Valeria no pudo bailar

César Bianchi

Fragmento

Números y caras

Al 29 de junio de 2017, momento en que empiezo a escribir esta introducción, se contabilizaban dieciocho mujeres muertas a manos de hombres en medio año, según la Coordinadora de Feminismos del Uruguay. Los casos podrían llegar a veinte de confirmarse algunos episodios lamentables no del todo claros.

Son tres mujeres asesinadas por mes en un país de tres millones.

Solo en el primer mes del 2017 hubo cuatro mujeres asesinadas y una quinta en estado delicado. Esa quinta, después, murió.

En todo 2016 fueron veintinueve las mujeres muertas a manos de sus parejas o exparejas, cinco más que el año anterior. De entre veintitrés países, Uruguay ocupa el incómodo quinto lugar de América Latina y el Caribe en cuanto a cifras de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas, según la CEPAL. El dato inquietó a la representación de Naciones Unidas en Uruguay.

Pero fueron veintinueve en un año entero, y en este 2017 ya van dieciocho (diecinueve o veinte, vaya uno a saber si se configuran femicidios), en solo medio año.

«Estas muertes implican un grave impacto para sus familiares y para la sociedad en su conjunto; Uruguay no puede permitirse que la violencia se naturalice como práctica común», sostuvo la ONU en una declaración pública de febrero de este año1.

Cada diecisiete minutos una mujer es agredida en Uruguay, según el registro de denuncias por violencia doméstica. Entre que empieza y termina el entretiempo de un partido de fútbol, hay dos denuncias de hombres golpeadores de mujeres, considerando que los equipos nunca vuelven en hora al campo de juego. La incidencia del fenómeno era (y es) tan alta que, según el Instituto Nacional de Mujeres del Ministerio de Desarrollo Social, superó al de denuncias de hurtos.

Y hasta marzo la racha maldita de femicidios era tan asombrosa que en el primer trimestre de 2017 murió una mujer cada trece días. Mejor dicho: un hombre mató a una mujer cada trece días —menos de dos semanas—, no por accidente, no en un siniestro de tránsito: intencionalmente.

El 28 de marzo de 2017 el Ministerio del Interior presentó una investigación que analizó los homicidios de mujeres ocurridos entre 2012 y 2016. La llamó Femicidios Íntimos en Uruguay2 y buscó evaluar «la violencia empírica de este tipo de homicidios y la incidencia que tiene en la población de mujeres uruguayas», según dijo en esa secretaría de Estado la socióloga Paula Coraza, integrante del Observatorio Nacional de Violencia y Criminalidad del Ministerio del Interior.

El estudio concluyó que la mayoría de las mujeres murieron asesinadas a manos de sus parejas o exparejas (54 %) o a manos de un familiar (20 %). En el 83 % el crimen fue consumado por personas que compartían la vivienda con la víctima, y el 54,5 % usó un arma de fuego para matar.

El Ministerio del Interior se preocupaba así de trazar un perfil del hombre agresor, la forma en que se dan los crímenes y las características de la víctima. En la mayoría de los casos, los asesinos no tenían antecedentes penales ni habían sido denunciados por violencia doméstica, dijo el informe de la cartera que dirige Eduardo Bonomi.

Y se excusaba así —tarde— por un caso que le explotó en la cara y reveló las flaquezas de un sistema que muchas veces hace la vista gorda por amiguismo o inoperancia, y termina costándole (nos) muy caro: el de Valeria Sosa, muerta a manos de su expareja, un policía que la mató con su arma de reglamento y delante de sus hijos, siendo que tenía dos denuncias por violencia doméstica en su contra.

El informe de la socióloga del ministerio se divulgó —oh, casualidad— apenas veinte días después de una multitudinaria marcha por el Día de la Mujer en el centro de Montevideo.

En esa oportunidad escribí para el portal Ecos3.

Mujeres altas, petisas, rubias, morochas, pelirrojas, flacas, gordas, lindas y feas, heterosexuales y homosexuales que se mostraban de la mano y sin pudor, otras con la cara pintada de violeta, con muslos tatuados, con el símbolo de la mujer en las mejillas, con remeras que decían «Ni una menos». Mujeres recién salidas de la oficina, mujeres punks, anarcas, obreras y hasta representativas de todo el sistema político, mujeres de clase alta, media y baja. Mujeres que acataron el paro y otras que no se animaron a faltar a su trabajo, por miedo. Mujeres que, por no querer volver a su casa con miedo, fueron.

La directora de la ONG Mujeres y Salud en Uruguay (MYSU), Lilián Abracinskas, me dijo un minuto antes de comenzar su oratoria que calculaba que habrían convocado unas 50 000 personas. Se quedó corta. Algunas fotos y filmaciones aéreas de la muchedumbre permitieron estimar a colegas y organizadoras del evento que habían convocado a 300 000.

Tras semejante mensaje ciudadano y popular, el sistema político y el gobierno tomaron nota. Por eso, veinte días después, el Ministerio del Interior se despachó con ese informe y prometió ser más riguroso, de entonces en adelante, con la colocación de las tobilleras electrónicas a hombres violentos denunciados. Y, claro, juró mayor celeridad en la quita del arma a los violentos armados con uniformes estatales.

Políticos de todos los partidos salieron a abrazar la causa feminista. Mejor rédito, imposible.

En ese marzo en el que el país pareció sacudirse por las alarmantes cifras, se empezó a discutir con fuerza en el Parlamento la aprobación de una Ley Integral de Violencia de Género en Uruguay y la tipificación de femicidio como agravante.

El 18 de abril del luctuoso 2017, de hecho, el Senado aprobó por unanimidad el proyecto que tipifica el femicidio4 como agravante en los casos en que el crimen se cometa «contra una mujer por motivos de odio, desprecio o menosprecio, por su condición de tal». El texto explica que se considerará femicidio cuando «a la muerte hubiera precedido algún incidente de violencia física, psicológica, sexual, económica o de otro tipo, cometido por el autor contra la mujer, independientemente de que el hecho haya sido denunciado o no por la víctima».

Pero nunca fue aprobado por diputados y, al cierre de la edición de este libro, su discusión estaba estancada en una comisión parlamentaria.

La Ley Integral de Violencia de Género más ambiciosa, y tan auspiciada por el propio ministro Bonomi, sigue durmiendo el sueño de los justos.

Mientras el Estado histeriquea, las mujeres en Uruguay siguen siendo asesinadas por hombres violentos, intolerantes y patoteros.

Cuando muchos se escandalizaron con las cifras de femicidios de enero y febrero en el país, este libro ya llevaba varios meses de trabajo. Este libro no pretende analizar sociológicamente el fenómeno, ni buscar las causas de los femicidios, ni siquiera interpelar al sistema político. Si lo logra, bienvenido sea. Como autor, solo quise ponerles algunos rostros a esos números que nos asustaron a todos.

Todos nos enteramos de que Valeria Sosa se quedó sin desfilar en las llamadas con Mi Morena. Por eso el título del capítulo y del libro: se quedó sin bailar esa noche de febrero.

Pues, con este trabajo quise averiguar qué otros sueños se truncaron por la violencia machista.

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