La comuna de Buenos Aires

María Moreno

Fragmento

A veinte años

La comuna de Buenos Aires. Relatos al pie del 2001, que fue publicado en 2011, al parecer no merece acotaciones actuales, o me falta imaginación. El prólogo y el breve ensayo final dedicado a la intemperie los podría haber escrito hoy. Entre sus protagonistas, a muchos de los cuales perdí de vista, registro nuevos muertos: Horacio González y Gastón Pomares, el brillante filósofo nacional que fingía ser sociólogo y el croto ilustrado devenido dandy en la miseria; las dos travestiarcas Lohana Berkins y Diana Sacayan; Elsa Mura, la histórica archienemiga del Lobo Vandor, y Bernardo Hughes, el sacerdote pasionista capaz de poner una foto de José Luis Cabezas sobre el techo de un pesebre. Pero… ¡pero!, La comuna de Buenos Aires era la apología de la calle como fiesta política, los comuneros se movían a una distancia que les permitía sentirse el aliento, en una hospitalidad de brazos abiertos; la pandemia separó mezquinamente los cuerpos para que baste la salud, el alcohol en gel resecó las pieles blanqueadas por la vida de interior —algunos tránsfugas desobedecieron las medidas de cuidado pretendiendo expropiar una palabra sagrada: libertad—, los barbijos y las máscaras ocultaron aquello que más invita a la empatía y la identificación: el rostro humano. La comuna de Buenos Aires es, entre otras cosas, un archivo vivo de agudos debates entre linajes políticos, muchos de los cuales se estrenaban en la insurrección, que hoy parecen extintos y sustituidos por el arte de la injuria sin arte y el odio a las ideas cultivado en los años macristas. Es mi ilusión que este libro sea capaz de despertarlos a los días presentes.

A diez años

Escribí esta serie de crónicas y entrevistas a lo largo de los meses que siguieron al día en que miles de personas desobedecieron la orden de estado de sitio llenando la Plaza de Mayo. No había nadie en el balcón, las banderas estaban replegadas. Parecía haber caducado la palabra “pueblo” y comenzaba a desarrollarse una tímida escolástica en torno a la más precaria de “multitud”. Ni nuevo 17 de octubre, ni caída del Palacio de Invierno, ni Segundo Cabildo Abierto; esa precipitación indignada que incluía a muchos recienvenidos a la protesta social aspiraba, aun en sus versiones más nihilistas, a un sueño de refundación.

Algunos textos fueron publicados en el diario Página/12, el resto fue escrito, en un principio, siguiendo el plan de publicar un registro inmediato de los acontecimientos que luego abandoné para hacerlo conocer en un destiempo capaz de darle a la totalidad del material el aire de un documento múltiple en que ningún análisis político —que es el nombre realista de la profecía—, como podrá advertirse, incluyó la posibilidad del ascenso presidencial de uno que podría venir luego del “que se vayan todos”: Néstor Kirchner.

O tal vez el arte de la profecía deba consistir en una ambigüedad tal que permita leer esa venida en lo que la militante Elsa Mura enuncia con imágenes como “acá se está cocinando algo”. Lo que es seguro es que es preciso leer aquellos días sin la usura de medir sus rentas; quizá bastara con —otra metáfora— definirlos módicamente como “el piso de la próxima vez”, como hizo Martín Caparrós. Pero los avatares del presente contienen figuras de entonces: las invenciones de la resistencia en la lucha por el territorio, la comunión por fuera de las genealogías de partido, las mutaciones del lenguaje bajo el peso del acontecimiento, la fiesta de imaginar que nombrando se actúa. A diez años, el mismo espectro en salud sobre las cosas del poder: Eduardo Duhalde.

Unos podrán reconocer en este testimonio a coro el tintero de Carta Abierta, otros se apresurarán a convocar a la picaresca para advertir que el ave fénix —una figura recurrente para aludir al 2001, en veta optimista— fue en realidad pato o gallareta.

Diez años después la muerte ha teñido con la pena el tono de comedia de ciertas polémicas como la de Nicolás Casullo y Horacio González respecto del concepto de “aristocracia” —Casullo murió el 9 de octubre de 2008—. Ya cuando este libro estaba en etapa de producción, murió Martha Ferro, esa dandy cuyo estilo de cronista popular mezclaba a Juan Carlos Chiappe con Allen Ginsberg. El mismo “venido” después del “que se vayan todos” —aunque no inmediatamente—, luego de una trayectoria veloz y polémica, yace en su tumba de Río Gallegos después de ser despedido como un santo popular. Que yo haya utilizado en el retrato de González la metáfora “biblioteca nacional” es una casualidad jocosa: hoy González dirige esa institución.

En tono más barrial: el Parque Rivadavia en donde Silvia Delfino se dejaba jaquear los saberes durante las asambleas está enrejado, nuevos centros culturales se ofrecen en los antiguos espacios donde alguna ex militante de la UCD había hablado ignorando que citaba a Bakunin, algún “sin techo” socializaba a un grupo de nuevos pobres el mapa mental de los lugares en los que era posible comer, dormir, ducharse y vestirse gratis en Buenos Aires, algunos fieritas de esquina descubrían que eran acompañados en el acto político de abuchear en masa.

He respetado las sintaxis personales y las vacilaciones retóricas propias de quienes tantean la palabra adecuada para aludir a un momento en el que primaba la impresión de que se habían quemado todos los libros mientras se conservaba la sospecha de que nada es totalmente nuevo ni escapa a la Historia. No he suprimido las preguntas que revelaban mi identificación tan inmediata como sucesiva con cada uno de los entrevistados hasta convertirme en una suerte de Zelig periodístico. El mayor o menor detalle o matiz íntimo de los retratos que encabezan cada entrevista depende tanto de las efusiones de la amistad como del pudor que exigen los encuentros contados y primerizos.

A tono con esos días donde se desestimaba toda forma de representación, seleccioné a mis interlocutores de acuerdo con su cortesía y mi curiosidad.