Bongo fury

Sergio Bizzio

Fragmento

LAS FORMAS SALVAJES DEL FONDO, LA LUZ DEL AIRE

Un día, a pocas semanas de haber llegado, hizo tanto frío que salí a correr. La cabaña estaba helada, y además era muy pequeña, por lo que apenas si podía moverme. Arrancaba el otoño, no quería ni imaginar lo que sería el invierno. Las montañas empezaban a encogerse, la escarcha hacía crujir los árboles, el bosque sonaba ante la menor brisa como si fuera de cristal y pudiera romperse de un momento a otro.

El camino por el que corría esa mañana no era más que un sendero en el que apenas cabían dos bicicletas a la par; según me habían dicho, en los meses de verano la bicicleta era el vehículo preferido de los habitantes de los pueblos vecinos. Durante el resto del año no pasaba nadie, excepto el vendedor de carbón y kerosene —en un carro angosto tirado por un caballo—, una vez al mes, y excepcionalmente dos, cuando llevaba a alguien de un pueblo a otro, funcionando como taxi. En el carro había lugar para un solo pasajero, que iba sentado sobre bidones de kerosene y bolsas de carbón, con la cabeza agachada debajo de una lona que protegía la mercadería de la lluvia y de la nieve.

Mientras corría, pensaba en las posibilidades que tenía de vivir sin plata. O mejor dicho, de vivir sin gastarla. La mayor parte de la plata estaba destinada al pago mensual del alquiler de la cabaña, que había contratado por un año (un año me parecía poco cuando todavía no me había instalado), así que iba a tener que dosificar el resto cuidadosamente. El panorama era alentador: podía abastecerme de leña por mi cuenta, en los alrededores era frecuente encontrar de tanto en tanto un árbol caído —caían solos, y ya secos—, si no, talaba uno, lo cortaba con el hacha para que entrara en la estufa, o amontonaba los pedazos en un rincón de la cabaña, o afuera, a un costado, debajo de una chapa. Muy de tanto en tanto, podía aprovechar el paso del carro del vendedor de carbón y kerosene para ir a alguno de los pueblos vecinos y comprar fideos, arroz, yerba y alguna botella de alcohol. No soy un gran bebedor, todo lo contrario: con una copita diaria estoy bien, pero me gusta saber que la botella está ahí. A doscientos metros de la cabaña había un arroyo; podía pescar, y, si tenía suerte, o si me dedicaba lo suficiente para tener suerte, lo más probable era que cada vez volviera con un pescado en el anzuelo. En definitiva, podía conseguirlo, y estaba contento. Después de todo, no buscaba nada del otro mundo: soledad. Con ese propósito les había puesto fin a todas mis actividades y a todos los medios de ganarme el sustento, abandonando el trabajo y cortando los lazos con parientes, amigos y conocidos, y aislándome para el arte de la meditación. Pensaba en esas cosas, exactamente en esas cosas, y en nada más —hubiera podido repetirlas una por una en voz alta para comprobar que su enumeración no duraba más que unos segundos— cuando de pronto, sorprendido, vi que ya estaba en el pueblo.

Imposible. Entre la cabaña y el pueblo había veinte kilómetros. Jamás había corrido ni la quinta parte de esa distancia, ni siquiera de adolescente, y mucho menos todavía por un sendero irregular y zigzagueante como aquel, con pozos, piedras, y más subidas que bajadas. Y sin embargo era cierto, estaba ahí. La posibilidad de que me hubiera enfrascado en mis pensamientos de tal manera que no me hubiese dado cuenta de nada era lo más razonable, pero aún así debería estar agitado, y también transpirado, y no era el caso.

Avancé por lo que parecía ser la calle principal, una calle apenas más ancha que el puñado de calles que la atravesaban y que se alargaban cien metros para un lado y cien para el otro, o menos todavía, y entré a un bar. No había nadie. Fui hasta el mostrador y le pregunté al cantinero si podía indicarme dónde encontrar al vendedor de carbón y kerosene. “El que anda en un carro”, dije.

El cantinero apoyó las manos en el mostrador, dejó caer la cabeza y soltó un largo suspiro de impaciencia, como si le preguntaran eso a cada rato. Después fue hasta un extremo del mostrador, subiendo y bajando, por lo que deduje que caminaba sobre tablas de distintas alturas colocadas en el suelo, lo rodeó, pasó a mi lado y se dirigió hacia la puerta. Lo seguí.

—Allá —dijo apuntando con un dedo a un galpón de chapa en la vereda de enfrente, en diagonal con el bar.

Era insólito que hubiera necesitado señalarlo, cuando podría haber dicho: “El galpón de chapa de enfrente”, sin moverse de donde estaba, pero bueno, qué se le va a hacer. Por lo menos era amable.

—Si no está es porque ha salido —agregó.

—Voy a ver.

Crucé la calle. El cantinero me seguía con la vista.

Yo llevaba en el bolsillo interior del abrigo una botella de ron que me había robado mientras él salía de atrás del mostrador. La sola idea de que el bulto de la botella se notara, con la perspectiva que la distancia en aumento le daba a mi silueta, me inquietaba, como si en caso de ser descubierto fuese a terminar linchado. No me llevó mucho tiempo darme cuenta de que en realidad lo que me inquietaba no era eso sino la rapidez con la que mil años atrás (es un decir) me había echado sobre el mostrador para alcanzar la vitrina, agarrar la botella, guardarla en el bolsillo interior del abrigo y adoptar de nuevo la posición inicial. Había una correspondencia entre el robo de la botella y lo repentino de mi aparición en el pueblo.

Entonces escuché un silbido a mi espalda. Me di vuelta. Era el cantinero. Me indicaba por señas, haciendo una rayita en el aire con un dedo extendido, algo a mi derecha. Miré hacia ahí, echando un poco el cuerpo para atrás. Sí, a mi derecha había una puerta. Levanté el pulgar en señal de OK, fui hasta la puerta y la golpeé tres veces con el nudillo del dedo mayor y, después de una pausa, tres veces más con el puño.

Otro silbido.

El cantinero señalaba ahora algo a mi izquierda, a nivel del suelo, donde había un pequeño bloque de cemento de unos treinta centímetros de alto. No entendí a qué se refería y volví a mirarlo. El cantinero levantó un pie y después el otro, como subiendo una escalera. ¿Que me suba ahí?, le pregunté señalándome y señalando el bloque.

Dijo que sí en mayúsculas con la cabeza.

Subí.

¿Y ahora?

Que mire para arriba.

Por encima de mí había un botoncito de bronce. Lo miré y giré hacia el cantinero. Debo haberle parecido desconcertado, porque alzó la cara al cielo y enseguida la fijó en mí y se puso a hundir una y otra vez un dedo en el aire. Tóquelo, tóquelo. Lo toqué. Después me di vuelta como para darle las gracias, pero ya se había ido. Toqué de nuevo.

¿Y si no estaba? ¿Qué iba a hacer si no estaba? No me creí capaz de caminar veinte kilómetros de vuelta hasta la cabaña. Atardecía, y empezaba a caer una lluvia oblicua finísima, apenas visible, pero constante, que podía agravarse durante el trayecto.

La idea de pedi

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos