La perversión del anonimato

Álex Grijelmo

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

El anonimato es imprescindible en unas ocasiones, y deplorable en otras. Por tanto, el debate sobre su amparo o proscripción no se puede resolver de un plumazo, sino que requiere detenimiento en la exposición, sosiego en el análisis y comedimiento en el juicio.

En el proceso para acercarse a este problema, han de tenerse en cuenta los casos en que el anonimato debe protegerse como si fuera uno más de los derechos de la persona, pero también se habrán de considerar aquellos supuestos en que el anonimato se usa precisamente para atacar… los derechos de la persona. Especialmente, los derechos de quienes sufren en su intimidad, su honor, su imagen o su economía; es decir, los de quienes son estafados o engañados por autores desconocidos; los de quienes padecen infamia, injuria, calumnia o acoso gracias a la ocultación que practican sus criminales perpetradores. Las acciones anónimas han provocado suicidios, depresiones, injusticia, hechos que difícilmente habrían ocurrido sin esa ocultación.

¿Sería posible regular el anonimato de modo que se protegiese su función positiva y se censurase en todo aquello que supone impunidad en un Estado democrático de derecho? No es fácil. Pero a la hora de proponérselo conviene empezar por una visión omnicomprensiva del asunto.

Esta obra razona y argumenta sobre ello, partiendo de la importancia del nombre propio en la historia y en la cultura, pasando por el relato sobre quienes se vieron obligados a esconderlo; para llegar finalmente a los atentados propiciados por su ocultación perversa.

CAPÍTULO I

 

 

 

 

1. ELOGIO DEL NOMBRE PROPIO

 

La firma más antigua que se conoce se debió a un acto de responsabilidad.

Un contable sumerio estampó su nombre junto a los datos de las cantidades de grano que entraban en un almacén, para asumir con esa identificación personal todo aquello que registraba. El contable se llamó Kushim.

Comenzaba así hace más de 5.000 años la interminable serie histórica de los nombres propios; y la inició alguien que respaldaba mediante la escritura del suyo la veracidad y comprobación de unos números; y que de tal forma puso la primera piedra de una creación cultural que derivaría, siglos y siglos después, en todos nuestros nombres y apellidos, pero también en el ejercicio de los registradores de la propiedad, los notarios o escribanos, los funcionaros, los auditores, los relatores, los censores de cuentas o los inspectores fiscales; un invento que permitiría elaborar censos y catastros, listas de admitidos o rechazados, candidaturas electorales, árboles genealógicos, lugares en la historia. La identificación de cada individuo es el pilar sobre el que se apoya la actual organización del mundo.

A partir de aquel hecho primigenio, la humanidad ha construido toda una cultura en torno al nombre, símbolo y requisito de una evolución compleja y firme, la esencia de la civilidad. Un fenómeno que se ha dado en todas las agrupaciones humanas, sin excepción; próximas o lejanas, cultivadas o salvajes.

El nombre propio forma parte de la conciencia individual, canaliza la percepción que cada persona tiene de sí misma y la imagen que aprecian en ella los demás; y nos inserta en el funcionamiento de las sociedades.

Para las civilizaciones primitivas, la denominación de una persona representaba una manifestación de su espíritu. En el antiguo Israel se llegó a creer que los niños carecían de alma hasta que recibían un nombre hebreo.[1] Porque hasta ese momento mostraban la condición de nadies, de innombrados y por tanto de inexistentes.

Las palabras que nos designan constituyen, pues, un cajón donde se depositan uno tras otro, día a día, los actos de cada cual. Todos ellos aparecen ante la vista de los demás al abrirlo.

La cultura cristiana, como también otras, solemniza el acto de nombrar a un ser humano por vez primera, y ha establecido a su alrededor la liturgia del bautizo. En la Grecia clásica se celebraba la anfidromia (de anfi-, ‘alrededor’; y dromia, ‘carrera’), ceremonia en la que se corría en torno a una hoguera y en la cual se cumplía con el ritual de otorgar nombre a una criatura tras ponerla bajo la protección de los dioses invocados y convocados; y todavía hoy llevamos en nuestros documentos de identidad la evocación y la advocación de los mitos: Sofía, Elena, Atenea, Alejandro, Dionisio, Selena…, a quienes llamamos así en nuestro auxilio; en el doble valor del verbo: los denominamos y los emplazamos.

Por eso el anonimato, en sus facetas perversas, constituye una afrenta a toda la cultura del nombre propio que se fue desarrollando desde la Antigüedad, y que evolucionó poco a poco hacia una regulación legal y administrativa como garantía de las sociedades, salvaguardia de derechos, exigencia de deberes y signo de la evolución.

Pero todo empieza para nosotros con aquella persona llamada Kushim, un sumerio que vivió entre los ríos Éufrates y Tigris, más cerca del Éufrates que del Tigris, en la antigua Mesopotamia, actual sur de Irak, durante la segunda mitad del cuarto milenio antes de Cristo. El nombre propio más antiguo al que hemos llegado en nuestro viaje hacia atrás en el tiempo.

Kushim puso su firma en una tabla de arcilla para certificar con su antropónimo que en el almacén de grano que administraba, sito en Uruk, habían entrado 29.086 medidas de cebada en 37 meses, lo cual equivale a unos 100.000 litros de ahora.[2]

Uruk reunía unos 50.000 habitantes, y constituía entonces la mayor aglomeración humana del mundo. Por sus calles polvorientas florecían el comercio y los transportes de mercancías, los productos del campo se movían para su transformación, se preservaban del deterioro y se contabilizaban. Los almacenes de grano compraban la producción agrícola, y alguien debía ocuparse de abonar al proveedor el precio convenido y luego anotar los volúmenes guardados para su posterior uso y distribución. A las puertas de ese edificio donde trabajaba Kushim, levantado a base de ladrillo cocido, se veía el trajín del comercio resplandeciente y el ir y venir de los carruajes cargados, a los que se agarrarían los chiquillos juguetones de buena familia que se dirigían a las escuelas sumerias, pioneras en nuestra civilización y que se desarrollaron precisamente a partir de la invención de la escritura. Ahora bien, los muchachos no podían perder el tiempo porque sus mayores ya sabían medirlo con exactitud y anotar el movimiento de los astros. Fueron ellos los que dividieron el año en 12 meses.

El puntilloso Kushim era considerado sin duda persona respetable y educada, condiciones ambas que le podemos suponer porque sabía contar grandes sumas y escribirlas. Tenía a su cargo un gran depósito de bienes, y debía aplicarse en la delicada labor de dar fe de las cantidades que se guardarían en él. Esas cuentas había de avalarlas con su palabra y, sobre todo, mediante su firma. Con ella ponía en juego su propio crédito y su personal prestigio como contable.

Así pues, la rudimentaria rúbrica de Kushim respaldaba la contabilidad de las transacciones y la fiabilidad de los datos: lo certificaba él. Con su firma se hacía responsable tanto de lo consignado como de cualquier error que se descubriese, una negligencia por la que podría incluso ser castigado. Aún faltaban más de mil años para que ese mismo pueblo concibiera los 262 artículos del código de Hammurabi, pero ya se aplicaban las leyes de la costumbre, eso que los romanos nos harían llamar “el derecho consuetudinario”.

Mediante un sencillo acto contable, Kushim se convertía así en el primer verificador que los siglos venideros reconocerían como tal. Con su firma se hacía acreedor de todo el mérito del trabajo y del prestigio de su posición. Pero también asumía la culpa de una eventual aritmética fallida. Y en efecto. Como todo ser humano, incurrió en errores, según se ha descubierto más de 5.000 años después de que los cometiera; ciertas cifras le bailaron, no cuadraba la anotación de algún total con las sumas parciales: 15 tazones de grano de diferencia, poca cosa. Hay quien ha querido ver en esos leves fallos matemáticos un fraude en la administración de la cebada, que tal vez Kushim desvió para su propio consumo. ¿El primer firmante fue también el primer corrupto? Nosotros seremos más benevolentes: un error lo tiene cualquiera.

Entonces como ahora, con el nombre viajaban el reconocimiento, la responsabilidad, la culpa. Porque, según ha escrito el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, ya en nuestro siglo, “la confianza puede definirse como una fe en el nombre”. No en el hombre, sino en el nombre como espejo de aquel.[3]

Antes de que los seres humanos inventaran la representación de las cifras y de los productos, ya fuera por escrito o mediante sistemas de cuerdas con nudos, la contabilidad se manejaba de memoria. Después, la escritura constituyó un avance descomunal para el control de las propiedades y de las reservas de alimentos. Esa necesidad de apuntar los bienes acumulados fue lo que estimuló la aparición de los primeros ideogramas sumerios, destinados a representar las palabras que se habían empezado a usar unos 100.000 años atrás y que antes solamente vivían en el aire. El tremendo avance que supuso la escritura no lo activaron ni los cuentos tradicionales ni los refranes que ya usaban aquellas gentes y que siguieron en la memoria durante muchos siglos, sino la necesidad imperiosa de anotar las propiedades y dar fe de su volumen.

Esa escritura, siquiera fuese rudimentaria aún, originó la burocracia, la Administración, la contabilidad, el control de los bienes y de la riqueza, tanto pública como privada. Escribir significaba, además, dejar algo registrado para el futuro.

Corrían buenos tiempos en la época de Kushim. Florecía el comercio; los artesanos daban salida a sus cueros, las maderas talladas, sus cestos; los albañiles arreglaban desperfectos en las calles; las panaderías agotaban las hornadas, los mercaderes llevaban de acá para allá los productos de Uruk. Se construían casas, se producía más y mejor, aumentaba el consumo. Subía la recaudación de impuestos. El exceso en la producción de cebada y otros cereales obligaba a guardar el grano en previsión de las cosechas flacas o de los días de penuria.

Además, estaba aumentando notablemente el número de habitantes en la ciudad y hacían falta precauciones ante eventuales desastres. Entre ellas, las reservas de grano.

Para sus anotaciones, Kushim utilizó la escritura pictográfica cuneiforme que su pueblo ya dominaba algunos siglos antes de que nacieran los jeroglíficos egipcios. En ella, un tipo de signos representaba las cifras; y otro, las ideas. Disponían de trazos determinados para lo que ellos consideraban números redondos: 1, 10, 60, 600, 3.600 y 36.000 (enseguida explicaremos por qué 60 o 3.600 les parecían redondos en esa serie), y de dibujos fijos para lo que ahora llamamos palabras. El sistema gráfico se asemejaba a nuestro contemporáneo lenguaje gestual destinado a personas sordas, en el cual las formas creadas por las manos transmiten ideas que se descodifican con facilidad una vez que se ha comprendido el código.[4]

Aquella escritura no se basaba, pues, en letras ni en números, sino en símbolos y dibujos que los expertos de nuestra época han desentrañado con el tiempo, no sin dificultades. Algunos trazos se podían asociar directamente con figuras humanas o de animales, o de objetos, y deducir así su sentido. Pero ¿cómo se han podido descodificar los antropónimos? No ofrecía dificultad deducir la palabra perro a partir del dibujo de un perro, pero ¿cómo se dibuja un nombre propio, previo a los caracteres que nos permiten pronunciarlo?

En el sistema sumerio de escritura, el sonido de los nombres de persona partía de una cierta complejidad de ideas y signos que permitía reproducirlo fonéticamente, pese a carecer de las letras que ahora pueblan este libro y nuestra cultura.

Los animales, los seres humanos y otros elementos de la naturaleza se reflejaban en Sumeria mediante representaciones muy esquemáticas, que se correspondían a su vez con palabras orales o sonidos: voces preexistentes a la escritura. Más adelante, las sílabas iniciales de esos vocablos representados con dibujos de personas, objetos o animales se empezaron a usar tan sólo con su valor fonético; sin vinculación semántica, sin relación con el concepto que reflejaban. Así (y llevando el ejemplo anacrónicamente a nuestro idioma con fines meramente divulgativos), las representaciones gráficas de caballo y de león servían para formar fonéticamente el nombre Cale (Ca-le). Pues bien, de ese mismo modo nació el antropónimo Kushim, a partir de ku (un sumerograma que significaba ‘arma’) y de šim (equivalente de ‘perfume’).[5]

Eso sirvió no solamente para construir de forma gráfica los nombres propios, sino también para escribir más palabras.

En efecto, el primer signo que conforma en la tablilla sumeria la firma Ku-shim (el dibujo de un rectángulo alargado con una especie de punta) evoca la simplificación de una espada, el arma por antonomasia entonces. El segundo, por su parte, parece un frasco de perfume (un recipiente que sería de barro cocido), o tal vez un barril.[6] Pero no se han de traducir esos signos como ‘arma perfumada’ al combinar las dos palabras base, lo cual no tendría mucho sentido. Nos hallamos ante iniciales de palabras-símbolo que se convirtieron luego en palabras-sílaba: ku y šim forman Kushim. Un simple y decisivo nombre propio.

El ingenio de los sumerios, probado en inventos como las ruedas de los carros, el disco de alfarería o las poleas de las presas para el agua, o las primeras norias, se manifestaba aquí con toda su intensidad. Vista la historia que ahora sabemos sobre lo que ocurrió hace miles de años, debemos reconocer que solamente a los sabios de sumeria se les podía ocurrir un avance de tal calibre.

 

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El sumerograma que se leía “Kushim”.

 

La inteligencia humana no creó para los nombres unos logogramas (dibujos de palabras o de conceptos), sino unos silabogramas (dibujos que representaban sonidos o secuencias fónicas). La deducción de los equivalentes fonéticos para los trazos que en sí mismos no ofrecen pistas sobre su descodificación oral se ha alcanzado gracias a que los investigadores hallaron documentos bilingües de aquellos siglos, y hasta trilingües, lo cual ha permitido relacionar o vincular los remotos símbolos supervivientes del sumerio con los sonidos que más tarde se reflejarían con letras en el acadio.

En una de esas columnas de equivalencias, el dibujo vertical que acompañaba a los apuntes de cebada —el que evoca un arma de piedra— se corresponde en las tablas bilingües o trilingües con el valor de ku; y el segundo —el que parece un frasco—, con el de šim; normalmente transliterado en las lenguas occidentales como “shim”.[7]

 

 

De ese modo se pudo llegar a reconstruir el nombre propio más antiguo de los conocidos por la humanidad.

En el pequeño bloque de arcilla utilizado por el atento contable, se ven en primer lugar unos signos que señalan dos cantidades totales (las cifras 29.086 y 37); en la parte central inferior apreciamos una hoja de cebada, y a su izquierda se identifica un inmueble, tumbado para facilitar su escritura en el renglón, que representa la fábrica cervecera (con su chimenea y todo). Después se observa otra gavilla, pero ahora dentro de un envase. (Cebada y en botella: ¿cerveza?). Y finalmente, los símbolos ku y šim, escritos en la parte inferior izquierda.

Así se formaban los nombres propios. Pero el sumerio, una lengua no indoeuropea rodeada de lenguas indoeuropeas, creaba también palabras por yuxtaposición de otras. Por ejemplo, con dub (‘escritor’) y sar (‘tablillas’) se formaba dubsar: ‘escriba’. La combinación lu-gal (‘gran-hombre’) significaba ‘rey’.[8] Nacía de ese modo la escritura silábico-ideográfica, que progresaría luego siglo a siglo en sus códigos de representación.

La identificación de conceptos y palabras se lograba además mediante una suerte de metáfora: el dibujo de un zorro se asoció con la astucia; la lechuza, con la sabiduría; la lágrima en un ojo, con la tristeza; una cabeza y un pan, con el verbo comer; y una oreja, con el acto de oír o de escuchar.[9]

 

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Miles de años después, los emoticonos básicos de nuestros teléfonos móviles o celulares no han logrado un gran avance respecto a la escritura sumeria.

Con los siglos, este idioma acabó desplazado por el acadio (que disponía de 600 signos); y por el arameo (que con el tiempo construiría un alfabeto de 22 letras), antecedente a su vez del babilonio. Ahora el árabe ocupa ese territorio.[10]

El sumerio tuvo vigencia en un amplio periodo como lengua culta usada por los escribas, y, aunque llegó a convivir con el avance acadio, terminaría desapareciendo; igual que ocurriría con las lenguas de la península Ibérica que se hablaban antes de la invasión de los legionarios de Roma: solamente sobrevivió el euskera, el único idioma prerromano peninsular que está en uso hoy en día, puesto que el País Vasco no fue romanizado. Sus lenguas hermanas del resto de la Península (o al menos vecinas) se perdieron.

Sin embargo, ya nunca desaparecería Kushim.

Quien oyera en aquella época ese nombre, pues, no pensaría ni en la espada ni en el perfume (ku y šim), sino en alguien que se llamaba así, Kushim. La palabra se había independizado de su origen para convertirse en un fonograma.

Por tanto, un mismo símbolo podía equivaler a un sonido, a un objeto o a una idea. Trabajo arduo para los descifradores de nuestra era, tarea sencilla para quienes estaban familiarizados con aquella escritura. Poca gente, por otro lado: los poderosos, los registradores, la Administración en general. La inmensa mayoría de los habitantes de Uruk eran analfabetos.

A su vez, el reflejo de las cantidades almacenadas por Kushim se basaba en representaciones de círculos grandes o pequeños o en dibujos con forma de cuenco o tazón y con un punto dentro, y representaban como hemos dicho el 1, el 10, el 60, el 600, el 3.600 y el 36.000. De la combinación entre todos, cada uno con su significado numérico, sale la cifra de 29.086 medidas de cereal en 37 meses que anotó el contable.

¿Cómo se produjo esa evolución desde los ideogramas a los alfabetos con los que ya escribimos hoy en día nuestros nombres mediante letras? Por pura lógica. Las continuas representaciones de animales, plantas y humanos aconsejaron simplificar los símbolos que los contables de la época habían de trazar continuamente, primero en tablillas arcillosas y más tarde en papiros más manejables (mediante el uso de la tinta, otro ingenioso invento), manufacturados a partir de los tallos de la planta así llamada, de la familia de las ciperáceas: papiro. Como les parecía una pesadez diseñar a cada rato un buey, un caballo o una espiga que representase la cebada…, poco a poco hicieron esos dibujos más esquemáticos, más próximos a lo que acabarían siendo las letras.

Por ejemplo (y en un proceso que no ocurrió de un día para otro, sino que duró siglos), el esquema de representación de un buey (pronunciado álef en el lenguaje del Oriente Próximo, eleph en el hebreo bíblico, alef o aleph en la primera letra del abecedario hebreo) terminaría simplificándose en un trazo muy parecido a lo que ahora es la letra a minúscula en distintos alfabetos, entre ellos el latino, el griego y el árabe, a partir de la reducción al máximo de una cabeza de res con dos cuernos, que fue perdiendo rasgos hasta llegar a la letra a que usted acaba de ver. Ahí está, pues, el origen.

Finalmente, las letras, en su evolución desde los dibujos, no solamente simbolizaban al animal o al objeto que habían de representar, sino también el sonido inicial con el que se pronunciaba su nombre en la voz de aquellas personas primitivas. (Primitivas, pero no tanto: ¡ya podían escribir!).

Los sonidos de los grafemas sumerios se han podido reconstruir del mismo modo que se ha llegado hasta el indoeuropeo: por su reflejo en otros idiomas emparentados que sí constarían más tarde de una escritura fonética. El mejor camino se basó en examinar cómo evolucionaba un determinado signo sumerio hasta convertirse en letra en otras lenguas derivadas. El principal auxilio en esta tarea lo prestó el acadio, a lo cual contribuyeron los hallazgos de escritos bilingües en los que aparecía ese idioma.

Todo ese proceloso desarrollo hacia atrás del conocimiento histórico de las lenguas nos ha permitido llegar hasta Kushim, a sus datos, a su escritura y a su pronunciación.

A partir de esa suerte de hecho fundacional del nombre propio, ya fuera el de Kushim o el de cualquier persona anterior o posterior cuyo rastro se perdió porque no alcanzó a figurar en ningún documento conocido; desde que alguien dibujó su firma bajo unos datos, los seres humanos se podían presentar ante sus contemporáneos y ante los sucesores como individuos reconocibles. En ese instante se iniciaba el camino para referirse a alguien con expresiones de elogio o de censura, aceptarlo en la comunidad, en la tribu, en el poblado; o, por el contrario, repudiarlo. Con el nombre propio se desarrollarán también el ego y la humillación, la honra y la deshonra.

La palabra Kushim, que aparecerá en 18 tablillas distintas, se convirtió de ese modo en el más antiguo registro de que alguien asumía sus actos por el procedimiento de relacionarlos con su personalidad. En la arcilla se estampaba su firma,[11] ahí estaba él para respaldar con su propia persona que las medidas de cebada amontonadas se correspondían con las anotaciones de su puño y letra (lo de letra es un decir actual; Kushim no llegaría a conocerlas).

 

 

La industria de la cerveza bien puede enorgullecerse, pues, de haber contribuido a este hito histórico gracias al administrador de la cebada.

Al escribir aquí que todo eso ocurrió “hace más de 5.000 años”, estamos diciendo que sucedió hacia el siglo XXXIII (¡el 33!) antes de Cristo, lo cual sirve mucho mejor para formarse una perspectiva sobre la distancia de aquel contable y la de nosotros respecto del nacimiento del Mesías: Kushim se encontraba todavía más lejos del bíblico advenimiento que quienes habitamos la Tierra en el siglo XXI; él por delante y nosotros por detrás.

La escritura cuneiforme (o ‘en forma de cuña’, del latín cuneus, por la terminación de los palillos empleados para grabarla en la arcilla, material muy abundante en la zona) había nacido antes de que terminara el cuarto milenio antes del Mesías. Después, de generación en generación, las escuelas de escribas fueron transmitiendo la técnica que hasta los niños podían aprender sin esfuerzo. Kushim solamente necesitaba un palillo, un junco o una pluma de ave cortados en su punta oblicuamente con forma de cuña y un pequeño mazacote de la arcilla abundante en la zona, formar una bola con ella; aplanarla después, pero con un cierto grosor, para marcar los signos con el puntero sin que se rompiese; alisar la superficie con un poco de agua; golpear sus curvas izquierda y diestra con la mano plana para formar un cuadrado, o más bien una forma oval, como el circuito de las 500 Millas de Indianápolis; trazar unos renglones horizontales y verticales, en forma de rejilla, con el lateral del palito…, y escribir a continuación sobre ese soporte mediante incisiones más largas o más cortas, en función de cómo inclinase el ligerísimo instrumento, para distinguir unos signos de otros. Después dejaría secar esa tablilla, que viajó en el tiempo durante más de 5.000 años para llegar a nosotros.

El más reciente testimonio de esta técnica de registrar ideas data del año 7 antes de Jesucristo. Siglos después caería en desuso porque la desplazó el sistema semítico de escritura que da lugar al árabe, al arameo y al hebreo, entre otras lenguas.[12]

Con Kushim y otros como él surgía así una verdadera red administrativa que garantizaba por escrito los derechos de los sumerios en todo lo relacionado con sus propiedades, heredades, suministros… Ninguna transacción se consideraba válida si no se anotaba en una tablilla.[13]

Las gentes que caminaban por las abarrotadas calles de Uruk y que miraban con curiosidad a los comerciantes en sus estaribeles podían sentirse seguras porque las defendía una muralla de más de 9,5 kilómetros de perímetro y tres metros y medio de ancho, jalonada por 800 torres semicirculares, con dos puertas de acceso, una al sur y otra al norte; pero sobre todo vivían tranquilas porque sus pertenencias y sus intercambios se garantizaban por escrito.

Parece evidente que, del mismo modo que Kushim plasmó su firma y con ella su palabra de honor sobre las cantidades que custodiaba en el almacén, habría de surgir entonces la necesidad de escribir los nombres de quienes entregaban la mercancía o pudieran resultar beneficiarios en otros repositorios. Los comerciantes estarían muy interesados en eso, pero también los dueños de casas o de terrenos. La necesaria constatación sobre la propiedad de los bienes impulsó la escritura.

Aquel rudimentario sistema de signos le permitió a Kushim llevar su nombre del sonido al documento. Desde lo volátil a lo imperecedero. Algo que no había estado al alcance de quienes dibujaron los bisontes en la cueva de Altamira hace unos 20.000 años: ignoramos sus nombres. Ellos (o ellas, desconocemos también su sexo) no firmaron sus pinturas rupestres. De haber podido hacerlo, la historia de la primera rúbrica habría quedado vinculada a un acto artístico y, por tanto, se habría relacionado con la vanidad y con el orgullo de la autoría. Sin embargo, la historia ha querido referirla a un apunte registral y a la asunción de una responsabilidad; al acto de dar fe y de poner en juego la propia imagen y la honorabilidad individual, vinculadas a unos datos.

Aún pasarían muchos siglos hasta que se firmase una obra literaria. Ese hito corrió a cargo de una mujer, la acadia Enheduanna de Akhad (o Acad), y ocurrió hace 4.300 años, casi un milenio después de que Kushim dejara su impronta y 1.500 años antes de que alguien llamado Homero desplegase sus relatos épicos, en el siglo VIII antes de Cristo.

Enheduanna vivía en un ambiente culto, como los pocos privilegiados que ocupaban puestos de relieve. Residía en un palacio, conforme a su condición de princesa, hija de Sargón el Grande; vestía ropas elegantes y adoraba, en los dos sentidos de la palabra, a su diosa Inanna. Seguramente tuvo un carácter firme, que la animó a luchar contra alguien que intentaba arrebatarle su posición en el templo: Lugalanne. En eso contó con la ayuda de su diosa, a quien le respondería con poética gratitud a través de algunos de los 42 himnos y poemas que elaboró y que se pudieron descifrar en 37 tablillas donde se aprecia su firma, halladas en Ur y en Nippur. Esta rúbrica la trazó seguramente para respaldar con ella y con el prestigio de su estirpe los escritos que dejaba impresos sobre la arcilla, y para que sus coetáneos recibieran testimonio de su fe y de los beneficios que le reportaba.

La personalidad de esa mujer se descubrió en 1926, durante los trabajos de excavación acometidos por el arqueólogo británico sir Leonard Woolley en lo que fue la ciudad de Ur (Sumeria). Una de las piezas recuperadas, un bajorrelieve, mostraba el perfil de la autora y una inscripción con sus datos: sacerdotisa en el templo de Inanna e hija de Sargón, el fundador del imperio asentado en lo que hoy es Irak.[14]

El nombre “Enheduanna” agrupa los elementos sumerios en (‘sacerdote’), hedu (‘adorno’) y ann (‘cielo’), lo que permite reconstruir el sentido intencionado de “Sacerdotisa ornamento del cielo”.

Kushim y Enheduanna se sitúan así en el origen de dos misiones cruciales que ha venido desempeñando la firma (es decir, el nombre propio de un ser humano): por un lado, avalar algún hecho, dar fe de él; y, por otro, proclamar la autoría de una obra con la esperanza de que los demás la reconozcan por su valía y de que redunde en la buena fama de quien la haya redactado.

Los sumerios desempeñaron el papel fundacional de ambas facetas: tanto la autoría literaria, incluidos los poemas que se elevaban a los dioses y con ellos la impronta personal de su artífice, como la certificación de un origen o de un acto.[15]

Aquel pueblo de la Antigüedad desarrolló por tanto la mayor tecnología que podía encontrarse en esos tiempos, la escritura; y con ella consagró los nombres propios como actos de responsabilidad y de asunción de lo escrito por una persona.

Los primeros símbolos sumerios (todavía no alfabéticos) representaron ovejas, bueyes… y necesitaban algún tipo de numerales. Quienes sabían usar el pincel en cuña y las tablillas arcillosas para trazar ideas llegaron a manejar unos 1.500 dibujos distintos,[16] muchísimos con un sentido abstracto. Una parte de ellos todavía no se ha conseguido descifrar.

Los integrantes más capacitados y formados de aquella sociedad podían contar con los dedos (de 10 en 10) y también con las falanges (de 12 en 12): tres falanges por cada uno de los cuatro dedos largos; excluido por tanto el pulgar, que se accionaba hacia el interior de la palma hasta tocar cada una de ellas. Esas 12 falanges de una mano multiplicadas por los 5 dedos de la otra suman… ¡60! Un número redondo entonces. Cada docena de falanges se representaba levantando sucesivamente cada uno de los dedos de la otra mano.

Convivían así el sistema decimal y el sexagesimal, lo cual nos ha dejado rastros que perviven con vitalidad en nuestros días: contamos los huevos por docenas y el día por dos veces 12 horas (que a su vez son dos veces 6, igual que los meses); la hora consta de 60 minutos; y el minuto, de 60 segundos. Pero luego cada segundo se divide en décimas, centésimas o milésimas, mientras que los círculos constaban entonces, y aún constan ahora, de 360 grados. Todas esas cifras son para nosotros tan redondas como la circunferencia de un reloj (de 60 minutos). Y lo eran para los sumerios.

Con estas rudimentarias herramientas de la inteligencia, aquel pueblo establecido en Mesopotamia desarrolló una cultura crucial para la humanidad, porque trazó una línea imaginaria entre dos grandes épocas: la prehistoria y la historia. La prehistoria carecía de nombres propios y murió con los sumerios. La historia nació con ellos, con Kushim y con su firma; y con los datos numéricos que respaldó. Con el primer nombre conocido. Con la reproducción de signos equivalentes a vocablos. A partir de ahí conocemos nombres de reyes y gobernantes, de caudillos y de rebeldes, de faraones y de dioses. La prehistoria, en cambio, fue puro silencio.

El gran desarrollo tecnológico de nuestra especie creció, pues, a partir de la palabra escrita. De su mano, con la consiguiente fijación de los antropónimos, nacieron también las voces o los símbolos que se fusionarían con cada persona para toda su vida.

Kushim y su nombre propio se hallan por tanto en el origen de la civilidad, de la organización y de los derechos y propiedades de los seres humanos, que fueron desarrollando con los siglos una compleja genética de los nombres y los apellidos.

En sentido opuesto, la progresiva supresión y ocultación del nombre propio en nuestros días es a menudo consecuencia de la barbarie y del abuso, y significa recorrer la historia al revés. Desandarla. Unas veces, la barbarie y el abuso del dictador que obliga a la ocultación de quien se oponga a él; y en las demás ocasiones, el abuso y la barbarie de quien se esconde de su propia identidad para causar el mal.

La ciudad de Uruk merece salir de ese cierto olvido actual que nos hurta la importancia de aquella civilización que alumbraría siglos después el Poema de Gilgamesh, la primera obra épica conocida, la primera obra literaria. Fue escrita en acadio, también sobre tablillas, doce en total, y se basó en cinco poemas sumerios previos, del siglo XXI antes de Cristo. Las arcillas se conservan, incompletas, en el Museo Británico tras su hallazgo en 1853 en Nínive, la actual Mosul (Irak). A Gilgamesh se le presenta en el texto como el rey de Uruk, hacia el año 2650 antes del Mesías, y el mito debió de perdurar unos mil años en la tradición oral, hasta que se llevó a la lengua escrita en el siglo XII antes de Cristo por alguien llamado Sîn-leqi-unninni.

El relato del poema desarrolla el frustrado empeño de Gilgamesh por lograr la inmortalidad. Pero en cierto modo la encontró, gracias a que su nombre sigue vivo entre nosotros.

 

 

2. LA CULTURA DEL NOMBRE

 

No podemos siquiera imaginar cómo nos habríamos organizado los seres humanos sin nuestros nombres propios, sin la cultura del nombre.

Tan importante ha sido en las sociedades, que el eco de la palabra originaria del indoeuropeo empleada para esa idea se aprecia con extraordinaria nitidez en multitud de lenguas que la han heredado y modificado: náma en sánscrito, naam en hindi, namo en gótico, name en inglés y en alemán, nom en francés y en catalán, nome en gallego, italiano y portugués, nomen en latín, nazwa en polaco, nazva en ucranio (con caracteres cirílicos), ónoma en griego (en su propio alfabeto también), navn en noruego, namn en sueco, nimi en finés…

Los sabios estudiosos del desaparecido indoeuropeo (la lengua abuela que alumbró a su vez al latín, nuestra lengua madre) la han reconstruido hacia el pasado con arreglo a las leyes de derivación de los idiomas que nacieron de aquel. El indoeuropeo carecía de escritura, pero con esas técnicas de análisis se ha llegado a deducir el término comúnmente originario nō-men, del que derivan los citados vocablos en uso hoy en día.[17]

Y a partir de la idea del “nombre” y de sus rastros etimológicos usamos, ya dentro de nuestro propio idioma, “nombrar” o “denominar”, y “onomástica”, “onomatopeya”, “acrónimo”, “antropónimo”, “homonimia”, “toponimia”, “exonimia”, “paranomasia”, “epónimo”, “antonomasia”, “nómina”, “nomenclatura”, “nomenclátor”, “ignominia”, “seudónimo”, “nominal”, “nominativo”, “pronombre”… y también, obviamente, la palabra en la que se va a centrar este libro: “anonimato”.

El hecho de identificarnos mediante un nombre se ha producido gracias a una larguísima construcción cultural, que se fue perfeccionando en su desarrollo hasta conformar el sistema actual.

Toda persona reúne en torno a su nombre unos datos inconfundibles. Las administraciones modernas han conseguido distinguir a cada uno de sus ciudadanos de forma indubitable: el nombre y los apellidos, la fecha de nacimiento, el número del documento de identidad o el del pasaporte, la huella dactilar, la fotografía, además del lugar donde el individuo nació y los datos de su filiación (la madre y el padre). Dentro de poco se añadirá tal vez el iris de los ojos.

El origen de los nombres que hoy tenemos los hispanos y otros pueblos, entre ellos los de lenguas romances (las derivadas del latín), se halla en el antiguo Imperio romano. En la Roma republicana del periodo clásico, el modelo habitual de un nombre de varón estaba formado por tres elementos, los llamados tria nomina: el praenomen, el nomen y el cognomen.

El praenomen o prenombre equivale al nombre de pila de hoy. La lista de opciones no contenía entonces tantas posibilidades como las que ahora manejamos,[18] principalmente por la gran cantidad de lenguas que nos sirven como cantera onomástica en nuestros días; pero con ella se apañaban bien los romanos.

El nomen, por su parte, reflejaba ya el patronímico; es decir, el apellido (del presente verbal latino appellito, ‘llamar habitualmente’): la denominación de familia, el nombre del padre. Ahí constaba ya la importancia del linaje, tan decisivo en la cultura de nuestra especie.

Y finalmente, el cognomen o sobrenombre expresaba alguna cualidad específica de esa persona, ya fuera por su aspecto físico o por su procedencia: lo que ahora consideraríamos apodos y motes; pero entonces consolidados y oficiales.

Este tercer término se le solía añadir a la persona una vez adulta, pues hacía referencia lo mismo a una gran nariz (en tal caso el agraciado era conocido como Naso, por ejemplo) como a su tartamudez (lo cual podía dar paso a un mote como Balbus, sustantivo latino del que nos viene “balbucear”). Pese a que pueda extrañarnos ahora, no se lo tomaban a mal.

El poeta Ovidio se llamaba precisamente Publius Ovidius Naso. Este cognomen, Naso, significa literalmente ‘narigudo’ o ‘narizotas’. El tercer elemento se convertiría en muchos casos, con el tiempo, en hereditario, sin que guardara ya relación con la causa originaria, salvo que la nariz grande se heredara también.

La herencia, la familia, el origen siempre han desempeñado un papel en la antroponimia. Hasta tal punto que los cognomen o motes acabaron convirtiéndose con el tiempo en verdaderos nombres o apellidos que han llegado incluso hasta nuestros días, como sucede con el del emperador César (Gaius Iulius Caesar: Gayo Julio César), apelativo irónico que se formó seguramente a partir de caesaries (melena) para referir con sorna su temprana calvicie; y que acabó sirviendo también para nombrar a sus sucesores en el poder, hecho del que derivarán mucho más tarde los términos káiser (alemán) y zar (ruso). Otro tanto sucedió con nuestro admirado Marco Tulio Cicerón (de cicer, ‘garbanzo’), sobrenombre tal vez heredado de algún antecesor que fue asimilado con esa papilonácea, ya fuera por el aspecto de su cara o por el exiguo tamaño de su cuerpo. Así le ocurriría tantos siglos después al futbolista mexicano Chicharito Hernández, de nombre Javier. Su apodo procede del término “chícharo” (guisante), adjudicado a su padre por no ser de una estatura muy alta. O por tener unos ojos verdes, según la versión más amable.

 

 

Por otro lado, de aquel praenomen sale el prénom de los franceses, destinado a referir el nombre propio de una persona (“nombre de pila” decimos hoy, en referencia al bautismo cristiano); y en esa lógica, su nom (después del prénom) equivale a nuestro apellido, mientras que en italiano y catalán al nombre de familia se le denomina respectivamente cognome y cognom. El origen latino (cognomen) es en ambos muy transparente.[19]

Entre los sobrenombres abundaron los relativos al oficio de la persona, a sus rasgos individuales o físicos, o a su procedencia; y se fueron heredando también aunque los descendientes ya no mostraran rastro alguno del rasgo inicial. (Bueno, Chicharito tampoco era muy alto).

Lo mismo ha sucedido entre nosotros con apellidos relativos a ocupaciones, lugares de origen, rasgos o cualidades, como Herrero, Panadero, Rubio, Calvo, Zapatero, Valencia, Gandía, Burgos, Riaza… (y en otros idiomas, como Schuster y Baker…: ‘zapatero’ en alemán y ‘panadero’ en inglés).[20]

Esas referencias geográficas se daban también en la antigua Grecia; y así por ejemplo se citaba el origen en denominaciones como las de Arquímedes de Siracusa o Tales de Mileto.

En ocasiones, a los tres elementos latinos se añadía un cuarto término. Se denominaba agnomen (literalmente, ‘nombre añadido’), basado generalmente en la profesión o en alguna hazaña. Así le ocurrió al famoso general Escipión, llamado extensamente Publius Cornelius Scipio Africanus; es decir, Publio Cornelio Escipión el Africano (por sus batallas ganadas en África).

El sistema oficial romano sirvió durante siglos para la identificación indubitada de personas; para elaborar los importantísimos censos y catastros de entonces que distinguieran, por ejemplo, entre ciudadanos libres, esclavos y libertos (esta última palabra se refería a los esclavos que habían obtenido la libertad), y para determinar sus diferentes derechos. Las autoridades conminaban a los romanos a cumplir con esa obligación y a reflejar en el censo los nombres de cada miembro de la familia y sus bienes. Los habitantes de la antigua Roma debían desfilar por las oficinas de la Administración de entonces y entregar o actualizar sus datos, además de jurar que eran ciertos.

Pero la humanidad no siempre evoluciona a mejor. Aquel sistema ideado para nombrar a cada individuo se fue evaporando tras la caída del Imperio (siglo V), que acarreó el desmoronamiento de la Administración romana.

Mucho más tarde, durante el siglo X (nada que ver con Twitter), se desarrollaría la costumbre de que quienes se trasladaban de un sitio a otro fueran denominados en este segundo lugar por el de origen, que acompañaba al primer nombre;[21] pero como unos se movían y otros no, los hijos de un mismo padre podían exhibir distintos apellidos. La buena disciplina censal romana no se empezaría a recuperar en Europa hasta el siglo XII, cuando la explosión demográfica de las metrópolis provocó la consiguiente necesidad de identificar mejor a los súbditos. Ahora bien, España aún vivía en el caos onomástico en el siglo XV.

De cualquier forma, el nombre propio se iba impregnando poco a poco de los actos de la persona, que, se llamara como se llamase, los llevaba asociados como si fueran un aroma permanente. De ese modo, antes y ahora el significado de un antropónimo no representa sólo la imagen física de alguien, como individuo-objeto, sino también su comportamiento y sus actos. Más que un significado, es una descripción diacrónica reelaborada en la mente humana cada vez que se menciona el nombre de alguien a quien conocemos.

La importancia del nombre propio y de todo cuanto evoca adquirió tal grado que su influencia y su reputación, entonces contenida en la palabra honor, se hicieron extensivas a las familias. La pretérita responsabilidad solitaria de Kushim, que carecía de apellidos, se ampliaría siglos después a los seres más próximos en la descendencia de cada cual.

Por tanto, el nombre de las personas tal como ahora lo conocemos renace en Europa durante la Edad Media; pero halla su origen remoto en aquella costumbre romana que nos brindó la muestra de un paso fundamental: el nombre ya no corresponde solamente a un individuo: también se hace notar una marca de estirpe. Con ello, los seres humanos llegan a codificar y representar como real una herencia abstracta.

Eso refleja ya el orgullo de un linaje, la línea que une a los antepasados con los descendientes, y se vuelve trascendental defenderlo, lo que constituye un acto de responsabilidad hacia la progenie y de esta para con sus mayores. No hay que ensuciar el rastro familiar, se debe honrar a los ancestros. El honor se residencia así en el apellido y en la estela que deja.

De hecho, durante la Alta Edad Media en algunos países únicamente llevaban apellidos las familias nobles. Las demás no albergaban ningún honor que custodiar.

El nombre de las personas se relacionó también con el ansia de la eternidad, en busca de la perduración. Cervantes contará siglos después en el Quijote (1615), pero reflejando hechos históricos, que un pastor “puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana [en Éfeso], contado por una de las siete maravillas del mundo, sólo por que quedase vivo su nombre en la memoria de los siglos venideros”. Y “aunque se mandó que nadie le nombrase, ni hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, por que no consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato”.[22]

La amenaza de la pena de muerte a quien pronunciara ese nombre no impidió que llegara hasta nosotros. Ni siquiera la mismísima diosa Diana (llamada Ártemis por los griegos, lo que nosotros tradujimos como Artemisa) pudo conseguir que se impusiera la orden, aun habiendo volcado todos sus poderes en el empeño. Diana era diosa de la caza, y según la leyenda se hallaba ausente del templo en el momento del incendio (quizás estuviera cazando).

En recuerdo de aquel desastre ocurrido el 21 de julio del año 356 antes de Cristo, en que el fuego arrasó los pilares de madera y los ricos telares del templo que ardieron sin remedio, la psicología denominaría “complejo de Eróstrato” al que padecen quienes desean hacerse famosos a cualquier precio, lacra que hoy sufrimos en nuestros canales de la televisión generalista.

El Diccionario de las academias incorporaría en 1984 el vocablo “erostratismo” para definir la “manía de cometer actos delictivos a fin de conseguir renombre”. Quizá ya vendría bien añadirle una actualización acorde con nuestros tiempos, para extender el erostratismo a la pública exposición de la ignorancia y la mala educación a cambio de la fama, por ejemplo en espacios televisivos como Gran Hermano.

Mark David Chapman es el nombre de otro famoso erostratista: admitió haber matado a John Lennon, a quien disparó el 8 de diciembre de 1980, cuando el asesino tenía 25 años. “Yo estaba muy muy muy concentrado en buscar la gloria personal. Fui muy egoísta”, reconoció en 2020. Se expresaba así ante el juez a quien pedía la libertad provisional, 40 años después del crimen. Le fue denegada, pero su nombre ya siempre estará vinculado a la biografía del gran beatle.

Chapman, Eróstrato y también otros descerebrados de todas las épocas suelen conseguir lo que pretenden, porque sus coetáneos y sus posteriores nos mostramos incapaces de castigar con el anonimato a quien buscó la popularidad mediante malas artes o mala educación, incluso mediante acciones criminales, de modo que acabamos respondiendo a la acción destructiva con el premio que deseaban.

En los siglos VIII y IX, los españoles usaban solamente el nombre de pila, sin más. En el último tercio del siglo IX, los nobles firman ya con su primer nombre seguido del que correspondía a su padre en genitivo latino y de la palabra filius (‘hijo de’). Por ejemplo, “Vermudus Ordonnii filius”, “Ranimirus Ferdinandi filius”… Es decir, Bermudo, hijo de Ordoño; Ramiro, hijo de Fernando (toda la documentación de aquella época se reflejaba en latín).[23],[24] Por ejemplo, ya en el siglo IX García Íñiguez, rey de Pamplona, fue conocido así por ser hijo de un rey llamado Íñigo (y apellidado Arista, probablemente del euskera Aritza, ‘el roble’). Esta formación con el sufijo -z (Fernández, Muñoz, Íñiguez…) no llegaría al pueblo llano hasta un siglo después. Únicamente los nobles presumían de alcurnia.

La división social se apreciaba también en esto: durante la Reconquista española, las clases populares usaban nombres latinos (Mario, Juliano, Marcela, Faustina…), mientras que los poderosos preferían los de procedencia germánica (Nuño, Alfonso, Bermudo, Elvira, Hermenegilda…), cultura de prestigio entonces gracias a los godos.

El nombre va constituyéndose siglo tras siglo y, pese a excepciones como la del desnortado Eróstrato, representa una aspiración al orgullo; y por ende puede acarrear su envés: la deshonra. El orgullo se busca, se aspira a lograr una vida y unos actos que prestigien a la familia, por humilde que sea. Se incurre en el oprobio al transgredir las leyes o las costumbres.

Así, en el siglo XI se extiende ya la obligación de que quienes aparezcan en documentos administrativos —sean miembros del populacho o de la nobleza— acompañen el patronímico a su nombre de pila. Durante un tiempo correspondió, en efecto, al del padre (como señala su etimología); pero luego los patronímicos primitivos (Martínez, hijo de Martín; González, hijo de Gonzalo; Suárez, hijo de Suero…) se fueron heredando en casi toda la Península por los sucesivos descendientes, generación tras generación, sin evocación alguna ya del nombre propio del padre inmediato, sino del ancestro; convertido en apellido de familia. Lo mismo que había ocurrido con Naso o con Cicerón. Así de fuerte se manifestó la importancia del linaje.

Esas derivaciones patronímicas, sin embargo, no sucedieron con todos los nombres: de Rodrigo sale Rodríguez; pero de Alonso no sale Alónsez. Caprichos de la historia. Y, como hemos señalado, surgen también apellidos relacionados con oficios, lugares o rasgos, lo que forma una rica variedad de posibilidades.

De la sostenida costumbre en el uso de los patronímicos nos da fiel idea el hecho de que entre los 10 apellidos españoles más extendidos hoy en día figuren 8 terminados en -z (los otros dos son García y Martín).

Encontramos asimismo en diversas lenguas esos apellidos de final coincidente, merced al mecanismo morfológico que indica un origen o una pertenencia ahora ya lejanos: En portugués se refleja con -s: Gonzales, Martines, Rodrigues; y reconocemos afijos similares en Djokovic, Mijatovic, Stankovic (lenguas eslavas occidentales), Johnson, Robertson, Donaldson (inglés y lenguas germánicas), Pedersen, Hansen, Nielsen (danés), Papadópulos, Alexandrópulos, Teodópulos (en griego) —o -poulos con transliteración letra a letra y no fonética—, Dimítrovich, Abrámovich o Nikoláievich (en ruso), Malikián, Yerevanián o Petrosián (genitivos patronímicos en armenio), Petrescu, Popescu, Ceausescu (en rumano), Mehmetoğlu, Acemoğlu, Türkoğlu (en azerbaiyano o turco), Mamardashvili, Gocholeishvili, Davitashvili (georgiano; donde el sufijo -shvili significa ‘descendiente’), McPerson, McDonald, McCartney (patronímicos irlandeses)… Y muchos ejemplos más.

Por eso un envanecido turco de hace siglos podría presumir: “Nosotros somos de los Chalanoglu de toda la vida”. Dicho en turco, claro.

Los antiguos griegos también usaban una derivación patronímica, mediante el sufijo -ida. Pélida es ‘hijo de Peleo’; y Crónida, ‘hijo de Cronos’. En Islandia tenemos los patronímicos de mujer terminados en -dóttir (Jakobsdóttir, Bjarkardóttir, Hafsteindóttir, Alfredsdóttir), mientras que los de varón terminan en -son: Gunadson, Sigthórsson…[25]

De ese modo, apellidos como Petersen, Peterson, Pérez y Petrosián (entre otros) dicen lo mismo: descendientes de alguien llamado Pedro (Peter, Pedor, Pero, Petro…).

Esto sucede también en otras sociedades muy alejadas de las que acabamos de mencionar, como la etíope y la eritrea, donde al nombre del padre se puede sumar el del abuelo; o en las árabes (bin, ben, ibn: ‘hijo de’, ‘hija de’), con fórmulas que equivalen a nuestros “del” o “de” (De Pedro, De Diego, Del Bosque), igual que sucede con los centroeuropeos von, van, etcétera.

A su vez, los elementos Abu (‘padre de’) y Um (‘madre de’) se pueden usar en esas zonas árabes a partir del momento en que nace el primer hijo. “Abu Ahmed” es ‘Padre de Ahmed’ y “Um Alí”, ‘madre de Alí’. Formaciones parecidas se dan en el coreano y el suajili (lengua bantú del África oriental).

La relación de sufijos y piezas morfológicas aportada en las líneas precedentes no es exhaustiva, solamente pretendemos reflejar con esos ejemplos variados la extensión de este mecanismo en muy distintas lenguas, para apreciar que la importancia de la herencia familiar reflejada en el apellido se halla presente en todas las culturas; y que idiomas muy distantes entre sí desarrollaron mecanismos morfológicos de similares efectos para responder a esa necesidad, aunque en algunos de ellos la eficacia referencial al nombre propio originario se fuera desvaneciendo con el tiempo.

Ese fenómeno transcurre en paralelo con las sucesivas normas establecidas para inscribir a las personas en los registros. Durante el siglo XIII se empieza a fijar en Francia[26] la relación familiar de todos los ciudadanos a través de los apellidos. En la segunda mitad de esa centuria (todavía en la Baja Edad Media) se extiende ya en España el nombre de linaje, que engloba a toda la familia y no solamente a una generación y a su descendiente inmediata. Pero ese apellido puede tomarse tanto de un antepasado lejano como de un solar, un lugar, un señorío, un mayorazgo… La realidad aún se hallaba lejos de nuestro sistema actual.

También en el siglo XIII se establece en España el concepto del mayorazgo: esta figura jurídica hace que el primogénito reciba las tierras del padre y que deba conservarlas; y tiene como propósito de fondo perpetuar que los bienes, indivisibles e invendibles, queden dentro de la familia. Eso provoca una segunda forma de mantener los apellidos, porque en ocasiones se hacen coincidir con el nombre del solar o de su fundador, lo que atañe también a los cónyuges de las herederas que accedieron a la propiedad al no existir un hermano varón. Ello quebrará muchas ramas en los árboles genealógicos.

Se llegaron a dar casos de dobles herencias en las que una misma persona podía disponer de nombres y apellidos distintos a la vez, y usarlos simultánea o alternativamente (cada uno en función de un mayorazgo), sin que se viese traba legal o social alguna al respecto.[27] Tales circunstancias favorecieron después que en las grandes familias se fortaleciese la costumbre de usar apellidos dobles, que todavía perduran en muchos casos aunque las riquezas de otra época se hayan evaporado de heredero en heredero: Salazar-Briones, Martínez-Alonso, Pérez-Francés…

El mayorazgo se regulará con mayor precisión en 1505 mediante las leyes de Toro, de los Reyes Católicos, encaminadas a evitar las disputas familiares por las herencias; y desaparecerá finalmente mucho tiempo después, ya en el siglo XIX. Pero la figura jurídica se halló tan tipificada y estudiada que Sebastián de Covarrubias señala en su diccionario de 1611, tras haber definido la palabra: “A mí no me toca más de lo dicho en esta materia. Autores muy graves, ansi antiguos como modernos, escriben volúmenes enteros della. Podranlos ver”. Eso da idea de la existencia de numerosos compendios contemporáneos al respecto, a los que el lexicógrafo remitía para eludir el penoso trabajo de reproducirlos.

Entre los siglos XIV y XVI, se usa ya en España un apellido junto con el nombre de pila como un todo, pero a menudo sin relación con el del progenitor varón. Cuatro hermanos de un mismo padre y una sola madre podían lucir apellidos distintos, cada uno en honor de algún antepasado diferente. Hasta el siglo XVII no se establecerá la forma actual.[28]

Sin embargo, no se permitía valerse de ese desorden para engañar o pretender ser lo que uno no era, o esconder la identidad. La todavía rudimentaria Administración vigilaba con el propósito de evitar las trampas, los seudónimos y la ocultación de la autoría de un delito. No siempre con éxito.[29]

De aquellos lodos viene la expresión “dice llamarse”, usada entonces con profusión en documentos públicos, y ahora casi en desuso por las facilidades para tal comprobación.

La concreción de las normas se alcanzaría más tarde. En 1501 (principios del XVI) ya se había obligado a heredar el apellido del padre. Tomó tal decisión el poderoso cardenal Cisneros, pero eso no se aceptó con facilidad y aún transcurrieron varios siglos sin que la ley se asentase en la costumbre.

Según lo establecido, dos hermanos llevarían obligatoriamente igual apellido, aunque hubieran nacido en ciudades distintas. (Antes podían llamarse Antonio de Sevilla y María de Málaga, por ejemplo).

Se refleja ese proceso en el caso de Hans von Köln, el fabuloso arquitecto y escultor alemán que se afincó en Burgos en el siglo XV para trabajar en su catedral, y cuyo nombre se castellanizó como “Juan de Colonia”. Su hijo fue llamado Simón de Colonia; y su nieto, Francisco de Colonia, aunque tuvieran la condición natal de burgaleses (ambos fueron alumbrados y murieron en la ciudad castellana, donde continuaron los trabajos de su antecesor alemán).

Todo ello empieza a mostrarnos la enorme preocupación que se iba extendiendo en aquellas personas por la limpieza de sangre y la herencia de una noble historia familiar: el culto al nombre y a la tarea que lo construye, que lo muestra, que lo hace respetable.

Con todo y con eso, siempre hubo quien hacía de su capa un sayo. Elio Antonio de Lebrija, el destacadísimo gramático nacido en el siglo XV, se debería haber llamado Antonio Martínez de Cala, pero él mismo acomodó el nombre a sus gustos, sin saber que en siglos venideros ese Lebrija de su lugar natal (provincia de Sevilla) se transformaría en nuestro Nebrija de hoy por influencia de la versión del nombre en latín (Nebrissensis), que también usó. Sin embargo, sus hijos ya llevarían el de Lebrija paterno, aunque ellos hubieran nacido en Salamanca.

Obsesionado como estaba por el latín como gran lengua de cultura, Nebrija se había dotado de los tres elementos que exigía en otro tiempo la Administración romana: el praenomen Aelius; el nomen Antonius; el cognomen Nebrissensis y el agnomen Grammaticus. El praenomen lo falseó: se aplicó uno que lo entroncaba con los Aelii ilustres de su tierra (Elio Trajano, Elio Adriano); “de quienes me puedo considerar paisano”, escribió. Y el agnomen no fue fruto de una decisión popular, también se lo adjudicó él solito. En este caso, con todo merecimiento. Gramático fue, sin duda. Pero de todas las palabras que conforman “Elio Antonio de Nebrija, el Gramático”, la única original era “Antonio”.

Aún se tardaría mucho —pese a las referidas órdenes de Cisneros, contemporáneo y amigo de Nebrija— en abandonar totalmente aquellas caóticas referencias al origen que ya cumplía en el siglo XI Rodrigo Díaz de Vivar (de Vivar del Cid, en la denominación actual). Cervantes (1547-1616) explica en su novela que don Quijote de La Mancha, al elegir ese nombre geográfico, “declaraba muy al vivo su linaje y patria[30] y la honraba con tomar el sobrenombre de ella”.

Todavía en nuestros tiempos siguieron haciendo gala de tal costumbre algunos toreros, acá y allá: Morenito de Maracay, Jesulín de Ubrique, Morante de La Puebla…

También narra Cervantes el encuentro de don Quijote con una mujer por cuyo nombre se interesa el protagonista de la novela. Ella le contesta que se llama “la Molinera”, porque es hija “de un honrado molinero de Antequera”. De nuevo, el oficio como nombre propio. El caballero, para mostrarle su aprecio, le rogó que se pusiese don y que se dijese “doña Molinera”.

Por cierto, aún desconocemos a ciencia cierta, más allá de diversas conjeturas, a qué se debe que Cervantes se dotara de un segundo apellido, Saavedra, que no guarda ninguna relación con su familia ni con su origen: su madre se llamaba Leonor de Cortinas; y su padre, Rodrigo de Cervantes, según la partida de nacimiento hallada en 1752 en Alcalá de Henares. Sí se cree que lo hizo después de su cautiverio en Argel y antes de cumplir 40 años. ¿Tuvo que ver ese Saavedra con las argucias que se dieron entre los siglos XVI y XVIII para apropiarse de apellidos ajenos que sonaban muy nobles? Quizá. Algunas personas se arrogaban así una lejana estirpe considerada superior a la suya, lo que las llevaba a recuperar un segundo apellido del abuelo o de la abuela, o asumir el obtenido por matrimonio; o a inventarse uno con intención de ocultar una ascendencia morisca o judía, o un presente de judeoconverso. A veces la elección se basaba simplemente en uno que les sonaba mejor, o en una sustitución, adición o cambio de orden.

Eso condujo a que en aquellos siglos se produjera en España una auténtica oleada de usurpación de apellidos nobles por campesinos ricos o personas en ascenso social.[31]

 

 

Pedro Calderón de la Barca compuso a ese respecto en el siglo XVII un poema crítico sobre tal costumbre de su época. Dice así:[32]

 

Si a un padre un hijo querido

a la guerra se le va,

para el camino le da

un Don y un buen apellido.

El que Ponce se ha llamado

se añade luego León;

el que Guevara, Ladrón;

y Mendoza el que es Hurtado.

Yo conocí un tal por cual

que a cierto conde servía,

y Sotillo se decía;

creció un poco su caudal

salió de mísero y roto,

hizo una ausencia de un mes,

conocile yo después

y ya se llamaba Soto.

Vino a fortuna mejor,

eran sus nombres de gonces.[33]

Llegó a ser rico y entonces

se llamó Sotomayor.

 

Esas ironías nos revelan cómo los seres humanos han utilizado desde antiguo en sus antropónimos el adorno de las plumas ajenas para medrar a su sombra; y demuestran el orgullo vinculado a un linaje, así fuera falso. La manipulación de los nombres viene de lejos.

Podemos imaginar a un exitoso comerciante de entonces dárselas de noble con ese simple procedimiento, al estudiante aventajado presumir de vetusto cristianismo por lo enraizado de su apellido, al funcionario protegerse de su debilidad en el cargo mediante la amenaza de un poderoso personaje con él emparentado. Además a todos les salía gratis.

Toda esta realidad de tiempos pasados se reflejó obviamente en la literatura. Un protagonista de Honoré de Balzac, el poeta Lucien (en Illusions perdues, ‘ilusiones perdidas’), decide apellidarse Rubembré, con el patronímico materno, y no Chardon como le correspondía, precisamente para enlazar con una dinastía noble. Pretende que eso le ayude a abrirse paso en París, pero con tal argucia contraerá una enorme vulnerabilidad. Ahí se halla el punto débil donde pueden atacarlo sus rivales: no es quien dice ser.

Por tanto, la alteración interesada de los apellidos nos lleva todavía al siglo XIX, tan cerca de nosotros, tan lejos de Kushim.

A partir de ahí ya todo se fue ordenando más cabalmente; y los apellidos españoles (también los americanos en español) empezaron a estructurarse igual que en nuestros días.

Obviamente, las distintas culturas de la humanidad se han dotado de variados criterios para organizar la manera de identificarse uno mismo con algunos vocablos, pero casi todas coinciden en que los antropónimos identifiquen tanto a la persona como a su familia, ya sea de manera binomial (un nombre y un apellido) o trinomial (dos apellidos, según sucede en España). En el mundo sajón (aunque no exclusivamente), la esposa pierde su apellido y toma el del marido, un rastro patriarcal vinculado al reconocimiento público de la paternidad —porque mater certa est— que debería encaminarse hacia la extinción; y al que se une la circunstancia de que la descendencia pierda el rastro materno al mostrarse solamente un apellido: el del varón. En Portugal, el apellido de la madre suele figurar en primer lugar por tradición (si bien cada cual puede alterar ese orden), pero se transmite el paterno a los herederos.

En España se usa el segundo patronímico desde el siglo XVIII. Y además las esposas mantienen el suyo propio como primero. Incluso aquellos que en otro tiempo se originaron en un sobrenombre fueron adaptados al género femenino cuando pasaban a una mujer. Así, alguien apellidado Moreno podía traspasar a su hija el apellido Morena,[34] conforme acabamos de ver en el pasaje del Quijote y “doña Molinera” (hija del molinero).

En la Edad Media, la obsesión por mantener a salvo el honor familiar ante los convecinos, lo mismo en ámbitos reducidos como en los amplios, acarreaba incluso que se pusiese la vida en juego, además de enfrentamientos entre clanes y estigmas congénitos. Cada cual iba asumiendo la fama o el desdoro de su nombre. Durante muchos años una mala acción civil o religiosa de alguien contaminaba a los parientes porque cada uno de ellos asumía una vinculación moral entre sí, aunque no se les considerase estrictamente culpables del hecho. Incluso hoy quedan huellas de esto en determinados ámbitos y países.

Gracias a todo ello se escribió el drama de Romeo y Julieta.

No defenderemos aquí las barbaridades que se han cometido por causa de la honra familiar. Sí debemos reseñar las ventajas que los seres humanos han obtenido por formar parte de una dinastía prestigiosa, ya fuera de guerreros, caballeros, banqueros, de cantantes o de futbolistas; y por supuesto el plus de confianza, justo o no, que ha supuesto siempre pertenecer a una buena familia. Aún funciona, por arbitrario que nos parezca. Todo ello, a partir de unos apellidos, esa tarjeta de visita que nos presenta ante la sociedad, la referencia y la memoria de todos nuestros actos.

Del mismo modo que el patronímico se ha esgrimido como timbre de gloria, de pureza, de nobleza, de honradez, también ha servido para la deshonra; hasta el punto de provocar que muchas personas deseen renunciar a él. Podemos entender la incomodidad de alguien apellidado Hitler, por ejemplo. O de quien queda identificado a la fuerza con un progenitor que lo ha maltratado.

Esa renuncia no siempre fue posible, pero hoy en día muchas legislaciones lo admiten. En España se ha abierto camino, aun con dificultades. Lo mostró la necesidad de llegar hasta el Tribunal Supremo, en 2002, para resolver la pretensión de una mujer de que se le retirara el apellido paterno.[35]

La peticionaria alegaba que su padre se había desentendido de ella, y se basaba en el artículo 58 de la Ley del Registro Civil al concurrir “circunstancias excepcionales”, en particular el abandono por su progenitor cuando ella tenía 5 años, lo cual le supuso una vivencia emocional negativa en relación con su primer apellido. La solicitud inicial quedó rechazada por el Ministerio de Justicia (responsable de gestionar la fe pública), y también por el juzgado de primera instancia… y por el de segunda. Ambas decisiones se basaron en que las circunstancias alegadas no reunían suficiente entidad. Pero finalmente el Supremo dio la razón a la demandante, con el apoyo de la Fiscalía, por considerar que el abandono del padre a aquella hija, con incumplimiento de todas las obligaciones derivadas de la paternidad, la ruptura total de las relaciones entre ellos y la ausencia de conocimiento y contacto con la ascendencia paterna le causaron a la mujer un grave daño psicológico, motivo por el cual desarrolló un enorme rechazo hacia la utilización del apellido de su progenitor, lo que se acreditó a través de informes periciales. También quedó demostrado que ella usaba el apellido materno en la vida cotidiana.

Todo eso, dictaminó el Supremo, “constituye causa excepcional para permitir el cambio de apellidos, suprimiendo el apellido paterno”.

Nos estamos refiriendo en todo este desarrollo al apellido, claro está, como acompañante del “nombre de pila”, llamado así por adjudicarse este desde la Antigüedad cristiana en el momento del bautizo, y tradicionalmente extraído del santoral y de las variadísimas advocaciones de la Virgen; costumbre religiosa que en su día se impuso en la Administración de España y que hoy, afortunadamente, es voluntaria: no hace falta poner a las criaturas nombres de santos o vírgenes.

Durante la infancia, se recibirán con frecuencia acortamientos, abreviaciones o apelativos familiares, que acompañarán a la persona quizá durante toda su vida: Pepa, Pepe, Javi, Jose, Toño, Chema, Chus, Paco, Pili, Catty, Charo, Curro, Álex, Pancho, Lola, Mila, Perico… Los llamamos hipocorísticos, palabra de origen griego (hypokoristikós) que significa en aquella lengua ‘acariciador’ (apelativos cariñosos, pues). La mayoría son transparentes, pues conocemos el nombre oficial con el que se corresponden en el documento de identidad.

A ellos se unen los motes, apodos y sobrenombres que alguna persona asume para sí (de otra manera se trataría seguramente de un insulto), como Chato, Gordo, Flaco, Sordo, Izquierdo… y que años atrás, como indicábamos, se convertían en apellido a partir del cognomen latino.

 

 

Vamos viendo, pues, cómo el nombre propio forma parte de toda una construcción cultural, labrada lentamente durante la historia de las civilizaciones; siempre relacionado con una responsabilidad (la fama, el honor, la familia) y como una manera de presentarse cara a cara ante los demás, ya fuera para dar fe sobre el género de grano que entraba en un almacén o para transmitir unos bienes a los herederos o para prestigiar el apellido recibido de los padres. Y también, como en el uso de diminutivos y apelativos cariñosos, para relacionarse en los entornos más personales.

La creación de los registros civiles (el español, en 1871) da lugar a los censos exhaustivos de la población moderna, de gran utilidad fiscal y administrativa; y en ellos son fundamentales los apellidos y los linajes. Antes de eso, los apuntes de nacimientos, bodas y defunciones correspondían a la Iglesia, gracias a la capilaridad de sus parroquias. Pero semejante tarea habría de asumirla el Estado, como defendían los liberales; que ganaron la batalla política al respecto.

Finalmente, la Ley del Registro Civil de 1870 establecería (artículo 48) que todos los españoles serán inscritos con su nombre, con los apellidos de los padres y con los correspondientes a los abuelos maternos y paternos.[36]

En ese mismo año, el nuevo Código Penal tipifica el delito de uso de nombre supuesto, y por fin la Ley del Registro Civil de 8 de junio de 1957 recogerá oficialmente la necesidad de incluir el segundo apellido, una rareza a los ojos de otros países occidentales. Como nueva muestra de que las costumbres en este terreno son superiores a las leyes, la norma obligaba a situar la conjunción “y” entre los dos apellidos, “hecho que nunca se ha aplicado con rigor”, según detalla el especialista Jaime Salazar y Acha y que cualquiera puede comprobar todavía hoy.[37] Con estas medidas se echaba abajo una tradición multisecular de libertad individual y se obligaba a los españoles del momento “a optar por un apellido que sería a partir de entonces el de sus descendientes para siempre”.

Además, si un recién nacido abandonado no tuviese quien se lo impusiera, esa responsabilidad debería asumirla el funcionario encargado (artículo 50 de la Ley del Registro Civil). Está claro que sin apellido no se quedaba, lo cual era favorecido por el hecho de que se adjudicase gratis.

El largo camino en la regulación administrativa del nombre propio ha llegado a nuestros días, pues, como una convención histórica, labrada con dificultad pero firme desde que Kushim suscribió aquellas anotaciones contables.

El nombre se vincula en todas las épocas con la personalidad, hasta hacerse indisoluble de ella, y cualquier alteración requiere hoy en día de un procedimiento administrativo que exige el cumplimiento de unas condiciones estrictas y que debe dejar un rastro transparente. Porque cambiar de nombre sin respetar el procedimiento legal equivaldría a cambiar de personalidad jurídica. Y a ocultar la vida anterior.

El nombre propio constituye, pues, un rasgo de la entidad jurídica y social de cada individuo, a quien acompañará en todas sus actividades, por anecdóticas que resulten. Los nombres que nos definen en la actualidad han heredado toda esa cultura de la denominación personal, del prestigio familiar, del honor, evolucionada durante los siglos para alcanzar la precisión con que se ejecuta hoy en día; aunque no esté exenta de coincidencias y malentendidos que se pueden resolver con facilidad.

Enarbolar el nombre propio significa además que quien lo lleva sobre sí busca un reconocimiento individual en la sociedad, a ser posible con un aura de prestigio. Toda su actividad se reflejará en esas palabras que lo designan.

A “Gabriel García Márquez” se asocian las categorías de escritor, periodista, colombiano, premio nobel…, además de todos los actos de su vida conocidos. Lo mismo sucede con cada uno de nosotros, obviamente con muy distinto grado de celebridad. Los antropónimos se impregnan en su significado de todo el recorrido que los interlocutores conozcan acerca de ese individuo.

Imaginemos un mundo sin nombres propios, en el que todas las personas fueran estrictamente anónimas. Sería imposible considerarlas entonces como sujetos de derechos y de obligaciones individuales; careceríamos de referencias sobre su comportamiento, su honorabilidad, su preparación para cualquier oficio; y tampoco podrían ser condenadas por sus malas acciones, ni dar testimonio público de las buenas. Ni cabría ninguna posibilidad de conocer y contar la historia de la humanidad, ni que un autor defendiera la coherencia de su obra, ni que nadie recibiera o legara herencias patrimoniales o intelectuales.

Ese mundo distópico se manifiesta sin embargo en nuestros días con frecuencia, como describiremos más adelante.

 

 

¿Cuál es el significado del nombre propio? No nos referimos a su etimología, porque no importan aquí la semántica o el origen de palabras como Victoria, o Luz, o Amparo. Importa a quiénes representan, qué imagen se forma en nuestra mente al escuchar sus nombres.

Los nombres propios no tienen valor significativo, sin

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