El nombre del viento

Patrick Rothfuss

Fragmento

1

Un sitio para los demonios

Era una noche de Abatida, y la clientela habitual se había reunido en la Roca de Guía. No podía decirse que cinco personas formaran un grupo muy numeroso, pero últimamente, en los tiempos que corrían, nunca se reunían más de cinco clientes en la taberna.

El viejo Cob oficiaba de narrador y suministrador de consejos. Los que estaban sentados a la barra bebían y escuchaban. En la cocina, un joven posadero, de pie junto a la puerta, sonreía mientras escuchaba los detalles de una historia que ya conocía.

—Cuando despertó, Táborlin el Grande estaba encerrado en una alta torre. Le habían quitado la espada y lo habían despojado de sus herramientas: no tenía ni la llave, ni la moneda ni la vela. Pero no creáis que eso era lo peor... —Cob hizo una pausa para añadir suspense— ¡porque las lámparas de la pared ardían con llamas azules!

Graham, Jake y Shep asintieron con la cabeza. Los tres amigos habían crecido juntos, escuchando las historias que contaba Cob e ignorando sus consejos.

Cob miró con los ojos entrecerrados al miembro más nuevo y más atento de su reducido público, el aprendiz de herrero.

—¿Sabes qué significaba eso, muchacho? —Llamaban «muchacho» al aprendiz de herrero, pese a que les pasaba un palmo a todos. Los pueblos pequeños son así, y seguramente seguirían llamándolo «muchacho» hasta que tuviera una barba poblada o hasta que, harto de ese apelativo, hiciera sangrar a alguien por la nariz.

El muchacho asintió lentamente y respondió:
—Los Chandrian.
—Exacto —confirmó Cob—. Los Chandrian. Todo el mundo sabe que el fuego azul es una de sus señales. Pues bien, estaba...

—Pero ¿cómo lo habían encontrado? —lo interrumpió el muchacho—. Y ¿por qué no lo mataron cuando tuvieron ocasión?

—Cállate, o sabrás todas las respuestas antes del final —dijo Jake—. Deja que nos lo cuente.

—No le hables así, Jake —intervino Graham—. Es lógico que el muchacho sienta curiosidad. Bébete tu cerveza.

—Ya me la he bebido —refunfuñó Jake—. Necesito otra, pero el posadero está despellejando ratas en la cocina. —Subió la voz y golpeó la barra de caoba con su jarra vacía—. ¡Eh! ¡Aquí hay unos hombres sedientos!

El posadero apareció con cinco cuencos de estofado y dos hogazas calientes de pan. Les sirvió más cerveza a Jake, a Shep y al viejo Cob, moviéndose con vigor y desenvoltura.

Los hombres interrumpieron el relato mientras daban cuenta de la cena. El viejo Cob se zampó su cuenco de estofado con la eficacia depredadora de un soltero de toda la vida. Los otros todavía estaban soplando en su estofado para enfriarlo cuando él se terminó el pan y retomó la historia.

—Táborlin tenía que huir, pero cuando miró alrededor vio que en su celda no había puerta. Ni ventanas. Lo único que había era piedra lisa y dura. Una celda de la que jamás había escapado nadie.

»Pero Táborlin conocía el nombre de todas las cosas, y todas las cosas estaban a sus órdenes. Le dijo a la piedra: “¡Rómpete!”, y la piedra se rompió. La pared se partió como una hoja de papel, y por esa brecha Táborlin vio el cielo y respiró el dulce aire primaveral. Se acercó al borde, miró hacia abajo y, sin pensárselo dos veces, se lanzó al vacío...

El muchacho abrió mucho los ojos.
—¡No! —exclamó.

Cob asintió con seriedad.
—Táborlin se precipitó, pero no perdió la esperanza. Porque conocía el nombre del viento, y el viento le obedeció. Le habló al viento, y este lo meció y lo acarició. Lo bajó hasta el suelo suavemente, como si fuera un vilano de cardo, y lo posó de pie con la dulzura del beso de una madre.

»Y cuando Táborlin llegó al suelo y se tocó el costado, donde lo habían apuñalado, vio que no tenía más que un rasguño. Quizá fuera cuestión de suerte —Cob se dio unos golpecitos en el puente de la nariz, con aire de complicidad—, o quizá tuviera algo que ver con el amuleto que llevaba debajo de la camisa.

—¿Qué amuleto? —preguntó el muchacho intrigado, con la boca llena de estofado.

El viejo Cob se inclinó hacia atrás en el taburete, contento de que le exigieran más detalles.

—Unos días antes, Táborlin había conocido a un calderero en el camino. Y aunque Táborlin no llevaba mucha comida, compartió su cena con el anciano.

—Una decisión muy sensata —le dijo Graham en voz baja al muchacho—. Porque como sabe todo el mundo, «Un calderero siempre paga doblemente los favores».

—No, no —rezongó Jake—. Dilo bien: «Con un consejo paga doble el calderero el favor imperecedero».

El posadero, que estaba plantado en la puerta de la cocina, detrás de la barra, habló por primera vez esa noche.

—Te dejas más de la mitad:

Siempre sus deudas paga el calderero: paga una vez cuando lo ha comprado, paga doble a quien le ha ayudado, paga triple a quien le ha insultado.

Los hombres que estaban sentados a la barra se mostraron casi sorprendidos de ver a Kote allí de pie. Llevaban meses yendo a la Roca de Guía todas las noches de Abatida, y hasta entonces Kote nunca había participado en la conversación. De hecho, eso no le extrañaba a nadie. Solo llevaba un año en el pueblo; todavía lo consideraban un forastero. El aprendiz de herrero vivía allí desde los once años y seguían llamándole «ese chico de Rannish», como si Rannish fuera un país extranjero y no un pueblo que estaba a menos de cincuenta kilómetros de allí.

—Lo oí decir una vez —dijo Kote, notablemente turbado, para llenar el silencio.

El viejo Cob asintió con la cabeza, carraspeó y retomó el hilo de la historia.

—Pues bien, ese amuleto valía un cubo lleno de reales de oro, pero para recompensar a Táborlin por su generosidad, el calderero se lo vendió por solo un penique de hierro, un penique de cobre y un penique de plata. Era negro como una noche de invierno y estaba frío como el hielo, pero mientras lo llevara colgado del cuello, Táborlin estaría a salvo de todas las cosas malignas. Demonios y demás.

—Daría lo que fuera por una cosa así en los tiempos que corren —dijo Shep, sombrío. Era el que más había bebido y el que menos había hablado en el curso de la velada. Todos sabían que algo malo había pasado en su granja la noche del Prendido pasado, pero como eran buenos amigos, no le habían insistido para que se lo contara. Al menos no tan pronto, ni estando todos tan sobrios.

—Ya, ¿y quién no? —dijo el viejo Cob diplomáticamente, y dio un largo sorbo de su cerveza.

—No sabía que los Chandrian fueran demonios —dijo el muchacho—. Tenía entendido...

—No son demonios —dijo Jake con firmeza—. Fueron las seis primeras personas que rechazaron el camino marcado por Tehlu, y él los maldijo y los condenó a deambular por los rincones de...

—¿Eres tú quien cuenta esta historia, Jacob Walker? —saltó Cob—. Porque si es así, puedes continuar.

Los dos hombres se miraron largo rato con fijeza. Al final, Jake desvió la mirada y masculló algo que quizá fuera una disculpa.

Cob se volvió hacia el muchacho y explicó:
—Ese es el misterio de los Chandrian. ¿De dónde vienen? ¿Adónde van después de cometer sus sangrientos crímenes? ¿Son hombres que vendieron su alma? ¿Demonios? ¿Espíritus? Nadie lo sabe. —Cob le lanzó una mirada de profundo desdén a Jake y añadió—: Aunque los imbéciles aseguren saberlo...

A partir de ese momento, la historia dio pie a

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