El pez que sabía escalar

Fragmento

El pez que sabía escalar

De Albert Einstein pueden decirse muchas cosas. Una de ellas, quizás la más curiosa de todas, es su notable capacidad para verse señalado como el responsable de una extensa lista de citas falsas o manipuladas.

Desde hace ya muchos años se le adjudica popularmente la siguiente apreciación:

«Todos somos genios, pero si usted juzga a un pez por su habilidad para escalar un árbol, este vivirá toda su vida creyendo que es un estúpido».

La cita, aunque ingeniosa y con un buen grado de sabiduría, remite a varios posibles autores, pero no cuenta con ninguna evidencia de haber sido realmente enunciada por el famoso científico.

Tiene su gracia comenzar este libro fijando la atención en un malentendido. Porque tal vez, desde una perspectiva lo suficientemente amplia, no haya nada en nuestra realidad, como seres conscientes y partícipes de eso que llamamos realidad, que no cargue con la sospecha de serlo.

Como especie, hemos ido construyendo e hilvanando nuestra propia evolución basados en una silenciosa norma que, por alguna razón, preferimos no recordarnos lo suficiente: el carácter provisorio de todo conocimiento.

Esta premisa, que nos ha brindado siempre la posibilidad de que nuestros conocimientos fuesen sustituyéndose una y otra vez por otros, nuevos, mejores, más sofisticados y eficaces al servicio de quienes contaran con ellos, nos ubica en una terriblemente incómoda posición: la de admitir que en este preciso momento estamos equivocados.

Sabemos que estamos equivocados. De hecho, esa tal vez constituya la única certeza con la que contamos. Un extraño comportamiento a través del tiempo el de los saberse hoy equivocados por las corroboraciones del futuro. Conscientes de la fantasmal presencia del error, nos vemos obligados —para poder seguir— a ignorarlo hasta que se devele ante nosotros. Pero sabemos que está aquí, ahora, porque siempre ha sido así.

Hemos llegado hasta aquí precisamente por eso. Somos, después de todo, una larga e histórica cadena de tránsitos. Como cualquier ciclo de vida, también las nuevas convicciones se han nutrido siempre de ese suelo fértil abonado en los yacimientos del desacierto.

Somos una especie atípica, ciertamente. Somos un organismo más dentro de un complejo orden natural, para el cual no parecemos tener —por fuera de nuestra tendencia antropocéntrica— la menor preferencia o validación respecto del resto. Pero sí nos ha tocado en suerte una serie de peculiaridades, entre ellas la de formularnos preguntas.

La línea temporal evolutiva que nos ha traído desde aquella familia de microorganismos hasta el nacimiento y desarrollo de nuestra especie trajo consigo complejidades cognitivas que, para bien y para mal, nos posicionaron como actores insólitos en la naturaleza.

Aun sabiéndonos parte del entramado de la naturaleza, nuestra especie fue agudizando un sentido de conciencia singular, que le permitió separarse de ella mediante abstracciones complejas, desarrollar lenguajes, transmitir y conservar conocimiento, e ir venciendo toda clase de obstáculos y desafíos, tal vez incluso el de terminar por trascender la vida orgánica.

Esta serie de propiedades cognitivas ha servido a nuestra especie para dar infinidad de respuestas e incrementar nuestras posibilidades y condiciones de adaptación. Pero de poco nos ha servido para un conjunto de preguntas que, por defecto, se adjuntan inevitablemente a esa clase de conciencia con la que contamos: ¿por qué?, ¿para qué?

La condición humana se ha visto amenazada desde siempre por esta clase de preguntas. Y aún se nos exhiben tan desafiantes como siempre. No hay categóricas conclusiones o significativas diferencias entre las meditaciones de los antiguos griegos sobre la naturaleza de la realidad y las de nuestros días. Ni la asistencia de sofisticadas inteligencias artificiales ni la conquista del espacio por fuera de nuestro planeta hacen o prometen hacer demasiado por el insondable misterio del propósito, el sentido que intentamos desentrañar en esta experiencia que llamamos vida.

Hasta el momento no hemos encontrado más que algunos artificios para enfrentar ese vacío, al menos provisoriamente. A través del tiempo nos hemos ido relatando diversos escenarios, en los que reservamos todo sentido último a entidades superiores, al trabajo, a la acumulación, al placer, e incluso a la ausencia total y absoluta de propósito, lo cual no nos evita necesariamente prescindir de alguno de los anteriores, aunque más no sea como zanahoria diaria para soportar la pregunta.

Nunca en la historia de la humanidad y su civilización hemos contado con tantas herramientas como hoy para compartir y debatir toda información, así como —también— para perdernos bajo su propio y descomunal peso. Nunca en nuestra historia hemos estado tan potencialmente cerca del resto de nuestros semejantes, y tal vez nunca tan lejos tampoco.

Si pudiésemos visualizar la inmensa cantidad y red de datos e informaciones que en este mismo momento viajan de un sitio a otro, nuestro planeta se vería como una densa, enmarañada y caótica esfera. Algo parecido a lo que podemos ver cuando un televisor analógico representa en su pantalla ese ruido o nieve de puntos aleatorios que provoca la radiación de fondo de microondas cuando no recibe ninguna señal.

Cada uno de nosotros, a través de nuestros smartphones, computadores o dispositivos analógicos, colaboramos en ello a diario enviando y recibiendo datos hacia y desde todas partes. Pero quienes trabajamos directamente en relación con la creación y la distribución de contenidos para medios de comunicación aportamos una cuota significativamente mayor a esa madeja. Y hoy, que los medios de comunicación parecen haber dejado atrás su antigua condición de herramientas mediadoras para erigirse como un fin en sí mismo, me persigue la íntima pregunta acerca de cuánto colaboramos quienes trabajamos en ellos en despejar un poco el ruido y cuánto en hacerlo más profundo y ensordecedor.

Este trabajo, basado en una serie de ensayos publicados y compartidos originalmente en la newsletter «Nuevos medios, viejas preguntas», de Amenaza Roboto, la plataforma de periodismo tecnológico de la que formo parte, pretende abrir un espacio de reflexión que, subidos al vertiginoso desarrollo tecnológico y cultural asociado al universo de las comunicaciones, nos recuerde algunas de las preguntas que solemos perder en el camino.

Es inevitable razonar que este trabajo, a su vez, padece el mismo conflicto, en tanto está elaborado por un individuo que también se pregunta para qué esto, cuál es el propósito de sumar un libro más al inapelable olvido, el de sus lectores primero, pero finalmente el del tiempo, ese árbitro implacable que labra y desgrana toda existencia.

Tal vez porque estamos condenados al relato. Aun en la eventualidad de que nuestra participación en la danza de partículas del cosmos se trate, después de todo, de un error sin responsables. Tal vez todo debió quedar como estaba previo

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