El cuaderno de Bento

John Berger

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Nota biográfica

Agradecimientos

Títulos de los dibujos

Notas

Sobre el autor

Créditos

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Este otoño los ciruelos están muy cargados de fruta. Algunas ramas se han roto con el peso. No recuerdo otro año que dieran tanto.

Cuando están maduras, este tipo de ciruelas moradas, las damascenas, se recubren de una sombra que recuerda a la media luz del crepúsculo. A mediodía, si hace sol —y llevamos muchos días seguidos de tiempo soleado—, se las ve, con su color crepuscular, arracimadas entre las hojas.

Los únicos frutos con un azul tan intenso son los arándanos, pero el azul de éstos es más oscuro y tiene un brillo de piedra preciosa, mientras que el de las damascenas es como un humo azul, vívido, pero evanescente. Los racimos de cuatro, cinco o seis frutos salen a puñados de los renuevos de las ramas. De un solo árbol cuelgan cientos de puñados.

Una mañana temprano decidí pintar uno de esos racimos, tal vez para entender mejor por qué repito lo de los «puñados». Me salió un dibujo torpe, malo. Empecé otro. Tres puñados más allá del que he decidido pintar, un pequeño caracol blanco y negro, no más grande que una de mis uñas, parece dormido en la hoja que ha estado comiendo. El segundo dibujo me salió tan mal como el primero. Así que lo dejé y me puse con las tareas del día.

A media tarde volví a los ciruelos con la idea de intentar dibujar una vez más el mismo racimo. Posiblemente porque la luz había cambiado —el sol ya no estaba en el este, sino en el oeste— no fui capaz de encontrar o identificar el racimo concreto. Hasta me llegué a preguntar si no me estaría equivocando de árbol.

Avancé hasta el siguiente ciruelo, me agaché bajo sus ramas, alcé la vista y lo inspeccioné. Había infinidad de ciruelas, pero no encontré el racimo que buscaba. Habría sido muy sencillo dibujar otro, claro, pero algo en mí se negaba obstinadamente a hacerlo. Di vueltas y más vueltas bajo las ramas de los dos árboles, y de repente descubrí el caracol. Unos treinta centímetros a su derecha, encontré mi racimo. El caracol había cambiado de posición, pero su paradero era el mismo. Lo miré largamente.

Empecé a dibujar. Necesitaba un verde para definir las hojas. A mis pies había unas ortigas. Agarré una hoja y la froté en el papel, y me dio el verde que necesitaba. Esta vez guardé el dibujo.

Tres días después, llegó el momento de recoger las ciruelas. Si se las pone en barriles y se las deja fermentar durante unos meses, se puede destilar un aguardiente maravilloso, el slivovitz. También son muy buenas para mermelada y para repostería; las tartas son deliciosas.

Las ciruelas se recogen de dos maneras: o bien sacudes las ramas para que la fruta caiga al suelo, o bien te subes al árbol con un cubo y las vas arrancando a mano.

Los árboles tienen espinas incipientes y multitud de ramitas. Subido a la copa, progresando de un pequeño anillo de humo azul al siguiente, según vas juntando en la palma de la mano libre un pulgar de éstos tras otro, tienes la sensación de arrastrarte por un sotobosque. Te caben tres o cuatro, incluso cinco, en la mano, nada más. Por eso digo que los racimos son puñados. Es inevitable que alguna ciruela se te escape, se te deslice por el brazo y termine en el suelo.

Más tarde, cuando estaba de rodillas recogiendo las ciruelas caídas en la hierba y echándolas al cubo, me encontré con varios caracoles blancos y negros que habían caído al suelo junto con la fruta, sin dañarse. Puse cinco en fila, y para mi sorpresa no me resultó difícil reconocer al que me había servido de guía. Y lo dibujé, un poco más grande del natural.

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El filósofo Baruch Spinoza (1632-1677), más conocido como Benedict (o Bento) de Spinoza (o Espinosa), se ganaba la vida como pulidor de lentes y pasó los años más intensos de su corta vida escribiendo el Tratado de la reforma del entendimiento y la Ética, que sólo se publicaron después de su muerte. Sabemos, por las memorias de otras personas y sus recuerdos del filósofo, que también dibujaba. Disfrutaba dibujando. Siempre llevaba con él un cuaderno de dibujo. Tras su súbita muerte —tal vez a causa de la silicosis que le habría producido su trabajo de pulidor de lentes—, sus amigos rescataron sus cartas, manuscritos y notas, pero, al parecer, no encontraron ningún cuaderno con dibujos. O, de haberlo encontrado, posteriormente se perdió.

Llevo años imaginándome que aparece uno de sus cuadernos de dibujo. No sé qué espero encontrar en él. ¿Dibujos de qué? ¿Dib

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