Introducción
Nuestro banquete
En enero de 2017, Mariano, un neurocientífico argentino, cayó como un paracaidista en una pequeña calle del barrio de Chamartín, en Madrid. Se mudó con su mujer y sus hijos de cinco y siete años a una casa provisional, en la que nunca llegó a vaciar del todo las cajas. Cada vez que abría la ventana oía el flamenco de Pata Negra, el saxo de Lester Young o las maracas del Trío Matamoros, que sonaban a todo volumen desde una casa vecina a la que unos meses antes había llegado, más como náufrago que como paracaidista, Jacobo, un madrileño de ascendencia vasca. Acababa de cerrar su empresa de diseño de aplicaciones móviles en Austin, Texas, donde llevaba unos años viviendo con su familia. Estos dos vecinos cuarentones estaban encerrados en sus casas, una frente a la otra, preguntándose qué hacer con el resto de sus vidas y poniendo en marcha todo tipo de proyectos que nunca terminaban de concretarse.
El rumor de que aquel argentino que estaba todo el día encerrado era un reputado neurocientífico excitó la curiosidad de los vecinos, hasta el punto de que un día la cuñada de Jacobo, que vivía en la misma calle, organizó un aperitivo al que invitó a medio barrio para sacar al científico argentino de su madriguera. Mariano suele hablar con soltura para grandes audiencias, pero eso no hace más que disimular su profunda introversión. Imaginaba ese aperitivo de vecinos chismosos —al que fue empujado por el entusiasmo social de su mujer— como una pesadilla propia de un suburbio estadounidense que no se esperaba encontrar en Madrid. Se sentó en una esquina en el más estricto silencio y calculó cuántos minutos de cortesía debía conceder a esa gente antes de poder huir de vuelta a casa. Pero su plan de huida se topó con otro que habían puesto en marcha los vecinos. La comitiva del barrio había depositado toda su confianza en las habilidades sociales de Jacobo para que le extrajera alguna declaración, cualquier información morbosa que les permitiera luego ostentarla con sus conocidos. Esperaban revelaciones oraculares sobre la naturaleza del alma humana, los rincones tenebrosos del deseo, los interruptores de la oxitocina y demás temas que rellenan las páginas de divulgación de cualquier revista dominical y provocan una fascinación casi pueril a los legos en la materia. Mariano, espeluznado ante esa encerrona, se encogió aún más si cabe en la esquina sombría del jardín donde tomaba el aperitivo, mientras Jacobo, con ímpetu de minero, seguía picando roca en busca de conversación.
Todo cambió cuando Mariano, que ya calculaba el momento de retirarse, escuchó al hermano de Jacobo hablar de un torneo de mus. Se le iluminó la cara, preguntó por aquel juego de cartas del que tanto había oído hablar, y Jacobo pudo decir con entusiasmo aquello de «¡Me alegra que me hagas esa pregunta!». A Mariano le gusta aprender los juegos que son populares en cada sitio al que viaja, mientras que Jacobo no sabe de ningún otro juego, ni le interesa aprender más; el mus le colma, siente que es la mejor manera de extender una sobremesa.
Pasado un año, Mariano y Jacobo ya se presentaban juntos a campeonatos de mus, y, como se juega de a cuatro, Mariano conoció también a los amigos de Jacobo, y a los amigos de sus amigos. Pronto empezaron a hacer otras cosas propias de la amistad, como montar en bicicleta, hacer asados y arroces y cantar en las sobremesas. Les tocó justo una buena temporada de fiestas en las que fueron generando una intimidad, en la misma medida en que también perdían algo de esa dignidad que el desconocimiento mutuo suele otorgar. Muy rápido se encendió entre ellos la química del carbono, ese elemento inexplicable que hace que dos personas sientan, en la piel, el deseo de amistad.
Por entonces, Jacobo, que seguía sin saber bien qué hacer con su vida, empezó a escribir su primera novela y compartió sus borradores con Mariano. Este, a su vez, leyó el manuscrito de su nuevo ensayo a Jacobo. Ambos libros se publicaron y tuvieron buena acogida, la necesaria para ilusionarse con la idea de escribir más. Pasado un tiempo, a Mariano le pareció que, como el mus, los asados o la bicicleta, escribir un libro también era una buena oportunidad para embarcarse en una aventura con un amigo. Entonces le propuso a Jacobo escribir algo a cuatro manos, y Jacobo pensó que ese algo que estaría bien investigar junto a un amigo era precisamente la amistad. No sabían muy bien cómo abordar un tema tan vasto y polimorfo, pero, como primera regla, acordaron que el narrador sería la primera persona del plural; no habría un tú ni un yo, sino una sola voz nacida del nosotros.
EL EXPERIMENTO
Dejamos todo lo que estábamos haciendo para arrancar la escritura del libro el lunes 5 de mayo de 2024. Después de dar algunas vueltas eligiendo en qué fuentes abrevar para obtener información y reflexiones acerca de la amistad, dimos con un método particular, casi un experimento. En esencia, decidimos que, para escribir sobre la amistad, había que recurrir a los amigos.
Sobre la amistad se ha escrito mucho desde que empezó a escribirse. Es ya un tema central de la obra más antigua de la literatura, La epopeya de Gilgamesh, y fue objeto de estudio de los filósofos griegos. En Ética a Nicómaco, Aristóteles dedica dos libros enteros a definir y analizar los distintos tipos de amistad para construir un ideal. Antes que él, Platón y Jenofonte, en sus banquetes, pintan, sin necesidad de definirla, lo que muchos sentimos que es la amistad. En sus respectivos diálogos observamos a un grupo de amigos de lo más variopinto, alegres de reencontrarse, estirando una sobremesa hasta el amanecer, bebiendo vino, contándose chistes e historias, explorando temas frívolos y otros más profundos, discutiendo y contraponiendo opiniones. Juntos, interpelándose los unos a los otros, construyen sus conceptos sobre las grandes ideas. En ese sentido, estos dos discípulos de Sócrates nos proponen algo muy sugerente: que es en la conversación con el amigo donde se alumbra el conocimiento.
Aristóteles, que es discípulo de Platón, cuando nos habla de la amistad lo hace, en cambio, con un tratado exhaustivo, sin personajes y sin adornos literarios. Nos presenta un discurso y no un diálogo, busca la verdad desde la escritura y el estudio, y piensa a solas, en el silencio de una habitación. Esto supone un cambio enorme en la metodología del filósofo; a partir de él, y hasta nuestros días, el método más usual para filosofar es encerrarse con un montón de libros, estudiar qué pensaron otros en sus respectivos encierros y después hacer una larga reflexión escrita que, al fin y al cabo, no es más que una forma de levantar acta del solitario diálogo que uno mantiene consigo mismo.
Nosotros pensamos que el propio tema de la amistad pide un retorno al banquete platónico; que el espacio es el círculo de amigos, que el tiempo —o más bien el tempo— es el de la sobremesa, el accesorio es la copa de vino y el punto de partida es alguna pregunta. Pergeñamos entonces una lista con muchos amigos —y amigos de amigos— para conversar sobre la amistad. Imaginamos que con lo que aprendiéramos juntos en esas conversaciones tendríamos un material único para elaborar nuestro ensayo. Elegimos un escenario para alojar esas conversaciones: una nave industrial de un barrio alejado de Madrid en la que, además de poder instalar cómodamente una mesa y unos micrófonos, había también una buena cocina, lo que nos permitiría, emulando el antiguo banquete platónico, cocinar, comer y beber mientras conversábamos. Empezamos a contactar a los invitados para concertar las citas y ya en esa fase preliminar nuestro incipiente experimento nos reveló algo: lo extraordinariamente fácil que es convocar a la gente para hablar sobre la amistad. No hubo nadie a quien llamáramos —ni siquiera a aquellos que no conocíamos de nada— que no hiciese el esfuerzo de encontrar un hueco en su agenda para acudir a la cita. No fueron pocos los amigos que se molestaron por no haber sido invitados.
Y es que hablar sobre la amistad es grato para casi todo el mundo, pues al preguntarnos sobre quiénes son nuestros amigos se nos suele llenar la memoria con la luz de los mejores recuerdos, y, cuando hacemos la reflexión sobre lo que pensamos que debiera ser la amistad, muchos atisbamos algo que nos reconforta poderosamente y otros muchos creen ver en ella aquello que da sentido a la vida.
Una vez concretado el calendario de encuentros, echó a andar nuestro experimento: durante cinco días intensos y extenuantes conversamos y grabamos las opiniones, los recuerdos y las reflexiones de setenta y cinco personas acerca de la amistad; eran hombres, mujeres, ancianos, niños, musulmanes, judíos, cristianos, homosexuales, heterosexuales, policías, músicos, banqueros, galeristas, actrices, jardineros, camareros, conserjes, agricultores o periodistas. Como habíamos planeado, con muchos de ellos, además de conversar y grabar, comimos y bebimos, emulando efectivamente el antiguo banquete platónico.
El viernes 10 de mayo de 2024, hacia el final de la última jornada de charlas y comilonas, aunque todavía no habíamos escrito una palabra, sentíamos que, en cierto modo, ya teníamos el libro. Era de madrugada en el barrio de Tetuán y nos quedaba una última reserva de fuerzas para arrastrarnos hasta nuestras casas y desplomarnos en la cama. Llevábamos casi una semana en una nave industrial diáfana, de techos altos, prácticamente vacía. Un par de lámparas apenas alcanzaban a alumbrar un rincón con una luz tenue y anaranjada. Casi en la penumbra, había dos mesas redondas con mantel: en una había varias botellas vacías de tinto y blanco, latas de cerveza y servilletas arrugadas; en la otra todavía quedábamos cuatro personas hablando ante unos micrófonos, grabando una conversación de sobremesa. Rosa Montero, escritora y periodista de setenta y dos años, era una de las dos últimas invitadas. Cuando le preguntamos si consideraba que Petra —la pequeña perra que en esos momentos se acurrucaba dócilmente en su regazo— era una amiga, Rosa nos contestó sin asomo de dudas que no, pues a los perros pequeños se los ha de cuidar como a un bebé a cambio de poca cosa. Sin embargo, puntualizó, los perros grandes sí son amigos, porque construyen vínculos en los que hay reciprocidad, ofrecen protección, generan admiración y con ellos se dan otros atributos propios de una relación de amistad. Cuando entonces le preguntamos cómo de grande tiene que ser un perro para empezar a hablar de un amigo y no de un familiar dependiente, nos dijo sin pestañear: «A partir de treinta kilos». Justo al final de esas sesiones maratonianas que nos llevaron a conversar con personas de lo más diversas, apareció por fin el que quizá fuera el único dato preciso y unívoco sobre qué constituye la amistad: un perro a partir de treinta kilos. Todo lo demás parecía discutible… En la amistad hay pocas