El mito del déficit

Stephanie Kelton

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

IMPRESIONADA POR UNA PEGATINA

 

 

 

 

Lo que da problemas no es lo que sabemos, sino lo que creemos saber con certeza y no es verdad.

MARK TWAIN

 

 

Recuerdo que, una vez, en 2008, vi una pegatina en la trasera de un Mercedes SUV mientras hacía mi recorrido diario de una hora desde mi domicilio en Lawrence (Kansas) hasta mi lugar de trabajo como profesora de Economía en la Universidad de Misuri en Kansas City. Representaba la figura de un hombre de pie, aunque ligeramente encorvado y con los bolsillos por fuera del pantalón, vacíos. El gesto de la cara era adusto, serio. Llevaba pantalones a rayas rojas y blancas, una chaqueta azul oscuro y un sombrero de copa con una cinta estrellada. Era el Tío Sam. Así es: mucha gente —como la conductora del vehículo que llevaba esa pegatina— ha terminado creyendo que nuestro Estado está en la más absoluta quiebra y que su presupuesto no alcanza para afrontar los problemas más importantes del presente.

Tanto si el debate sobre las políticas públicas se refiere al ámbito de la sanidad como si atañe a los de las infraestructuras, la educación o el cambio climático, siempre surge la misma y dichosa pregunta: sí, pero ¿cómo vamos a pagarlo? Aquella pegatina condensaba la frustración y la inquietud reales que despierta el estado de los asuntos fiscales de nuestra nación, sobre todo a la vista de la magnitud del déficit federal. Si nos fijamos en lo mucho que los políticos de todos los partidos han arremetido contra el déficit en general, se entiende muy bien por qué alguien puede indignarse pensando que el Gobierno se comporta de forma imprudente. Después de todo, si actuásemos como lo hace él, pronto estaríamos tan en quiebra como el Tío Sam indigente de la pegatina.

Pero ¿y si el presupuesto federal fuera, en su carácter fundamental mismo, diferente del presupuesto de una familia o de un hogar? ¿Y si yo les demostrara que el fantasma del déficit no es real? ¿Y si llegara a convencerles de que podemos tener una economía que anteponga a las personas y al planeta, y de que el problema no es encontrar el dinero para conseguirlo?

Copérnico y los científicos que vinieron tras él cambiaron nuestro modo de entender el cosmos al demostrar que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés. Ahora hace falta un avance revolucionario similar en cuanto a nuestra forma de concebir el déficit y la relación de este con la economía. Cuando se trata de aumentar el bienestar público, disponemos de muchas más opciones de las que creemos, pero es de una necesidad imperiosa que vayamos más allá de los mitos que nos han venido lastrando hasta hoy.

Este libro aplica la óptica de la teoría monetaria moderna (TMM) —de la que soy una defensora destacada— para explicar este giro copernicano. Los principales argumentos que aquí expongo pueden hacerse extensivos a cualquier soberano monetario —es decir, a países como Estados Unidos, Reino Unido, Japón, Australia, Canadá y otros—, casos en que el Estado es el emisor monopolístico de moneda fiduciaria.[1] La TMM cambia nuestro modo de ver la política y la economía, porque nos revela que, en casi todos los casos, los déficits federales son buenos para la economía. Son necesarios. Pero hasta ahora, hemos tendido a concebirlos y tratarlos de manera incompleta o incorrecta. En vez de perseguir el equivocado objetivo de lograr el equilibrio presupuestario, deberíamos tratar de aprovechar la prometedora posibilidad de aplicar lo que desde la TMM llamamos «dinero público» o «moneda soberana», en la tarea de equilibrar la economía para que la prosperidad sea ampliamente compartida, en lugar de estar concentrada en un número cada vez más reducido de manos.

El contribuyente, según la perspectiva convencional, está en el centro del universo monetario, porque se piensa que el Estado no tiene dinero propio. De ello se deduce que el único dinero disponible para financiar lo público debe salir en última instancia de personas como nosotros. La TMM modifica radicalmente el modo de concebir la cuestión, porque nos hace ver que es el emisor de moneda —el Gobierno federal mismo— y no el contribuyente el que financia todos los gastos del Estado central. Los impuestos son importantes por otros motivos que también explicaré en este libro, pero la idea de que sufragan el gasto de la Administración central de un país como Estados Unidos es pura fantasía.

Yo misma era una escéptica cuando descubrí estas ideas. De hecho, incluso me opuse a ellas. Cuando comenzaba a formarme como economista profesional, me propuse refutar las tesis de la TMM estudiando a fondo el funcionamiento fiscal y monetario del Gobierno. Para cuando hube elaborado estas ideas en el primer artículo académico con revisión por pares que se publicó con mi firma, ya me había dado cuenta de que mi interpretación inicial era errónea. La idea central que subyace a la TMM tal vez me pareciera estrambótica al comienzo, pero luego vi que resultaba precisa en el plano descriptivo. En cierto sentido, la TMM es una perspectiva no partidista que describe cómo funciona de verdad nuestro sistema monetario. Su poder explicativo no depende de ideologías ni partidos políticos. La TMM más bien aclara lo que es posible en el terreno económico y, por lo tanto, cambia la perspectiva de muchos debates sobre políticas concretas, actualmente encallados en la cuestión de la viabilidad financiera. Se trata, entonces, de una teoría centrada en las repercusiones económicas y sociales de carácter general implícitas en cualquier propuesta de cambio de política, más que en su impacto presupuestario. Abba P. Lerner, contemporáneo de John Maynard Keynes, fue un adalid de este enfoque, que él bautizó con el nombre de «finanzas funcionales». Se trataba de valorar una política por los resultados obtenidos. ¿Controla la inflación, sostiene el pleno empleo y nos aporta una distribución más equitativa de la renta y la riqueza? Eso era lo importante. La cifra concreta que se le dedica en el presupuesto anual no venía (ni viene) al caso.

¿Acaso creo, entonces, que la solución a todos nuestros problemas pasa simplemente por gastar más dinero? No, desde luego que no. El hecho de que no existan restricciones financieras al presupuesto federal no significa que no haya límites reales a lo que el Gobierno puede (y debe) hacer. Cada economía tiene su propio límite de velocidad interno, regulado por su disponibilidad de recursos productivos reales: el estado de su tecnología y la cantidad y calidad de su tierra, sus trabajadores, sus fábricas, su maquinaria y demás material. Si el Estado intenta gastar demasiado en una economía que ya marcha a toda velocidad, la inflación se acelerará. Hay unos límites. No obstante, estos no están en la capacidad del Gobierno federal para gastar dinero ni en el déficit público, sino en las presiones inflacionarias y en los recursos presentes en la economía real. La TMM distingue, pues, los límites reales, por un lado, y las restricciones ilusorias e innecesarias que nos imponemos a nosotros mismos, por el otro.

Es probable que ustedes ya hayan visto las ideas y conceptos centrales de la TMM en acción. Yo los conocí muy de cerca cuando trabajé en el Senado de Estados Unidos. Siempre que surge el tema de la Seguridad Social o que alguien propone en el Congreso que se inyecte más dinero en educación o en sanidad, se alzan voces que hablan de cómo debería «sufragarse» todo eso sin que repercuta en el déficit federal. Sin embargo, ¿se han dado cuenta de que esto nunca parece ser problema alguno cuando de lo que se trata es de ampliar el presupuesto de Defensa, de rescatar a los bancos o de aprobar grandes exenciones fiscales para los estadounidenses más ricos, aun cuando esas medidas impliquen aumentar sensiblemente el déficit? Vemos, pues, que, si cuenta con los votos para ello, el Gobierno federal siempre tiene capacidad para financiar sus prioridades. Así son las cosas. Los déficits no impidieron que Franklin Delano Roosevelt pusiera en práctica el New Deal en la década de 1930. Tampoco disuadieron a John F. Kennedy de impulsar un programa para enviar a un hombre a la Luna. Y jamás privaron al Congreso de apoyar una guerra.

Todo se debe a que el Congreso tiene el control sobre la chequera federal. En tanto de verdad quiera conseguir algo, siempre puede hacer que haya dinero disponible para ello. Si los legisladores quisieran, podrían aprobar leyes —hoy mismo— dirigidas a aumentar el nivel de vida y a facilitar las inversiones públicas en educación, tecnologías e infraestructuras duraderas, que tan cruciales resultan para la prosperidad a largo plazo. La de gastar o no gastar es una decisión política. Como es evidente, siempre han de examinarse a fondo las ramificaciones económicas de cualquier proyecto de ley. Pero el gasto nunca debería circunscribirse a unos objetivos presupuestarios arbitrarios ni a una lealtad ciega a la llamada solidez financiera.

 

 

No creo que fuera casualidad que viera aquella pegatina del Tío Sam en aquel momento concreto, en noviembre de 2008. Las obsoletas creencias en la posibilidad de que el Estado se quedara sin dinero volvieron a ganar terreno durante la crisis financiera de aquel año. La nación se hallaba sumida en la peor contracción de la economía desde la Gran Depresión. Era como si todos nosotros, como país, hubiésemos quebrado junto con una buena parte del resto del mundo. Lo que había comenzado siendo una perturbación en el mercado de las hipotecas subprime se había extendido a los mercados financieros mundiales y había terminado mutando en un colapso económico a gran escala que les había costado el empleo, la casa y el negocio a millones de estadounidenses.[2] Solo en ese mes de noviembre, ochocientos mil estadounidenses perdieron su trabajo. Millones solicitaron acogerse al subsidio por desempleo, los programas de cupones de alimentos, el seguro médico Medicaid y otras modalidades de prestaciones públicas. Con una economía que se deslizaba por la pendiente de una profunda recesión, los ingresos fiscales se despeñaron al tiempo que se disparaba el gasto para sostener a las personas en paro, lo que impulsó el déficit hasta una cifra récord de 779.000 millones de dólares. Cundió el pánico.

Los proponentes de la TMM, yo misma incluida, vimos en ello una oportunidad para ofrecer una serie de audaces ideas en política económica a la Administración entrante de Obama. Instamos al Congreso a aprobar un programa de estímulos sólido, con el que pedíamos también unas «vacaciones fiscales» de las cotizaciones a la Seguridad Social y las retenciones sobre las nóminas, así como ayudas adicionales a los gobiernos locales y de los estados, y una garantía federal de empleo.

El 16 de enero de 2009, las cuatro mayores entidades financieras de Estados Unidos habían perdido ya la mitad de su valor en bolsa, y el mercado laboral sufría una hemorragia de cientos de miles de puestos de trabajo mensuales. Como F. D. Roosevelt en su día, el presidente Obama juró el cargo el 20 de enero, en un momento de gran emergencia histórica. En apenas treinta días desde su llegada a la Casa Blanca, había firmado ya un paquete legislativo de medidas de estímulo económico por un monto total de 787.000 millones de dólares. Algunos de sus asesores más directos habían presionado para aumentar sustancialmente esa cifra y habían insistido en que 1,3 billones era lo mínimo que se necesitaría para evitar una recesión prolongada. Otros, sin embargo, retrocedían horrorizados ante la sola mención de la palabra «billón». Al final, el propio Obama perdió el valor.

¿Por qué? Porque era básicamente un conservador en lo tocante a la política fiscal. Estaba rodeado de personas que le facilitaban cifras dispares y terminó optando por pecar de cauto. Así que escogió una cifra próxima a la parte baja de la horquilla formada por todas las que se le habían propuesto. Christina Romer, la presidenta del Consejo de Asesores Económicos, comprendió que una crisis de semejante magnitud no se iba a poder atajar con esa modesta intervención de 787.000 millones de dólares. Romer defendió la necesidad de un estímulo más ambicioso, superior al billón de dólares, con las palabras siguientes: «En fin, señor presidente, este es su momento de me-cago-en-la-puta. La cosa es peor de lo que creíamos».[3] Ella había hecho los cálculos y había llegado a la conclusión de que podría necesitarse un paquete de hasta 1,8 billones de dólares para combatir aquella recesión, que empeoraba por momentos. Sin embargo, tal idea fue rechazada por Lawrence Summers, profesor de economía de Harvard y exsecretario del Tesoro, que se convirtió en el principal asesor económico de Obama. Summers tal vez hubiera preferido un estímulo mayor, pero le preocupaba que presentarse ante el Congreso para pedir algo que (tan siquiera) se acercara al billón de dólares hiciera quedar en ridículo a la nueva Administración: «La ciudadanía no lo defendería y jamás superaría el escollo del Congreso».[4] David Axelrod, que posteriormente sería uno de los asesores principales del presidente, era también de ese parecer, y le preocupaba que superar el billón de dólares causara en el Congreso y en el pueblo estadounidense una fuerte «impresión» (como la que a mí me había causado la pegatina de marras).

Los 787.000 millones de dólares que el Congreso finalmente autorizó incluían dinero para ayudar a los gobiernos locales y estatales a afrontar la crisis económica, fondos para obras de infraestructuras e inversiones verdes y sustanciales exenciones tributarias para estimular el consumo y la inversión privados. Todo ello ayudó, pero no fue ni de lejos suficiente. La economía se contrajo y, con un déficit disparado ya por encima de los 1,4 billones de dólares, comenzó a preguntarse de manera insistente al presidente Obama por el aumento sin freno de los números rojos. El 23 de mayo de 2009 apareció en una entrevista para el canal televisivo C-SPAN. El presentador del programa, Steve Scully, le preguntó: «¿En qué momento nos quedaremos sin dinero?».[5] El presidente respondió: «Bueno, es que ya nos hemos quedado sin dinero». Y, como quien no quiere la cosa, el presidente acababa de confirmar aquello que la conductora que llevaba la pegatina del Tío Sam en su vehículo había sospechado todo ese tiempo: Estados Unidos estaba en la ruina.

La Gran Recesión, que duró de diciembre de 2007 a junio de 2009, dejó cicatrices permanentes en barrios, localidades y familias de todo Estados Unidos y del resto del mundo. El mercado de trabajo estadounidense tardó más de seis años en recuperar los 8,7 millones de empleos que se perdieron entre diciembre de 2007 y principios de 2010.[6] Millones de personas se debatieron durante un año o más hasta que encontraron nuevamente trabajo. Muchas ya no volvieron a encontrarlo. Y algunas de las afortunadas que pudieron volver a trabajar tuvieron que conformarse con contratos a tiempo parcial o con puestos en los que cobraban sueldos sustancialmente menores que los que ganaban antes. Mientras tanto, la crisis de las ejecuciones hipotecarias de viviendas se tragó ocho billones de dólares en valor inmobiliario residencial, y se calcula también que, entre 2007 y 2009, unos 6,3 millones de personas —incluidos 2,1 millones de niños— cayeron en la pobreza.[7]

El Congreso pudo (y debió) haber hecho más, pero el mito del déficit terminó por imponerse. Hasta tal punto lo hizo que, en enero de 2010, con unas tasas de desempleo disparadas hasta el 9,8 por ciento, el propio presidente Obama comenzó a dar marcha atrás. Ese mes, en su discurso sobre el estado de la Unión, se comprometió a revocar parte del estímulo fiscal con la siguiente justificación ante la nación: «Por todo el país, las familias se están apretando el cinturón y están teniendo que tomar decisiones difíciles. El Gobierno federal no debería ser menos». Lo que siguió fue un periodo prolongado de daño autoinfligido.

El Banco de la Reserva Federal de San Francisco (FRBSF, por sus siglas en inglés) calcula que la crisis financiera y la discreta recuperación que la sucedió privaron a la economía estadounidense de hasta un 7 por ciento de su producción potencial de 2008 a 2018. Me refiero al total de bienes y servicios (y renta) que podríamos haber producido a lo largo de esa década, pero que no pudimos producir porque no apoyamos lo bastante a nuestra economía con la debida protección del empleo y cuidando de que no se echase a la gente de sus hogares. Al no acertar con la política aplicada, propiciamos que la recuperación fuera lenta y débil, lo que supuso un perjuicio para nuestras comunidades y un sacrificio de billones de dólares en prosperidad económica perdida. Según el FRBSF, esa década de crecimiento económico inferior costó a cada hombre, mujer, niño y niña de Estados Unidos renunciar a una riqueza equivalente a unos setenta mil dólares per cápita.

¿Por qué no pusimos en práctica una política que funcionara mejor? Habrá quien piense que la respuesta radica en que el sistema bipartidista ha alcanzado tal nivel de división que el Congreso fue sencillamente incapaz de hacer lo debido, ni siquiera en una situación de catástrofe nacional que amenazaba la seguridad de los estadounidenses de a pie y la de las grandes empresas por igual. Y, desde luego, algo de verdad hay en ello. En 2010, el líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, alardeó públicamente de que «nuestro objetivo principal es que Obama sea presidente de una sola legislatura». Pero los enredos entre partidos no fueron el único obstáculo. La política de la histeria del déficit, de la que ambos bandos eran adeptos desde hacía décadas, actuó como un obstáculo más formidable si cabe.

La asunción de unos déficits más cuantiosos habría posibilitado una recuperación más rápida y robusta, habría protegido a millones de familias y habría evitado la pérdida de billones de dólares de nuestra economía. Pero nadie que dispusiera de poder real luchó por ese incremento. No lo hizo el presidente Obama; no lo hicieron la mayoría de sus asesores principales; ni siquiera lo hicieron los miembros más progresistas de la Cámara de Representantes y del Senado. ¿Por qué? ¿De verdad creían todos que al Estado se le había acabado el dinero? ¿O simplemente temían ofender la sensibilidad de votantes como aquella mujer de la pegatina en el Mercedes?

Nunca podremos usar los déficits para resolver problemas si seguimos pensando que son un problema en sí mismo. En este preciso momento, aproximadamente la mitad de los estadounidenses (un 48 por ciento) dice que la reducción de los déficits presupuestarios federales debería ser una máxima prioridad del presidente y del Congreso. Este libro se propone impulsar a la baja —hasta acercarlo lo más posible a cero— el número de las personas que creen que el déficit es un problema. No será fácil. Para llegar a ese objetivo, antes vamos a tener que desenmarañar con cuidado la intrincada red de mitos y errores de concepto que envuelve a nuestro discurso público y lo condiciona.

 

 

En los seis primeros capítulos del libro se desmontan los mitos del déficit que nos han tenido maniatados como país. Para empezar, me enfrento a la idea de que el Gobierno federal debería diseñar los presupuestos como una familia o un hogar diseña el suyo propio. Tal vez este sea el más pernicioso de todos los mitos. Lo cierto es que el Gobierno federal no se parece en nada a un hogar o a un negocio privado. Y no se parece porque el Tío Sam tiene algo que los demás no tenemos: el poder de emitir dólares estadounidenses. Él no necesita ir a buscar dólares en otra parte antes de poder gastárselos. El resto de nosotros sí. El Tío Sam no puede quebrar nunca. El resto de nosotros sí. Cuando un Estado se empeña en gestionar los presupuestos como si fueran los de una familia particular, pierde la oportunidad de aprovechar el poder de la moneda soberana para mejorar de forma sustancial la vida de sus habitantes. Veremos que la TMM demuestra que el Gobierno federal no depende de los ingresos por vía fiscal ni del endeudamiento para financiarse y que el factor restrictivo del gasto público más importante de todos es la inflación.

El segundo mito es que los déficits son una prueba de que se ha gastado de más. Es fácil que extraigamos una conclusión así, porque todos hemos oído a políticos diversos quejarse de los déficits porque demuestran que el Estado está «viviendo por encima de sus posibilidades»; pero es errónea. Es verdad que, siempre que un Estado gasta más que lo que ingresa por la vía tributaria, registra un déficit en la contabilidad, pero tan solo se trata de la mitad de la historia. La TMM nos explica la otra mitad, valiéndose de una lógica contable muy sencilla. Supongamos que un Estado gasta cien dólares en la economía de su país, pero recauda nada más que noventa en forma de impuestos. La diferencia es lo que se conoce como déficit público. Pero existe otro modo de interpretar esa diferencia. El déficit del Tío Sam genera un superávit para alguien. Eso se debe a que ese «menos diez» del Estado siempre tiene que compensarse con un «más diez» en alguna otra parte de la economía. Pues bien, el problema es que los decisores políticos actuales contemplan esa situación con un ojo cerrado: ven el déficit en el presupuesto, pero no el superávit correspondiente en el otro lado de la balanza. Y como muchos estadounidenses lo pierden de vista también, terminan aplaudiendo los esfuerzos dirigidos a equilibrar el presupuesto, aunque ello les quite dinero del bolsillo. Existe la posibilidad de que un Gobierno nacional gaste demasiado. Los déficits pueden ser excesivamente elevados. Pero la prueba de la extralimitación en el gasto es la inflación, y, la mayor parte del tiempo, los déficits públicos pecan más por defecto que por exceso.

El tercer mito es que los déficits representan una carga para la siguiente generación. A los políticos les encanta echar mano de este mito de forma reiterada y proclamar que, cuando incurrimos en déficits, estamos arruinándoles la vida a nuestros hijos y a nuestros nietos, y cargándolos con una deuda paralizante que algún día tendrán que saldar. Uno de los más influyentes divulgadores de este mito fue Ronald Reagan. Pero incluso el senador Bernie Sanders se ha hecho eco de Reagan y ha dicho: «Me preocupa la deuda. Es un problema que no podemos dejar a nuestros hijos y nietos».[8]

Aunque se trata de una retórica poderosa, su lógica económica no lo es. La historia así lo confirma. Medida como porcentaje del producto interior bruto (PIB), la deuda nacional alcanzó su nivel máximo —el 120 por ciento— durante el periodo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, esa fue precisamente la época en que se levantó la clase media, se disparó la mediana de la renta familiar real y se hizo posible que la generación siguiente disfrutara de un nivel de vida más alto aún sin tener la carga añadida de unos tipos fiscales más altos. La realidad es que

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