PRESENTACIÓN
¡Hola! Me llamo Carmen Romero y, antes de que empieces a leer este libro, me gustaría presentarme. Soy psicóloga infantil, educadora certificada en Disciplina positiva, experta en estimulación temprana y asesora del sueño infantil.
Los niños son mi gran pasión y siempre he estado rodeada de ellos. Nací en una familia muy numerosa de catorce hermanos y, más tarde, me convertí en madre de cuatro hijos. Tanto mis hermanos como mis hijos me dieron la oportunidad de aprender, crecer e impulsar mi actividad familiar y laboral. Desde siempre he tenido la gran suerte de estar muy relacionada con el mundo de la atención y la enseñanza de la primera infancia. Déjame que te cuente, a continuación, un poquito más sobre mi trayectoria.
Me licencié en Psicología por la Universidad Central de Barcelona y muy pronto me puse a trabajar en un centro especial de empleo con personas con discapacidad psíquica. Fue una experiencia maravillosa: los profesionales con los que compartí esos años vivían sus responsabilidades con pasión y, sobre todo, tuve la oportunidad de observar, por primera vez, la importancia de la familia en el desarrollo del individuo. La mayoría de las personas con discapacidad psíquica que traté seguían en casa de sus padres y era fácil identificar aquellos que habían disfrutado de un ambiente estimulante y una educación hacia la autonomía e independencia, y aquellos que, en cambio, habían sido sobreprotegidos.
Durante mi primer embarazo, por cuestiones de salud, estuve varias semanas en cama. Soy una persona activa y quedarme parada no fue fácil, así que decidí llenar mi tiempo con contenidos interesantes. Un buen día cayó en mis manos un libro sobre estimulación temprana. La lectura fue rápida y apasionante; se me abrió un mundo completamente desconocido para mí hasta ese momento. Después de ese primer libro vino otro y otro y otro... Me dediqué al estudio de obras y autores, de recursos y herramientas.
Al nacer mi primera hija me topé con la incompatibilidad de horarios entre trabajo y familia y, por eso, quise ampliar mi formación y ejercer una actividad laboral que me permitiera disfrutar de todas mis responsabilidades. Así que decidí iniciar la licenciatura en Magisterio. Pensé que trabajar en un colegio supondría tener el mismo horario que el de mis hijos, lo que me facilitaría mucho la vida.
Mi entusiasmo por la estimulación temprana siguió acompañándome durante esos años, y en el último curso de la facultad viajé a Filadelfia para formarme de una manera más completa en los Institutos para el Logro del Potencial Humano (IAHP por sus siglas en inglés). Sin lugar a duda, fue un punto de inflexión en mi carrera. Me fui con la intención de complementar mi aprendizaje y especializarme; sin embargo, estando allí, pronto entendí la enorme trascendencia del rol de los padres en el desarrollo físico, emocional e intelectual de los bebés. La voluntad de los Institutos era la de preparar a los progenitores para ser los maestros de sus hijos porque, según su visión, no hay nadie más adecuado, que quiera más y conozca mejor a un niño que sus propios padres.
Por aquel entonces, los Institutos estaban liderados por Glenn Doman, fisioterapeuta norteamericano muy reconocido, aunque, al mismo tiempo, algo polémico. En un principio, se impartían cursos para familias con niños con lesión cerebral y se ofrecían programas muy completos de estimulación para conseguir mejorar la calidad de vida de los pequeños pacientes.
La práctica la llevaba cada familia desde su casa y periódicamente tenían supervisiones presenciales para ir avanzando. La dedicación de las familias era muy exigente y se creaba un ambiente de rehabilitación que influía en todos sus miembros.
De esta manera, y tras años de trabajo, descubrieron que los hermanos de los pacientes se beneficiaban enormemente de la estimulación dentro del ámbito doméstico; comprobaron que estos lograban desarrollarse de una forma muy completa a nivel físico y cognitivo. Entonces fue cuando los Institutos decidieron diseñar también programas específicos para niños con un desarrollo neurotípico cuyo objetivo era potenciar al máximo sus capacidades.
Un día, durante mi estancia en Estados Unidos, me acerqué a Janet Doman, hija del fundador, y le expliqué mi situación. Yo ya era psicóloga, estaba terminando mis estudios de Magisterio y tenía mucho interés en aprender sobre estimulación temprana para trabajarla en las escuelas, pero también en poder compaginar mi vida laboral y familiar. Ella me escuchó y guardó silencio y, acto seguido, me preguntó si estaba dispuesta a educar y atender a otros niños y no a los míos. Sus palabras fueron un mazazo; cambiaron mi visión de golpe. Empezó a brotar en mí una nueva inquietud: quería poder ser yo la que disfrutara de mis hijos, deseaba educarlos y ofrecerles todos mis conocimientos. Sentí la necesidad de estar con mis hijos, volcar en ellos mi vocación y disfrutar de sus primeros años.
A mi regreso, afortunadamente, la situación familiar me permitió hacer un esfuerzo y dejar el trabajo para educar a mis hijos en casa durante la etapa infantil. Los primeros años son definitivos, y no quería conformarme con cualquier cosa: quería poder ofrecerles un ambiente rico, preventivo y potenciador de su desarrollo. Sabía a ciencia cierta que podía hacer mucho para favorecerlo y ayudar a que tuvieran una mochila llena de herramientas que les facilitaran el tener una vida más plena.
Educando a mis hijos en casa, pasamos unos años maravillosos siguiendo un programa supervisado por los Institutos (durante los cuales, nacieron mi tercer y cuarto hijo). No obstante, debo decir que la experiencia me fue permitiendo ajustar el contenido y el ritmo a mis preferencias y a las de ellos. Descubrí que la excelencia no es amiga de lo bueno, y que en la educación es de suma importancia evitar la rigidez y saber adaptarse a cada niño y su momento. Además, es fundamental priorizar el estado emocional del pequeño para que pueda progresar y aprender de una forma completa. Así pues, poco a poco, fui reformulando la intervención desde edades tempranas y dando mayor significación a la parte afectiva del niño y del cuidador.
Mis cuatro hijos crecieron con lo mejor que pudimos ofrecerles desde casa y, con los años, fueron entrando progresivamente en la escuela y yo me reincorporé al mundo laboral.
Actualmente, tengo mi propia consulta en Barcelona en la que atiendo de manera presencial y online. Colaboro también con diferentes centros de educación infantil por toda España e imparto formación a familias y profesionales del sector infantil, educativo y pediátrico.
¿Por qué este libro?
Si estás leyendo estas páginas es muy posible que seas madre o padre de un bebé o que te dediques profesionalmente a la crianza, salud o educación infantil. Si es así, ¡felicidades! Hay pocas cosas tan importantes como el cuidado y atención de los pequeños de la sociedad que serán nuestro futuro.
Durante los primeros años de educación, el tándem entre padres e hijos es el ideal. Luego, poco a poco, los niños necesitan otros referentes, y nosotros, como padres, también necesitamos espacios para realizarnos en otras áreas). Para ello, los padres precisamos seguridad, conocimientos y saber que lo estamos haciendo bien. Es una «profesión» demasiado importante como para no pisar fuerte desde el primer momento, aunque también es cierto que, por fortuna, la experiencia es un grado y esas dificultades de los padres primerizos van desapareciendo, y actúan cada vez con más decisión y convencimiento.
Así pues, toda formación es poca para ser padres. Por ejemplo, yo pensaba que, en mi caso, ser madre iba a ser una tarea sencilla: había estado siempre rodeada de niños y acostumbrada a pañales, biberones, papillas... Pero cuando se trata de tus propios hijos todo cambia. Un hijo te hace perder todo tipo de objetividad. Un hijo remueve todas tus emociones y reaviva muchas experiencias infantiles pasadas que no recordabas y que pueden influir mucho en tu forma de ser y de criar.
Una buena crianza significa establecer unos vínculos sanos con nuestros hijos y, sobre todo, crear un ambiente armónico que potencie su autonomía e independencia. Ser los maestros de nuestros hijos no es una tarea sencilla. A pesar de no requerir estudios, experiencia ni grandes conocimientos intelectuales, es fundamental saber transmitir ilusión y motivación por aprender y progresar. Se trata de acompañarlos, entenderlos, respetarlos y hacerlos crecer de la mejor manera posible. Además, es una oportunidad única para fortalecer el apego, intervenir en la resolución de conflictos, establecer límites... Todo ello para alcanzar un propósito: la felicidad de los niños y de la familia.
Por otro lado, al ir ejerciendo mi profesión día a día, he constatado sobre el terreno que los padres somos realmente importantes en todas las áreas de desarrollo de nuestros hijos. Podemos conseguir que nuestros hijos tengan un futuro mejor. Es cierto que la suerte es un factor importante, pero el esfuerzo, también. Un día, una amiga me dijo algo que no he olvidado: «Carmen, la suerte se pega al sudor». Y estoy totalmente convencida de esta afirmación. Por eso pienso que, cuando nuestros hijos alcanzan éxitos, no se trata solamente de azar, sino que ha habido una educación y un acompañamiento que ha posibilitado estos éxitos.
Por todos estos motivos, me gustaría poder llegar más lejos con este libro y difundir mi experiencia y conocimientos a todos aquellos que tengan interés. Con este objetivo en mente, he estructurado el contenido de manera que se entienda, primero, por qué es tan importante la estimulación durante los primeros años y, después, cómo aplicarla. Hablo de los diferentes tipos de estimulación y propongo actividades y recursos para poder llevarlos a la práctica. He intentado, en todo momento, explicarlo con un vocabulario sencillo. Asimismo, he incluido temas relacionados que no son propiamente de estimulación, pero sí son indispensables para un buen desarrollo, tales como la alimentación y el sueño.
Para terminar de aclarar cualquier duda, he querido añadir al final un resumen de las preguntas más frecuentes que suelen hacerme en consulta, cuyas respuestas estoy segura de que muchas familias agradecerán tener a mano de forma rápida y certera.
¡Espero que disfrutes de la lectura y que esta te ayude en el gran reto de ser padres!
Genética y ambiente
Cada persona es diferente, nacemos con una genética y un potencial que desarrollar únicos, pero es común en todos que los primeros años de vida marquen nuestras capacidades. Si bien es cierto que la genética viene determinada por los genes y eso es algo difícil de modificar, por no decir imposible, también es verdad que el ambiente en el que crecemos nos condiciona. Las experiencias que tengamos de pequeños, sobre todo de los 0 a los 3 años, nos definirán y el entorno en el que nos desarrollamos los primeros años favorecerá o empobrecerá el futuro del individuo.
Así pues, no hay duda de que está en las manos de los adultos —y es nuestra responsabilidad— aprovechar estos maravillosos años para facilitar el desarrollo completo del bebé ofreciéndole el mejor ambiente y las máximas oportunidades para potenciar sus talentos y aptitudes. Y no podemos pensar que con cubrir sus necesidades básicas (alimentación, sueño, higiene...) es suficiente.
Durante mucho tiempo se creyó que lo único importante en el cuidado del bebé era que comiera y durmiera. Y por supuesto que es importante; pero no lo único. No obstante, debemos entender que el contexto de los siglos anteriores era de supervivencia. La tasa de mortalidad infantil era muy elevada y la perduración de la humanidad era la prioridad. Las parejas tenían muchos hijos porque contaban con que no todos alcanzarían la edad adulta. Aunque cueste creerlo, hace apenas cien años, cuando moría un bebé, los padres sufrían, pero sabían que esta era una de las cartas con las que jugaban al traer a un niño al mundo.
Afortunadamente, esto ya es historia en muchos países y nos permite ir más allá en la crianza y centrarnos en otros factores que favorecen el desarrollo completo del bebé. Ofrecer un entorno rico abre un abanico de posibilidades y deja brillar todo el potencial con el que nace la persona.
Hace años vino al consultorio un niño de 18 meses con sus padres adoptivos. En este caso, los padres tenían poca información de la herencia genética de su hijo. El motivo de la consulta estaba relacionado con aspectos de la crianza. Al ser padres primerizos estaban hechos un mar de dudas en relación con la educación y el vínculo con su pequeño; necesitaban aprender cómo actuar en según qué situaciones. En una de las sesiones, noté que el niño tenía una habilidad singular con la música; seguía el son con un ritmo muy especial. Sin embargo, la familia y el entorno en que vivía, a pesar de ser más que adecuados, eran poco melómanos. El pequeño creció entonces alejado de cualquier ambiente musical. Al cabo del tiempo, la madre volvió a contactarme. Estuvimos hablando y me comentó que su hijo había empezado a tocar el piano por su cuenta, de forma autodidacta. Estaban gratamente sorprendidos del don que poseía para este instrumento y, dada la situación, habían decidido llevarlo a clases. La maestra no daba crédito. Por aquel entonces, el chico tenía 14 años. Era evidente que poseía una gran facilidad para la música, pero, por desgracia, no había podido manifestarla anteriormente, y habían transcurrido esos maravillosos años en los que podría haber potenciado y explotado ese gran talento.
Con este ejemplo que acabo de explicar, queda manifiesto, pues, que muchas de las capacidades con las que potencialmente nacemos puede ser que no se desarrollen y que eso no supone ningún problema en la vida del individuo. Sin embargo, cuantas más oportunidades tengamos en nuestro ambiente, más habilidades desplegaremos, mayor adaptación al entorno tendremos, mayor posibilidad de éxito, mayor confianza en uno mismo y, por tanto, mayor felicidad.
La estimulación temprana debería ser un derecho fundamental del individuo para alcanzar la felicidad. Todos los niños del mundo se merecen desarrollar todo el potencial con el que nacen porque por algo nacen con él. Pero no siempre es así. El ambiente determina, en gran medida, el desarrollo del pequeño, y debemos tener en cuenta que el cerebro se desarrolla una sola vez y que esto ocurre durante los primeros años de vida.
Cada bebé es un mundo, lo mismo que cada familia en la que nace un bebé. No solo se trata del tipo de padres que somos, de lo que cargamos a nuestras espaldas y de lo que proyectamos hacia nuestros hijos, sino también del entorno familiar que creamos: somos un grupo de personas que influye enormemente en el niño. Yo no habría sido la misma persona de no haber nacido en una familia de catorce hijos; mis experiencias durante la infancia habrían sido notablemente distintas. Eso no significa que sean ni mejores ni peores que las de otras familias menos numerosas, pero sí diferentes. Cada ambiente tiene sus cualidades y beneficios, pero asimismo sus carencias, y es importante tener estas últimas en cuenta para poder cubrirlas.
Por otro lado, el desarrollo de un bebé también está condicionado por la época y el país en los que nace, los recursos con los que cuenta, la situación política y socioeconómica...
Un verano, cuando era joven, me fui de voluntaria a un poblado de Mozambique. Mi trabajo consistía en hacer tareas asistenciales en un hospital. La experiencia fue increíble y me permitió observar y reflexionar sobre muchas cosas que nunca antes me había planteado. Entre otras, me sorprendió ver lo autónomos que eran allí los niños más pequeños. Se movían de un lado para otro con un control absoluto de sus cuerpos. Además, eran muy creativos: convertían cualquier objeto que encontraban en el suelo en un maravilloso utensilio o juguete. Pero lo más interesante fue ver cómo participaban en las rutinas del hospital como lo hacía cualquier otro adulto. A la hora de las comidas, por ejemplo, cogían sus platos, hacían la cola para que les sirvieran, se sentaban para comer y, al acabar, se limpiaban y lavaban la vajilla. Todo esto con tan solo 18 meses. Sin embargo, llegaba un momento en que la desnutrición y la falta de estimulación intelectual frenaban enormemente su desarrollo. A pesar de haberse iniciado muy bien el desarrollo motor, faltaba seguir nutriendo el cerebro de estímulos y buena alimentación.
Son muchísimas, por tanto, las circunstancias que intervienen. Es responsabilidad de los cuidadores cubrir todas las necesidades de la mejor forma posible para conseguir un desarrollo completo.
Las necesidades del bebé
Una buena crianza significa atender todas las necesidades del bebé, por eso es importante conocerlas. Grosso modo, pueden clasificarse en tres tipos: las fisiológicas, las emocionales y las neurológicas. Cuanto más se cuide cada una de ellas, más cerca estaremos de desarrollar al máximo el potencial del niño. Hagamos un breve repaso en este apartado.
Las necesidades fisiológicas
Merecen ser mencionadas en primer lugar porque son las básicas. Son las necesidades relacionadas con la supervivencia. Siempre deben estar cubiertas para que el bebé sobreviva. Son las relacionadas con los aspectos físicos supervisados por el pediatra: alimentación, cuidado, higiene, sueño, peso y talla, enfermedades y vacunas...
Las necesidades emocionales
Se refieren al vínculo que establecemos con el bebé para que este se sienta querido y protegido. El bebé debe sentir que pertenece a un núcleo familiar, que existe y que su existencia es importante para el grupo. Así es como crea un apego seguro que le permite desarrollarse con armonía y asentar unos buenos cimientos para las futuras habilidades sociales.
Hasta hace apenas unas décadas, este tipo de necesidades no se tenían en cuenta. Se priorizaban solo las anteriores. Las emociones eran algo totalmente secundario. El bebé tenía que comer y dormir; lo único que importaba era que fuera creciendo, que cogiera peso... Además, era conveniente que el niño no molestara a los adultos y se solía crear un espacio propio para él (la cuna, por ejemplo, era un moisés con dosel para poderlo aislar de cualquier tipo de estímulo), con lo cual no intervenía en las rutinas familiares ni estaba integrado en el devenir diario. Asimismo, casi no se le hablaba porque era común pensar que no se enteraba de las cosas y tampoco se lo invitaba a los acontecimientos sociales hasta edades avanzadas, pues se lo consideraba inmaduro y poco conectado con el ambiente.
En consecuencia, la interacción del bebé con los adultos era pobre y reducida, y esto lo llevaba a establecer unas relaciones distantes con los padres y cuidadores. ¡Qué gran contradicción! Su mayor fuente de conocimiento y amor eran personas que vagamente conectaban con sus sentimientos, y así, él mismo, también quedaba desconectado emocionalmente.
Por fortuna, la naturaleza es sabia y la maduración siempre da sus frutos, con lo que el bebé, poco a poco, reclamaba formar parte del grupo, participar de las rutinas y tener un rol en la familia.
Hoy en día, la percepción que se tiene de los bebés es muy distinta y gozan de un gran protagonismo en el núcleo familiar y, en general, en la sociedad, la cual ofrece múltiples escenarios y actividades en las que los niños pueden intervenir desde edades muy tempranas. Ahora, los padres disfrutamos de ellos al mismo tiempo que ellos disfrutan de nosotros y nos esforzamos para proporcionarles un ambiente emocional valioso y cubrir todas estas necesidades afectivas.
Así pues, que el afecto es una necesidad fundamental del niño y que el niño emocionalmente atendido y estable se desarrolla de forma más completa e integral es una evidencia científica. En la década de los sesenta del siglo XX, el psicólogo Harry Harlow llevó a cabo un experimento con monos sobre la privación materna. Las conclusiones de dicha investigación respaldaron la importancia de ese afecto en el pequeño y defendieron la idea de que hay una necesidad innata hacia la dependencia, hacia crear un vínculo afectivo seguro. Este vínculo determina las relaciones sociales de futuro, incluso las conductas desadaptativas del individuo. Es decir, las relaciones interpersonales nos cambian, sobre todo, las primeras relaciones en edades tempranas en las que el bebé necesita especialmente la presencia de los padres para su buen desarrollo.
Las necesidades neurológicas
Por último, están estas grandes desconocidas estrechamente relacionadas con el cerebro, las neuronas y el entorno. El cerebro necesita ejercicio físico y estímulos ambientales que propicien su buen desarrollo y, para ello, el cuidador tiene un papel fundamental a la hora de proporcionárselos, aunque, desafortunadamente, suele ser el azar el encargado de hacerlo.
Durante los primeros años de vida, nuestro cerebro se organiza y crece a una velocidad impresionante para poder llegar a desarrollar toda su compleja actividad. El cerebro de un bebé al nacer pesa, aproximadamente, 350 gramos, al año, unos 900 gramos y no alcanza su peso definitivo hasta los 5 años, que suele ser de unos 1,3 kilogramos. Asimismo, durante este periodo de tiempo, se producen la mayoría de las conexiones neuronales que permitirán el fluir de la información de una parte a otra del cerebro. Las células cerebrales —las denominadas «neuronas»— se conectan entre sí conformando una red más o menos espesa según los estímulos recibidos. Esto es, a mayor estimulación, mayor densidad de la red neuronal y, por tanto, mayor facilidad y velocidad en la transmisión de información. Así pues, se trata de ofrecer al bebé conocimientos a través de sus sentidos que sean estímulos claros que ayuden a crear estas maravillosas conexiones neuronales.
Por otro lado, el ejercicio físico posee también efectos beneficiosos sobre las funciones cerebrales tales como la neuroplasticidad —que es la capacidad que tiene el cerebro para recuperarse, reestructurarse y adaptarse a nuevas situaciones según las demandas del ambiente— y el aprendizaje, en especial sobre el proceso de lectoescritura y la memoria. De hecho, existen varias investigaciones que defienden la práctica del deporte como actividad previa antes del estudio, de ponerse delante de un libro. (Si te apetece profundizar más en este tema, te recomiendo la lectura de Spark! de Dr. John J. Ratey y Eric Hagerman). Hay que tener en cuenta que, a estas edades, llamamos «ejercicio físico» a los movimientos propios del bebé relacionados con la movilidad de los primeros meses: arrastre, gateo, caminar, correr, coordinación, equilibro...
En resumen, para cubrir las necesidades neurológicas debemos propiciar un ambiente estimulante en conocimiento y facilitar la posibilidad de movimiento propio de cada edad.
Un poco más sobre el cerebro
El cerebro es considerado el órgano más importante del cuerpo, desde el que se controlan todos y cada uno de los demás sistemas. Se desarrolla como un músculo: cuanto más se usa, más crece. O, tal como lo exponía Glenn Doman, es comparable a un recipiente mágico en el que «cuanto más