Mi amigo el gigante (El gran gigante bonachón)

Roald Dahl

Fragmento

La cueva

La cueva

El gigante seguía corriendo, pero de pronto cambió el ritmo. Ahora parecía avanzar a una velocidad aún mayor. Cada vez iba más rápido, y momentos después era tal la velocidad que el paisaje se veía borroso.

El viento azotaba las mejillas de Sofía y hacía lagrimear sus ojos. Le echaba la cabeza hacia atrás y silbaba en sus oídos. La niña ya no notaba que los pies del gigante tocaran el suelo. Tenía la extraña sensación de volar. Era imposible decir si pasaban por encima de tierra o del agua. Aquel gigante debía de tener magia en sus piernas.

Finalmente Sofía tuvo que esconder la cabeza en la manta para que el fuerte viento no se la arrancara.

¿Era posible que cruzaran el océano? Eso le pareció a la niña, que se encogió en su manta y permaneció escuchando los aullidos de un vendaval. Y aquel misterioso camino duró, según se diría, horas y horas. Hasta que, de pronto, el viento dejó de aullar y la velocidad del gigante se redujo. Sofía sintió que sus pies volvían a tocar el suelo. Asomó la cabeza para echar una mirada, y se vio en un país de espesos bosques y ríos impetuosos. Ahora, el gigante corría de manera más normal, si es que se puede emplear la palabra «normal» para describir el galope de un gigantón.

Saltó como una docena de ríos, atravesó como en un susurro un extenso bosque, descendió a un valle y luego dejó atrás una cadena de colinas tan desnudas como el hormigón. Poco después trotaba por encima de un terreno desierto que no parecía pertenecer a este mundo. El suelo era llano y de un color amarillo pálido. Por doquier había rocas azuladas, aquí y allá se alzaban árboles muertos semejantes a esqueletos. La luna había desaparecido hacía rato y el cielo empezaba a clarear.

Sofía, aún asomada a su manta, vio aparecer delante, y repentinamente, una montaña enorme y escarpada. Tenía un intenso color azul, y el cielo que la rodeaba resplandecía de luminosidad. Entre los delicados vellones de nubes, de un blanco de escarcha, volaban partículas de oro muy pálido, y por un lado del horizonte asomaba el sol de la mañana, rojo como la sangre.

El gigante se detuvo al pie de la montaña. Resoplaba con fuerza y su pecho subía y bajaba. Necesitaba tomar aliento.

Directamente enfrente de ellos, apoyada contra la ladera de la montaña, Sofía vio una peña redonda y maciza. Era tan grande como una casa. El gigante alargó una pierna y apartó la roca con tanta facilidad como si se tratara de una pelota de fútbol. En el sitio donde momentos antes se hallaba la piedra, apareció un impresionante agujero negro. Era tan grande que el gigante ni siquiera necesitó agachar la cabeza para entrar en él. Se introdujo en la cueva llevando todavía a la niña en una mano, y sosteniendo con la otra la maleta y aquella extraña trompeta.

Apenas estuvo dentro, volvió a colocar la gran piedra en su sitio, de modo que, desde fuera, nadie podía descubrir la entrada de su refugio secreto.

Cerrada la cueva, no quedaba de ella ni un reflejo de luz. Todo era negro.

Sofía sintió que la depositaba en el suelo. El gigante había soltado la manta, y sus pisadas se alejaron. La niña permaneció sentada en la oscuridad temblando de miedo.

«Ahora se dispone a comerme –pensó–. Probablemente me devorará cruda, tal como estoy. O quizá me cueza primero. O tal vez me fría. Me echará en una gigantesca sartén llena de grasa caliente, como si fuera una lonja de tocino...».

De repente, una luz brillante iluminó aquel lugar. Sofía parpadeó y miró a su alrededor.

Observó la enorme cueva con un altísimo techo de roca.

Las paredes estaban cubiertas de estantes, y en ellos había hileras de botes de vidrio. Los había por todas partes. Formaban pilas en los rincones, y hasta las grietas de las piedras estaban repletas.

En medio del suelo se hallaba una mesa de unos tres metros y medio de altura, y una silla hacía juego con ella.

El gigante se quitó la capa negra y la colgó de la pared. Sofía observó que debajo de aquella prenda llevaba una especie de camisa sin cuello y un viejo chaleco de cuero que, por lo visto, no tenía botones. El pantalón era de un verde descolorido y resultaba corto de piernas. Los pies del gigante, desnudos, iban protegidos por unas ridículas sandalias que, por alguna extraña razón, tenían agujeros a los lados, así como otra gran abertura delante, por la que asomaban los dedos.

Sofía, acurrucada en el suelo de la cueva y sin más ropa que un camisón, lo miraba a través de sus gruesas gafas de montura metálica. Temblaba como una hoja en el viento, y tenía la sensación de que un dedo de hielo le recorría la espina dorsal de arriba abajo y de abajo arriba.

–¡Carramba!–gritó el gigante, a la vez que daba un paso hacia delante y se frotaba las manos–. ¿Qué nos hemos traído?

Su vozarrón resonó contra las paredes de la cueva como un trueno ensordecedor.

El GGB

El GGB

El gigante agarró a la temblorosa Sofía con una mano y la dejó sobre la mesa.

«¡Ahora me comerá!», repitió la niña.

El gigantón se sentó en la silla y contempló a Sofía. Sus orejas eran de un tamaño extraordinario. Cada una tenía las dimensiones de una rueda de camión, y su dueño parecía poder moverlas hacia dentro y hacia fuera, según quisiese.

–¡Yo es hambriento! –bramó el gigante, y al esbozar una horrible sonrisa enseñó unos dientes grandotes y cuadrados.

Los tenía muy blancos y muy iguales, y puestos en su boca parecían tremendas rebanadas de pan de molde.

–¡P... por favor, no me comas! –balbuceó Sofía.

El gigante soltó una carcajada atronadora.

–¡Justamente, por yo ser gingante, ya crees que yo es un antofófago! –voceó–. Pero tienes razón, porque todos los gigantes esantofófagos y asesinos, ¡sí! Y poden devorar a un pequeño guisante humano. ¡Aquí, nosotros en el País de los Gingantes! Por todas partes hay gingantes. Ahí fuera, cerca, vive el famoso gingante Ronchahuesos. Y ese gingante se zampa cada noche dos de esos guisantes humanos, tan timblarosas, para cenar. ¡Huy, qué ruido hace! El «cra-cra-cra» de Ronchahuesos se oye... ¡bueno! En muchas lenguas

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