El ojo y la flor

Claudia Aboaf

Fragmento

Vamos a contarles sin hundirte las astillas. Ni siquiera vas a enterarte de estas palabras. No van a dolerte, tampoco pueden traerte de vuelta.

¡Sacaste la cabeza de los planes torcidos, de la vejación reiterada! ¡Bravo, Juana!

Todo empezó cuando la mente de Juana aún comandaba su vida y padeció lo peor antes de crecerle las tetitas. El cuerpo chico de un hombre grande manejaba el suyo con cierta discreción, sin huellas. La arrastraba hasta la orilla del camarín de su madre en el teatro y la subía sobre la balsa improvisada con almohadones de pana. Partían juntos en una tempestad dislocada sin nadie que la rescatara. Todo se volvía cuerpo, y su mente quería huir del amasijo. Juana se veía sacudida entre truenos y olas que le estallaban encima. Entonces inventaba —quitada su pequeña vestimenta salvo las medias— cómo cortar los cables que la unían a su propio cuerpo; lo haría con el cuchillo que había sustraído del juego de cubiertos de plata. Y si la plata mata al vampiro, calculaba, podría detener ese corazón de buey que bramaba sobre el suyo ahogando su latido de trote liviano. Sería el metal justo para guillotinar el collar de ahorque con que el hombre la sujetaba y le sumaba una perla por noche mientras su madre actuaba. Pero cuando el hombre la molía y bombeaba su flujo de cascada, Juana creía que las olas altas espumosas la tragaban. Se ahogaba.

¡Juana, son los vestigios en los que el hombre te revuelca!

Se quedaba quieta en el camarín; así le había indicado su madre: quieta.

¡Quieta, Juana!

La madre la escondía en teatros oscuros o iluminados como un objeto valioso que ni ella tocaba. Entre olor a sudores y ropa usada; la ocultaba en esa vida nocturna de culturas remotas y territorios nebulosos. Y nunca le permitió ver una obra. Tampoco la que durara cuatro temporadas. No la sacó de aquel camarín más que para llevarla de vuelta a la casa donde su padre y su hermana dormían con las persianas bajas. Así, ni el maquillaje que el hombre chico usaba en la cara —ni su estatura— eran signos que supiera comprender. Quedaba suspendida de las conversaciones con otros pero acompañada de sonidos que llegaban al camarín amortiguados: voces sobresaltadas, efectos de oleaje y viento, golpazos, alguna música festiva, gritos breves o muy largos, metales sonoros.

¿Y no sabías pedir auxilio bajo la carga pesada del tipo, Juana?

Allí, en el camarín, revuelta como estaba entre parlamentos y retumbos, se volvía una salvaje: desnudada y encendida por un fuego antiguo. Había alertas esclavas por la fuerza bruta que sufría.

¡Juana, tenías que haber nacido para desenvolver tu infancia!, ¿pero qué era lo que te sucedía?

Nadie señaló al hombre corpulento, casi de su misma altura, que llenaba la boca de una nena mientras gárgaras guturales le enrojecían la cara y obtenía su ración humana. Nadie la señaló a ella como se señala una flor y se la nombra, y se admira su belleza sujeta del tallo, y se huele y se dice: este es el uso de la flor.

¿Y cuál era tu uso, Juana? ¿Un dulce masticable que se pega en los dientes, o un animalito doméstico que rasca con las uñas pero nadie le abre la puerta?

No estaba aún apalabrada.

Juana lloraba copiosamente. No hay una cantidad última de lágrimas, pero no manchan. Se fusionaban con otras humedades que salían de poros y orificios. Pero llorar hacía ruido. “No queremos los ruidos de las lágrimas, ni ojos enrojecidos”, le señalaba el hombre corto con órganos grandes. Y ella las vertía sin jadeos, como agua silenciosa.

¡Represaste las lágrimas, Juana, buen intento para salir de tu propio cuerpo!

Pero a cambio se le derramó sin contención una surgente de baba espesa: mezcla de su saliva con la crema del maquillaje que el hombre usaba.

A matarlo no se animaba, le faltaba fuerza para atravesar el cuero grueso que palpaba, casi abrazaba al sujetarse de la espalda corpulenta para no caerse. Más fácil atravesar con el cuchillo la piel de tela suave y elástica que la recubría, atravesar su cosa enteriza que ocupaba un pequeño espacio en el mundo. Pero lo que Juana realmente quería, mientras una mano grande la rascaba como si fuera a desenterrar risas y costillas, era sacar la cabeza de ahí, eliminar al conductor de su cuerpito que tanto obedecía.

Un día se arrojó de la balsa al mar revuelto y permaneció unos minutos en la frontera movida, como una suicida de agua: flotó se hundió flotó se hundió y Juana supuso el ingreso a una masa llena de vida (vio pececitos y plantas) y no solo la salida. Pero al instante entendió que no tenía que confundirse, no era el cuerpo lo que hundía, era la cabeza que ya no aguantaba.

¡Juana, guardás los dientes arrodillada mientras tu cráneo detona! ¡Fuera de allí, Juana! ¡Ese ombligo nuevo te delata!

Buscó entonces una imagen del cerebro coloreada, decidida a encontrar el resquicio justo donde calar el cuchillo, el que había dejado un espacio vacío en la felpa verde de los cubiertos antiguos. El cerebro le pareció un intestino apretado en dos redondeces protuberantes. Tal vez el truco era evacuar lo que su mente aprendía, impedir un rastro permanente. Evacuar su cerebro dos veces al día.

Intentó expulsar los recuerdos sentada en el inodoro con la panza vacía, hizo fuerza apretando los ojos, tensando la garganta, la lengua contraída. Estaba dispuesta a soportar cordones ardientes saliendo de las orejas o hacer caca blanda.

¡No tenías que apilar recuerdos, Juana, coleccionaste los restos en cajones sucios! ¡El hombre vigila escondido en la espesura de tu cerebro!

Pero el gran descubrimiento de Juana fue el hipocampo, “el corazón del cerebro”, como decían en la imagen. Era como un caballito de mar: “Un pequeño órgano para la memoria, el GPS del cuerpo”. Le brindaba la autolocalización. Si lograba matarlo, creyó, sus pensamientos ya no sabrían que ese era su cuerpo.

¡Juana, ese caballito azul no descansa y vive dentro de tu calavera!

Más adelante, a las funciones en el teatro le siguieron las fiestas tardías. Veía a los adultos inmersos en sus juegos de palabras. Las suyas no parecían seguir las reglas.

Su vida fue una conversación a la que ella llegó demasiado tarde. En la variedad de temas hubo asuntos que no debió mencionar o fue que, en ese juego, de las cosas importantes no se podía hablar.

En una de esas fiestas sintió que los tonos excitados la convocaban: era su turno, podía expresarse. Actores, escenógrafos —compañeros de la madre— entraban y salían de la excitación encendida con los aplausos. Y hablaban como si las palabras de cada uno fueran a quedar escritas sobre un pergamino. Púrpura era el color del vino tinto que Juana veía agitarse en los vasos y entrar por la boca como la carga de combustible. Descubrió sus lenguas teñidas, y las manchas púrpuras sobre la ropa no eran raras. Mientras la conversación se agitaba, Juana mantuvo la lengua dentro de un vaso de vino olvidado. Comprobó frente a un espejo que ahora ella también llevaba la marca púrpu

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