Sol de sangre 2 (Sicarios de Oslo 2)

Jo Nesbo

Fragmento

cap-1

1

¿Por dónde comenzar este relato? Ojalá pudiera decir que por el principio. Pero es que no sé dónde se inicia. Sé tan poco como cualquiera sobre la verdadera relación causa-efecto de lo que pasa en mi vida.

¿Empezó esta historia cuando comprendí que solo era el cuarto mejor jugador de fútbol de mi clase? ¿Cuando mi abuelo Basse me mostró los dibujos, sus propias ilustraciones, de la Sagrada Familia? ¿Cuando di la primera calada a un cigarrillo mientras escuchaba mi primer tema de Grateful Dead? ¿Cuando leí a Kant en la universidad y creí haberlo entendido? ¿Cuando vendí mi primera china de hachís? ¿O empezó cuando besé a Bobby, que por cierto es una chica, o la primera vez que vi la pequeña criatura arrugada que lloraba como una salvaje y que recibiría el nombre de Anna? Tal vez cuando, sentado en el apestoso cuarto trasero del Pescador, me contó lo que pretendía que hiciera. No lo sé. Nos contamos historias con pies y cabeza, con una lógica inventada, para que parezca que la vida tiene sentido.

Así que da igual que empiece aquí mismo, en pleno desconcierto, en un lugar y un tiempo en que el destino parece tomarse un descanso, contener la respiración. Cuando, por un instante, pensé que no solo estaba de camino, sino que ya había llegado.

Me bajé del autobús en mitad de la noche. Entrecerré los ojos para protegerme del sol, que se arrastraba sobre un islote entre las olas, hacia el norte. Rojo y apagado. Como yo. Tras él, más mar. Y aún más allá, el Polo Norte. Puede que este fuera un lugar donde no me buscasen.

Miré a mi alrededor. Desde los otros tres puntos cardinales me observaban montículos de escasa altura. Brezo rojo y verde, rocas y algún que otro grupo de abedules de poca altura. Hacia el este la tierra descendía hasta el mar, pedregosa y plana como una tortilla, y hacia el suroeste parecía que la hubieran cortado con un cuchillo allá donde empezaba el mar. A unos cien metros de altura sobre el agua inmóvil comenzaba una meseta, un paisaje abierto que se prolongaba hacia el interior. El altiplano de Finnmark. La frontera, como solía decir mi abuelo, terminaba aquí.

El camino de grava compacta conducía a un grupo de casas bajas. Solo la torre de la iglesia destacaba un poco. Desperté en el autobús cuando pasábamos ante un cartel con el nombre de Kåsund; el pueblo estaba allá abajo, junto al mar y un embarcadero de madera. Pensé: «¿Por qué no?», tiré del cable que colgaba de la ventanilla y se iluminó el aviso de parada sobre la cabeza del conductor.

Me puse la chaqueta del traje, cogí la bolsa de piel y eché a andar. La pistola que llevaba en el bolsillo de la chaqueta me golpeaba la cadera. De lleno en el hueso. Siempre estuve demasiado delgado. Me detuve y coloqué la riñonera con el dinero de modo que los billetes amortiguaran el golpeteo.

No había ni una nube en el cielo y el aire era tan transparente que tuve la sensación de ver muy lejos. Hasta donde la vista alcanza, como suele decirse. Dicen que el altiplano de Finnmark es hermoso. Yo qué coño sé. ¿No es el tipo de cosas que la gente dice sobre lugares inhóspitos? ¿Para presumir de ser duros, de tener su propia perspectiva, o cierta superioridad? Como esos que se atribuyen el gusto por la música incomprensible o la literatura ilegible. Yo mismo lo había hecho. Creía que de ese modo a lo mejor compensaría alguna de las facetas en las que no daba la talla. O tal vez solo era para consolar a los pocos que se veían abocados a vivir allí: «Es un lugar hermosísimo». ¿Qué es bonito en este paisaje plano, monótono y desnudo? Es como Marte. Un desierto rojo. Inhóspito y feo. El escondrijo perfecto. O eso espero.

Las ramas de unos árboles que bordeaban el camino se movieron. Al instante, una figura saltó por encima de la cuneta. Mi mano fue, de forma instintiva, a coger la pistola, pero la retuve. No era uno de ellos. Este tipo parecía un bufón recién salido de la baraja de cartas.

—¡Buenas noches! —gritó.

Se aproximó con unos andares extraños y bamboleantes, con las piernas tan arqueadas que a través de ellas podía ver cómo continuaba el camino hacia la aldea. Pero cuando estuvo más cerca, descubrí que lo que llevaba no era una gorra de bufón de la corte, sino un gorro sami. Azul, rojo y amarillo, solo le faltaban las campanillas. Calzaba botas de piel clara y vestía un anorak azul remendado con cinta adhesiva negra. Por las roturas asomaba un relleno amarillento, que parecía más un material aislante que plumas de ganso.

—Perdona que te lo pregunte —dijo—, pero ¿tú quién eres?

Le sacaba al menos dos cabezas. Tenía el rostro ancho, la sonrisa amplia y los ojos rasgados, como si fuera asiático. Si juntaras todos los tópicos de los habitantes de Oslo sobre el aspecto que debería tener un sami, este tipo sería el resultado.

—Vine en el autobús —dije.

—Te he visto. Soy Mattis.

—Mattis —repetí despacio para ganar unos segundos y pensar en la respuesta a su próxima e inevitable pregunta.

—Y tú, ¿quién eres?

—Ulf —dije. Era un nombre tan bueno como cualquier otro.

—¿Y qué has venido a hacer a Kåsund?

—De visita, nada más —dije, señalando el grupo de casas con un movimiento de cabeza.

—¿Eres inspector de caza y pesca, o predicador?

No sé qué aspecto tendrán los inspectores, pero negué con la cabeza y me pasé la mano por mi larga cabellera hippie. Tal vez debería cortármela, llamaría menos la atención.

—Perdona que te lo pregunte —repitió—, pero ¿qué eres, entonces?

—Cazador —respondí, seguramente porque habíamos hablado de la inspección de caza y pesca. Y, para el caso, era tan cierto como falso.

—Anda, ¿vas a salir de caza por aquí, Ulf?

—Parece un buen terreno de caza.

—Sí, pero llegas una semana antes de tiempo, la temporada de caza no empieza hasta el 15 de agosto.

—¿Hay algún hotel por aquí?

El sami se echó a reír. Carraspeó y escupió un salivazo marrón que esperé que fuera de tabaco de mascar, rapé o algo parecido. El escupitajo impactó en el suelo con un sonoro chasquido.

—¿Pensión? —pregunté yo.

Él negó con la cabeza.

—¿Una caravana? ¿Alquiler de habitaciones?

Pegado en un poste de la línea telefónica, justo detrás de él, había un cartel que anunciaba una banda de música de baile que iba a tocar en Alta. Una ciudad que, por lo tanto, no podía estar muy lejos. Tal vez debería haberme quedado en el autobús y bajarme allí.

—¿Y tú qué, Mattis? —dije, y aticé a un mosquito que me estaba picando en la frente—. ¿No tendrás una cama que puedas dejarme para esta noche?

—En mayo quemé la cama en la chimenea. Este año hemos tenido un mayo muy frío.

—¿Sofá? ¿Colchón?

—¿Colchón? —levantó el brazo abarcando el altiplano cubierto de brezo.

—Gracias, pero me gusta tener paredes y techo. Voy a ver si encuentro una caseta de perro desocupada. Buenas noches. —Empecé a caminar hacia las casas apiñadas.

—La única caseta de perro que vas a encontrar en Kåsund es esa de ahí —gritó con una entonación descendente y quejosa.

Me giré. Su dedo índice apuntaba hacia el primero de los edificios.

—¿La

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