1
—¿Cuántas son dos y dos?
Hay algo en la pregunta que me irrita. Estoy cansado. Me vuelvo a dormir.
Pasan unos minutos y lo oigo otra vez.
—¿Cuántas son dos y dos?
La voz suave, femenina, carece de emoción y la pronunciación es idéntica que la vez anterior. Es un ordenador. Un ordenador me está molestando. Estoy todavía más irritado que antes.
—Dmpaz —digo.
Estoy sorprendido. Quería decir «Déjame en paz», una respuesta completamente razonable en mi opinión, pero no puedo hablar.
—Error —dice el ordenador—. ¿Cuántas son dos y dos?
Momento para un experimento. Intentaré decir hola.
—Gla —digo.
—Error. ¿Cuántas son dos y dos?
¿Qué está pasando? Quiero averiguarlo, pero no tengo mucho en lo que basarme. No veo nada. No oigo nada más que el ordenador. Ni siquiera puedo sentir nada. No, eso no es verdad. Siento algo. Estoy tumbado. Estoy sobre algo blando. Una cama.
Creo que tengo los ojos cerrados. Eso no está tan mal. Lo único que tengo que hacer es abrirlos. Lo intento, pero no pasa nada.
¿Por qué no puedo abrir los ojos?
«Abre.»
«Y… ¡abre!»
«Abre, maldita sea.»
¡Oh! He sentido un leve movimiento esta vez. Mis párpados se han movido. Lo he notado.
«¡Abre!»
Mis párpados se levantan y una luz cegadora me quema la retina.
—… ción —suelto.
Mantengo los ojos abiertos recurriendo a toda mi fuerza de voluntad. Todo es blanco con sombras de dolor.
—Movimiento ocular detectado —dice mi atormentador—. ¿Cuántas son dos y dos?
La blancura se reduce. Mis ojos se están adaptando. Empiezo a distinguir sombras, pero nada que tenga sentido todavía. Vamos a ver… ¿puedo mover las manos? No.
¿Los pies? Tampoco.
Pero puedo mover la boca, ¿sí? He estado diciendo cosas. No cosas que tengan sentido, pero ya es algo.
—Crro.
—Error. ¿Cuántas son dos y dos?
Las formas empiezan a cobrar sentido. Estoy en una cama. Tiene una forma como… ovalada.
Unas luces de led me iluminan. Hay cámaras en el techo que observan todos mis movimientos. Por aterrador que eso sea, me preocupan mucho más los brazos del robot.
Las dos armaduras de acero pulido cuelgan del techo. Cada una tiene una especie de herramientas de aspecto inquietantemente penetrante donde deberían estar las manos. No puedo decir que me guste ese aspecto.
—Ccc… aaa… tttro —digo. ¿Eso servirá?
—Error. ¿Cuántas son dos y dos?
Maldita sea. Reúno toda mi voluntad y mi fortaleza interna. Además, empiezo a sentir un poco de pánico. Vale. También lo usaré.
—Cccuaatro —digo por fin.
—Correcto.
Gracias a Dios. Puedo hablar. Más o menos.
Suelto un suspiro de alivio. Espera, acabo de controlar mi respiración. Tomo otra inspiración. Con toda la intención. Me duele la boca. Me duele la garganta. Pero es mi dolor. Tengo control.
Llevo un respirador. Lo tengo pegado a la cara y está conectado a un tubo que me pasa por detrás de la cabeza.
¿Puedo levantarme?
No. Pero puedo mover un poco la cabeza. Me miro el cuerpo. Estoy desnudo y conectado a más tubos de los que puedo contar. Hay uno en cada brazo, uno en cada pierna, otro en mis «partes nobles» y dos que desaparecen bajo mi muslo. Supongo que uno de ellos se mete por donde no alumbra el sol.
Eso no puede ser bueno.
Además, estoy cubierto de electrodos. Son como esos sensores adhesivos para un electrocardiograma, pero están por todas partes. Bueno, al menos solo están sobre mi piel y no clavados en mi cuerpo.
—Ddd —susurró. Lo intento otra vez—. ¿Dónde… estoy?
—¿Cuál es la raíz cúbica de ocho? —pregunta el ordenador.
—¿Dónde estoy? —repito. Esta vez con más facilidad.
—Error. ¿Cuál es la raíz cúbica de ocho?
Respiro hondo y hablo en voz baja.
—Dos e elevado a dos i pi.
—Error. ¿Cuál es la raíz cúbica de ocho?
Pero no es incorrecto. Solo quería saber lo listo que era el ordenador. Respuesta: no mucho.
—Dos —digo.
—Correcto.
Espero más preguntas de seguimiento, pero el ordenador parece satisfecho.
Estoy cansado. Me quedo dormido otra vez.
Me despierto. ¿Cuánto tiempo he estado dormido? Tiene que haber sido un buen rato, porque me siento descansado. Abro los ojos sin ningún esfuerzo. Es un avance.
Trato de mover los dedos. Se contonean como les ordeno. Muy bien. Ahora progresamos.
—Movimiento de manos detectado —dice el ordenador—. Permanece quieto.
—¿Qué? ¿Por qué…?
Los brazos del robot vienen a por mí. Y se mueven muy deprisa. Antes de que me dé cuenta, han retirado la mayoría de los tubos de mi cuerpo. No siento nada. Como si tuviera la piel entumecida.
Solo quedan tres tubos: una vía intravenosa en el brazo, un tubo en el trasero y un catéter. Estos dos últimos eran los que más quería que me quitaran, pero no importa.
Levanto el brazo derecho y lo dejo caer otra vez en la cama. Hago lo mismo con el izquierdo. Los noto pesados como plomo. Repito el proceso varias veces. Tengo los brazos musculosos. Eso no tiene sentido. Asumo que he sufrido un problema médico enorme y llevo bastante tiempo en esta cama. De lo contrario, ¿por qué me habrían conectado a todos estos chismes? ¿No debería tener atrofia muscular?
¿Y no debería haber doctores por aquí? ¿O al menos los sonidos de un hospital? ¿Y qué clase de cama es esta? No es un rectángulo; es ovalada y creo que está montada en la pared en lugar de en el suelo.
—Quítame… —Voy perdiendo fuerzas. Todavía estoy cansado—. Quítame los tubos…
El ordenador no responde.
Levanto los brazos varias veces más. Muevo los dedos de los pies. Estoy mejorando, no cabe duda.
Inclino los pies adelante y atrás. Mis tobillos están funcionando. Levanto las rodillas. Tengo unas piernas bien tonificadas. No son gruesas como las de un culturista, pero sí demasiado sanas para alguien al borde de la muerte. Aunque no estoy seguro de lo gruesas que deberían ser.
Presiono las palmas de las manos en la cama y empujo. Mi torso se eleva. ¡Me estoy levantando! Tengo que usar todas mis fuerzas, pero no me doy por vencido. La cama se balancea ligeramente cuando me muevo. No es una cama normal, eso seguro. Cuando levanto la cabeza un poco más, veo que la cabecera y los pies de la cama elíptica están unidos a unos anclajes de pared de aspecto resistente. Es una especie de hamaca rígida. Raro.
Enseguida estoy sentado sobre el tubo de mi trasero. No es la sensación más agradable, pero ¿cuándo es agradable un tubo en el trasero?
Ahora tengo una mejor visión de las cosas. No estoy en una habitación de hospital ordinaria. Las paredes parecen de plástico y toda la habitación es redonda. Unas lámparas de led montadas en el techo proporcionan una luz blanca e intensa.
Hay otras dos camas tipo hamaca montadas en las paredes, cada una con su propio paciente. Estamos situados en triángulo y los Brazos Acosadores están montados en el centro del techo. Supongo que se ocuparán de los tres. No puedo ver gran parte de mis compañeros, que están hundidos bajo las sábanas como lo había estado yo.
No hay ninguna puerta. Solo hay una escalera en la pared que conduce a… ¿una buhardilla? Es redonda y tiene un volante en el centro. Sí, tiene que ser alguna clase de escotilla. Como en un submarino. ¿Es posible que los tres padezcamos una enfermedad contagiosa? ¿Puede que esto sea una habitación hermética de cuarentena? Hay pequeños conductos de ventilación distribuidos en la pared y siento una leve corriente de aire. Podría ser un entorno controlado.
Deslizo una pierna por encima del borde de mi cama, lo cual hace que se bambolee un poco. Los brazos del robot se precipitan hacia mí. Me estremezco, pero se detienen de golpe antes de tocarme. Creo que están listos para agarrarme si me caigo.
—Movimiento de todo el cuerpo detectado —dice el ordenador—. ¿Cómo te llamas?
—Uf, ¿en serio? —pregunto.
—Error. Intento número dos: ¿cómo te llamas?
Abro la boca para responder.
—Uh…
—Error. Intento número tres: ¿cómo te llamas?
Solo ahora se me ocurre: no sé quién soy. No sé qué hago. No recuerdo nada de nada.
—Eh —digo.
—Error.
Una oleada de fatiga me atenaza. Es bastante agradable, en realidad. El ordenador tiene que haberme sedado por la vía intravenosa.
—… espeeera… —murmuro.
Los brazos del robot me depositan suavemente en la cama.
Me despierto otra vez. Uno de los brazos del robot está en mi cara. ¿Qué está haciendo?
Me estremezco, más asombrado que otra cosa. El brazo se retrae a su posición en el techo. Me palpo la cara para valorar daños. Un lado tiene barba incipiente, el otro está suave.
—¿Me estabas afeitando?
—Conciencia detectada —dice el ordenador—. ¿Cómo te llamas?
—Todavía no lo sé.
—Error. Intento número dos: ¿cómo te llamas?
Soy caucásico, varón y hablo inglés. Vamos a jugar con las probabilidades.
—¿Jo… John?
—Error. Intento número tres: ¿cómo te llamas?
Me arranco la vía del brazo.
—Vete al cuerno.
—Error.
Los brazos del robot se estiran hacia mí. Ruedo para levantarme de la cama, lo cual es un error. Los otros tubos todavía están conectados.
Se me sale el tubo del trasero y ni siquiera me duele. El catéter todavía inflado sale de mi pene. Y eso sí que duele. Es como mear una pelota de golf.
Grito y me retuerzo en el suelo.
—Dolor físico —dice el ordenador.
Los brazos tratan de alcanzarme. Repto por el suelo para escapar. Me meto debajo de una de las otras camas. Los brazos se detienen, pero no se rinden. Esperan. Están dirigidos por un ordenador. No van a perder la paciencia.
Dejo que mi cabeza caiga hacia atrás; me cuesta respirar. Al cabo de un rato, el dolor remite y me secó las lágrimas de los ojos.
No tengo ni idea de lo que está ocurriendo aquí.
—¡Hola! —digo en voz alta—. Uno de vosotros, ¡despertaos!
—¿Cómo te llamas? —pregunta el ordenador.
—Uno de vosotros, humanos, despertad, por favor.
—Error —dice el ordenador.
Me duele la entrepierna tanto que tengo que reír. Es completamente absurdo. Además, las endorfinas están actuando y me estoy mareando. Miro el catéter que está junto a mi cama. Niego con la cabeza, impresionado. Eso ha pasado por mi uretra. Buf.
Y me ha causado daño al salir. Hay unas gotas de sangre en el suelo. Es solo una delgada línea roja de…
Di un sorbo al café, me metí el último trozo de tostada en la boca y le hice una seña a la camarera para pedirle la cuenta. Podría haber ahorrado dinero desayunando en casa en lugar de ir al bar cada mañana. Probablemente habría sido buena idea, considerando mi exiguo salario. Pero detesto cocinar y me encantan los huevos con beicon.
La camarera asintió y se acercó a la caja registradora para cobrarme. Pero en ese momento entró otro cliente que quería sentarse.
Miré mi reloj. Acababan de dar las siete. No tenía prisa. Me gustaba entrar a trabajar a las siete y veinte para disponer de tiempo para preparar la jornada, pero, en realidad, no tenía ninguna necesidad de estar allí hasta las ocho.
Saqué mi teléfono y miré mi correo.
A: Curiosidades Astronómicas <astrocurious@scilists.org>
DE: (Irina Petrova) <ipetrova@gaoran.ru>
ASUNTO: La delgada línea roja
Miré la pantalla haciendo una mueca. Pensaba que había cancelado mi suscripción a esa lista. Había abandonado esa vida hacía ya mucho tiempo. Claro que no era una lista con mucho volumen de mensajes y, por lo que recordaba, normalmente estos eran interesantes. Unos pocos astrónomos, astrofísicos y expertos en otros ámbitos charlaban sobre cualquier cosa que les parecía extraña.
Eché un vistazo a la camarera: los clientes tenían muchas preguntas sobre el menú. Probablemente querrían saber si el bar de Sally servía césped vegano sin gluten o algo así. La buena gente de San Francisco podía ser complicada a veces.
Sin nada mejor que hacer, leí el mensaje de correo.
Hola, profesionales. Soy la doctora Irina Petrova y trabajo en el Observatorio Púlkovo de San Petersburgo, Rusia.
Escribo para pedir ayuda.
Durante los últimos dos años, he estado trabajando en una teoría relacionada con las emisiones infrarrojas de las nebulosas. Como resultado, he hecho observaciones detalladas de unas pocas bandas de luz infrarroja específicas. Y he encontrado algo extraño; no en ninguna nebulosa, sino en nuestro propio sistema solar.
Hay una línea muy tenue pero detectable en el sistema solar que emite luz infrarroja a una longitud de onda de 25,984 micrómetros. Al parecer, solo se da en esa longitud de onda, sin ninguna variación.
Se adjuntan hojas de cálculo de Excel con mis datos. También proporciono unas cuantas representaciones de los datos como un modelo 3D.
Verán en el modelo que la línea es un arco asimétrico que se eleva directamente hacia el Polo Norte del Sol durante 37 millones de kilómetros. Desde ahí, se inclina bruscamente hacia abajo para alejarse del Sol hacia Venus. Después del ápice del arco, la nube se ensancha como un embudo. En Venus, la sección transversal del arco es tan ancha como el propio planeta.
El brillo infrarrojo es muy tenue. Solo pude detectarlo porque estaba usando un equipo de detección extremadamente sensible mientras buscaba emisiones infrarrojas de las nebulosas.
No obstante, para estar segura, pedí un favor al observatorio de Atacama en Chile; en mi opinión, el mejor observatorio de luz infrarroja del mundo. Confirmaron mis hallazgos.
Hay muchas razones por las que podría verse luz infrarroja en el espacio interplanetario. Podría ser polvo espacial u otras partículas que reflejan la luz solar. O algún compuesto molecular podría estar absorbiendo energía y reemitiéndola en el espectro infrarrojo. Eso podría incluso explicar por qué siempre tiene la misma longitud de onda.
La forma del arco es de particular interés. Mi primera intuición fue que se trataba de un grupo de partículas que se movían por líneas de campo magnéticas. Pero Venus no tiene campo magnético. No hay magnetósfera ni ionosfera, nada. ¿Qué fuerzas hacen que las partículas se arqueen hacia allí? ¿Y por qué brillan?
Agradeceré cualquier sugerencia o teoría.
¿Qué demonios era eso?
Lo he recordado de repente, ha aparecido en mi cabeza sin avisar.
No he aprendido gran cosa de mí mismo. Vivo en San Francisco, eso lo recuerdo. Y me gusta desayunar. También me dedicaba a la astronomía, pero ¿ya no?
Aparentemente, mi cerebro ha decidido que era crucial que recordara ese mensaje de correo. No cosas triviales como mi propio nombre.
Mi inconsciente quiere contarme algo. Ver el hilo de sangre me habrá recordado esa «delgada línea roja» del título del mensaje de correo. Pero ¿qué tiene eso que ver conmigo?
Me contoneo para salir de debajo de la cama y sentarme con la espalda pegada a la pared. Los brazos se inclinan hacia mí, pero todavía no pueden alcanzarme.
Es el momento de echar un vistazo a mis compañeros pacientes. No sé quién soy ni por qué estoy aquí, pero al menos no estoy solo y… están muertos.
Sí, no cabe duda de que están muertos. El cadáver que tengo más cerca es el de una mujer, creo. Al menos, tenía el pelo largo. Aparte de eso, es casi una momia. Huesos envueltos en piel reseca. No hay ningún olor. No hay nada que se esté pudriendo en este momento. Tiene que haber muerto hace mucho tiempo.
La persona de la otra cama era un hombre. Creo que todavía lleva más tiempo muerto. Su piel no solo está seca y curtida, sino que también se está desprendiendo.
De acuerdo. Así que estoy aquí con dos personas muertas. Debería sentir repulsión y estar horrorizado, pero no es así. Llevan tanto tiempo muertos que ni siquiera parecen humanos. Parecen de un decorado de Halloween. Espero que ninguno de los dos fuera muy amigo mío. O, en ese caso, espero no recordarlo.
Las personas muertas son una preocupación, pero me preocupa más que lleven tanto tiempo aquí. Incluso en una zona de cuarentena se retiran los cadáveres, ¿no? Sea cual sea el problema tiene que haber ido muy mal.
Me pongo en pie. Es un proceso lento que requiere mucho esfuerzo. Me sujeto del borde de la cama de la señora Momia. Se tambalea y yo me tambaleo con ella, pero permanezco en pie.
Los brazos del robot intentan alcanzarme, pero me pego otra vez a la pared.
Estoy seguro de que he estado en coma. Sí. Cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que he estado en coma.
No sé cuánto tiempo he pasado aquí, pero si me pusieron al mismo tiempo que a mis compañeros, hace mucho. Me froto la cara a medio afeitar. Esos brazos están diseñados para controlar una inconsciencia de larga duración. Más indicios de que he estado en coma.
Tal vez pueda llegar a esa escotilla.
Doy un paso. Luego otro. Y me derrumbo. Es demasiado para mí. Tengo que descansar.
¿Por qué estoy tan débil cuando tengo estos músculos bien tonificados? Y si estaba en coma, ¿por qué tengo músculos? Debería ser una piltrafa debilitada y larguirucha ahora mismo, no un cachas de playa.
No tengo ni idea de cuál es mi cometido. ¿Qué debería hacer? ¿De verdad estoy enfermo? Quiero decir, me siento fatal, por supuesto, pero no me siento enfermo. No siento náuseas. No me duele la cabeza. No creo que haya tenido fiebre. Si no estoy enfermo, ¿por qué he estado en coma? ¿Un accidente?
Siento que me da vueltas la cabeza. No tengo bultos ni cicatrices ni vendas. El resto del cuerpo también parece sólido. Mejor que sólido. Estoy cachas.
Quiero dormir un rato, pero me resisto.
Es el momento de intentarlo otra vez. Vuelvo a incorporarme. Es como levantar peso. Pero es un poco más fácil esta vez. Me estoy recuperando cada vez más (espero).
Me arrastro a lo largo de la pared, usando la espalda como apoyo tanto como los pies. Los brazos mecánicos constantemente se estiran hacia mí, pero me mantengo fuera de su alcance.
Resuello y resoplo. Me siento como si estuviera corriendo un maratón. ¿Tal vez tengo una infección pulmonar? Puede que esté en aislamiento por mi propia protección.
Finalmente, llego a la escalera. Avanzo a trompicones y me agarro a uno de los peldaños. Me siento muy débil. ¿Cómo voy a subir una escalera de diez pies?
Escalera de diez pies.
Pienso en unidades imperiales. Eso es una pista. Probablemente soy estadounidense. O inglés. O quizá canadiense. Los canadienses usan pies y pulgadas para las distancias cortas.
Me pregunto a mí mismo: ¿a qué distancia está Los Ángeles de Nueva York? Mi respuesta instintiva: tres mil millas. Un canadiense habría usado kilómetros. Así que soy inglés o estadounidense. O de Liberia.
Sé que Liberia usa unidades imperiales, pero no sé cómo me llamo. Es irritante.
Respiro profundamente. Me sujeto a la escalera con las dos manos y pongo el pie en el escalón inferior. Me impulso hacia arriba. Me noto inestable, pero lo consigo. Ahora tengo los dos pies en el primer peldaño. Me estiro y agarro el siguiente. Vale, voy progresando. Siento que todo mi cuerpo está hecho de plomo: todo exige mucho esfuerzo. Trato de auparme, pero mi mano no es lo bastante fuerte.
Caigo de la escalera de espaldas. Esto va a doler.
No me duele. Los brazos del robot me recogen antes de que toque el suelo, porque caigo en su radio de alcance. Los brazos mecánicos no pierden tiempo. Me devuelven a la cama y me acomodan como una madre que pone a su hijo a dormir.
Y oye, está bien. Estoy realmente cansado en este punto y tumbarme me ayuda un poco. El suave balanceo de la cama es cómodo. Algo me molesta en la forma en que he caído de la escalera. Lo reproduzco en mi cabeza. No puedo determinarlo, pero hay solo algo… «equivocado» en esto.
Hum.
Me quedo dormido.
—Come.
Hay un tubo de pasta de dientes en mi pecho.
—¿Eh?
—Come —repite el ordenador.
Levanto el tubo. Es blanco con un texto negro que dice DÍA 1 - COMIDA 1.
—¿Qué demonios es esto? —pregunto.
—Come.
Desenrosco el tapón y huelo algo salado. Se me hace la boca agua ante la perspectiva. Solo ahora me doy cuenta del hambre que tengo. Aprieto el tubo y sale una pasta marrón de aspecto repugnante.
—Come.
¿Quién soy yo para cuestionar a un siniestro robot con brazos? Chupo la sustancia con cautela.
¡Oh, Dios mío, está bueno! ¡Está muy bueno! Es como salsa de carne espesa, pero no demasiado grasienta. Aprieto otra vez el tubo y saboreo la comida. Juro que es mejor que el sexo.
Sé lo que está pasando aquí. Dicen que el hambre es el mejor condimento. Cuando tienes hambre, tu cerebro te recompensa generosamente por comer al fin. Buen trabajo, dice, no moriremos muy pronto.
Las piezas encajan. Si he estado en coma mucho tiempo, tienen que haberme alimentado. No tenía un tubo abdominal cuando me he levantado, así que probablemente me han alimentado a través de una sonda nasogástrica que me baja por el esófago. Es la forma menos intrusiva de alimentar a un paciente que no puede comer, pero no tiene problemas digestivos. Además, así el sistema digestivo se mantiene activo y sano. Y explica por qué no había ningún tubo cuando me desperté. Si es posible, retiras la sonda nasogástrica cuando el paciente todavía está inconsciente.
¿Por qué lo sé? ¿Soy médico?
Aprieto para que caiga otro chorro de salsa de carne a mi boca. Sigue siendo delicioso. Lo engullo. El tubo no tarda en vaciarse. Lo levanto.
—¡Quiero más!
—Comida completa.
—¡Sigo teniendo hambre! ¡Dame otro tubo!
—Asignación de alimento para esta comida completada.
Tiene sentido. Mi sistema digestivo se está acostumbrado ahora mismo al alimento semisólido. Mejor ir poco a poco. Si como todo lo que quiero, probablemente me sentará mal. El ordenador está haciendo lo correcto.
—¡Dame más comida! —A nadie le interesa hacer lo correcto cuando tiene hambre.
—Asignación de alimento para esta comida completada.
—Bah.
Aun así, me siento mucho mejor que antes. La comida me ha dado energía al momento, y he descansado más.
Me bajo de la cama listo para correr hacia la pared, pero los brazos no me persiguen. Supongo que me ha permitido levantarme de la cama ahora que he demostrado que puedo comer.
Miro mi cuerpo desnudo. No me siento bien. Sé que las únicas personas que hay alrededor están muertas, pero aun así.
—¿Puedes darme algo de ropa?
El ordenador no dice nada.
—Bien. Como quieras.
Tiro de la sábana y me la envuelvo en torno al torso un par de veces. Paso una esquina sobre mi hombro desde la espalda y la ato a otra por delante. Toga instantánea.
—Deambulación autónoma detectada —dice el ordenador—. ¿Cómo te llamas?
—Soy el emperador Comatoso. Arrodíllate ante mí.
—Error.
Es el momento de ver qué hay arriba de esa escalera.
Me siento un poco inseguro, pero empiezo a caminar por la habitación. Es una victoria en sí misma: no necesito camas temblorosas ni paredes a las que aferrarme. Estoy de pie.
Llego a la escalera y me sujeto. No es que necesite algo a lo que agarrarme, pero seguro que hace la vida más fácil. La escotilla de arriba parece muy sólida. Asumo que es estanca. Y lo más probable es que esté cerrada. Pero al menos tengo que intentarlo.
Subo un escalón. Duro, pero posible. Otro. Vale, ya le he pillado el tranquillo. Despacio y firme.
Llego a la escotilla. Me agarro a la escalera con una mano y giro el volante de cierre con la otra. ¡Gira!
—¡Diantre! —exclamo.
¿«Diantre»? ¿Esa es mi expresión de sorpresa? Quiero decir, supongo que está bien. Habría esperado algo que no sonara a la década de 1950. ¿Qué clase de bicho raro soy?
Giro el volante tres rotaciones completas y oigo un clic. La escotilla se inclina hacia abajo y yo me aparto. Queda abierta, suspendida de su pesada bisagra. ¡Soy libre!
Más o menos.
Más allá de la escotilla, solo hay oscuridad. Un poco intimidante, pero al menos es un avance.
Alcanzo la nueva estancia y me aúpo al suelo. Las luces se encienden en cuanto entro. Presumiblemente lo está haciendo el ordenador.
La estancia parece del mismo tamaño y forma que la que he dejado: otra sala redonda.
Hay una mesa grande —una mesa de laboratorio según parece— montada en el suelo. Veo taburetes de laboratorio cerca. Alrededor de las paredes hay instrumental relacionado. Todo está montado en mesas o bancos que están atornillados al suelo. Es como si la sala estuviera preparada para un terremoto catastrófico.
Una escalera a lo largo de la pared conduce a otra escotilla en el techo.
Estoy en un laboratorio bien preparado. ¿Desde cuándo se deja entrar a los pacientes de un pabellón de aislamiento en un laboratorio? Y, además, esto no parece ser uno médico. ¿Qué puñetas está pasando?
¿Puñetas? ¿En serio? A lo mejor tengo hijos pequeños. O soy muy religioso.
Me pongo de pie para mirar mejor las cosas.
El laboratorio tiene instrumentos más pequeños atornillados a la mesa. Veo un microscopio de 8.000 aumentos, un autoclave, una gradilla de tubos de ensayo, cajones con material, una nevera para muestras, un horno, pipeta, espera un momento. ¿Por qué conozco todos estos términos?
Miro el equipo más grande de las paredes. Un microscopio electrónico de barrido, impresora 3D de precisión submilimétrica, fresadora de 11 ejes, interferómetro láser, cámara de vacío de un metro cúbico: sé qué es cada cosa. Y sé cómo usar cada una de ellas.
¡Soy un científico! ¡Ahora vamos a alguna parte! Es hora de que use la ciencia. «Muy bien, cerebro de genio: ¡que se te ocurra algo!»
… Tengo hambre.
«Me has fallado, cerebro.»
Está bien, bueno, no tengo ni idea de por qué este laboratorio está aquí ni de por qué se me permite entrar. Pero ¡adelante!
La escotilla del techo está a tres metros del suelo. Va a ser otra escalera de aventura. Al menos, ahora soy más fuerte.
Tomo unas cuantas inspiraciones profundas y empiezo a subir por la escalera. Igual que antes, esta sencilla acción me exige un esfuerzo enorme. Puede que esté mejor, pero no estoy «bien».
Cielo santo, soy pesado. Consigo llegar arriba, pero a duras penas.
Me sitúo encima de las incómodas barras y empujo el mango de la escotilla. No cede.
—Para abrir la escotilla, di tu nombre —dice el ordenador.
—Pero ¡no sé mi nombre!
—Error.
Golpeo el mango con la palma de la mano. El mango no se mueve y ahora me duele la palma de la mano. Así que… sí. Infructuoso.
Esto tendrá que esperar. Tal vez recuerde mi nombre pronto. O lo encuentre escrito en algún sitio.
Bajo la escalera. Al menos, ese es mi plan. Pensarías que bajar sería más fácil y más seguro que subir. Pero no. No. En lugar de descender grácilmente por la escalera, pongo mi pie en el escalón de abajo en un ángulo torpe, se me escapa el mango de la escotilla y caigo como un idiota.
Aleteo como un gato enfadado, moviendo los brazos en busca de algo que pueda agarrar. Resulta que es una idea terrible. Caigo sobre la mesa y golpeo una cajonera con la pantorrilla. Me duele como una mala cosa. Grito, me agarro la pierna, dolorido, resbalo de la mesa y caigo al suelo.
No hay brazos de robot para que me agarren esta vez. Aterrizo de espaldas y me quedo sin aire. Entonces, echando sal en la herida, la cajonera se vuelca, los cajones se abren y una lluvia de material de laboratorio cae hacia mí. Los hisopos no son un problema. Los tubos de ensayo solo duelen un poco (y sorprendentemente no se rompen). Pero la cinta de medir me da justo en la frente.
Más material cae ruidosamente, pero estoy demasiado ocupado con el verdugón de mi frente para fijarme. ¿Cuánto pesa esa cinta de medir? Una caída de menos de un metro desde una mesa me ha dejado un chichón en la cabeza.
—Esto no puede ser —le digo a nadie. La experiencia en su conjunto ha sido ridícula. Como algo salido de una película de Charlie Chaplin.
En realidad… de hecho, ha sido así. Demasiado así.
Esa misma sensación de que hay algo «erróneo» me impacta.
Cojo un tubo de ensayo cercano y lo tiro al aire. Sube y baja como debería. Pero me molesta. Algo respecto a los objetos que caen me saca de quicio ahora mismo. Quiero saber por qué.
¿Qué elementos tengo para trabajar? Bueno, tengo un laboratorio completo y sé cómo usarlo. Pero ¿qué tengo a mano? Miro a mi alrededor a las cosas caídas en el suelo. Un montón de tubos de ensayo, hisopos para tomar muestras, paletas, un cronómetro digital, pipetas, cinta adhesiva, un bolígrafo…
Vale, podría tener lo que necesito.
Vuelvo a levantarme y me sacudo la toga. No hay polvo en ella: todo mi mundo parece realmente limpio y estéril, pero me sacudo de todos modos.
Recojo la cinta de medir y echo un vistazo. Es métrica. ¿Puede ser que esté en Europa? No importa. Luego cojo el cronómetro. Es muy robusto, como algo que te llevarías de excursión. Tiene una carcasa de plástico sólida con un aro de goma dura alrededor. Sin duda es impermeable. Pero también está más que muerto. La pantalla de cristal líquido está completamente en blanco.
Pulso unos cuantos botones, pero no ocurre nada. Le doy la vuelta para echar un vistazo al compartimento de las pilas. Tal vez encuentre un cajón con unas si sé qué tipo usa. Veo una cinta de plástico rojo que sale de atrás. Estiro y sale por completo. El cronómetro cobra vida.
Como los juguetes con «pilas incluidas». El trozo de plástico lo pusieron para impedir que la pila se agotase antes de que el usuario lo utilizara por primera vez. Está bien, es un cronómetro impresionantemente nuevo. La verdad, todo en este laboratorio parece a estrenar. Limpio, ordenado, sin señales de uso. No estoy seguro de qué conclusión sacar.
Juego un rato con el cronómetro hasta que comprendo los controles. Bastante sencillo, en realidad.
Uso la cinta métrica para determinar la altura de la mesa. La cuestión es que la parte inferior está a 91 centímetros del suelo.
Cojo un tubo de ensayo. No es de cristal. Podría ser de alguna clase de plástico de alta densidad. Desde luego, no se ha roto al caer casi un metro hasta una superficie dura. De todos modos, sea cual sea el material del que está hecho, es lo bastante denso para que la resistencia del aire sea desdeñable.
Lo dejo en la mesa y preparo el cronómetro. Empujo el tubo desde el borde de la mesa con una mano y pongo en marcha el cronómetro con la otra. Cronometro lo que tarda en tocar el suelo. Son unos 0,37 segundos. Eso es muy deprisa. Espero que mi tiempo de reacción no distorsione los resultados.
Anoto el tiempo en mi brazo con el boli: no he encontrado ningún papel todavía.
Vuelvo a poner el tubo de ensayo en el mismo sitio y repito el test. Esta vez me da 0,33. Lo hago veinte veces en total, anotando los resultados, porque quiero minimizar los efectos del margen de error al encender y parar el cronómetro. El caso es que termino con un promedio de 0,348 segundos. Mi brazo parece la pizarra de un maestro, pero no importa.
0,348 segundos. La distancia es igual a un medio de la aceleración por el tiempo al cuadrado. Así que la aceleración es igual a dos veces la distancia entre el tiempo al cuadrado. Estas fórmulas las recuerdo con rapidez, con naturalidad. Sin duda tengo conocimientos de física. Es bueno saberlo.
Hago las operaciones y obtengo una respuesta que no me gusta. La gravedad en esta sala es demasiado alta. Son 15 metros por segundo al cuadrado cuando debería ser de 9,8. Por eso la sensación de las cosas al caer me resulta extraña. Caen demasiado deprisa. Y por eso me siento tan débil a pesar de estos músculos. Todo pesa una vez y media lo que debería.
La cuestión es que nada afecta a la gravedad. No puedes aumentarla ni disminuirla. La gravedad de la Tierra es de 9,8 metros por segundo al cuadrado. Punto. Y estoy experimentando más que eso. Solo hay una explicación posible.
No estoy en la Tierra.
2
Está bien, respira hondo. No saltes a conclusiones descabelladas. Sí, la gravedad es demasiado alta. Parte de ahí y piensa en respuestas sensatas.
Podría estar en una centrifugadora. Tendría que ser una centrifugadora muy grande. Pero con la gravedad de la Tierra que proporciona 1 g, podría estar en una de esas salas en ángulo que discurren en torno a una pista o al extremo de un brazo largo y sólido o algo semejante. Si haces girar eso y le agregas la fuerza centrípeta más la gravedad de la Tierra podrías llegar a 15 metros por segundo al cuadrado.
¿Por qué alguien iba a hacer una centrifugadora enorme con camas de hospital y un laboratorio dentro? No lo sé. ¿Sería posible? ¿Cómo de grande tendría que ser el radio? ¿Y a qué velocidad iría?
Creo que sé cómo averiguarlo. Necesito un acelerómetro preciso. Soltar cosas desde una mesa y cronometrar el tiempo que tardan en caer está bien para cálculos burdos, pero solo es preciso en la medida en que lo es mi tiempo de reacción al pulsar el cronómetro. Necesito algo mejor. Y la única cosa que servirá es un trozo de cordel.
Busco en los cajones del laboratorio.
Al cabo de unos minutos, tengo la mitad de los cajones abiertos y he encontrado todo tipo de materiales de laboratorio, salvo cordel. Estoy a punto de darme por vencido cuando por fin encuentro una bobina de hilo de nailon.
—¡Sí!
Saco unos palmos de hilo y lo corto con los dientes. Hago un lazo en un extremo y ato el otro extremo a la cinta métrica. La cinta métrica desempeñará el papel de «peso muerto» en este experimento. Ahora solo necesito un sitio de donde colgarla.
Miro la escotilla que está sobre mi cabeza. Subo la escalera (más fácil esta vez) y paso el lazo por encima del asa del cerrojo. Luego dejo que el peso de la cinta métrica tense el cordel.
Tengo un péndulo.
Una cosa divertida de los péndulos: el tiempo que tarda en oscilar de un lado a otro (el período) no cambiará sea cual sea la anchura de la oscilación. Si le doy mucha energía, oscilará más lejos y más deprisa, pero el período seguirá siendo el mismo. De eso se aprovechaban los relojes mecánicos para dar la hora. Ese período termina siendo marcado por dos cosas y solo dos cosas: la longitud del péndulo y la gravedad.
Tiro del péndulo hacia un lado. Lo suelto y pongo en marcha el cronómetro. Cuento los ciclos cuando oscila a un lado y a otro. No es emocionante. Casi quiero quedarme dormido, pero sigo.
Cuando llego a la marca de los diez minutos, el péndulo apenas se mueve, así que decido que ya ha durado suficiente. Total: 346 ciclos completos en exactamente diez minutos.
A por la fase dos.
Mido la distancia desde la escotilla hasta el suelo. Son solo dos metros y medio. Bajo al «dormitorio». Una vez más la escalera ya no es problema. Me siento mucho mejor ahora. Esa comida realmente ha servido.
—¿Cómo te llamas? —pregunta el ordenador.
Miro mi toga hecha con una sábana.
—¡Soy el gran filósofo Pendulus!
—Error.
Cuelgo el péndulo en una de las manos del robot, cerca del techo. Espero que el robot se quede quieto un rato. Calculo a ojo la distancia entre la mano del robot y el techo: decido que es un metro. Mi péndulo está ahora cuatro veces y media más bajo que antes.
Repito el experimento. Diez minutos en el cronómetro y cuento los ciclos totales. El resultado: 346 ciclos. Igual que arriba.
Caramba.
La cuestión es que, en una centrifugadora, cuanto más te alejas del centro, más alta será la fuerza centrípeta. Así pues, si estuviera en una centrifugadora, la «gravedad» aquí abajo sería más alta que arriba. Y no lo es. Al menos, no basta para conseguir un número diferente de ciclos de péndulo.
Pero ¿qué pasa si estoy en una centrifugadora realmente grande? ¿Una tan enorme que la diferencia de fuerza entre aquí y el laboratorio es tan pequeña que no cambia el número de ciclos?
A ver… la fórmula para un péndulo… y la fórmula de la fuerza de una centrifugadora… espera, no tengo la fuerza real, solo una cuenta de ciclos, así que tenemos un factor de uno sobre x… ¡es un problema muy instructivo!
Tengo un boli, pero no papel. No importa. Tengo una pared. Después de mucho escribir en la pared como un preso loco, tengo mi respuesta.
Supongamos que estoy en la Tierra y en una centrifugadora. Eso significaría que el centrifugado proporciona una parte de la fuerza (el resto lo proporciona la Tierra). Según mis cálculos (¡y muestro todo mi trabajo!), esa centrifugadora necesitaría tener un radio de 700 metros y girar a 88 metros por segundo, casi doscientas millas por hora.
Hum. Pienso en el sistema métrico cuando hago cálculos científicos. Interesante. Aunque la mayoría de los científicos lo hacen, incluso los educados en Estados Unidos.
De todos modos, sería la centrifugadora más grande jamás construida… y ¿para qué iban a construirla? Además, algo así sería terriblemente pesado. ¿Silbando en el aire a doscientas millas por hora? Como mínimo habría algunas turbulencias aquí y allá, por no mencionar un montón de ruido de viento. No oigo ni siento nada parecido.
La cosa se está poniendo rara. Vale, ¿y si estoy en el espacio? No habría turbulencia ni resistencia al viento, pero la centrifugadora debería ser más grande y más rápida porque no contaría con la ayuda de la gravedad.
Más cálculos, más grafitis en la pared. El radio sería de 1.280 metros. Nada de esas dimensiones se ha construido nunca para ir al espacio.
Así que no estoy en una centrifugadora. Y no estoy en la Tierra.
¿Otro planeta? Pero no existe ningún otro planeta, luna o asteroide en el sistema solar con tanta gravedad. La Tierra es el objeto sólido más grande de todo el sistema solar. Claro, las gigantes gaseosas son más grandes, pero a menos que esté en un globo que flote en los vientos de Júpiter, no hay ningún sitio en el que pudiera experimentar esta fuerza.
¿Cómo conozco todos estos datos sobre el espacio? Simplemente los conozco. Parece algo natural, información que uso a todas horas. Tal vez soy un astrónomo o un científico planetario. Tal vez trabajo para la NASA o para la ESA o…
Me encontraba con Marissa cada jueves para comer un chuletón y tomar una cerveza en Murphy’s, en Gough Street. Siempre a las seis de la tarde y, como el personal nos conocía, siempre en la misma mesa.
Nos habíamos conocido en el posgrado hacía casi veinte años. Ella salía con mi compañero de piso. Su relación (como la mayoría de las relaciones en posgrado) fue un choque de trenes y rompieron al cabo de tres meses. Pero ella y yo terminamos siendo buenos amigos.
Cuando el encargado me vio, sonrió y movió su pulgar hacia la mesa habitual. Avancé a través de la decoración kitsch hasta Marissa. Tenía un par de vasos bajos vacíos delante de ella y otro lleno en la mano. Aparentemente, había empezado pronto.
—Te adelantas, ¿eh? —dije al sentarme.
Bajó la mirada y jugueteó con su vaso.
—Eh, ¿qué pasa?
Marissa tomó un sorbo de whisky.
—Un día duro en el trabajo.
Hice una seña al camarero, que asintió y ni siquiera vino. Sabía que yo quería un chuletón, al punto, con guarnición de puré de patatas y una pinta de Guinness. Lo mismo que pedía cada semana.
—¿Cómo de duro puede ser? —pregunté—. Trabajo gubernamental cómodo en el Departamento de Energía. Probablemente tendrás, ¿qué, veinte días libres al año? Lo único que tienes que hacer es presentarte y cobrar, ¿no?
Ninguna risa otra vez. Nada.
—Oh, vamos —dije—. ¿Quién se ha hecho caca en tus Krispies?
Suspiró.
—¿Conoces la línea Petrova?
—Claro. Un misterio bastante interesante. Supongo que es radiación solar. Venus no tiene un campo magnético, pero las partículas con carga positiva podrían ser atraídas allí porque es eléctricamente neutro…
—No —dijo ella—. Es otra cosa. No sabemos exactamente qué. Pero es algo… más. Aunque da igual. Vamos a comer la carne.
Resoplé.
—Vamos, Marissa, suéltalo. ¿Qué demonios te pasa?
Se lo pensó.
—¿Por qué no? Lo oirás del presidente en unas doce horas, de todos modos.
—El presidente —dije—. ¿De Estados Unidos?
Marissa tomó otro trago de whisky.
—¿Has oído hablar de Amaterasu? Es una sonda solar japonesa.
—Claro —dije—. Le ha estado dando buenos datos a la JAXA. Es muy meticulosa, en realidad. Está en una órbita solar, a medio camino entre Mercurio y Venus. Tiene a bordo veinte instrumentos diferentes que…
—Sí, lo sé. Da igual —dijo ella—. Según sus datos, la potencia del Sol se está debilitando.
Me encogí de hombros.
—¿Entonces? ¿Dónde estamos en el ciclo solar?
Marissa negó con la cabeza.
—No se trata del ciclo de once años. Es algo más. La JAXA ha tenido en cuenta el ciclo. Hay otra tendencia descendente. Dicen que el Sol es un 0,01 por ciento menos brillante de lo que debería.
—Vale, es interesante. Pero no merece que te tomes tres whiskies antes de cenar.
Marissa arrugó los labios.
—Eso es lo que pensé. Pero dicen que el valor se está incrementando. Y la tasa de incremento está aumentando. Es una especie de pérdida exponencial que han captado muy muy pronto gracias a los instrumentos extremadamente sensibles de su sonda.
Me recosté en el reservado.
—No lo sé, Marissa. Localizar una progresión exponencial tan pronto parece muy improbable. Pero, está bien, digamos que los científicos de la JAXA tienen razón. ¿Adónde va la energía?
—A la línea Petrova.
—¿Eh?
—La JAXA ha examinado a fondo la línea Petrova y dicen que se está haciendo más brillante al mismo tiempo que el Sol se hace más tenue.