El oficio del analista

Fragmento

El oficio del analista

Presentación

Hace años llevo adelante este seminario llamado «El oficio del analista», un espacio donde intento develar lo que a veces puede parecer un misterio: ¿qué se hace en ese lugar llamado análisis? ¿Cuáles son las diferencias con las psicoterapias o, incluso, con las conversaciones profundas e íntimas que pueden darse entre dos personas? En pocas palabras, ¿de qué se trata lo singular de un análisis?

En primer lugar, podemos decir que es un encuentro. Uno particular, donde elegimos al analista para desplegar algo que exceda a aquel que puede darse con los otros cotidianos. Se trata, el análisis, de un viaje, de uno orientado por lo real como brújula en un mar llamado goce, que muchas veces preferimos no reconocer y que termina, por lo general, en un puerto insospechado. De eso se trata la aventura psicoanalítica, de aquello de lo más genuino que se obtiene: de un saber que no existe.

Ese lugar, en ocasiones cálido y otras inhóspito, tiene como variable fija al analista, quien espera, sesión a sesión, para orientarnos a desplegar aquello desconocido, intentando producir un escrito de la singularidad del paciente. Se trata, como plantea J. A. Miller, de «[...] que el analista con su presencia, encarna algo del goce, la parte no simbolizada del goce [...] y de la que se puede decir que el testimonio es la presencia del analista en carne y hueso [...] el analista está a título de su encarnación y no del saber que tendría del saber inconsciente del sujeto».1 Se trata, entonces, de un lugar diferente, no del encuentro entre dos personas, ni del vínculo entre ellos, y mucho menos de un vínculo que por sí mismo cure.

Se pide un análisis porque se sufre, porque algo se rompió en el funcionamiento que le permitía al sujeto, hasta ese momento, una homeostasis con el entorno y con él mismo. Algo ha devenido imposible de soportar, y ese imposible tiene un nombre: lo real, real que el sujeto experimenta como síntoma y como angustia.

Este es el punto de partida en este viaje. El analista, tal vez lo más cercano a un capitán, no sabe mucho tampoco del puerto a desembarcar, pero dispone para funcionar como tal de la transferencia, esa que está en marcha a partir del llamado sujeto supuesto saber. Allí navegará con los vientos del enjambre de los significantes que el analizante proporciona, que no cesan de articularse entre sí, y producen sentidos de los que fundamentalmente se goza. El fantasma, quizás el barco en esta historia, es el libreto con el que se metaboliza lo real que le sale al paso, eso que está siempre en el mismo lugar, en los diferentes síntomas del sujeto y es, también, lo que orienta su deseo.

Se navega en los mares de la singularidad, por suerte mares únicos, imposibles de clonar, a diferencia de los planteos modernos de las neurociencias que describen mares globalizados, con analistas uniformizados y protocolizados, de pacientes sin palabras y de puertos estándares.

El acto del analista dirige la cura, tripula el navío en sus múltiples formas: silencio, puntuación, subrayado, escansión e interpretación. Formas que toma el analista para que ese barco no pierda la brújula, la dirección de la cura. Lacan decía: «El psicoanalista sin duda dirige la cura [...] [pero] no debe dirigir al paciente».2

El analista introduce sobre la cadena asociativa acentos y subrayados allí donde el analizante no los pone: tira del hilo, impulsa a la producción, ya sea para marcar un límite a un goce del blablablá que no va a ninguna parte, ya sea para resaltar un efecto de verdad, o una significación novedosa que produce efectos inesperados. En definitiva, para producir la ruptura del sentido, aquello que el analizante no sabía que decía en su decir. Pero en ningún caso se trata de una explicación para el yo del analizante, nunca se alimenta el sentido. No hay rumbo fijo en este viaje, no hay una ruta predeterminada por los ideales. Eso, sin duda, es una ruptura muy clara con las psicoterapias y, sobre todo, con las terapias actuales.

Toda autobiografía es una autoficción, indica J. A. Miller. El analizante construye y constituye una ficción en la que habita. De eso habla y de eso sufre, pero no por eso se analiza. Miles de terapias intentan domesticar el sufrimiento, entendiendo lo que cuenta el paciente como la verdad biográfica sin tomar en cuenta la ficción, la autoficción como goce.

Distintos son los niveles de acción que se articulan en un análisis y no pueden pensarse el uno sin el otro, Lacan los llamó en La dirección de la cura y los principios de su poder: política, estrategia y táctica. Los nombró explícitamente tomándolos del libro De la Guerra, cuyo autor, Von Clausewitz, es considerado el fundador de la doctrina militar moderna.

Tomando el texto, Lacan lo homologa al análisis y piensa el nivel de la política como aquel que interviene en toda acción de la cura y refiere a una ética. La dimensión de la ética es el nivel de menor libertad y máxima responsabilidad para el analista. Dice: «El analista es aún menos libre en aquello que domina estrategia y táctica: a saber, su política, en la cual haría mejor en ubicarse por su carencia de ser que por su ser».3 El no tomar consideración de esto podría tener como consecuencia inmediata la reeducación del paciente, reducir sus desviaciones en relación a la supuesta realidad, alcanzar una fase genital madura e identificarse con un analista que se ofrezca como modelo, en definitiva, un capitán de barco que se ofrece para guiarlo en un mar sin sobresaltos.

Para Lacan, la estrategia —otra de las dimensiones— es el manejo de la transferencia y advierte su importancia en la dirección de la cura. «En cuanto al manejo de la transferencia, mi libertad en ella se encuentra por el contrario enajenada por el desdoblamiento que sufre allí mi persona, y nadie ignora que es allí donde hay que buscar el secreto del análisis».4 La transferencia otorga poder al analista, y la cuestión reside en el manejo que se haga de la misma. Al respecto dice: «Porque él [Freud] reconoció en seguida que ese era el principio de su poder, en lo cual no se distinguía de la sugestión, pero también que ese poder no le daba la salida del problema sino a condición de no utilizarlo».5 Por último, Lacan ubicará a la interpretación dentro del registro de la táctica. Nivel que, aún regulado por la estrategia y la política —es decir, la transferencia y la ética—, constituye el de mayor libertad para el analista.

Se trata, entonces, a partir de estos ejes que nos propone Lacan, de un viaje que parece imposible, aunque no lo sea. Un viaje donde se escapa aquello que la palabra cifra, como un barco a la deriva, pero con una dirección y una lógica que permiten al analizante reconducirlo a la opacidad de su goce. Se trata, también, de que el analista dirija el timón sin extraviarse en el camino o, lo que sería peor, extraviarse en su propio camino. Rescatar singularidades, esa es nuestra apuesta principal, rescatar singularidades en tiempos

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