Reflexiones sobre el exilio

Edward W. Said

Fragmento

Introducción. Crítica y exilio

Introducción

Crítica y exilio

Estos ensayos, escritos durante un período que comprende aproximadamente treinta y cinco años, son parte del resultado intelectual de enseñar y estudiar en una institución académica, la Universidad de Columbia de Nueva York. Allí llegué en otoño de 1963, recién terminados los estudios de posgrado, y en el momento en que escribo esto allí continúo como profesor del Departamento de Inglés y Literatura Comparada. Junto a este breve testimonio de mi profunda satisfacción por haber pasado tanto tiempo en este lugar —puesto que por regla general para su personal académico y para muchos de sus alumnos la universidad estadounidense es la única utopía que queda en pie— se encuentra el hecho de que Nueva York desempeña un papel importante en el tipo de crítica e interpretación que he hecho, de las cuales este libro es una especie de diario. Nueva York, una ciudad incansable, turbulenta, infinitamente diversa, llena de energía, inquietante, resistente y absorbente, es hoy día lo que fue París hace cien años: la capital de nuestro tiempo. Puede resultar paradójico e incluso obstinado añadir que el carácter central de la ciudad se debe a su excentricidad y a la peculiar amalgama de sus atributos, pero creo que es así. Esto no siempre es algo positivo o reconfortante, y para un residente en esa ciudad que no está vinculado al mundo empresarial, ni al inmobiliario, ni al de los medios de comunicación, la extraña condición de Nueva York como una ciudad diferente de todas las demás es a menudo un aspecto perturbador de la vida cotidiana, puesto que la marginalidad y la soledad del forastero pueden apoderarse con frecuencia de la sensación que uno tiene al vivir en ella de forma habitual.

Durante buena parte del siglo XX la vida cultural de Nueva York pareció tomar ciertos caminos bastante reconocibles, la mayoría de los cuales se derivaban del rasgo geográfico de la ciudad como puerto más importante de entrada a Estados Unidos. La isla de Ellis, en tanto que emplazamiento de inmigración por excelencia, procesaba las oleadas de los en su mayoría pobres recién llegados a la sociedad norteamericana, en la cual Nueva York era el primer lugar de residencia, cuando no siempre el definitivo: allí llegaban los irlandeses, italianos, judíos y no judíos del este de Europa, africanos, caribeños y gentes del Próximo y Lejano Oriente. De estas comunidades de inmigrantes procedía una gran parte de la identidad de la ciudad como centro de la vida política y artística radical tal como la encarnaron los movimientos socialistas y anarquistas, el renacer de Harlem (que tan bien ha documentado recientemente Ann Douglas en Terrible Honesty), y diversos pioneros e innovadores de la pintura, la fotografía, la música, el teatro, la danza y la escultura. Ese conjunto de narraciones expatriadas ha adquirido con el paso del tiempo un estatuto casi canónico, como también lo han hecho los diferentes museos, escuelas, universidades, salas de conciertos, teatros de ópera, teatros, galerías de arte y compañías de danza que han proporcionado a Nueva York su señalada posición social como una especie de escenario teatral permanente; cada vez con menos contacto real con sus antiguas raíces inmigrantes a medida que pasaba el tiempo. Como centro editorial, por ejemplo, Nueva York ha dejado de ser el lugar en el que en otro tiempo los editores y autores experimentales se aventuraron en un nuevo territorio, y se ha convertido por el contrario en una localización de primera índole de conglomerados empresariales e imperios mediáticos a gran escala. Además, Greenwich Village también ha sucumbido como bohemia de Estados Unidos, al igual que también lo han hecho la mayor parte de las pequeñas revistas y comunidades artísticas que la alentaron. Lo que queda es una ciudad de inmigrantes y exiliados que vive en tensión con el centro simbólico (y en ocasiones real) de la economía globalizada mundial del capitalismo tardío, cuyo implacable poder —que se proyecta económica, militar y políticamente en todas partes—, demuestra en qué medida hoy día Estados Unidos es la superpotencia única.

Cuando llegué a Nueva York todavía quedaba cierta vitalidad en su grupo de intelectuales más famoso, aquellos que se reunían en torno a la Partisan Review, el City College y la Universidad de Columbia, en la que Lionel Trilling y F. W. Dupee fueron buenos amigos y solícitos maestros y colegas míos en el Departamento de Inglés del Columbia College (tal como se le conocía entonces para distinguirlo del programa Graduate English, que tenía una orientación un tanto más profesional). No obstante, muy pronto empecé a descubrir que las batallas sobre el estalinismo y el comunismo soviético que todavía ocupaban a los intelectuales de Nueva York simplemente no tenían mucho interés para mí ni para la mayor parte de mi generación, para quienes el movimiento de derechos civiles y la oposición a la guerra de Estados Unidos en Vietnam fueron mucho más importantes y formativas. Y aun cuando siempre mantendré un gran afecto por Trilling como colega y amigo de más edad, fue el espíritu al mismo tiempo más radical y más abierto de Fred Dupee el que me influyó cuando empezaba a escribir y a impartir clases: su prematura muerte en 1979 fue un acontecimiento que supuso una inmensa pérdida y pesar personales que todavía se hacen sentir hoy día. Dupee fue principalmente un ensayista (al igual que en gran medida Trilling), y tanto en el sentido intelectual como en el político fue un verdadero subversivo, un hombre de un incomparable atractivo cuyas asombrosas dotes literarias estuvieron, en mi opinión, mucho menos ensimismadas que las de sus colegas en la tan endémica anglofilia del estilo intelectual de Nueva York, entre cuyos peores rasgos estaba también un tedioso narcisismo y una fatal propensión al autobombo y a las tendencias políticas de derecha. Fred nunca fue así. Fue él quien apoyó mi interés por los nuevos estilos teóricos franceses, por la narrativa y la poesía experimentales y, sobre todo, por el arte del ensayo como forma de explorar lo nuevo y lo original de nuestros tiempos con independencia de las preferencias profesionales. Y fue Fred Dupee quien después de 1967, cuando se produjo la gran debacle árabe, me apoyó en mi solitaria lucha en defensa de la causa palestina, exactamente igual que seguía fiel a la política radical y antiautoritaria de sus primeros años trotskistas. Es importante señalar entre paréntesis que Dupee y su esposa Andy fueron los únicos amigos de toda mi vida académica neoyorquina que me hicieron una visita en Beirut, que en aquella época (otoño de 1972) era el centro de la política revolucionaria de Oriente Próximo. Allí pasé el primer año completo (desde que me marchara a estudiar a Estados Unidos en 1951) con un permiso sabático para ponerme al corriente de nuevo de la tradición árabe-islámica mediante seminarios diarios sobre filología y literatura árabes.

La experiencia de 1967, la reemergencia del pueblo palestino como fuerza política y mi propio compromiso con ese movimiento fueron las condiciones que

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