El último novelista (o un lagarto muerto en el patio)

Matthew Kressel

Fragmento

el_ultimo_novelista-1

Cuando levanto el zapato por la mañana, hay una cría de lagarto aplastada debajo. Está bocarriba; el vientre es rosado y translúcido, y se le ven los órganos. Quizá lo haya pisado al volver mientras caminaba a casa bajo ese firmamento de composición tan extraña. Quizá se haya metido debajo del zapato para exhalar su último aliento mientras dormía. Es la hoja de un árbol genético con millones de ramas que nunca se llegará a desarrollar. Es un pequeño animal en un planeta que rebosa de vida.

Sopla el viento y arrastra consigo el aroma a sal y algas marinas. En el cielo, un ave se eleva en el levante. Cojo al lagarto y lo entierro junto a la base de un cocotero. Pronto me uniré a él. No puedo negar que tengo miedo.

«Todos los viajeros espaciales vientreblando son poetas», dice el refrán. Es una verdad que me ha quedado muy patente cada vez que cruzo las estrellas. Me marché a Ardabaab en pensanao, un expreso que sale desde Sol Centraal, y durante cincuenta tortuosos minutos (o un millón de años rápidos, ambas son correctas) unos gargantuescos paisajes de ideas en los que aprecié galaxias desoladas hace mucho tiempo me devanaron los sesos, mientras oleada tras oleada de bardos alucinógenos y desagradables ahogaban mi conciencia, mi percepción de que soy un ser individual en el espacio y el tiempo. Hasta los pilotos, todos ellos mentsh muy viajados, comentaron que la travesía es una de las más duras. No creo mucho en los dioses; aun así, me incliné y besé la tierra marrón y de olor pungente al llegar, y luego recé a todos los nombres sagrados que conocía porque: a) puede que me hubiese encontrado con esos seres indescriptibles al cruzar ese golfo estelar y b) sabía que ya no volvería a viajar en pensanao. Había ido a Ardabaab para morir allí.

Cogí un coche volador para llegar a la casa y, mientras cruzábamos casi a ras de los campos de caña de azúcar que se agitaban a nuestro paso, su voz incorpórea me dijo:

—Si tiene la red neuronal apagada, existe cierto riesgo de resultar herido. Ardabaab es seguro, no hemos tenido ningún incidente violento en más de ochenta y cuatro años, pero los Nosotros del lugar recomiendan a los invitados que activen todas sus frecuencias, para mayor seguridad.

La voz se daba un aire a la de mi esposa, fallecida hacía mucho tiempo. Era adrede. Los Nosotros del lugar eran unos cabrones muy listos.

—Gracias —respondí—, pero prefiero estar solo.

—Bueno —repuso con un tono algo indignado—. Mi deber es comentárselo.

El coche me dejó en una casa, un adosado azul y achaparrado que estaba cerca de la playa, entre los campos de caña de azúcar azotados por el viento y los altos cocoteros. Cuarenta minutos después, estaba tumbado en la orilla vacía mientras la enana roja de Ardabaab, que era de un tono rosáceo a esa hora de la tarde, se hundía poco a poco en el mar azul turquesa. Era el paisaje más apacible que había visto jamás. Glorioso para alguien que, como yo, había nacido en una estación.

Sopló el viento y las luces distantes titilaron sobre las aguas. Sonreí. Había llegado. Cogí papel y bolígrafo y garabateé con rabia:


Capítulo 23. Llegada.

Cuando Yvalu salió del pensacrucero, se inclinó y besó el suelo. Cogió un puñado de la tierra fértil de Muandiva, que se tragó de inmediato, un atisbo de alegría que llevaría por siempre en su interior. Gracias, Shaddai. Había llegado.

Un lagarto pasó junto a ella. Unas personas muy extrañas le dedicaron sonrisas y le guiñaron el ojo. Sonrió, brincó y rio. Ubalo había caminado por el mismo mundo, y quizás incluso pisado la misma tierra oscura cuyo dulzor aún paladeaba. Ubalo, quien la había llevado a Solargénteo, donde había contemplado cómo las estrellas triples, cada una con una sombra diferente, se elevaban sobre los espaciados altiplanos de la Escalera de Jacob y proyectaban una paleta de colores resplandecientes de arcoíris siempre cambiantes sobre el desierto. Ubalo, quien había viajado a la otra punta de la galaxia en busca de un mineral escaso que, una tarde cualquiera, Yvalu había comentado de pasada que le gustaba. Ubalo, cuyos ojos brillaban como el Sol y cuya sonrisa resplandecía como Sirio. Habría padecido un billón de infiernos mentales

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