El sol desnudo

Isaac Asimov

Fragmento

1. Donde se formula una pregunta

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DONDE SE FORMULA UNA PREGUNTA

Elijah Baley pugnó denodadamente por dominar el pánico. Durante dos semanas el miedo había ido en aumento. Empezó a sentirlo desde el mismo día en que requirieron su presencia en Washington para decirle, como si tal cosa, que le habían asignado su nuevo destino.

Aquella convocatoria era de por sí bastante turbadora. Pero, además, había llegado sin previo aviso, como si se tratase de una citación, lo que contribuía aún más a empeorar las cosas. Al propio tiempo le adjuntaban unas tarjetas de embarque que comprendían sendos viajes de ida y vuelta en el aéreo, lo cual resultaba doblemente intranquilizador.

Por una parte, el miedo derivaba de la sensación de urgencia que despertaba la orden de tomar el aéreo, y por otra, del hecho de tener que utilizar este medio de transporte; ni más ni menos. Sin embargo, por el momento no era más que un temor incipiente y, por ello mismo, fácil de dominar.

A fin de cuentas, Elijah Baley ya había volado en cuatro ocasiones. Una vez incluso cruzó el continente. Así pues, aunque viajar en el aéreo le resultara poco grato, tampoco era como dar un paso en el vacío.

El vuelo de Nueva York a Washington sólo duraría una hora, y el aparato despegaría de la pista número 2 del aeropuerto de Nueva York. Esta pista, como todas las oficiales, estaba convenientemente encerrada y cubierta y contaba con una compuerta que se abría para dar salida al espacio libre una vez el aéreo había alcanzado la velocidad de despegue. La llegada se efectuaría por la pista número 5 de Washington, protegida de forma similar.

Además, como Baley sabía muy bien, el aéreo no tenía ventanillas, pero sí una excelente iluminación, buena comida y toda clase de facilidades. El vuelo teledirigido se realizaría sin contratiempos, y apenas tendría sensación de movimiento cuando el aéreo se hallase en el aire.

Se dijo estas cosas a sí mismo y a Jessie, su mujer, que nunca había volado y que se mostraba muy aprensiva en lo tocante a esta clase de experiencias.

De pronto, ella manifestó con disgusto:

—Elijah, no me gusta en absoluto que tomes el aéreo. No me parece natural. ¿Por qué no utilizas los expresos subterráneos?

—Porque tardaría diez horas —repuso Baley con un rictus amargo en su semblante— y porque pertenezco a las fuerzas de policía de la ciudad y tengo que acatar las órdenes de mis superiores si quiero conservar mi grado de C-6 en el escalafón.

Era un argumento irrebatible.

Baley tomó el aéreo y procuró mantener la vista fija en la cinta-noticiario que se iba desenrollando lenta e ininterrumpidamente en el distribuidor, situado a la altura de los ojos. La Ciudad se enorgullecía de aquel servicio, que incluía noticiarios, artículos, notas de humor, temas educativos y alguna que otra novela. La gente pensaba que tarde o temprano se sustituirían las cintas por películas; de este modo el pasajero, calándose un visor, conseguiría abstraerse todavía más de lo que ocurría a su alrededor.

Baley mantenía la vista fija en la cinta, no sólo para distraerse, sino porque así lo requerían las normas de cortesía. En efecto, había observado que en el aéreo viajaban otros cinco pasajeros, y cada uno de ellos tenía derecho a sentir en su fuero interno todo el temor y la ansiedad que su naturaleza y educación le llevasen a experimentar. Desde luego, a Baley le habría molestado que fisgonearan en su estado de ánimo. No deseaba que ojos extraños viesen cómo se le ponían blancos los nudillos cuando sus manos oprimían los brazos del asiento, ni la mancha de sudor que dejaban sobre la tapicería.

Estoy encerrado; este aéreo es como una Ciudad en miniatura, se dijo. Pero no quería engañarse a sí mismo. Tenía poco más de dos centímetros de acero a su izquierda, lo tocaba con el codo. Y al otro lado, nada… ¡Bueno, sí, aire! Pero eso era lo mismo que nada. Mil quinientos kilómetros de aire por un lado, mil quinientos por el otro y kilómetro y medio, quizá dos, bajo sus pies.

Casi habría preferido poder echar un vistazo hacia abajo, avizorar la superficie de las Ciudades subterráneas que estaban sobrevolando: Nueva York, Filadelfia, Baltimore, Washington… Se imaginaba los ondulantes, bajos y apiñados conjuntos de cúpulas que jamás había visto, pero que sabía se encontraban allí. Y debajo de este conglomerado, a mil quinientos metros de profundidad, extendiéndose docenas de kilómetros en todas direcciones, se hallaban las Ciudades con sus interminables corredores rebosantes de gente, y los apartamentos, cocinas comunales, fábricas, autopistas subterráneas, todo ello impregnado con el calor reconfortante de la presencia humana.

Mientras tanto, Baley se hallaba aislado en medio del aire frío y amorfo, encerrado en una pequeña cápsula de metal que avanzaba por el vacío. Le temblaban las manos, y se esforzó por fijar la atención en la tira de papel y leer un poco. Era un cuento que trataba de la exploración de la Galaxia. Saltaba a la vista que el protagonista era un terrícola.

Baley masculló algo entre dientes, exasperado, pero en el acto contuvo el aliento, avergonzado por la descortesía que suponía aquella moderada irrupción en el silencio reinante.

Ello no impedía que el relato se le antojase un galimatías sin pies ni cabeza, de un infantilismo rayano en la idiotez. La sola idea de que los terrícolas pudieran invadir el espacio era de una necedad injustificable. ¡Exploración de la Galaxia! La Galaxia era un fruto vedado para los terrícolas. Los espaciales tenían prioridad sobre ella, pues sus antepasados, que muchos siglos atrás habían partido de la Tierra, fueron los primeros en alcanzar los Mundos Exteriores, donde fundaron un nuevo hogar. Sus descendientes habían cerrado la puerta a la inmigración, convirtiendo la Tierra en un redil y a sus primos los terrícolas en unos borregos. Luego, la civilización urbana de la Tierra completó la obra: los terrícolas se enclaustraron en las Ciudades y alzaron en derredor suyo una muralla de temor a los espacios abiertos que los hizo recular de las zonas agrícolas y mineras de su propio planeta, explotadas por mano de obra robotizada. Ni siquiera allí se atrevían a acercarse.

Baley pensó con amargura: ¡Somos unos estúpidos! Si la situación no es de nuestro agrado deberíamos hacer algo por remediarlo y no dedicarnos a perder el tiempo con cuentos de hadas. Pero sabía muy bien que estaban atados de pies y manos.

Cuando el aéreo hubo aterrizado, él y los restantes viajeros salieron del aparato y se alejaron sin intercambiar mirada alguna. Baley consultó el reloj y se dijo que aún le quedaba tiempo de darse un baño antes de tomar el ferrocarril subterráneo que lo llevaría al Ministerio de Justicia. Se alegró de tener tiempo disponible. El bullir de la vida, la enorme cámara abovedada del aeropuerto de la que partían los corredores a distintos niveles que conducían a la Ciudad y todo cuanto oía y veía, lo hacía sentirse a salvo, envuelto en las cálidas entrañas de aquel mundo estanco, sepultado bajo tierra. En la terminal le ofrecieron un bono para ocupar un baño individual, lo que constituía un signo de deferencia (de todos modos, estampillaron el bono con la fecha de llegada, para evitar cualquier abuso) y le entregaron, también, un plano de reducidas dimensiones para que pudiera localizar sin pérdida el establecimiento de baños.

Baley se sentía contento de pisar nuevamente las aceras rodantes. Lo invadía una sensación de exultante placer a medida que iba avanzando de una acera a otra, cada vez más aprisa, en dirección al ferrocarril subterráneo. Cuando llegó, éste iniciaba el arranque. Baley saltó al interior con ligereza y pasó a ocupar el asiento que por su graduación le correspondía.

Aún no era la hora punta y había muchos asientos libres. Al llegar a la sala de baños vio que ésta tampoco se hallaba atestada. Le asignaron una cabina muy limpia, con un aseo en perfectas condiciones.

Después de aprovechar íntegramente su ración de agua y de refrescar sus ropas, se sintió en mejores condiciones para afrontar la papeleta que le esperaba en el Ministerio de Justicia. Por extraño que pudiera parecer, se sentía satisfecho, casi contento.

Albert Minnim, el subsecretario, era un hombrecillo rechoncho, de contextura maciza, cabellos cenicientos y el perfil del cuerpo apenas marcado. Daba una impresión de pulcritud y limpieza y olía un poco a tónico capilar. Ambas cosas eran indicio de la buena vida que se daban los altos cargos de la Administración, gracias al espléndido racionamiento de que disponían.

Baley, frente a aquel hombre, se sentía como un alfeñique y se avergonzaba un tanto de sus manazas, ojos hundidos y rudeza de modales. Minnim se dirigió a él con la mayor cordialidad.

—Siéntese, Baley. ¿Fuma usted?

—Sólo en pipa, señor.

Sacó una al tiempo que decía estas palabras, y Minnim volvió a guardarse el cigarro que había extraído a medias. Baley se arrepintió al momento de su respuesta. Más valía un cigarro que nada, y le habría venido bien aceptar lo que se le ofrecía, pues a pesar del incremento en la ración de tabaco después de su ascenso a C-6, no podía decirse que tuviera excedentes de combustible para su pipa.

—Enciéndala usted, por favor —le invitó Minnim con un ademán.

Esperó con paternal paciencia a que el detective tomase una cantidad de tabaco cuidadosamente medida para llenar con ella la cazoleta de su pipa. Mientras la encendía, Baley manifestó:

—No me han puesto en antecedentes sobre el motivo de mi presencia en Washington, señor subsecretario.

—Sí, me consta —dijo Minnim, sonriendo—; lo sabrá usted enseguida: provisionalmente se le ha asignado una nueva misión.

—¿Fuera de Nueva York?

—Muy lejos de ella.

Baley enarcó las cejas con expresión preocupada.

—¿Por mucho tiempo, señor?

—No lo sé con exactitud.

Baley era consciente de las ventajas e inconvenientes que presentaba todo cambio de destino. En su calidad de transeúnte en una Ciudad, probablemente viviría mucho mejor de lo que le habría permitido su categoría social. Pero, en cambio, lo más seguro era que no pudiese llevarse con él a Jessie y a su hijo Bentley. Sin duda, ellos cuidarían de subvenir a las necesidades de su familia en Nueva York. Pero Baley era un hombre muy hogareño y no veía con agrado la idea de una separación.

Por lo demás, un nuevo destino significaba el ser asignado a una misión muy concreta, lo cual era importante en sí, aunque también entrañaba más responsabilidad de la que de ordinario se confiere a un inspector de policía, circunstancia que podía tener su lado desagradable. Pocos meses antes, Baley había tenido que cargar con la responsabilidad de las pesquisas que provocó el asesinato de un espacial en las afueras de Nueva York, y no le hacía mucha gracia la perspectiva de otra misión parecida.

Con voz circunspecta preguntó:

—¿Tendría usted inconveniente en decirme adónde se me destina y cuál es la índole de mi misión? ¿En qué consiste mi tarea?

Trataba de adivinar qué habría querido decir el subsecretario con aquellos de «muy lejos de Nueva York», y se perdía en conjeturas acerca de cuál sería su nueva base de operaciones. Minnim pronunció aquellas palabras con énfasis, lo que hizo pensar a Baley: «¿Será Calcuta? ¿O acaso Sidney?».

Entonces observó que Minnim sacaba el cigarro y lo encendía reposadamente.

¡Jehoshaphat!, se dijo Baley. Eso indica que le cuesta hablar del asunto.

Minnim se sacó el cigarro de entre los labios y contemplando las volutas de humo dijo:

—El Ministerio de Justicia le envía a usted en misión temporal a Solaria.

Por un momento Baley trató de recordar dónde se hallaba aquel lugar. ¿Estaría en Asia? ¿Tal vez en Australia? De pronto se levantó del asiento y exclamó con voz tensa:

—¿Se refiere usted a uno de los Mundos Exteriores?

Minnim evitó mirar a Baley:

—Exactamente.

—¡Pero esto es imposible! A los terrícolas no les está permitido visitar un Mundo Exterior.

—A veces las circunstancias son las que mandan, agente Baley. Se ha cometido un asesinato en Solaria.

Los labios de Baley se entreabrieron en una sonrisa maquinal.

—¿No le parece que ese lugar queda un poco lejos de nuestra jurisdicción?

—Han solicitado nuestra colaboración.

—¿Nuestra colaboración? ¿A la Tierra?

Baley se debatía entre la confusión y la incredulidad. Resultaba difícil imaginar que un Mundo Exterior mostrase con respecto a los terrícolas otra actitud que no fuese de desdén o, en el mejor de los casos, de condescendiente malevolencia. ¿Cómo era posible que pidieran ayuda al despreciado planeta materno?

—¿A la Tierra? —repitió con un tono de voz en el que se mezclaban el aturdimiento y la incredulidad.

—Sí; reconozco que es un tanto insólito —dijo Minnim—, pero así es. Quieren que un detective terrícola se ocupe del caso. Nos lo han solicitado por vía diplomática, a través del mismísimo embajador.

Baley volvió a sentarse.

—¿Y por qué me han elegido a mí? Ya no soy joven. Tengo cuarenta y tres años. Estoy casado y con un hijo. No puedo dejar la Tierra.

—No hemos sido nosotros quienes lo hemos elegido, amigo mío. Han sido ellos mismos los que han requerido sus servicios.

—¿Los míos?

—Sí, los del inspector Elijah Baley, grado C-6 de las fuerzas policiales de la Ciudad de Nueva York. Sabían perfectamente lo que querían. Tal vez usted conozca la razón.

Baley no quería dar el brazo a torcer.

—Yo no reúno las condiciones necesarias para este servicio.

—Ellos opinan que sí. Por lo visto les impresionó profundamente la manera en que llevó usted el caso del espacial asesinado.

—Creo que están en un error. Exageran mi habilidad en resolver este caso.

Minnim se encogió de hombros.

—Sea como sea han solicitado sus servicios y nosotros hemos accedido. Tiene usted un nuevo destino y su documentación está preparada. Debe partir inmediatamente. Durante el tiempo que dure su ausencia nos ocuparemos de su familia, que recibirá el trato correspondiente a un C-7, pues ésta será su graduación provisional durante el tiempo que tarde usted en realizar este cometido. —Hizo una pausa significativa—. Si sale airoso de la prueba esta graduación será definitiva.

Todo se sucedía con vertiginosa rapidez. Aquello parecía imposible. Él no podía dejar la Tierra. ¿Acaso no lo comprendían?

Aparentando una calma que no sentía, preguntó:

—¿Qué clase de asesinato? ¿En qué circunstancias se ha producido? ¿Por qué no pueden resolverlo por sí solos?

Minnim ordenó algunos objetos de su mesa con el mayor cuidado, mientras negaba con la cabeza.

—No sé una palabra sobre ese asesinato. Ignoro totalmente los detalles.

—¿Quién los conoce, pues? No esperará usted, señor subsecretario, que vaya por ahí sin saber una palabra.

Un pensamiento angustioso surgió de lo más profundo de su ser: ¡No puedo dejar la Tierra!

—Nadie sabe nada sobre este asesinato, por lo menos aquí en la Tierra. Los solarianos no han dicho nada al respecto. La misión de usted será descubrir qué tiene de particular ese asesinato para que hayan decidido encomendar la resolución del caso a un terrícola. O, mejor dicho, esto sólo será parte de su misión.

Baley estaba lo bastante angustiado para atreverse a preguntar:

—¿Qué ocurriría si me negase?

Sin embargo, conocía de antemano la respuesta. Sabía que podía significar la degradación para él y, lo que era aún peor, para su familia.

Minnim no mencionó el término degradación, sino que se limitó a decir con voz queda:

—No puede negarse, agente. Tiene usted una misión que cumplir.

—¿En Solaria? Por mí, esa gente puede irse al infierno.

—No es por usted, Baley, sino por nosotros. —Minnim hizo una pausa y luego prosiguió diciendo—: Ya sabe usted en qué situación se halla la Tierra con respecto a los espaciales. Supongo que huelga toda explicación, ¿no?

Baley, como cualquier otro terrícola, sabía cuál era esta situación. Los Cincuenta Mundos Exteriores, que en conjunto tenían una población mucho menor que la de la Tierra, mantenían una potencia militar quizá cien veces mayor. Con sus mundos casi despoblados, basados en una economía de robots positrónicos, su producción de energía por ser humano era miles de veces superior a la de la Tierra. Y era precisamente la cantidad de energía que el ser humano podía producir lo que determinaba el potencial militar, el nivel de vida, el goce personal y todo lo demás.

Minnim dijo:

—Uno de los factores que contribuyen a mantenernos en esta posición de inferioridad es la ignorancia, nada más que la ignorancia. Los espaciales lo saben todo acerca de nosotros. Por desgracia, envían a la Tierra cuantas expediciones les viene en gana. En cambio, nosotros sólo sabemos de ellos lo que quieren contarnos. Hasta el momento, ningún habitante de la Tierra ha puesto los pies en un Mundo Exterior. Usted será el primero.

Baley balbuceó:

—No puedo…

—Lo hará. Su posición es privilegiada. Irá a Solaria como invitado para cumplir una misión que ellos le han encomendado. A su regreso traerá usted una información de vital interés para la Tierra.

Baley miró con recelo al subsecretario.

—¿Quiere eso decir que seré un espía de la Tierra?

—No se trata de espionaje en el sentido tradicional del término, puesto que no es preciso que haga cosas que ellos no le pidan. Limítese a ver y a observar con atención. De vuelta a la Tierra, un grupo de especialistas analizará e interpretará sus observaciones.

Baley aventuró:

—Presumo que hay una crisis de por medio, señor subsecretario.

—¿Por qué dice usted eso?

—Me parece arriesgado enviar a un terrícola a un Mundo Exterior. Los espaciales nos odian. Aunque vaya animado de las mejores intenciones y a pesar de que hayan sido ellos los que han requerido mi presencia, puedo desencadenar un incidente interestelar. Si el gobierno terrícola lo deseara encontraría el modo de evitar mi partida. Por ejemplo, podría aducir que estoy enfermo. Los espaciales le tienen verdadero pánico a las enfermedades.

—¿Sugiere usted que recurramos a ese ardid? —preguntó Minnim.

—No. Si el gobierno no tuviese otro motivo para enviarme ya habrían pensado en eso o en algo mejor sin necesidad de que yo lo indicase. Por ello deduzco que se me envía a Solaria en calidad de espía, en cuyo caso tendré que hacer algo más que limitarme a ver y a observar para justificar el riesgo.

Baley casi esperaba una explosión de cólera, cosa que habría acogido con agrado, pues habría aliviado la tensión que experimentaba; pero Minnim se limitó a sonreír fríamente y a decir:

—Por lo visto no se le escapa a usted ningún detalle. Aunque, por otra parte, siendo usted quien es no puedo decir que me extrañe. —El subsecretario se inclinó hacia Baley por encima de la mesa—. Voy a confiarle un secreto que, por supuesto, no debe comentar con nadie, ni siquiera con otros funcionarios gubernamentales. Nuestros sociólogos han llegado a ciertas conclusiones con respecto a la actual situación galáctica. Por una parte están los Cincuenta Mundos Exteriores, con baja densidad de población, robotizados, poderosos, habitados por seres que gozan de fantástica salud y cuyo promedio de vida es elevadísimo. Por otra, nosotros, la Tierra, sobrepoblada, atrasada tecnológicamente, con una esperanza de vida muy baja y sometida al dominio de estos mundos. En fin, lo que se dice una situación muy inestable.

—Todo es inestable a largo plazo.

—No; la situación es inestable a corto plazo. Digamos que en un período máximo de cien años. Nuestra generación no será testigo de los acontecimientos, pero sí nuestros hijos. Lo cierto es que llegaremos a ser un peligro tan grande para los Mundos Exteriores que éstos no tolerarán nuestra supervivencia. En la Tierra hay ocho mil millones de seres que albergan un odio mortal hacia los espaciales.

Baley observó:

—Los espaciales nos excluyen de la Galaxia, manejan nuestro comercio para su único y exclusivo beneficio, dictan condiciones a nuestro gobierno y nos tratan con el mayor desprecio. ¿Qué esperan de nuestra parte? ¿Gratitud acaso?

—Lo que usted dice es muy cierto, pero lo malo es que ya se han trazado las líneas maestras del plan. Los terrícolas se rebelan y ellos sofocan la rebelión. Vuelta a rebelarnos y nuevo exterminio… En el término de un siglo la Tierra quedará borrada del Universo en cuanto mundo habitado. Por lo menos ésta es la conclusión a que han llegado los sociólogos.

Baley se revolvió inquieto en su asiento. Él no tenía autoridad para poner en duda las afirmaciones de los sociólogos ni las de sus computadores electrónicos.

—Pero, entonces, ¿qué esperan ustedes de mí?

—Que nos traiga información. El fallo principal de nuestras previsiones sociológicas radica precisamente en la falta de datos sobre los espaciales. Tenemos que basarnos en presunciones y en la observación de los pocos representantes que nos envían. Se nos obliga a confiar en lo que a ellos les interesa que sepamos, con el resultado de que sólo conocemos su lado fuerte y no su punto flaco. Es cierto que tienen a sus robots, que son relativamente pocos y que poseen gran longevidad. Pero deben de tener también sus debilidades. Es muy posible que exista algún factor, o varios, que de sernos conocido tal vez podría cambiar el signo ineluctable de nuestra destrucción como comunidad, algo capaz de guiar nuestras iniciativas y de aquilatar las posibilidades de supervivencia de la Tierra.

—¿No sería mejor que enviasen a un sociólogo, señor subsecretario?

Minnim negó con la cabeza.

—Si hubiésemos podido elegir, hace diez años que habríamos mandado a uno de los nuestros, aprovechando que fue entonces cuando se llegó a las conclusiones que acabo de exponerle. Ésta es la primera ocasión que se nos

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