen en la grava o resuenan, sordas, en el asfalto, y quizá un puñetazo en el techo y una cara llena de cicatrices, con una sonrisa mellada junto a la ventanilla: «¡Mira lo que tenemos aquí! ¡Una zorrita! ¡Vamos a divertirnos! ¡Pásame la palanca!»

Y a continuación, el susurro aterrorizado de Charmaine: «¡Stan! ¡Stan! ¡Tenemos que irnos! ¡Tenemos que irnos ahora mismo!»

Como si él no se hubiera dado cuenta. Stan siempre deja la llave puesta en el contacto. Acelerón, chirrido de ruedas, gritos y mofas, el corazón en la boca ¿y luego qué? Más de lo mismo en otro aparcamiento o en algún callejón, en cualquier otro sitio. Estaría bien tener una ametralladora: algo más pequeño no serviría. Sin embargo, de momento su única arma es la huida.

Se siente perseguido por la mala suerte, como si la mala suerte fuera un perro rabioso que lo acecha, le sigue el rastro, lo aguarda con paciencia a la vuelta de cada esquina. Lo observa agazapado bajo los arbustos y le clava su diabólica mirada amarilla. A lo mejor lo que necesita es un curandero, una sesión completa de vudú. Y un par de billetes de cien dólares para poder permitirse una noche en un motel y sentir a Charmaine a su lado en vez de tenerla tan lejos, en el asiento de atrás. Sería lo mínimo: desear más que eso ya sería pedir demasiado.

La compasión de Charmaine todavía empeora más las cosas. Se esfuerza en exceso.

—No eres un fracasado —le dice—. Sólo porque hayamos perdido la casa, estemos durmiendo

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