Aquellos que quieran repetir el pasado deben controlar la enseñanza de la historia.
-Coda Bene Gesserit
Cuando el bebé-ghola del primer tanque axlotl Bene Gesserit fue entregado, la Madre Superiora Darwi Odrade ordenó una discreta celebración en su comedor privado en la parte superior de Central. Acababa de amanecer, y las otras dos miembros del Consejo —Tamalane y Bellonda— mostraron su impaciencia ante la invitación, pese a que Odrade había ordenado que la comida fuera servida por su chef personal.
—No todas las mujeres pueden presidir el nacimiento de su propio padre —ironizó Odrade cuando las otras se quejaron de que tenían su tiempo demasiado ocupado como para permitirse el «malgastarlo con tonterías».
Sólo la vieja Tamalane mostró un taimado regocijo.
Bellonda mantuvo sus carnosos rasgos inexpresivos, lo cual en ella era muy a menudo el equivalente a un fruncimiento de ceño.
¿Era posible, se preguntó Odrade, que Bell no hubiera exorcizado el resentimiento hacia la relativa opulencia del entorno de la Madre Superiora? Los aposentos de Odrade mostraban la marca distintiva de su posición, pero la distinción representaba más sus deberes que una elevación por encima de sus Hermanas. El pequeño comedor le permitía consultar con sus consejeras durante sus ágapes.
Disponía de su propia cocina privada con su chef permanente, aunque la mayor parte de sus comidas procedían siempre de las cocinas comunales. Pero nunca se sabía cuándo un huésped inesperado podía venir a sentarse a su mesa, o cuándo ella y sus ayudantes podían necesitar restaurar sus gastadas energías.
Siempre tenía cerca toda la ayuda que necesitara. Alguien de los Archivos de Bell podía estar allí en cuestión de minutos o, por proyección en su mesa de trabajo, en cuestión de segundos.
Bellonda miró hacia uno y otro lado del comedor de Odrade, a todas luces impaciente por marcharse. Se habían realizado muchos infructuosos esfuerzos en el intento de penetrar el frío y remoto caparazón de Bellonda.
—Resulta muy extraño tener a ese bebé en tus brazos y pensar: Es mi padre —dijo Odrade.
—¡Te oí la primera vez! —respondió Bellonda con una retumbante voz de barítono que parecía brotar de su estómago, como si cada palabra le produjera una vaga indigestión.
Sin embargo, captó la sesgada ironía de Odrade. El viejo Bashar Miles Teg había sido el padre de la Madre Superiora. Y la propia Odrade había recogido las células (raspaduras de la uña de uno de sus dedos) a partir de las cuales desarrollar su nuevo ghola, como parte de un «posible plan» a largo plazo con el cual esperaban tener éxito en duplicar los tanques tleilaxu. Pero antes se dejaría Bellonda expulsar de la Bene Gesserit que aceptar el comentario de Odrade sobre el equipo vital de la Hermandad.
—Considero esto una frivolidad en unos momentos como los actuales —dijo Bellonda—. ¡Esas locas nos persiguen para exterminarnos, y tú deseas una celebración!
Odrade consiguió mantener su tono tranquilo con un cierto esfuerzo.
—Si las Honoradas Matres nos encuentran antes de que estemos preparadas, quizá sea porque hemos fracasado en mantener alta nuestra moral.
La silenciosa mirada de Bellonda clavada directamente en los ojos de Odrade mostraba una frustrada acusación: ¡Esas terribles mujeres han exterminado ya dieciséis de nuestros planetas!
Como hacía con frecuencia, Bellonda había conseguido sin siquiera hablar que la Madre Superiora centrara su atención en las cazadoras que las acechaban con salvaje persistencia. Aquello estropeó la atmósfera de suave éxito que Odrade había esperado conseguir aquella mañana.
Se obligó a sí misma a pensar en el nuevo ghola. ¡Teg! Si podían ser restauradas sus memorias originales, la Hermandad dispondría de nuevo a su servicio del mejor Bashar que jamás hubiera tenido. ¡Un Bashar Mentat! Un genio militar cuyas proezas habían pasado ya a la mitología del Antiguo Imperio.
¿Pero podría ser de alguna utilidad Teg contra aquellas mujeres que habían regresado de la Dispersión?
¡Por todos los dioses que existen o puedan existir, las Honoradas Matres no deben encontramos! ¡Todavía no!
Teg representaba demasiadas inquietantes incógnitas y posibilidades. El misterio rodeaba el período anterior a su muerte en la destrucción de Dune. Hizo algo en Gammu que prendió la furia desatada de las Honoradas Matres. Su suicida permanencia en Dune no fue suficiente para desatar una furiosa respuesta asesina. Había rumores, detalles e indicios de sus días en Gammu antes del desastre de Dune. ¡Podía moverse más rápido de lo que el ojo era capaz de captar! ¿Era cierto eso? ¿Otro afloramiento de habilidades salvajes en los genes de los Atreides? ¿Una mutación? ¿O simplemente otro añadido al mito de Teg? La Hermandad tenía que averiguarlo tan pronto como fuera posible.
Una acolita entró trayendo tres desayunos, y las hermanas comieron rápidamente, como si aquella interrupción tuviera que ser dejada atrás tan pronto como fuera posible debido a que cualquier pérdida de tiempo era algo peligroso.
¡Esas condenadas cazadoras! ¡Siempre en algún lugar en nuestros pensamientos!
Incluso después de que las otras se fueran, Odrade se quedó con la impresión de los temores no expresados de Odrade.
Y mis temores.
Se levantó y se dirigió a la enorme ventana que se asomaba por encima de los bajos techos de los edificios circundantes al anillo que huertos y campos que rodeaba Central. La primavera estaba terminando, y los frutos empezaban a tomar ya forma ahí afuera. Renacimiento. ¡Un nuevo Teg ha nacido hoy! Ningún sentimiento de excitación acompañó aquel pensamiento. Normalmente aquella vista la reanimaba, pero no hoy, no esta mañana.
¿Cuáles son mis auténticas fuerzas? ¿Cuáles son mis hechos?
Los recursos a disposición de una Madre Superiora eran formidables: una profunda lealtad en todos aquellos que la servían, un brazo militar bajo un Bashar adiestrado por Teg (muy/ lejos ahora con una enorme porción de sus tropas, protegiendo su planeta escuela, Lampadas), artesanos y técnicos, espías y agentes a lo largo y ancho de todo el Antiguo Imperio, incontables trabajadores que contaban con la Hermandad para que les protegiera de las Honoradas Matres, y todas las Reverendas Madres con sus Otras Memorias retrocediendo hasta los albores de la vida.
Odrade sabía sin falso orgullo que ella representaba la cúspide de lo que había más fuerte en una Reverenda Madre. Si sus memorias personales no le proporcionaban la información que necesitaba, tenía a su disposición otras a su alrededor para llenar los huecos. Las máquinas también almacenaban datos para ella, aunque tenía que admitir su desconfianza innata hacia tales cosas. ¿No vinieron todas a través de manos humanas? ¡Entonces dejemos que los humanos los juzguen y los presenten!
Odrade se sintió tentada a bucear en aquellas otras vidas que arrastraba consigo como una memoria secundaria... aquellas capas de consciencia subterránea. Quizá pudiera encontrar brillantes soluciones a sus apuros en las experiencias de las Otras. ¡Peligroso! Puedes perderte durante horas, fascinada por la multiplicidad de las variaciones humanas. Mejor dejar a las Otras Memorias equilibradas ahí dentro, listas para aflorar en los momentos de demanda o necesidad. Consciencia, aquél era el fulcro y el asidero de su identidad.
La metáfora del extraño Mentat Duncan Idaho ayudaba.
Autoconsciencia: hacer frente a los espejos que pasan cruzando el universo, arracimando nuevas imágenes a su paso... reflejándose indefinidamente. El infinito visto como finito, el análogo de la consciencia arrastrando consigo atisbos entrevistos de infinito.
Nunca había oído otras palabras que se acercaran más a su inexpresada consciencia.
—La complejidad especializada —lo llamaba Idaho—. Reunimos, ensamblamos, y reflejamos nuestros sistemas de orden.
Por supuesto, el enfoque de la Bene Gesserit era que los humanos constituían una forma de vida diseñada por la evolución para crear orden.
¿Y cómo nos ayudará eso contra esas caóticas mujeres que nos persiguen? ¿Qué rama de la evolución constituyen? ¿Acaso la evolución no es otro nombre por el que se conoce a Dios?
Sus Hermanas se reirían despectivamente ante tales «especulaciones inútiles».
De todos modos, tenía que haber respuestas a aquello en sus Otras Memorias.
¡Ahhh, qué seductor!
Cuán desesperadamente deseaba proyectar su acosado yo hacia las identidades del pasado y sentir lo que había representado vivir entonces. El peligro inmediato de aquella tentación la hizo estremecerse. Sintió a las Otras Memorias arracimarse en los bordes de su consciencia. «¡Era así!» «¡No, era más bien de esa otra forma!» Qué ávidas eran. Tenías que buscar y elegir, animando cuidadosamente el pasado. ¿Y acaso no era ésa la finalidad de la consciencia, la auténtica esencia de sentirse viva?
Seleccionar del pasado y confrontarlo al presente: aprender de las consecuencias.
Esta era la visión Bene Gesserit de la historia, las antiguas palabras de Santanaya resonando en sus vidas: «Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo.»
Los edificios del propio Central, el más poderoso de todos los asentamientos Bene Gesserit, reflejaban esa actitud hacia la que se dirigía Odrade. Usiforme, ese era el concepto dominante. Muy pocas cosas se permitía que fueran no funcionales en ningún centro de trabajo de la Bene Gesserit, había muy poco lugar para la nostalgia. La Hermandad no necesitaba arqueólogos. Las propias Reverendas Madres encarnaban la historia.
No disponemos de desvanes. ¡Lo reciclamos todo!
Lentamente (mucho más lentamente que de costumbre), la vista desde su alta ventana fue produciendo su efecto tranquilizador. Lo que sus ojos informaban era la esencia del orden Bene Gesserit.
Pero las Honoradas Matres podían terminar con ese orden en cualquier momento. La situación de la Hermandad era mucho peor de la que habían sufrido bajo el Tirano. Odrade sintió que muchas de las decisiones que se había visto obligada a tomar le resultaban ahora odiosas. Su cuarto de trabajo le resultaba cada vez menos agradable debido a las acciones que se habían tomado allí.
¿Dar por perdido nuestro Alcázar Bene Gesserit en Palma?
Esa sugerencia se hallaba en el informe matutino de Bellonda que aguardaba encima de su mesa. Odrade escribió una nota afirmativa en él. «Sí.»
Darlo por perdido porque el ataque de las Honoradas Matres es inminente y no podemos ni defenderlo ni evacuarlo.
Mil quinientas Reverendas Madres y sólo el Destino sabía cuántas acolitas, postulantes, y otras, muertas o peor aún a causa de aquella simple palabra.
No es posible ninguna operación de rescate. No. No. Retirarse una vez más. Sí. Sí.
No y sí se convertían en algo igualmente ofensivo.
La tensión de tales decisiones producía un nuevo tipo de debilidad en Odrade. ¿Era una debilidad del alma? ¿Existía realmente el alma? Sentía un profundo cansancio cuando la consciencia no podía ser sondeada. Cansancio, cansancio, cansancio.
Incluso Bellonda mostraba esa tensión, y Bell la exteriorizaba a través de la violencia. Tan sólo Tamalane parecía hallarse por encima de ella, pero eso no engañaba a Odrade. Tam había entrado en la edad de la observación superior que se hallaba ante todas las hermanas si conseguían sobrevivir hasta llegar a ella. Nada importaba entonces excepto las observaciones y los juicios. La mayor parte de todo ello no era exteriorizado jamás excepto en breves expresiones o fruncimientos de los rasgos. Tamalane hablaba muy poco estos días, sus comentarios eran tan escasos que hasta parecían incluso ridículos.
—Compra más no-naves.
—Alecciona a Sheeana.
—Revisa las grabaciones de Duncan Idaho.
—Pregunta a Murbella.
A veces tan sólo emitía gruñidos, como si las palabras pudieran traicionarla.
Y siempre los cazadores estaban ahí afuera, barriendo el espacio en busca de cualquier indicio sobre la localización de la Casa Capitular.
En sus pensamientos más íntimos, Odrade veía a las no-naves de las Honoradas Matres como corsarios en aquellos mares infinitos entre las estrellas. No ondeaban banderas negras con la calavera y las tibias cruzadas, pero la bandera estaba allí de todos modos. Y no había nada romántico en ellas. ¡Muerte y pillaje! Amasa tu fortuna en la sangre de los demás. Vacía esa energía y construye tus no-naves asesinas sobre caminos lubricados con sangre.
Y no se daban cuenta de que se ahogarían en aquel lubricante rojo si seguían por aquel camino.
Tiene que existir gente furiosa ahí afuera, en esa Dispersión humana donde se originaron las Honoradas Matres, gente que vive sus vidas con una sola idea fija: ¡Dominación!
Era un universo peligroso aquél en el que se permitía que tales ideas flotaran libres. Las buenas civilizaciones cuidaban de que tales ideas no adquirieran energía, no tuvieran siquiera la posibilidad de nacer. Cuando ocurría eso, por azar o accidente, tenían que ser desviadas rápidamente, porque tendían a hacerse grandes y poderosas.
Odrade se sorprendía de que las Honoradas Matres no vieran aquello o, si lo veían, lo ignoraran.
—Histéricas absolutas —las llamaba Tamalane.
—Xenofobia —mostraba su desacuerdo Bellonda, siempre corrigiendo, como si el control de los archivos le proporcionara una mayor visión de la realidad.
Ambas tenían razón, pensó Odrade. Las Honoradas Matres se comportaban histéricamente. Todos los desconocidos eran el enemigo. Los únicos en quienes parecían confiar eran los hombres a los que esclavizaban sexualmente, y tan sólo hasta un grado muy limitado. Probándolos constantemente, según Murbella (nuestra única Honorada Matre cautiva), para ver si su dominio sobre ellos era firme.
—A veces, por puro despecho, eliminan a alguno simplemente como ejemplo para los demás. —Eran palabras de Murbella, y forzaban una pregunta: ¿Están haciendo un ejemplo de nosotras?: «¡Ved! ¡Esto es lo que les ocurre a aquellos que se atreven a oponérsenos!»
La xenofobia no era una experiencia nueva para la Bene Gesserit. Nuestra respuesta, pensó Odrade, es la respuesta de la inteligencia equilibrada que amortigua las amplias oscilaciones que encontramos. ¿Y no había demasiado orgullo en un pensamiento así?
—Tenemos nuestra propia xenofobia personal —había advertido a su Consejo—. Hemos caído en una paranoia defensiva enfocada en las Honoradas Matres.
¿Y qué tenía que decir Murbella, la Honorada Matre cautiva, de todo esto?
—Vosotras las habéis incitado —había dicho Murbella—. Una vez incitadas, no desistirán hasta que os hayan destruido.
¡Eliminad a los desconocidos!
Singularmente directo. Una debilidad, si sabemos jugarla bien, pensó Odrade.
¿Xenofobia llevada hasta un extremo ridículo?
Completamente posible.
Odrade dio un puñetazo contra su mesa de trabajo, consciente de que la acción sería vista y registrada por las Hermanas que mantenían una vigilancia constante sobre el comportamiento de la Madre Superiora. Habló en voz alta para los com-ojos y las vigilantes hermanas que sabía estaban detrás de ellos.
—¡No nos quedaremos sentadas aguardando detrás de enclaves defensivos! Nos pondremos tan gordas como Bellonda —{¡dejemos que se preocupe un poco por eso¡)— pensando que hemos creado una sociedad intocable y unas estructuras permanentes.
Odrade barrió con la mirada la familiar habitación.
—¡Este lugar es una de nuestras debilidades!
Ocupó la silla detrás de su mesa de trabajo, pensando (¡qué sorpresa!) en la arquitectura y planificación de la comunidad. ¡Bien, ése era un derecho de la Madre Superiora!
Las comunidades de la Hermandad muy raras veces crecían al azar. Incluso cuando ocupaban estructuras ya existentes (como habían hecho con el antiguo Alcázar Harkonnen en Gammu), lo hacían con planes de reconstrucción. Deseaban neumotubos para enviar pequeños paquetes y mensajes. Líneas de luz y proyectores de durorrayos para transmitir mensajes cifrados. Se consideraban maestras en comunicaciones de seguridad. Las acolitas y las correos de las Reverendas Madres (dispuestas a aceptar la autodestrucción antes que traicionar a sus superioras) llevaban los mensajes más importantes.
Podía visualizar todo aquello más allá de su ventana y más allá de su planeta... toda aquella inmensa tela de araña, soberbiamente organizada y controlada, con cada una de las Bene Gesserit como una extensión de todas las demás. En todo lo relativo a la supervivencia de la Hermandad, había un núcleo de lealtad que era intocable. Podía haber desviaciones, algunas espectaculares (como la de Dama Jessica, la abuela del Tirano), pero se desviaban tan sólo hasta un cierto punto. La mayoría de los trastornos que creaban eran sólo temporales. El «¡Yo sé mejor que tú lo que debo hacer!» se desvanecía cuando las amenazas al orden eran reconocidas.
Y todo eso era un esquema Bene Gesserit. Una debilidad.
Odrade tuvo que admitir su profundo acuerdo con los temores de Bellonda. ¡Pero que me condene si permito que tales cosas depriman la alegría de vivir! Aquello sería caer en lo que las rabiosas Honoradas Matres querían.
—Son nuestra fuerza lo que desean las cazadoras—dijo Odrade, mirando a los com-ojos del techo. Como los antiguos salvajes comiendo los corazones de sus enemigos. Bien... ¡les daremos algo para comer, de acuerdo! ¡Y no descubrirán hasta que sea demasiado tarde que no pueden digerirlo!
Excepto las enseñanzas preliminares diseñadas para las acolitas y postulantes, la Hermandad no había ido muy lejos en las frases exhortativas, pero Odrade tenía sus propias consignas privadas: «Alguien tiene que arar el terreno.» Sonrió para sí misma mientras se inclinaba sobre su trabajo, mucho más animada. Aquella habitación, aquella Hermandad, eran el terreno, y había malas hierbas que arrancar, semillas que plantar. Y fertilizar. No debemos olvidar el fertilizante.
Cuando surgí para conducir a la humanidad por mi Senda de Oro, prometí una lección que sus huesos iban a recordar. Conozco un esquema profundo que los humanos niegan con la palabra aunque lo afirmen con sus acciones. Dicen que buscan la seguridad y la tranquilidad, condiciones a las que dan el nombre de paz. Incluso mientras hablan, crean semillas de agitación y violencia.
-Leto II, el Dios Emperador
¡Así que ella me llama la Reina Araña!
La Gran Honorada Matre se reclinó en el gran sillón instalado bajo el enorme dosel. Su ajado pecho se agitó con una silenciosa risa. ¡Sabe lo que ocurrirá cuando la tenga en mi tela! Chuparé su sangre hasta dejarla seca, eso es lo que haré.
Bajó la vista, una mujer insignificante de rasgos anodinos y músculos que se retorcían nerviosamente, hacia las baldosas amarillas iluminadas por la luz diurna de su sala de audiencias. En ellas yacía tendida una Reverenda Madre Bene Gesserit, fuertemente atada con hilo shiga. La prisionera no hacía ningún intento de debatirse. El hilo shiga era excelente para esos propósitos. ¡Puede llegar a arrancarle los brazos, lo haría!
La estancia donde permanecía sentada complacía a la Gran Honorada Matre tanto por sus dimensiones como por el hecho de que había sido tomada de otros. Sus trescientos metros cuadrados habían sido diseñados para las convocatorias de la Cofradía de Navegantes allí en Conexión, con nada Navegante metido en un tanque monstruoso. La prisionera sobre aquel suelo de baldosas amarillas apenas era una mota en la inmensidad.
¡Esa insignificancia gozó demasiado revelándome la forma como me llama su Superiora!
Pero aquella seguía siendo una mañana encantadora, pensó la Gran Honorada Matre. Excepto que ninguna tortura ni sonda mental conseguía efecto con aquellas brujas. ¿Cómo puedes torturar a alguien que puede elegir morir en cualquier momento? ¡Y lo hacían realmente! También tenían formas de eliminar el dolor. Muy taimadas, aquellas primitivas.
A la Gran Honorada Matre le complacía el hecho de que los prensapulgares, las botas de hierro y los benditos autos de fe de los días de Tomás Torquemada hubieran dejado paso a los artilugios científicos para extraer las respuestas deseadas de los cautivos. Las sondas-T y los numerosos dispositivos de la Dispersión podían extirpar datos incluso de cerebros recién muertos. La inducción del dolor no requería que destruyeras la carne, tan sólo (ocasionalmente) los nervios. Un gran adelanto, pensó la Gran Honorada Matre. El cerebro dentro de la carne sabía que sobreviviría para más y mayores agonías.
Por supuesto, una ciencia que había producido una herramienta poderosa siempre parecía dar nacimiento a una fuerza contrarrestadora... una ciencia para obstruir a los creadores de dolor y las sondas-T. ¡El shere! Un cuerpo empapado en aquella maldita droga se deterioraba más allá del alcance de las sondas antes de poder ser examinado adecuadamente.
La Gran Honorada Matre hizo una seña a una de sus ayudantes. Esta dio un golpe suave con el pie a la tendida Reverenda Madre y, a otra señal, soltó el hilo shiga lo suficiente como para permitirle unos movimientos mínimos.
—¿Cuál es tu nombre, niña? —preguntó la Gran Honorada Matre. Su voz raspó áspera con la edad y una falsa afabilidad.
—Me llaman Sabanda. —Una voz clara y juvenil, aún no tocada por el dolor de las sondas.
—¿Te gustaría contemplar cómo capturamos a un débil macho y lo esclavizamos? —preguntó la Gran Honorada Matre.
Sabanda conocía la respuesta adecuada a aquello. Habían sido advertidas.
—Primero moriré —dijo tranquilamente, alzando la vista hacia aquel viejo rostro del color de una raíz seca dejada demasiado tiempo al sol. Aquellas extrañas motas naranja en sus ojos de bruja. Un signo de rabia, le habían dicho las Censoras.
Una túnica suelta, roja y dorada con dragones negros de abiertas fauces bordados en ella y unos leotardos rojos debajo, no hacían más que enfatizar la flaca figura que cubrían.
La Gran Honorada Matre no cambió de expresión ni siquiera con el pensamiento recurrente hacia aquellas brujas: ¡Malditas sean!
—¿Cuál era tu tarea en ese sucio pequeño planeta donde te capturamos?
—Enseñar a los jóvenes.
—Me temo que no dejamos con vida a ninguno de esos jóvenes tuyos. —¿Y ahora por qué sonríe? ¡Para ofenderme! ¡Por eso!
La Gran Honorada Matre alzó el dedo meñique de su mano derecha. Una ayudanta que aguardaba a un lado se acercó a la prisionera con una inyección. Quizá aquella nueva droga soltara la lengua de una bruja, quizá no. No importaba.
Sabanda hizo una mueca cuando el inyector tocó su cuello. Al cabo de pocos segundos estaba muerta. Los sirvientes se llevaron su cuerpo. Sería dado como alimento a los futars cautivos. Aunque los futars no sirvieran de mucho. No se reproducían en cautividad, ni siquiera obedecían las órdenes más simples. Siempre hoscos, siempre aguardando.
—¿Dónde Adiestradores? —preguntaba ocasionalmente alguno. Estas y algunas otras palabras sin sentido brotaban a veces de sus bocas humanoides. Sin embargo, los futars proporcionaban algunos placeres. Su cautividad demostraba también que eran vulnerables. Del mismo modo que lo eran aquellas brujas primitivas. Encontraremos el lugar donde se ocultan las brujas. Tan sólo es asunto de tiempo.
La persona que toma lo banal y lo ordinario y lo ilumina de una nueva forma puede aterrorizar.
No deseamos que nuestras ideas sean cambiadas.
Nos sentimos amenazados por tales demandas. «¡Ya conocemos las cosas importantes!», decimos. Luego aparece el Cambiador y echa a un lado todas nuestras ideas.
-El Maestro Zensunni
Miles Teg disfrutaba jugando en los huertos que rodeaban Central. Odrade lo había llevado allí por primera vez cuando aún apenas gateaba. Una de sus primeras memorias activas: ni siquiera tenía dos años y ya era consciente de ser un ghola, aunque no comprendía todo el significado de la palabra.
—Eres un niño especial —le dijo Odrade—. Te hicimos a partir de unas células tomadas de un hombre muy viejo.
Aunque era un niño precoz y las palabras de ella tenían un vago sonido inquietante, por el momento estaba más interesado en correr por entre la alta hierba del verano y los árboles.
Más tarde, añadió otros días en los huertos a aquél primero, acumulando al mismo tiempo impresiones acerca de Odrade y las otras que le enseñaban. Muy pronto se dio cuenta de que Odrade disfrutaba de aquellas excursiones tanto como él.
Una tarde, cuando tenía ya cuatro años, él le dijo:
—La primavera es mi estación favorita.
—La mía también —respondió ella.
Cuando tenía siete años y mostraba ya la perspicacia mental unida a una memoria holográfica que había hecho que la Hermandad le confiara unas responsabilidades tan grandes en su anterior encarnación, vio repentinamente los huertos como un lugar que tocaba algo muy profundo en su interior.
Aquella fue su primera concienciación auténtica de que arrastraba consigo unas memorias que no podía recordar. Profundamente inquieto, se volvió a Odrade, que permanecía de pie recortada contra la luz del sol vespertino, y le dijo:
—¡Hay cosas que no puedo recordar!
—Un día las recordarás —dijo ella.
No podía ver su rostro contra la brillante luz, y sus palabras brotaron de un gran lugar oscuro, tanto de su propio interior como del de Odrade.
Aquel año empezó a estudiar la vida del Bashar Miles Teg, cuyas células habían iniciado su nueva vida. Odrade le había explicado algo de aquello, mostrándole las uñas de sus dedos.
—Tomé algunas raspaduras de su cuello... células de su piel, y conservaron todas las que necesitábamos para traerte a la vida.
Hubo algo intenso en los huertos aquel año, los frutos fueron más grandes y pulposos, las abejas se mostraron casi frenéticas.
—Es debido a que el desierto se está haciendo más grande aquí en el sur —dijo Odrade. Cogió su mano mientras caminaban en el frescor matutino bajo los manzanos en flor.
Teg miró hacia el sur por entre los árboles, momentáneamente hipnotizado por la luz del sol tamizada por las hojas. Había estudiado el desierto, y creyó poder captar su peso en aquel lugar.
—Los árboles pueden sentir que se acerca su fin —dijo Odrade—. La vida se desarrolla más intensamente cuando se ve amenazada.
—El aire es muy seco —dijo él—. Debe ser cosa del desierto.
—¿Observas cómo algunas hojas se han vuelto amarronadas y están curvadas en sus bordes? Este año hemos tenido que regar mucho.
Le gustaba que ella raras veces le hablara como a un niño. Lo hacía más bien como de un adulto a otro. Contempló la hojas marrones de bordes curvados. El desierto había hecho aquello.
Antes de abandonar Central en compañía de Odrade aquella mañana, había escuchado en silencio mientras un capataz de una granja formulaba preguntas llenas de tensiones. ¿No podía el Control del Clima ser más generoso? ¿Cuál era el uso de todos aquellos satélites y reflectores en órbita ahí arriba si ellos no podían echar un poco más de agua allá donde era tan desesperadamente necesaria?
Muy adentro en los huertos, escucharon inmóviles a los pájaros y los insectos durante un cierto tiempo. Las abejas que zumbaban entre los tréboles en unos pastos cercanos acudieron a investigar, pero las feromonas lo señalaban de la misma manera que a todos los que caminaban libremente por la Casa Capitular. Pasaron zumbando por su lado, captaron los identificadores, y volvieron a sus asuntos con las plantas en flor.
—Es uno de los nuestros.
Odrade, cautivada por la persistencia lineal de la asociación humana con los árboles frutales, habló de ellos mientras permanecían allí.
Manzanos. Señaló hacia el oeste. Melocotoneros. Su atención se dirigió hacia donde señalaba la mujer. Y sí, allí estaban los cerezos, al este, más allá de los pastos. Vio la resina goteando de sus troncos.
Las semillas y los jóvenes retoños habían sido traídos hasta allí en las no-naves originales hacía unos mil quinientos años, dijo ella, y habían sido plantados con un amoroso cuidado.
Teg visualizó unas manos hundiéndose en el suelo, apretando suavemente la tierra en torno a los jóvenes retoños, regando cuidadosamente, las vallas confinando a los rebaños en los terrenos de pastos en torno a las primeras plantaciones y edificios de la Casa Capitular.
Por aquel entonces había empezado a aprender ya cosas acerca del gigantesco gusano de arena que la Hermandad había traído de Rakis. La muerte de aquel gusano había producido una multitud de criaturas llamadas truchas de arena. Las truchas de arena eran la causa de que el desierto estuviera creciendo. Algo de aquella historia tocaba muy profundamente una serie de fibras de su anterior encarnación... un hombre al que llamaban «el Bashar». Un gran soldado que había muerto cuando unas terribles mujeres llamadas las Honoradas Matres habían destruido Rakis.
Teg encontró que tales estudios eran a la vez fascinantes y turbadores. Captaba vacíos en su interior, lugares donde hubiera debido haber recuerdos. Esos vacíos parecían querer llenarse en sus sueños. Y a veces, aparecían rostros ante él. Casi podía oír palabras. Había veces en las que sabía los nombres de algunas cosas antes de que nadie se las hubiera dicho. Especialmente nombres de armas.
Cosas trascendentales iban creciendo en su consciencia. Todo aquel planeta iba a convertirse en un desierto, un cambio que se había iniciado porque las Honoradas Matres deseaban matar a las Bene Gesserit que lo estaban educando.
Las Reverendas Madres que controlaban su vida lo maravillaban a menudo... vestidas de negro, austeras, con aquellos ojos completamente azules, sin nada de blanco. La especia hacía aquello, le dijeron.
Tan sólo Odrade mostraba hacia él algo que podía identificar como auténtico afecto, y Odrade era alguien muy importante. Todo el mundo la llamaba Madre Superiora, y así era como le había dicho que la llamara él también excepto cuando estaban a solas en los huertos. Entonces podía llamarla simplemente Madre.
Durante un paseo matutino cerca de la estación de la cosecha, cuando había cumplido ya los nueve años, justo encima de la tercera elevación en el huerto de manzanos al norte de Central, llegaron a una poco profunda depresión desprovista de árboles y llena de plantas de muy distintas clases. Odrade apoyó una mano en su hombro y lo condujo hasta un lugar desde donde pudieron admirar una sucesión de piedras que formaban como un serpenteante sendero por entre el verdor de las plantas y las flores. La mujer se sentía de un extraño humor. Lo captó en su voz.
—El sentido de la propiedad es una interesante cuestión —dijo—. ¿Este planeta es nuestro, o somos nosotros quienes pertenecemos a él?
—Me gusta cómo huele aquí —dijo él.
Odrade lo soltó y lo animó a seguir avanzando delante de ella.
—Aquí hemos plantado para nuestro olfato, Miles. Hierbas aromáticas. Estúdialas cuidadosamente y aprende sobre ellas cuando vuelvas a la biblioteca. ¡Oh, písalas! —cuando él fue a evitar una planta que se había metido en el sendero.
Colocó su pie derecho firmemente sobre el verde tallo e inhaló los intensos olores.
—Fueron hechas para ser pisoteadas y desprender todo su aroma —dijo Odrade—. Las Censoras han estado enseñándote cómo enfrentarte a la nostalgia. ¿Te han dicho que a menudo la nostalgia es despertada por el sentido del olfato?
—Sí, Madre. —Volviéndose para mirar allá donde ella había pisado, dijo—: Eso es romero.
—¿Cómo lo sabes? —Muy intensamente.
El se alzó de hombros.
—Simplemente lo sé.
—Puede que se trate de una memoria original. —Sonó complacida.
Mientras proseguían su paseo a través de la aromática hondonada, la voz de Odrade se volvió una vez más pensativa.
—Cada planeta posee sus características propias, de las que extraemos los esquemas de la Vieja Tierra. A veces tan sólo conseguimos un leve bosquejo, pero aquí hemos tenido éxito.
Se arrodilló y tiró de un tallo de una planta intensamente verde. Aplastándolo entre sus dedos, llevó éstos a su nariz.
—Salvia.
El sabía que era efectivamente esa planta, pero no podía decir cómo lo sabía.
—He notado su aroma en la comida. ¿Es como la melange?
—Aumenta el sabor de la cosas, pero no cambia la consciencia. —Odrade se levantó y lo miró desde toda su altura—. Ten muy en cuenta este lugar, Miles. Nuestros mundos ancestrales han desaparecido, pero aquí hemos vuelto a capturar parte de nuestros orígenes.
El se dio cuenta de que Odrade le estaba enseñando algo importante. Hoy le había hablado varias veces de propiedades, una palabra que había investigado porque una Censora se lo había ordenado. Sabía el porqué. Era a causa de Yorgi, un chico de las plantaciones que durante dos años había acudido casi cada día para jugar con él. Yorgi, un año o así más joven que él, sentía una obvia adoración hacia su compañero de juegos, intentando hacerlo todo de la misma forma que lo hacía Teg. Pero Yorgi no apareció a la hora de jugar durante casi tres semanas seguidas, y Teg se enfureció cuando nadie le explicó el porqué.
—¡Quiero a mi amigo!
—¿Tu amigo? —preguntó la Censora con aquella engañosa suavidad tan propia de ellas—. ¿Acaso crees que Yorgi te pertenece?
Durante casi una hora exploraron los significados de la palabra propiedad.
Recordando ahora aquello, preguntó a Odrade:
—¿Por qué has expresado tus dudas de si nosotros pertenecíamos a este planeta?
—Mi Hermandad cree que no somos más que administradores de estas tierras. ¿Sabes lo que es un administrador?
—Como Roitiro, el padre de Yorgi. Yorgi dice que su hermana mayor será algún día la administradora de su plantación.
—Correcto. Hemos residido en algunos planetas mucho más tiempo que ninguna otra gente, pero tan sólo somos administradores.
—Si no sois las propietarias de vuestra propia Casa Capitular, ¿quién lo es entonces?
—Quizá nadie. Mi pregunta es: ¿Cómo nos hemos marcado mutuamente, mi Hermandad y este planeta?
El alzó la vista hacia el rostro de ella y luego volvió a bajarla hasta sus propias manos. ¿Acaso la Casa Capitular lo estaba marcando también a él en aquellos precisos instantes?
—La mayor parte de las marcas se hallan muy profundamente enterradas en nosotros. —Tomó su mano—. Sigamos. —Abandonaron la aromática hondonada y ascendieron hacia la propiedad de Roitiro. Odrade siguió hablando mientras caminaban.
En tales ocasiones él siempre escuchaba, haciendo tan sólo algunas preguntas ocasionales, gozando de aquellos momentos, aprendiendo cosas acerca de la Bene Gesserit, especialmente de aquella mujer de variable carácter a la que llamaba Madre.
—La Hermandad crea muy pocas veces jardines botánicos —dijo—. Los jardines tienen que servir para mucho más que para dar placer a los ojos y a la nariz.
—¿Comida?
—Sí, la necesidad primordial de nuestras vidas. Los jardines producen comida. Esa hondonada de ahí atrás será recolectada para nuestras cocinas.
Notó que sus palabras fluían en él, alojándose en su interior entre los vacíos. Tuvo la sensación de un plan con una previsión de siglos: árboles para reemplazar las vigas de los edificios, para señalar las cuencas, plantas para evitar que las orillas de los lagos y ríos se desmoronaran, para proteger el suelo de la erosión de la lluvia y el viento, para mantener las orillas del mar, e incluso dentro del agua para señalar lugares donde los peces pudieran reproducirse. La Bene Gesserit pensaba también en los árboles para proporcionar refugio, o para arrojar sombras en los prados.
—Arboles y plantas de todas clases para todas nuestras relaciones simbióticas —dijo.
—¿Simbióticas? —era una palabra nueva.
Ella la explicó a través de algo que sabía que él había conocido ya... yendo con los demás a buscar setas.
—Las setas crecen solamente en compañía de raíces amistosas. Cada una de ellas tiene una relación simbiótica con una planta en particular. Cada cosa que crece y se desarrolla toma algo de lo que necesita de la otra.
Ella siguió explicando y él, aburrido por la lección, dio un puntapié a un matojo de hierba, luego vio que ella lo miraba de nuevo de aquella turbadora manera. Acababa de hacer algo ofensivo. ¿Por qué era correcto pisar una cosa que crecía y se desarrollaba y no darle un puntapié a otra?
—¡Miles! La hierba impide que el viento erosione el suelo en lugares especiales como los lechos de los ríos.
Conocía aquel tono. Una reprimenda. Bajó la vista hacia el matojo de hierba al que había ofendido.
—Esas hierbas alimentan a nuestro ganado. Algunas poseen semillas que comemos en forma de pan y otros alimentos. Algunas hierbas más fuertes sirven como guardabrisas.
¡El ya sabía todo aquello! Intentando conseguir que cambiara de tema, dijo:
—¿Guardabrisas?
Ella no sonrió, y así supo que se había equivocado pensando que podía engañarla. Resignado, escuchó mientras ella proseguía con la lección.
Había raíces que penetraban muy profundamente en la tierra, dijo Odrade, para proporcionar firmeza al suelo desde muy por debajo de la superficie.
—Hubo un tiempo en que los granjeros decían que las parras y algunos arbustos tienen raíces que «llegan hasta el infierno» en busca de su agua, robándosela a las almas condenadas allí.
—¿Y creen realmente eso? —Las Censoras de la Missionaria decían que las almas eran una ilusión.
—Quizá, pero nos enseñan a no regar nunca si la planta puede sobrevivir por sí misma sin ello. Cuando no riegas los frutos crecen más dulces, más ricos en cosas que nuestros cuerpos necesitan.
De nuevo la irrigación. Trazando otra vez el camino al desierto. Ella le hizo detenerse al lado de un manzano lleno de frutos y Teg escuchó con cuidado, buscando volver a ganarse su favor.
Cuando llegara el desierto, le dijo ella, las parras, con sus raíces primarias hundiéndose varios cientos de metros, serían probablemente las últimas en desaparecer. Los huertos serían los primeros en morir.
—¿Por qué tienen que morir?
—Para dejar sitio a una forma de vida mucho más importante.
—Los gusanos de arena y la melange.
Vio que aquella respuesta la había complacido, puesto que demostraba su conocimiento de la relación entre los gusanos de arena y la especia que la Bene Gesserit necesitaba para su existencia. No estaba seguro de cómo funcionaba esa necesidad, pero imaginaba un círculo: Gusanos de arena a truchas de arena a melange y de vuelta al principio. Y la Bene Gesserit tomaba lo que necesitaba de ese círculo.
Seguía sintiéndose cansado de toda aquella enseñanza, de modo que preguntó:
—Si todas estas cosas tienen que morir inevitablemente, ¿por qué tengo que ir a la biblioteca y aprenderme sus nombres?
—Porque eres un ser humano, y los seres humanos poseen ese profundo deseo de clasificar, de ser Linneo colocando etiquetas, en latín o en cualquier otro idioma, a todo.
El sabía que existía un antiguo idioma llamado latín, pero Odrade tuvo que deletrearle Linneo, recordándole:
—Estúdialo.
—¿Pero por qué tenemos que dar nombres a estas cosas?
—Porque de esa forma podemos reclamar todo aquello a lo que hemos puesto nombre. Asumimos una propiedad que puede ser engañosa e incluso peligrosa.
Así que habían vuelto a la idea de propiedad.
—Mi calle, mi lago, mi planeta, mi amigo —dijo Odrade—. Mi etiqueta para siempre.
El se sobresaltó cuando ella dijo «mi amigo», pero Odrade aún no había terminado con él.
—Una etiqueta colocada sobre un lugar o una cosa puede que no dure ni siquiera tu propio tiempo de vida excepto como un educado regalo aceptado por los conquistadores... o como un sonido recordado con temor.
—Dune —dijo.
—¡Eres rápido!
—Las Honoradas Matres quemaron Dune.
—Nos harán lo mismo a nosotras si nos descubren.
—¡No si yo soy vuestro Bashar! —Las palabras brotaron de él sin pensar pero, una vez pronunciadas, sintió que podía haber en ellas algo de verdad. Los registros de la biblioteca decían que el Bashar había hecho que los enemigos temblaran con su sola presencia en el campo de batalla.
Como si se diera cuenta de lo que él estaba pensando, Odrade dijo:
—El Bashar Teg fue famoso también por crear situaciones en las que no fue necesaria ninguna batalla.
—Pero luchó contra vuestros enemigos.
—Nunca olvides Dune, Miles. El murió allí.
—Lo sé.
—¿Te han hecho estudiar ya Caladan las Censoras?
—Sí. En mis historias es llamado Dan.
—Etiquetas, Miles. Los nombres son recordatorios interesantes, pero la mayor parte de la gente no efectúa otras conexiones. Una historia aburrida, ¿eh? Nombres... indicadores convenientes, útiles sobre todo con los de tu propia familia.
—¿Eres tú de mi propia familia? —Era una pregunta que lo había estado persiguiendo, pero no con aquellas palabras hasta aquel momento.
—Los dos somos Atreides. Recuerda eso cuando vuelvas a tus estudios sobre Caladan.
Cuando regresaron por entre los huertos y cruzando los pastos hasta la ventajosa loma desde la que se divisaba Central por entre las ramas de los árboles, Teg vio el complejo administrativo y su barrera de plantaciones con una nueva sensibilidad. Conservó cerca aquella visión mientras cruzaban la verja y penetraban por la arcada a la Calle Principal.
—Una joya viviente —llamaba Odrade a Central.
Mientras cruzaban la arcada, el niño alzó la vista hacia el nombre de la calle grabado al fuego junto al arco de entrada. Galach, con una elegante caligrafía decorativa muy Bene Gesserit. Todas las calles y edificios estaban etiquetados de la misma manera.
—No hay ningún motivo por el cual la comunicación deba ser fea —le dijo Odrade cuando le preguntó por qué habían sido escritos de aquel modo.
—¿Dónde aprendisteis a escribir así los nombres?
—Hace miles y miles de años. Lo aprendimos de artistas cuyos nombres solamente nosotras recordamos.
Teg se dio cuenta de que ella estaba refiriéndose a sus Otras Memorias. Algo maravilloso y sorprendente a lo que aquellas mujeres siempre parecían referirse de la forma más casual.
Mirando a Central a su alrededor, la danzarina fuente en la plaza delante de ellos, los elegantes detalles, sintió una profunda experiencia humana. La Bene Gesserit había hecho de aquel lugar algo sustentador de una forma que no podía captar completamente. Las cosas captadas en los estudios y las excursiones por los huertos, cosas simples y complejas, adquirían un nuevo enfoque. Había una respuesta Mentat latente, pero no podía captarla, tan sólo sentir que su persistente memoria había tomado algunas relaciones y las había reorganizado. Se detuvo de pronto y volvió la vista hacia el lugar por donde habían venido... el huerto enmarcado por la arcada de la calle cubierta. Todo estaba relacionado. Los desechos de Central producían metano y fertilizantes. (Había visitado la planta con una Censora). El metano hacía funcionar las bombas y proporcionaba parte de la energía para la refrigeración.
—¿Qué estás mirando, Miles?
No supo qué responder. Pero recordó una tarde de otoño en que Odrade lo llevó por encima de Central en un tóptero para hablarle de esas relaciones y ofrecerle una «visión de conjunto». Entonces sólo habían sido palabras (¡otra de sus lecciones!), pero ahora las palabras tenían un significado.
—Es lo más cercano a un círculo ecológico cerrado que podemos crear —había dicho Odrade en el tóptero—. Los monitores orbitales del Control del Clima lo supervisan y marcan la líneas generales.
—¿Por qué te quedas ahí mirando el huerto, Miles? —Su voz estaba ahora llena de tonos imperativos contra los que no tenía defensa.
—En el ornitóptero, dijiste que era hermoso pero también peligroso.
Tan sólo habían efectuado un viaje en tóptero juntos. Odrade captó inmediatamente la referencia.
—El círculo ecológico.
El se volvió y la miró, aguardando.
—Cerrado —dijo ella—. Qué tentador resulta levantar altos muros y mantener fuera el cambio. Arraigarnos aquí en nuestra satisfecha comodidad.
Sus palabras lo llenaron de inquietud. Tuvo la sensación de haberlas oído antes... en algún otro lugar, con una mujer distinta sujetando su mano.
—Los recintos de cualquier tipo son un fértil campo abonado para odiar a los extranjeros —dijo Odrade—. Eso produce una amarga cosecha.
No eran exactamente las mismas palabras, pero sí la misma lección.
Caminó pausadamente al lado de Odrade, notando su mano sudorosa contra la de la mujer.
Una vez más, su mente dio un giro de aquella extraña manera, reorganizando datos, planteando nuevas relaciones. La fuerza Mentat lo mantenía como atontado mientras se producían cambios internos. Otoño: regulado y encajado en un ciclo de estaciones. Pronto llegaría el tiempo de la recolección... círculos girando ahí afuera y en su mente. Todo ello ordenado de acuerdo con las necesidades de jardines y huertos primero, de otras comodidades segundo.
—¿Por qué estás tan callado, Miles?
—Sois agricultoras —dijo—. Eso es realmente lo que hacéis las Bene Gesserit.
Odrade comprendió inmediatamente lo que había ocurrido. El adiestramiento Mentat brotando de él sin que se diera cuenta de ello. Era mejor no explorarlo todavía.
—Estamos preocupadas por todo lo que crece y se desarrolla, Miles. Es perspicaz por tu parte el darte cuenta de ello.
Mientras proseguían su camino, ella de vuelta a su torre, él a sus aposentos en la sección de la escuela, Odrade dijo:
—Diré a tus Censoras que pongan mayor énfasis en los usos sutiles de tus energías.
El interpretó mal sus palabras.
—Ya estoy adiestrándome con pistolas láser. Dicen que soy muy bueno con ellas.
—Eso he oído. Pero hay armas que no puedes sostener en tus manos. Sólo puedes sostenerlas en tu mente.
Las reglas construyen fortificaciones tras las cuales las mentes pequeñas crean satrapías. Algo peligroso en los mejores tiempos, desastroso durante las crisis.
-Coda Bene Gesserit
Una oscuridad estigia inundaba el dormitorio de la Gran Honorada Matre. Logno, una Gran Dama y la más antigua ayudante de la Altísima, entró procedente del pasillo sin iluminar tal como se le había advertido que debía hacer y, enfrentada a la oscuridad, se estremeció. Aquellas consultas sin la menor luz la aterraban, y sabía que la Gran Honorada Matre se complacía en ellas. De todos modos, era posible que aquella no fuera la única razón para la oscuridad. ¿Temía la Gran Honorada Matre algún ataque? Varias Altísimas habían sido destronadas en la cama. No... no había sido exactamente así; se les había dado la posibilidad de elegir el lugar.
Gruñidos y gemidos en la oscuridad.
Algunas Honoradas Matres reían por lo bajo y decían que la Gran Honorada Matre compartía su cama con un Futar. Logno pensaba que era posible. Aquella Gran Honorada Matre se había atrevido a muchas cosas. ¿No había salvado algunas de las Armas del desastre de la Dispersión? ¿Futars, sin embargo? Las Hermanas sabían que los Futars no podían ser ligados por el sexo. Al menos no por el sexo con los humanos. Ese podía ser sin embargo el modo en que lo hacían los Enemigos de Muchos Rostros. ¿Quién sabía?
Había como un olor a pelaje en el dormitorio. Logno cerró la puerta tras ella y aguardó. A la Gran Honorada Matre no le gustaba ser interrumpida en nada de lo que hacía allí en aquella protectora oscuridad. Pero me permite que la llame Dama.
Otro gemido. Luego:
—Siéntate en el suelo, Logno. Sí, aquí junto a la puerta.
¿Me ve realmente, o sólo supone?
Logno no tenía el valor de comprobarlo. Veneno. Algún día me encargaré de ella de este modo. Es cautelosa, pero puedo conseguir que se distraiga. Aunque sus hermanas se burlaran de ello, el veneno era un instrumento aceptado de sucesión... siempre y cuando el sucesor poseyera otras formas de mantener su dominio.
—Logno, esos ixianos con los que hablaste hoy. ¿Qué dicen del Arma?
—No comprenden su función, Dama. No les dije qué era.
—Por supuesto que no.
—¿Sugeriréis de nuevo que Arma y Carga sean unidas?
—¿Te estás burlando de mí, Logno?
—¡Dama! Jamás haría algo así.
—Espero que no.
Silencio. Logno comprendió que ambas consideraban el mismo problema. Sólo trescientas unidades del Arma habían sobrevivido al desastre. Cada una de ellas podía ser utilizada tan sólo una vez, a condición que el Consejo (que retenía la Carga) aceptara armarlas. La Gran Honorada Matre, controlando el Arma en sí, tenía tan sólo la mitad de aquel horrible poder. El Arma sin la Carga era simplemente un pequeño tubo negro que cabía en la mano. Con su Carga, era como una guadaña que abría un sendero de muerte sin sangre a lo largo del arco de su limitado alcance.
—Los de Muchos Rostros —murmuró la Gran Honorada Matre.
Logno asintió hacia la porción de oscuridad de donde procedía el murmullo.
Quizá puede verme. No sé qué otra cosa salvó, o lo que pueden haberle proporcionado los ixianos.
Y los de Muchos Rostros, malditos fueran por toda la eternidad, habían ocasionado el desastre. ¡Ellos y sus Futars! ¡La facilidad con la que todo excepto aquel puñado de ejemplares del Arma había sido confiscado! Asombrosos poderes. Tenemos que armamos bien antes de volver a esa batalla. Dama tiene razón.
—Ese planeta... Buzzell —dijo la Gran Honorada Matre—. ¿Estás segura de que no está defendido?
—No detectamos defensas. Los contrabandistas dicen que no está defendido.
—¡Pero es tan rico en soopiedras!
—Aquí en el Antiguo Imperio, la gente no se atreve a atacar a las brujas.
—No creo que tan sólo haya un puñado de ellas en ese planeta. Es un trampa de algún tipo.
—Eso siempre es posible, Dama.
—No confío en nuestros contrabandistas, Logno. Atrapa a unos cuantos más y comprueba de nuevo eso de Buzzell. Puede que las brujas sean débiles, pero no creo que sean estúpidas.
—Sí, Dama.
—Di a los ixianos que incurrirán en nuestro desagrado si no pueden duplicar el Arma.
—Pero sin la Carga, Dama...
—Trataremos de ese otro punto cuando debamos hacerlo. Ahora vete.
Logno oyó un sibilante «¡Sssssí!» mientras salía. Incluso la oscuridad del pasillo era bienvenida tras la oscuridad del dormitorio, y se apresuró hacia la luz.
Tendemos a convertimos en lo peor de aquello a lo que nos oponemos.
-Coda Bene Gesserit
¡De nuevo las imágenes de agua!
¡Estamos convirtiendo todo este maldito planeta en un desierto, y yo no consigo otra cosa más que imágenes de agua!
Odrade permanecía sentada en su sala de trabajo, con el habitual desorden matutino a su alrededor, y tuvo la sensación de la Hija del Mar flotando entre las olas, bañada por ellas, arrastrada por ellas. Las olas eran del color de la sangre. Su Hija del Mar anticipaba tiempos de sangre.
Sabía el origen de aquellas imágenes: la época anterior a aquella otra en que las Reverendas Madres gobernaran su vida; su infancia en la hermosa casa a orillas del mar en Gammu. Pese a las preocupaciones inmediatas, no pudo evitar una sonrisa. Las ostras preparadas por Papá. El guiso de carne que siempre había sido su preferido.
Lo que mejor recordaba de su infancia eran las excursiones por el mar. Algo acerca de permanecer a flote incidía en su más profundo yo. Las olas subiendo y bajando, la sensación de ilimitados horizontes con extraños lugares nuevos justo más allá de los curvados límites de un mundo acuático, aquella estremecedora sensación de peligro implícita en la misma sustancia que constituía su yo. Todo ello combinado para afirmar que ella era la Hija del Mar.
Papá estaba también más tranquilo allí. Y Mamá Sibia más feliz, el rostro vuelto al viento, el oscuro pelo agitándose. De aquellos tiempos irradiaba una sensación de equilibrio, un mensaje tranquilizador hablado en un idioma más antiguo que la más antigua de las Otras Memorias de Odrade. «Este es mi lugar, mi medio. Yo soy la Hija del Mar.»
Su concepto personal de la cordura procedía de esos tiempos. La habilidad de mantener el equilibrio sobre extraños mares. La habilidad de mantener tu más profundo yo pese a las inesperadas olas.
Mamá Sibia le había proporcionado a Odrade esa habilidad mucho antes de que llegaran las Reverendas Madres para llevarse a su «retoño Atreides oculto». Mamá Sibia, tan sólo una madre adoptiva, había enseñado a Odrade a amarse a sí misma.
En una sociedad Bene Gesserit donde cualquier forma de amor era sospechosa, aquél era el secreto más íntimo de Odrade.
En mis raíces, soy feliz conmigo misma. No me importa estar sola. Pese a que ninguna Reverenda Madre estaba nunca realmente sola después de que la Agonía de la Especia la inundara con las Otras Memorias.
Pero Mamá Sibia y, sí, Papá también, actuando in loco parentis para la Bene Gesserit, habían impreso una profunda fuerza a su pupila durante aquellos años de ocultación. Las Reverendas Madres únicamente habían tenido que ampliar aquella fuerza.
Las Censoras habían intentado desarraigar el «profundo deseo de afinidades personales» de Odrade, pero al final habían fracasado, no completamente seguras de haber fracasado pero siempre sospechándolo. Finalmente la habían enviado a Al Dhanab, un lugar deliberadamente mantenido como una imitación de lo peor de Salusa Secundus, a fin de ser condicionado como un planeta de constante prueba. Un lugar peor que Dune en algunos aspectos: altos farallones y resecas gargantas, vientos ardientes y vientos helados, muy poca humedad y demasiada. La Hermandad lo consideraba como un terreno de pruebas para aquellos destinados a sobrevivir en Dune. Pero nada de aquello había alcanzado aquel secreto núcleo en el interior de Odrade. La Hija del Mar permanecía intacta.
Y ahora es la Hija del Mar la que me está avisando.
¿Era un aviso presciente?
Siempre había poseído aquella pizca de talento, aquel ligero prurito que la avisaba de un peligro inmediato para la Hermandad. Los genes Atreides le recordaban su presencia. ¿Había una amenaza contra la Casa Capitular? No... aquel prurito que no podía alcanzar decía que eran otras las que estaban en peligro. Pero que era algo importante, de todos modos.
¿Lampadas? Su pizca de talento no podía decirlo.
Las Amantes Procreadoras habían intentado borrar aquella peligrosa presciencia de su línea Atreides, pero con un éxito limitado. «¡No correremos el riesgo de otro Kwisatz Haderach!» Conocían aquella peculiaridad en su Madre Superiora, pero la difunta predecesora de Odrade, Taraza, había aconsejado «un cauteloso uso de su talento». Taraza sustentaba la opinión de que la presciencia de Odrade funcionaba únicamente para advertir de peligros a la Bene Gesserit.
Odrade compartía aquella opinión. Experimentaba momentos indeseados en los cuales entreveía amenazas. Meros atisbos. Y últimamente soñaba.
Era un sueño vivido y recurrente, con cada uno de sus sentidos sintonizado a la inmediatez de lo que ocurría en su mente. Caminaba cruzando un abismo por una cuerda floja y alguien (no se atrevía a volverse para ver quién) avanzaba por detrás de ella con un hacha para cortar la cuerda. Podía sentir el áspero enrollado de las fibras de la cuerda bajo sus pies desnudos. Podía sentir el soplo de un frío viento, un olor a quemado en aquel viento. ¡Y sabía que el del hacha se estaba acercando!
Cada peligroso paso requería todas sus energías. ¡Un paso! ¡Otro paso! La cuerda oscilaba y ella tendía los brazos rígidos a cada lado, luchando por mantener el equilibrio.
¡Si caigo, caerá la Hermandad!
La Bene Gesserit terminaría en el abismo que se abría debajo de la cuerda. Como todas las cosas vivientes, la Hermandad terminaría algún día. Ninguna Reverenda Madre se atrevía a negar aquello.
Pero no aquí. No cayendo, con la cuerda cortada. ¡No podemos permitir que la cuerda sea cortada! Debo haber conseguido cruzar el abismo antes de que el del hacha llegue. «¡Debo! ¡Debo!»
El sueño terminaba siempre allí, con su propia voz resonando en sus oídos mientras se despertaba en su dormitorio. Helada. Sin sudar. Incluso en la angustia de una pesadilla, las restricciones Bene Gesserit no permitían excesos innecesarios.
¿Acaso el cuerpo no necesita sudar? No, el cuerpo no necesita sudar.
Podía sentir la temperatura de la habitación. En absoluto fría. Era una reacción subjetiva al viento cruzando el abismo del sueño. Los cuerpos helados no sudan.
Mientras permanecía sentada en su cuarto de trabajo recordando el sueño, Odrade sintió las profundidades de la realidad tras aquella metáfora de una delgada cuerda: El delicado hilo mediante el cual arrastro el destino de mi Hermandad. La Hija del Mar captaba la proximidad de la pesadilla e interfería con imágenes de aguas ensangrentadas. Aquella no era una advertencia trivial. Era ominosa. Deseaba ponerse en pie y gritar: «¡Dispersaos entre los bosques, hermanas mías! ¡Corred! ¡Corred!»
¡Y que sus gritos no alertaran a las vigilantas!
Los deberes de una Madre Superiora requerían que disimulara sus temores y actuara como si nada importase excepto las decisiones formales que tenía frente a ella. ¡Había que evitar el pánico! Eso no significaba que ninguna de sus decisiones inmediatas fueran realmente triviales en aquellos tiempos. Pero había que permanecer tan tranquila como si lo fueran.
¡Calma, calma, calma!
Algunas de sus pollitas ya estaban corriendo, desvaneciéndose en lo desconocido. Vidas compartidas en las Otras Memorias. El resto de sus pollitas allá en la Casa Capitular sabrían cuándo había que correr. Cuando seamos descubiertas. Su comportamiento sería dirigido entonces por las necesidades del momento. Todo lo que importaba realmente era su soberbio adiestramiento. Aquella era la preparación en la que más podían confiar.
Podía tomar razonables precauciones, enviar sus huevos a aquella infinita Dispersión donde se habían originado las Honoradas Matres, pero el huevo que importaba realmente permanecía allí en la Casa Capitular. Los Archivos podían ser reproducidos (y lo habían sido). Las Otras Memorias persistían.
Cada nueva célula Bene Gesserit, fuera donde fuese al final, estaba preparada del mismo modo que la Casa Capitular: destrucción total antes que sometimiento. El aullante fuego englobaría al mismo tiempo preciosa carne y grabaciones. Todo lo que el captor encontraría serían restos inservibles, retorcidos jirones mezclados con cenizas.
Algunas Hermanas de la Casa Capitular quizá pudieran escapar. Pero luchar en el momento del ataque... ¡qué futilidad!
De todos modos, había gente clave compartiendo las Otras Memorias. Preparación. La Madre Superiora la evitaba. /Razones morales!
¿Adónde correr? Aquella era la auténtica cuestión. Si las Honoradas Matres capturaban al ghola-Idaho o al ghola-Teg, quizá ya nunca hubiera ningún otro lugar donde ocultarse para ninguna de ellas.
Una rabiosa frustración le hizo exclamar:
—¡Hubiéramos debido matar a Idaho al momento mismo en que lo tuvimos con nosotras! Nunca hubiéramos debido permitir que naciera el ghola-Teg.
Tan sólo los miembros de su Consejo, sus más inmediatas asesoras y algunas de las guardianas compartían sus sospechas. Tenían sus propias reservas. Ninguna de ellas se sentía realmente segura acerca de aquellos dos gholas, ni siquiera tras minar la no-nave, haciéndola vulnerable al ardiente fuego.
En aquellas últimas horas tras su heroico sacrificio, ¿había sido Teg capaz de ver lo invisible (incluidas las no-naves)? ¿Cómo supo dónde encontramos en aquel desierto de Dune?
Y si Teg podía hacerlo, era probable que el peligrosamente talentudo Duncan Idaho, con sus incontables generaciones de acumulados (y desconocidos) genes Atreides, pudiera hallar también el secreto.
¿Y no podría yo también?
Con una repentina e impresionante penetración, Odrade se dio cuenta por primera vez de que Tamalane y Bellonda observaban a su Madre Superiora con los mismos temores con los que Odrade observaba a los dos gholas.
El saber simplemente que podía hacerse —que un ser humano podía ser sensibilizado a detectar las no-naves y las otras formas de protección similares— causaba un efecto desequilibrador en su universo. Aquello situaría sin la menor duda a las Honoradas Matres en un sendero imparable. Había una incontable descendencia de Idaho suelta por el universo. Siempre se había quejado de que él no era «ningún maldito semental al servicio de la Hermandad», pero pese a todo había actuado así para la Bene Gesserit en multitud de ocasiones.
Siempre pensaba que lo estaba haciendo por voluntad propia. Y quizá fuera cierto.
Cualquier línea genética principal de los Atreides podía poseer aquel talento que el Consejo sospechaba había empezado a florecer en Teg.
El abismo bajo su delgada cuerda contenía agudas púas. Las Otras Memorias añadían advertencias al clamor. La realidad-sueño es la realidad-tiempo. Podía oír las palabras de Dama Jessica dichas hacía mucho tiempo a su hijo, Paul Muad'Dib:
—¿Es esa la forma en que te enseñaron?
El recuerdo de aquellas palabras devolvió su consciencia al cuarto de trabajo.
¿Qué había sido de los meses y los años transcurridos? ¿Y de los días? Otra nueva cosecha, y la Hermandad seguía aún en aquella terrible prisión. Odrade se dio cuenta de que era ya media mañana. Los sonidos y olores de Central llegaron claros hasta ella. Gente ahí afuera en el pasillo. Pollo con coles cociéndose en la cocina comunal. Todo normal.
¿Qué era normal para alguien que se sumergía en imágenes de agua incluso durante sus momentos de trabajo? La Hija del Mar no podía olvidar Gammu, los olores, el aroma de las algas oceánicas arrastrado por la brisa, el ozono que daba intensidad a cada bocanada de aire que se respiraba, y la espléndida libertad de todos aquellos que la rodeaban, hecha evidente por la forma en que caminaban y hablaban. Las conversaciones allá en el mar tenían una profundidad que ella nunca había sondeado. Incluso la mera charla ociosa tenía sus elementos subterráneos allí, un ritmo oceánico que fluía con las corrientes que circulaban por debajo de ellos.
Odrade se sintió forzada a recordar su propio cuerpo flotando en aquel mar de su infancia. Necesitaba recapturar las fuerzas que había conocido allí, recibir las cualidades fortalecedoras que había aprendido en tiempos más inocentes.
Boca abajo en la salada agua, conteniendo la respiración durante tanto tiempo como le era posible, flotaba ahora en un límpido mar que lavaba todos sus pesares. Veía la tensión de su cargo reducida a sus esencias. Una gran calma fluyó en su interior.
Floto, luego existo.
La Hija del Mar advertía y la Hija del Mar restituía. Sin siquiera admitirlo, había necesitado desesperadamente la restitución.
Odrade había contemplado su propio rostro reflejado en una de las ventanas de su cuarto de trabajo la noche anterior, impresionada por la forma en que la edad y las responsabilidades, combinadas con la fatiga, habían hundido sus mejillas y curvado hacia abajo las comisuras de su boca: sus sensuales labios eran más finos, las suaves curvas de su rostro se habían alargado. Tan sólo sus ojos completamente azules seguían brillando con su habitual intensidad, y seguía siendo alta y musculosa.
Movida por un impulso, Odrade tecleó los símbolos de llamada y contempló la proyección que se formó encima de la mesa: la no-nave posada en el suelo del espaciodromo de la Casa Capitular... visible a los ojos en aquel modo inmóvil pero invisible a cualquier buscador presciente y a los instrumentos que estimulaban este talento.
Allí estaba asentada sobre el suelo, una enorme masa de misteriosa maquinaria, separada del Tiempo. Deforme y grotesca. Una esperaría que una cosa así fuera tan lisa como un huevo, pero no lo es. La proyección mostraba un loco conglomerado de exóticas formas, protuberancias y huecos sin ningún propósito aparente.
A lo largo de los años de su semisueño, había formado una enorme depresión en la llanura de aterrizaje, alojándose casi en ella. Era como una enorme protuberancia, con sus motores pulsando tan sólo lo suficiente como para mantenerla oculta de los buscadores prescientes (especialmente los Navegantes de la Cofradía, que sentirían un regocijo especial vendiendo a la Bene Gesserit). El modo estacionario de la no-nave no era suficiente para fundirla en el entorno visual... imitando polvo, rocas y piedras. Más bien imitando a una montaña.
¿Por qué había llamado a aquella imagen precisamente en aquel momento?
Debido a que las tres personas confinadas allí: Scytale, el último Maestro tleilaxu superviviente, y Murbella y Duncan Idaho, la pareja sexualmente ligada, tenían tan atrapada a la Hermandad como ellas mismas estaban atrapadas por la no-nave.
Nada de esto es simple.
Raras veces había explicaciones simples para ninguna de las empresas importantes de la Bene Gesserit. La no-nave y su mortal contenido podía ser clasificado tan sólo como un esfuerzo importante. Y costoso. Muy costoso en energía, incluso en modo latente.
Las cifras de control de todo aquel gasto hablaban de crisis de energía. Esa era una de las preocupaciones de Bell. Podía oírlo claramente en su voz incluso cuando pretendía ser objetiva: «¡Hemos llegado al hueso, ya no queda más carne que cortar!» Toda la Bene Gesserit sabía que los atentos ojos de Contabilidad estaban clavados allí por aquel entonces, criticando el desperdicio de vitalidad de la Hermandad.
Bellonda penetró en el cuarto de trabajo sin anunciarse, con un fajo de grabaciones de cristal riduliano bajo su brazo izquierdo. Caminaba como si odiara el suelo, pisándolo de la misma forma que si estuviera diciéndole: «¡Toma esto! ¡Y esto!» Pateando el suelo debido a que era culpable de hallarse bajo sus pies.
Odrade sintió una opresión en su pecho cuando vio la expresión en los ojos de Bell. Las grabaciones ridulianas resonaron fuertemente cuando Bellonda las arrojó sobre la mesa.
—¡Lampadas! —dijo Bellonda, y había agonía en su voz.
Odrade no necesitó abrir el fajo. La ensangrentada agua de la Hija del Mar se había hecho realidad.
—¿Supervivientes? —su voz sonó cansada.
—Ninguno. —Bellonda se dejó caer en la silla-perro que estaba junto a la mesa de Odrade.
Entonces entró Tamalane y se sentó al lado de Bellonda. Ambas parecían agotadas.
Ningún superviviente.
Odrade se permitió un breve estremecimiento que recorrió desde su pecho hasta las plantas de sus pies. No le importó que las otras vieran una reacción tan reveladora. Su cuarto de trabajo había visto comportamientos peores de las Hermanas.
—¿Quién informó? —preguntó Odrade.
—Llegó a través de nuestros espías en la CHOAM, y llevaba la marca especial —dijo Bellonda—.. La información fue proporcionada por el Rabino, no hay la menor duda al respecto.
Odrade no supo qué responder. Contempló la enorme ventana mirador detrás de sus compañeras, viendo un suave revolotear de copos de nieve. Sí, aquellas noticias encajaban merecidamente con el invierno acumulando sus fuerzas ahí afuera.
Las hermanas de la Casa Capitular no se sentían satisfechas con la brusca llegada del invierno. Las necesidades habían obligado al Control del Clima a dejar que la temperatura bajara precipitadamente. No había habido ninguna preparación al invierno, ninguna consideración hacia las cosas vivas que ahora deberían entrar rápidamente en hibernación. Cada noche la temperatura bajaba tres o cuatro grados más. Mantén eso durante una semana seguida y todo se hundirá en un aparentemente interminable torpor.
Frío para encajar con las noticias bre Lampadas.
Uno de los resultados de aquel brusco cambio del clima era la bruma. Pudo verla disiparse al mismo tiempo que cesaba el breve revolotear de la nieve. Un clima muy confuso. Habían alcanzado el punto de condensación en la temperatura del aire y la bruma se asentaba en los lugares húmedos. Derivaba muy cerca del suelo como un tul que flotaba por entre los árboles desprovistos de hojas de los huertos como un gas venenoso.
Todas las hermanas continuaban realizando sus tareas con un cuidado especial, disimulando sus preocupaciones en la mejor medida posible a las no iniciadas, pero su sensación de desánimo estaba allí para que cualquier Reverenda Madre pudiera detectarla. Hacía que todo el mundo se comportara bruscamente, mostrando su mal humor en el Consejo y no cediendo el paso ni un ápice en los pasillos. Todo muy infantil, hasta el punto de que algunas veces se reían de ello, aclarando un poco la atmósfera, pero el frío de un brusco invierno y la amenaza constante de las Honoradas Matres persistía.
¿Ningún superviviente en absoluto?
Bellonda agitó negativamente la cabeza en respuesta a la mirada interrogativa de Odrade.
Lampadas... una joya en la red de planetas de la Hermandad, el hogar de su escuela más apreciada, otra bola de cenizas y rocas semifundidas desprovista de vida. Y el Bashar Alef Burzmali con todas sus fuerzas defensivas cuidadosamente escogidas. ¿Todos muertos?
—Todos muertos —dijo Bellonda.
Burzmali, el estudiante favorito del viejo Bashar Teg, desaparecido, y sin que se hubiera ganado nada con ello. Lampadas... su maravillosa biblioteca, sus brillantes maestros, sus estudiantes de primera... todo desaparecido.
—¿Incluso Lucilla? —preguntó Odrade. La Reverenda Madre Lucilla, vicecanciller de Lampadas, había recibido instrucciones de huir al primer síntoma de problemas, llevándose consigo al mayor número posible de condenadas que pudiera almacenar en sus Otras Memorias.
—Los espías han dicho que todos muertos —insistió Bellonda.
Era una estremecedora señal para las Bene Gesserit supervivientes: «¡Vosotras podéis ser las siguientes!»
¿Cómo podía una sociedad humana ser anestesiada a tamaña brutalidad?, se preguntó Odrade. Visualizó las noticias junto al desayuno en alguna base de las Honoradas Matres: «Hemos destruido otro planeta de la Bene Gesserit. Diez millones de muertos, dicen. Eso hace seis planetas este mes, ¿no? Pásame la crema, por favor, querida.»
Con los ojos casi vidriosos por el horror, Odrade tomó el informe y lo observó. Del Rabino, no había la menor duda. Lo volvió a dejar suavemente y miró a sus Consejeras.
Bellonda... vieja, gorda y de tez rojiza, Archivera-Mentat, que ahora llevaba lentes para leer, sin importarle lo que aquello revelaba de ella. Bellonda mostraba sus romos dientes en una amplia mueca que decía más que las palabras. Había visto la reacción de Odrade al informe. Bell discutiría de nuevo acerca de tomar represalias. Era algo de esperar en alguien famosa por su ferocidad natural. Necesitaba ser puesta en modo Mentat para que fuera más analítica.
A su manera, Bell tiene razón, pensó Odrade. Pero no le va a gustar lo que tengo en mente. Debo ser muy cautelosa con lo que diga ahora. Todavía es demasiado pronto para revelar mi plan.
—Hay circunstancias en las que la ferocidad puede matar a la ferocidad —dijo Odrade—. Debemos meditar muy cuidadosamente.
¡Eso es! Eso impedirá el estallido de Bell.
Tamalane se agitó ligeramente en su silla. Odrade miró a la vieja mujer. Tam, siempre compuesta tras su máscara de paciencia crítica. Un pelo de nieve sobre un estrecho rostro: la apariencia de la sabiduría de la edad.
Odrade penetró la máscara de Tam hasta su extrema severidad, la pose que decía que le disgustaba todo lo que veía y oía.
En contraste con la blandura superficial de la carne de Bell, había una solidez ósea en Tamalane. Siempre mantenía su compostura, sus músculos tan bien tonificados como era posible. En sus ojos, sin embargo, había algo que desmentía aquello: una sensación de retirarse, de apartarse de la vida. Oh, seguía observando, pero algo había iniciado ya la retirada final. La famosa inteligencia de Tamalane se había convertido en una especie de astucia, confiando más en las observaciones y en las decisiones pasadas que en lo que veía en el presente inmediato.
Tenemos que empezar a preparar un reemplazo. Creo que será Sheeana. Sheeana es peligrosa para nosotras pero muestra grandes promesas. Y Sheeana lleva sangre de Dune.
Odrade fijó su atención en las hirsutas cejas de Tamalane. Tendían a colgar sobre sus párpados en un desorden que era una ocultación. Sí. Sheeana para reemplazar a Tamalane.
Conociendo los complicados problemas que tenían que resolver, Tam aceptaría la decisión. En el momento de anunciarla, Odrade sabía que lo único que tendría que hacer sería desviar la atención de Tam hacia la enormidad de su situación.
¡La voy a echar en falta, maldita sea!