El hombre hembra

Joanna Russ

Fragmento

Si Jack consigue olvidar algo, de poco sirve que Jill continúe recordándoselo. Él debe incitarla para que no lo haga. Lo mejor sería no hacerle guardar silencio sobre el asunto, sino ayudarla para que ella también lo olvide.

Jack puede actuar sobre Jill de diversas maneras. Puede hacerla sentir culpable por continuar «nombrándolo». Puede anular la experiencia de Jill. Esto puede hacerse más o menos radicalmente. Puede decir simplemente que es poco importante o trivial, mientras que ella lo considera importante y significativo. Yendo todavía más lejos, puede cambiar la modalidad de la experiencia de Jill, haciéndola pasar de la memoria a la imaginación: «No son más que imaginaciones tuyas». Y aún más lejos puede anular el contenido: «Esto nunca sucedió así». Por último, puede anular no solo el significado, la modalidad y el contenido, sino también la capacidad de recordar, haciendo que además se sienta culpable por ello.

Esto es bastante corriente. Las personas se hacen estas cosas continuamente unas a otras. Sin embargo, una anulación transpersonal semejante es conveniente cubrirla con una gruesa pátina de mistificación. Por ejemplo, negar que se está haciendo esto, y, más adelante, anular cualquier percepción de que se está haciendo algo mediante imputaciones como: «¿Cómo puedes pensar una cosa así?», «Debes de estar paranoico». Y así sucesivamente.

R. D. LAING

La política de la experiencia,

Barcelona, Crítica, 1977, pp. 32-33

Primera parte

PRIMERA PARTE

I

Nací en una granja en Whileaway. Cuando tenía cinco años me enviaron a un colegio del Continente Sur (como a todo el mundo) y cuando cumplí los doce me reuní con mi familia.

Mi madre se llamaba Eva y mi otra madre Alicia; yo soy Janet Evason. A los trece años, perseguí y maté un lobo, yo sola, en el Continente Norte por encima del paralelo cuarenta y ocho, utilizando solamente un rifle. Hice un travois para llevar su cabeza y las patas, luego abandoné la cabeza, y finalmente llegué a casa con una sola pata. «Prueba suficiente», pensé. He trabajado en las minas, en emisoras de radio, en una vaquería, en una explotación agrícola y, durante seis semanas, después de haberme roto una pierna, como bibliotecaria. Con treinta años di a luz a Yuriko Janetson; cuando se la llevaron al colegio cinco años más tarde (nunca he visto a una niña protestar tanto), decidí tomarme unas vacaciones para ver si podía encontrar la antigua casa de mi familia, ya que ellas se habían trasladado después de que yo me casara y me instalara cerca de Ciudad Minera, en el Continente Sur. Pero el lugar estaba irreconocible; nuestras zonas rurales cambian constantemente. No pude encontrar más que trípodes con luces de señalización por todas partes, extrañas cosechas que yo no había visto nunca en los campos, y un grupo de niños excursionistas. Se dirigían al norte para visitar la Estación Polar, y se ofrecieron a prestarme un saco de dormir para pasar la noche, pero decliné el ofrecimiento y me quedé en casa de un familiar; a la mañana siguiente emprendí el regreso a casa.

Desde entonces he sido oficial de seguridad, es decir SP (Seguridad y Paz), un puesto en el que llevo ya seis años. Mi puntuación en la Escala de inteligencia Stanford-Binet (según vuestros parámetros) es de 187; la de mi mujer, 203, y la de mi hija, 193. Yuki supera todos los récords en las pruebas verbales.

He supervisado la excavación de zanjas cortafuegos, he actuado como comadrona y he ordeñado más vacas de las que desearía que existiesen. Pero Yuki va loca por los helados. Quiero a mi hija. Quiero a mi familia (somos diecinueve). Quiero a mi mujer (Vittoria). He tenido cuatro duelos. He matado cuatro veces.

II

Jeannine Dadier trabajaba como bibliotecaria en la ciudad de Nueva York tres días a la semana para la APT (Asociación para Proyectos de Trabajo). Trabajaba en la sucursal de Tompkins Square en la sección de jóvenes. A veces se preguntaba si era una suerte que herr Shicklgruber hubiera muerto en 1936 (en la biblioteca había libros sobre esto). El lunes, 3 de marzo de 1969, vio los titulares acerca de Janet Evason, pero no puso demasiada atención; pasó el día estampillando los libros prestados en la sección de jóvenes y observando en un espejo de bolsillo las líneas que se marcaban alrededor de sus ojos (¡solo tengo veintinueve años!). En dos ocasiones tuvo que subirse la falda por encima de las rodillas para trepar por la escalera de mano hasta las estanterías superiores; una vez tuvo que pasar la escalera sobre las cabezas de la señora Allison y el nuevo ayudante, que estaban de pie y discutían seriamente acerca de la posibilidad de una guerra contra Japón. Había un artículo sobre esto en The Saturday Evening Post.

—No lo creo —dijo Jeannine Nancy Dadier en voz baja.

La señora Allison era negra. El día estaba siendo sorprendentemente cálido, brumoso, con algunos toques de verde asomando en el parque: un verde imaginario, quizá, como si el mundo hubiese dado un giro extraño e hiciese rodar a la primavera por alguna calleja mortecina, con nubes de imaginación que envolvían los árboles.

—No lo creo —repitió Jeannine Dadier, sin saber de qué hablaban.

—¡Más vale que lo creas! —dijo la señora Allison, cortante.

Jeannine se balanceó sobre un pie. (Las chicas bien no hacen eso.) Se bajó de la escalera con los libros en la mano y los dejó en la mesa de reserva. A la señora Allison no le gustaban las chicas de la APT. Jeannine vio los titulares del periódico que tenía la señora Allison: UNA MUJER APARECE DE LA NADA EN BROADWAY. UN POLICÍA SE ESFUMA.

—Yo no... —Yo tengo mi gato, tengo mi habitación, tengo mi plato caliente y mi ventana, y tengo mi ailanto.

Con el rabillo del ojo vio a Cal; paseaba fanfarroneando, con el sombrero echado hacia delante; tendría alguna estupidez que decir sobre lo de ser periodista, el rubito de la cara de cuchillo y grandes ojos azules.

—Lo

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