Capitalismo o pobrismo (esa es la cuestión)

Carlos M. Reymundo Roberts
Miguel Ángel Pichetto
Miguel Ángel Pichetto

Fragmento

PRÓLOGO I
por Carlos M. Reymundo Roberts

Conocí a Miguel Pichetto hace ocho años. Me lo presentó Federico Pinedo un día mientras almorzábamos en el Congreso. Serio pero cordial, recuerdo de aquel primer encuentro, fugaz, el elogio que hizo de “De no creer”, mi columna de los sábados en La Nación. Apenas estábamos estrechándonos las manos cuando, de pie, me dijo que la leía siempre, no por divertida, sino porque le parecía “inteligente”. Debo haber contestado con la muletilla que, para salir del apuro, suelo usar en estos casos: “Si es inteligente, no es mía”.

En principio nimia y de entrecasa, lo que esta historia tiene de singular, lo que justifica que sea traída a las páginas de un libro, es que Pichetto era en ese momento jefe del bloque peronista en la Cámara alta. Era la principal espada de la presidenta Cristina Kirchner en el Senado. Era uno de los vértices del gobierno que le había declarado la guerra a los “medios hegemónicos”. La columna que él estaba elogiando se nutría semana tras semana, para su cóctel de ironía y mordacidad, de lo que hacía y decía Cristina, de los ministros de Cristina, de los escándalos y corrupciones de Cristina.

A Pichetto nada de eso lo había inhibido. Tampoco la presencia, en mesas vecinas, de otros legisladores. El contexto ayuda a entender mejor el gesto. Unas semanas antes yo había tenido que ver, por una nota sobre un tema menor, a un funcionario de segunda o tercera línea de la Cancillería. Cuando lo llamé por teléfono prácticamente me cortó. Para encontrarnos en un café de Retiro me dio todo un protocolo de instrucciones, igual que en las películas de espías. Cuando por fin lo tuve enfrente, en la soledad de un salón apartado, se disculpó: “Usted sabe, si alguien me ve con un periodista de La Nación…”.

Lo que dijo Pichetto sobre la columna no habla de la columna. Habla de Pichetto. Pinedo, de la bancada opositora, completó la ficha: “Es un caballero y un gran jefe de bloque. Y piensa por sí mismo”.

Desde entonces, empecé a llamarlo con cierta periodicidad. Un viernes, día en el que no hay sesiones, fui a verlo al Senado. Era mayo o junio de 2018: gobernaba Macri. Hablamos durante una hora y media. Ese Pichetto, liberado de los compromisos que había tenido hasta diciembre de 2015, ya había empezado un camino de sinceramiento —seguramente no es la palabra que usaría él— político e ideológico. El camino que dos años después lo llevaría a ser candidato a vicepresidente de la Nación en la fórmula de Juntos por el Cambio.

En aquella charla le escuché argumentos y definiciones que lo ubicaban a un océano de distancia del discurso kirchnerista, que desafiaban viejos cánones del peronismo —tampoco esto sería suscripto por él— y que arrancarían ovaciones en cualquier foro empresarial. Que progresivamente se sentía menos identificado con la orientación de los gobiernos de Cristina, en especial con el segundo, era sabido. Que el kirchnerismo nunca lo tuvo como alguien “del palo”, también. Que defendió ese proceso por disciplina partidaria y porque era su deber como jefe del bloque oficialista lo explica y argumenta ampliamente en este libro. Que terminó abrazando el capitalismo con la pasión de un converso no es, desde hace tiempo, un secreto para nadie.

Su pase al macrismo, dice (Capítulo 1), no fue fruto de una traición, sino de “una larga evolución”.

El año pasado, en una conversación telefónica, me contó que estaba con ganas de escribir algo sobre la “cultura del pobrismo”, es decir, la utilización de los más necesitados con fines políticos y la exaltación de la pobreza como virtud. Está convencido de que esa cultura es uno de los mayores flagelos de la Argentina de estos tiempos. El tema lo obsesiona. En internet, la voz “pobrismo” debería remitir a “Pichetto”. Él no se adjudica haber acuñado el término, pero probablemente sí se le pueda atribuir, en el país, la instalación y difusión del concepto, hoy tan habitual en el debate político. “Claro, Miguel, haga un artículo que se lo publicamos”, lo animé.

Pero él estaba pensando en algo más largo. En un libro. Y no se veía ni con tiempo —es auditor general de la Nación y milita activamente como cabeza de la “pata peronista” de Juntos por el Cambio— ni con disposición para encararlo solo. “¿Usted podría ayudarme, Carlos?”. Nos reunimos un par de veces, organizamos la dinámica, pero fui con el cuchillo escondido. Si él, con una carrera de más de cuarenta años, protagonista y testigo privilegiado de las ardorosas últimas décadas, lector voraz, estudioso de la historia y siempre atento a lo que pasa en el mundo, consultor de presidentes, estaba dispuesto a reflexionar sobre el país, a dar su testimonio, ¿por qué no ampliar la mira? ¿Por qué no analizar los traumas que tienen atrapada a la Argentina? ¿Por qué no poner la lupa sobre la sociedad y sus gobernantes? ¿Por qué no plantearse cuál debería ser el camino de la reconstrucción?

Estuvo de acuerdo. Al hablar del formato, me propuso que fuera una conversación, una suerte de mano a mano. Agradecí su generosidad, pero siempre tuve claro cuál debía ser el rol de cada uno. Yo amo preguntar, y él ama decir lo que piensa. Sería, pues, una entrevista, adaptada a las circunstancias. No suelo ser tan generoso con la extensión de las respuestas de mis entrevistados.

A lo largo de seis meses nos reunimos en su casa de Vicente López, a pocas cuadras de la quinta presidencial de Olivos, y no costó nada hacerlo abordar las cuestiones más variadas y también las más sensibles: la economía, la Justicia, la corrupción, el conurbano, el atentado contra la AMIA (arriesga una hipótesis hasta ahora nunca formulada), la muerte de Nisman, Venezuela, la inmigración descontrolada, el mundo pospandemia, el riesgo de que el país se torne fallido o inviable. Y, por supuesto, el pobrismo, cuyo análisis lo remite invariablemente al papa Francisco.

Pichetto aceptó referirse a cada uno de los presidentes de la etapa democrática —a todos los cuales conoció y trató—, un friso particularmente interesante al que no le faltan episodios inéditos, como sus peleas con Néstor y Cristina Kirchner. Revela qué leyes de esos dos presidentes le costó más votar, vuelca elogios sobre Alfonsín y Menem, desgrana la caída de De la Rúa, rescata el corto mandato de Duhalde y hace pasar por un filtro los años de Macri.

Sin apartarse de su tono medido, equilibrado, habla de la anomalía del actual gobierno y de lo cambiado que lo ve a Alberto Fernández: “No parece la misma persona”.

Como dije, conozco a Pichetto desde hace muchos años. En realidad, creía conocerlo. Hablar con él —en rigor, escucharlo— todas las semanas durante medio año fue un ejercicio periodístico e intelectual invariablemente rico. Me permitió descubrir a un político, y a la política, en estado puro, saber de qué aleación están hechos los de su raza y meterme en la cabeza de un hombre de Estado. Eso es él: alguien que piensa en términos

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