El prozac de Séneca

Clay Newman (pseudónimo de Borja Vilaseca)

Fragmento

cap-1
 

Voy a ser muy honesto contigo desde el principio. No soy ningún santo. Ni mucho menos un ejemplo a seguir. Eso sí, por destacar algo de mí, te diré que fui un chico precoz. La primera vez que me emborraché tenía catorce años. La primera vez que me fumé un porro, quince y medio. La primera vez que me arrestaron, dieciséis a punto de cumplir diecisiete. Y la primera vez que tomé mi primer antidepresivo, dieciocho recién cumplidos.

Harta de mi mala conducta, mis malas notas y mis malos hábitos, mi madre me arrastró finalmente hasta la consulta de un buen psiquiatra. Aquel prestigioso doctor —cuyo despacho parecía un mausoleo de títulos y diplomas— se dignó tratar un gamberro alcohólico, drogadicto y violento como yo simplemente porque en su día había tratado a mi padre. Y al igual que a él, también me diagnosticó un «cuadro depresivo agudo».

Al ser un gran conocedor de la condición humana, le bastaron solamente dos sesiones para recetarme pastillas. Según le contó a mi madre, lo mío era genético y no tenía solución. Mi padre vivió deprimido casi toda su vida hasta que se tiró a las vías del metro en la estación Grand Central, de Nueva York. Y lo mismo hizo mi abuelo. Bueno, él saltó desde la planta 42 del emblemático hotel neoyorquino Waldorf Astoria. Por lo visto, mi caso estaba bastante claro. Mi herencia genética me había convertido —irremediablemente— en un suicida en potencia. Y al parecer, aquellas pastillas eran mi única salvación.

No tengo autoridad moral para juzgar los antidepresivos. La verdad es que aquellos comprimidos de color crema fueron un parche de gran ayuda. Al menos durante un tiempo. Me tomaba uno después de desayunar y otro antes de cenar, acompañados por un gran vaso de agua. Es cierto que físicamente me sentía anestesiado e intelectualmente, bastante más estúpido. Pero no voy a engañarte, aquel estado de pseudofelicidad —en el que todo me importaba una mierda— se asemejaba a unas vacaciones en un hotel de cinco estrellas con todo incluido.

Mi único problema fue que era incapaz de sentir absolutamente nada. Los médicos se refieren a este estado como «anhedonia». De hecho, ni siquiera pude despedirme de mis tres inseparables compañeras de viaje: la rabia, la ansiedad y la melancolía. De la noche a la mañana desaparecieron sin dejar ni rastro. Pero no se fueron muy lejos: habían okupado el sótano de mi alma. Y no tenían la menor intención de marcharse hasta haberme dado una buena lección. Sin embargo, por aquel entonces el verbo «aprender» y el sustantivo «aprendizaje» no figuraban en mi vocabulario.

Atiborrado de antidepresivos, empecé a hacer lo que se suponía que tenía que hacer con mi vida, convirtiéndome en un sucedáneo de mí mismo. A los diecinueve años conseguí un empleo como mozo de almacén. Un año más tarde, me enamoré locamente de una chica. No sé si fueron los nervios o la pasión, pero la primera vez que hicimos el amor la dejé embarazada. Y poco después decidimos casarnos. Lo nuestro fue la crónica de un divorcio anunciado.

Estuvimos juntos cuatro años, y durante ese tiempo me di cuenta de que era una persona demasiado anormal para llevar una vida «normal». En cambio, a mi mujer la normalidad le sentaba de maravilla. No se me ocurre nada desagradable que decir de ella. Su único defecto era tenerme como marido. Por suerte, nuestra hija heredó sus genes. Cada vez que se cruzaba con alguien, fuera quien fuese, lo saludaba con una acogedora sonrisa.

Aunque me duela reconocerlo —y mucho más escribirlo—, no supe valorarlas ni amarlas cuando las tuve a mi lado. Reconocer que fui un mal padre y un pésimo marido es lo mínimo que puedo decir... Así, el 4 de febrero de 1981 me pidió el divorcio y se mudó con nuestra hija de tres años a casa de mis suegros en San Francisco. Sólo un año más tarde, mi ex encontró a un hombre a la altura de sus expectativas, posibilitando que mi hija tuviera el padre que se merecía.

EL LIBRO QUE ME SALVÓ LA VIDA

Por aquel entonces tampoco tenía trabajo ni ingresos. Estuve unos meses coqueteando con la indigencia. Como vagabundo, era tan vago que no tenía por dónde vagar. Y no sé cómo, acabé una noche en un asqueroso motel. Fue entonces cuando escogí tomar el camino fácil. Eso sí, a diferencia de mi padre y de mi abuelo, no quería montar ningún numerito en la vía pública. Decidí poner fin a mi vida en un sucio cuarto de baño, armado con un frasco de Valium. En total, ingerí veinticuatro pastillas, una por cada año de mi insignificante y patética existencia.

No tengo por qué mentirte. Y tú no tienes por qué creerme. Pero la verdad es que en el momento en que tuve la certeza de que iba a morir, algo en mí hizo clic. De pronto, sin saber muy bien por qué, quise empezar a vivir. Me levanté del suelo, me miré a los ojos en el espejo del baño y me acordé de mi padre. A continuación, me metí dos dedos en la boca y nada más rozar la campanilla empecé a vomitar de forma salvaje.

Aquellas pastillas, todavía sin descomponer, se mezclaban con los restos de un Big Mac con patatas fritas, ketchup, mayonesa, mostaza y Coca-Cola. Muy poco de todo aquel mejunje descansaba en el fondo del váter. La mayor parte resbalaba por las baldosas de la pared. Y puesto que a pesar de todo soy un tío con buenos modales, comencé a limpiar aquel desastre. Pero enseguida acabé con todo el papel higiénico.

Salí del baño y eché un vistazo alrededor de la habitación. El armario estaba vacío, pero en el segundo cajón de la mesilla de noche encontré un libro bastante viejo. Sin ni siquiera leer el título de la portada, decidí utilizar las hojas para seguir limpiando los restos de vómito. Arranqué la primera página y al posarla sobre una baldosa se quedó enganchada. Sólo entonces me di cuenta de que había una dedicatoria escrita con pluma, que decía lo siguiente: «¿Crees en el destino? Este libro está escrito para ti».

Para una persona que acababa de intentar suicidarse y que en el último instante había decidido seguir con vida, aquellas palabras fueron un bálsamo para el alma. El libro se titulaba Tratados morales y estaba escrito por un tal Séneca. Tras dejar el baño más limpio de como lo había encontrado, me tumbé sobre la cama y comencé a echarle un vistazo. No había leído un solo libro en toda mi vida, pero aquél lo devoré de un tirón. Y con lágrimas en los ojos, me quedé dormido como un bebé. Al día siguiente mandé a la mierda las pastillas de color crema. Decidí comerme el marrón yo solito. Sólo entonces comprendí un antiguo proverbio de los indios sioux, que dice que «la religión es para quienes tienen miedo de ir al infierno, mientras que la espiritualidad es para quienes ya han estado allí».

Han pasado treinta y dos años desde aquello. Y hoy, a mis cincuenta y seis años, veo con claridad que aquella decisión significó un punto de inflexión radical en mi historia personal. No estoy aquí para decirte que dejes de tomar antidepresivos, si ése es tu caso. Insisto, son un parche útil; pero te alejan de la verdadera curación. Mi única intención es compartir contigo lo más valioso que he aprendido a lo largo de mi vida: que la sabiduría es el único tratamiento que promueve la salud de nuestra alma. Y creas o no en el destino, si has seguido leyendo hasta aquí, quiero que sepas que este libro está escrito para ti.

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