Pandemia

Gabriel León

Fragmento

El cuadro fue pintado en 1562 y está en el Museo

El cuadro fue pintado en 1562 y está en el Museo del Prado en Madrid, España. Es un óleo sobre paneles de madera, mide un poco más de un metro de alto por un metro y sesenta centímetros de ancho y fue restaurado recientemente, lo que le permitió recuperar su brillo y colores originales. Su autor es Pieter Bruegel el Viejo —uno de los artistas holandeses más importantes del renacimiento— y se titula El triunfo de la Muerte. La pintura muestra un panorama desolador: en un paisaje desprovisto de vida, un ejército de esqueletos arrasa con todo a su paso, acorralando a los sobrevivientes que son empujados hacia un ataúd gigante. En el fondo se aprecia el mar, con varios barcos humeantes y construcciones en llamas. En el ángulo inferior izquierdo se ve a un rey —con corona, armadura, capa roja y un cetro en la mano derecha— que es sostenido por uno de los esqueletos y que lleva un reloj de arena en la mano izquierda. Llegó la hora.

La muerte es inevitable —eso era cierto en 1500 y también lo es ahora— pero el cuadro da cuenta de un hecho diferente: la muerte no solo era inevitable en aquella época, sino que tenía además una presencia constante y abrumadora en la vida de las personas. En efecto, la esperanza de vida al nacer era de treinta y cuatro años en la Inglaterra de mediados del siglo XVI y solo superó los cuarenta años de manera consistente a partir del siglo XIX.1 La tasa de mortalidad infantil —la proporción de niños que morían antes de cumplir cinco años— era del 43 por ciento en el año 1800 y solo bajó al 36 por ciento en el año 1900.2 Probablemente uno de los recordatorios más brutales sobre la fragilidad de la vida de los hijos sea la tumba familiar del matrimonio conformado por los profesores daneses Lars Hansen Larsen y Emily Laurette: tuvieron un total de dieciséis hijos, pero solo ocho sobrevivieron a la niñez. Cinco de sus hijos —Marie, Holger, Anna, Klara y Ellen— murieron entre el 3 de julio de 1903 y el 7 de julio de 1903. Cinco hijos muertos en un lapso de cuatro días. ¿La causa de muerte? Difteria, una enfermedad bacteriana para la que no existió una vacuna sino hasta 1923.

En la antigüedad la plaga, la viruela, el sarampión, la polio, la influenza, la difteria, la tuberculosis, el cólera, la tos convulsa, las infecciones estomacales y otras enfermedades producidas por virus y bacterias asolaban a nuestra especie. La plaga por sí sola causó a lo menos dos pandemias devastadoras. Una de ellas —conocida como «la peste negra»— habría causado entre 75 y 200 millones de muertes en Europa, Asia y el norte de África. Se estima que la mitad de la población de Europa murió debido a esta peste, que afectó a nuestro planeta durante varios años y que tuvo su máximo a fines de 1340 y principios de 1350, generando grandes cambios no solo demográficos, sino que también sociales, económicos y culturales. Walter Scheidel, historiador especialista en economías antiguas, sostiene que luego de «la peste negra» el precio de la mano de obra se disparó, mientras que el valor de la tierra y otros bienes se desplomó: los trabajadores comieron y se vistieron mejor que nunca y los propietarios de las tierras tenían serias dificultades para encontrar mano de obra, a no ser que estuvieran dispuestos a triplicar los antiguos salarios.3

Uno de los grandes problemas con las enfermedades infecciosas por aquella época era que no teníamos ni la más mínima idea de cuál era su origen. Y una de las cosas que a nuestro cerebro no le gusta es la incertidumbre y no saber, así que, en ausencia de una explicación racional, inventamos una. En una época en la que virus y bacterias no existían para nosotros, la explicación de las enfermedades eran los miasmas.

La teoría miasmática de las enfermedades fue la corriente de pensamiento dominante en Occidente para explicar por qué nos enfermábamos y hace referencia a los vapores pestilentes que inundaban las ciudades en la antigüedad. Esa es la razón por la que los personajes más conocidos asociados a la plaga —los médicos de la plaga— usaban una máscara de cuero con una punta como pico de pájaro. En esa punta ponían hierbas aromáticas y pétalos de rosas para neutralizar el efecto de los miasmas y no enfermar. No hace falta comentar la efectividad de esta costumbre.

Una curiosidad es que se creía que no solo las enfermedades infecciosas eran transmitidas por estos «malos aires» y, por ejemplo, una persona podía ser obesa por la influencia del olor de la comida. En efecto, un químico inglés de apellido Booth explicaba que «la esposa del carnicero es obesa porque inhala el olor de la carne» en una carta enviada a la revista The Builder en 1844. Y si bien esta es una de las ideas más extravagantes con respecto a los miasmas y los «malos aires», esta creencia acerca del origen de las enfermedades prevaleció no solo en la cultura popular, sino que fue parte de la práctica médica formal hasta bien entrado el siglo XIX.4

Por otro lado, nuestros conocimientos de la anatomía y fisiología humana eran extremadamente pobres. Las disecciones de cadáveres humanos no fueron bien vistas en la antigua Roma y el propio Galeno —considerado como uno de los médicos más influyentes de la historia— se vio empujado a diseccionar cadáveres de cerdos y primates no humanos. Los conocimientos generados a partir de esos hallazgos eran extendidos al cuerpo humano, muchas veces con escaso éxito.

En el mundo occidental cristiano de la Edad Media, la idea sobre el carácter sacrosanto de los cadáveres humanos comenzó a relajarse lentamente. Alrededor del año 1315 tuvo lugar la primera disección pública de un cadáver humano, realizada por el médico Mondino de Luzzi en Boloña.5 Con el paso del tiempo, disecciones con fines académicos y autopsias fueron cada vez más comunes. La mayoría de las veces los cadáveres de los condenados a muerte y los que no eran reclamados por nadie terminaban en la mesa de disecciones. Al interés de los médicos por entender mejor el cuerpo humano se sumó durante el Renacimiento el de los artistas, quienes querían conocer a cabalidad la anatomía humana, lo que también contribuyó a la realización de disecciones (muchas veces usando cadáveres desenterrados de manera ilegal en los cementerios).

En América, la primera autopsia de la que se tiene registro fue realizada en la ciudad de Santo Domingo, en la isla de La Española en 1533 (actual República Dominicana). De manera interesante, la motivación de la autopsia no era de carácter médico o legal, sino que religioso: las hermanas Melchiora y Joana Ballestero habían nacido unidas por el abdomen el 10 de julio de 1533. Las siamesas sobrevivieron hasta el 18 de julio y al día siguiente se solicitó realizar una autopsia para averiguar si compartían una única alma o si cada una tenía su propia alma. La presencia de dos corazones zanjó el asunto. Dos corazones, dos almas, dos bautizos. El caso fue descrito por el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo Valdés en su Historia General y Natural de las Indias.6

Si bien lentamente las disec

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