Dramas históricos 3

William Shakespeare

Fragmento

A LA MEMORIA DEL AUTOR,

MI QUERIDO SEÑOR

WILLIAM SHAKESPEARE,

Y

A LO QUE NOS HA DEJADO

Para no levantar envidias en tu nombre,

será bastante, Shakespeare, cuando honre
tu libro y fama, si confieso que tus obras

no pueden de hombre o musa agotar sus loas.

Es verdad conocida, pero no quisiera
que fuera mi alabanza por tal senda,
transida a veces de ignorancia leve
y, aunque sonora, apenas te merece.
Y el amor ciego la verdad oculta,
avanza a tientas y con prisa abruma.
O la astuta malicia en falso alaba
y piensa en la ruïna cuando ensalza.
Así elogian rufianes y putas infames
a una matrona: lo que más puede dañarle.
Pero tú estás a prueba de ellos, en verdad
más allá de su mal fario o de su ruindad.
Empiezo sin más: ¡Alma de nuestra era!

¡Aplauso, encanto, prodigio de nuestra escena!
Mi Shakespeare, arriba. No pienso hospedarte
con Chaucer o Spenser, o a Beaumont apartarle

para que le haga un sitio a tu figura.
Eres un monumento sin su tumba.

Y vives aún mientras viva tu libro,
maravillas leemos y loas proferimos.
Que no te asocie así, se disculpa mi mente,
con grandes pero desiguales musas, se entiende.
Pues si mi juicio fuera todavía antiguo,
junto a tus pares te pondría de continuo
y más que nuestro Lyly diría que brillas,

más que el audaz Kyd, que de Marlowe la poesía.
Y aunque tenías poco latín y menos griego,

no buscaría nombres de entre aquellos
para elogiarte, sino que al tonante Esquilo,
a Sófocles y Eurípides, de nuevo vivos,

junto a Pacuvius, Accius y el de Córdoba muerto,
tu coturno mostrara sacudir el proscenio.

O cuando el gorro de bufón lucieras,
te mediría a solas con la estela
de la insolente Grecia y de la Roma altiva,
de todo aquello que surgió de sus cenizas.
Triunfas, Bretaña mía, puedes mostrar a uno
a quien las tablas de Europa deben tributo.
Él era para siempre, más que del momento.
Y las musas estaban aún en su apogeo
cuando llegó cual Apolo para regalarnos
los oídos, o cual Mercurio para encantarnos.
Natura estaba orgullosa de sus creaciones
y vestía feliz las ropas de sus canciones,
tan bien cortadas y con tanto primor tejidas
que ya nunca otras iguales alumbraría.
El mordaz Aristófanes, griego jocoso,
Terencio el pulcro y Plauto el ingenioso,
no gustan ya y anticuados se alejan
como si no fueran fruto de la naturaleza.
Pero no es todo gracias a Natura: tu arte,
buen Shakespeare, tiene asimismo su parte.
Y aunque natura sea materia de poetas,
el arte da la forma y el que crea
obras con vida, cual son en verdad las tuyas,

suda y golpea fuerte el yunque de las musas
y se vuelve uno y lo mismo con lo que fragua.
De lo contrario, ya no hay laurel sino guasa,
pues un buen poeta se hace tanto como nace,

cual fue tu caso. Mirad cómo el rostro del padre

vive en el hijo, así la estirpe de la mente
y las formas de Shakespeare resplandece
en sus bien torneados y esculpidos versos,
donde, en todos y cada uno de ellos,
parece sacudir y blandir una lanza
frente a los ojos de la misma ignorancia.
¡Oh, dulce cisne de Avon! Qué visión sería
verte sobre las aguas volar todavía
y sobre el Támesis hacer aquellos vuelos
que tanto cautivaron a Isa y Jaime primero.
Quédate, puedo verte en la bóveda elevado,
una constelación formas ya en lo alto.
Ilumínanos, ¡oh, astro de los poetas!
y con furia o influjo anima o amonesta
la escena decaída que, desde tu partida,
pena como la noche y desespera el día.
Nos queda solo el calor que recibimos
con la luz que se guarda en este libro.

BEN JONSON

INTRODUCCIÓN

Cuando se habla de Shakespeare, lo primero que suele decirse, con la seguridad que procuran los lugares comunes de más honda raigambre, es que de su vida no se sabe casi nada y que su personalidad constituye uno de los enigmas más insondables de la historia de la literatura. Como siempre, el tópico esconde algo de verdad y, al mismo tiempo, simplifica un asunto bastante más complejo. Es cierto que de Shakespeare no se sabe mucho, de acuerdo con nuestra moderna concepción de la biografía, pero es indudable que, de todos los dramaturgos isabelinos, con la notable excepción de Ben Jonson, de quien más sabemos, con diferencia, es de William Shakespeare. De Christopher Marlowe, el gran rival del Bardo en sus inicios, we know next to nothing («no sabemos prácticamente nada»), como asegura su más reciente biógrafo, por no hablar de Thomas Kyd, John Webs ter o John Fletcher, sombras furtivas y temblorosas en el gran escenario de la época.[1]

De este primer tópico se deriva el otro gran mito que persigue a Shakespeare: el proteico fantasma de la autoría de sus obras. Es realmente increíble que a estas alturas se siga especulando, desde las más altas hasta las más bajas instancias, con la propiedad intelectual del canon shakespeariano. Son bien conocidas las hipótesis que, a lo largo de mucho tiempo, han atribuido sus obras a Francis Bacon, el conde de Oxford, a la mismísima reina Isabel, a una asamblea de eruditos neoplatónicos o a Christopher Marlowe, el candidato que ha gozado de un favor más sólido y continuado. ¿Cómo se explica tan obsesiva y enfermiza insistencia en desautorizar al poeta de Stratford-upon-Avon? Para desestimar todas esas herejías, bastaría con apelar al oído y seña lar las enormes diferencias prosódicas que separan, por ejemplo, el plúmbeo estilo de Bacon de la profunda levedad del verso shakespeariano o, en el caso de Marlowe, no solo las diferencias formales, sino también las divergencias conceptuales: las preocupaciones filosóficas y teológicas del autor de Doctor Fausto están evidentemente muy alejadas del temperamento y la sensibilidad de Shakespeare. Pero no hay modo, las dudas y las suspicacias se suceden y se actualizan en cada generación.

Como bien ha demostrado James Shapiro, la manía persecutoria se inicia a finales del siglo XVIII y se consolida a lo largo del XIX.[2] Al parecer, fue un tal James Wilmot, un erudito oxoniense que vivía a unos pocos kilómetros de Stratford, quien, en 1785, empezó a buscar papeles, libros y enseres del poeta y, corroído por el fracaso y la impotencia, decidió que ahí había gato encerrado y, en un arrebato de furia, atribuyó el corpus a Francis Bacon. La ecuación mental resulta muy elocuente y se ha repetido en todas y cada una de las atribuciones, hasta el punto de que podemos considerar a todos los conspiradores dignos herederos de Wilmot.

Hasta entonces, a nadie se le había pasado por la cabeza desacreditar a Shakespeare. No lo hizo, para muestra, ninguno de sus contemporáneos. El poema que escribió Ben Jonson a modo de homenaje y que se estampó en las primeras páginas de la primera edición de su teatro completo —el llamado Primer Folio de 1623— deja bien claras tanto la autenticidad de la firma como la realidad de la persona que había tras ella: el dulce cisne de Avon, el alma de aquella era. Si hubiera habido la más mínima sospecha, el primer interesado en airearla habría sido el propio Ben Jonson, buen amigo de Shakespeare, pero muy receloso y envidioso del prodigioso talento de su colega.[3]

Podríamos definir lo que le ocurrió a Wilmot —y con él a todos sus sucesores— como la «ansiedad del vacío biográfico». Como género, la biografía no se desarrolló hasta bien entrado el siglo XVIII, del cual acabó siendo algo así como un espejo. Para nuestra desgracia, en la época isabelina apenas se escribieron diarios, memorias o crónicas. Además, durante el Romanticismo se acuñó el concepto de «genio», normalmente asociado a una vida intensa, a ser posible rocambolesca, suculenta y pública, capaz de explicar la génesis de la obra literaria y acorde con la grandeza de esta. Byron sería el epítome de ello. Por el contrario, además de insoportablemente banales, los hechos conocidos de la vida de Shakespeare traslucían un olímpico desprecio por su posteridad y una escasísima conciencia de su genio: algo inadmisible para los hijos del romanticismo que de algún modo somos todavía. Cuando en 1747 se descubrió su testamento —vulgar como todos—, la perplejidad dio paso a la indignación: ni una sola mención a su obra, tan solo dinero, propiedades y la famosa y desconcertante —aunque no tanto, según las costumbres de la época— «segunda mejor cama» para su esposa, Anne Hathaway.[4]

Nuestro desconcierto se explica por la incapacidad de aceptar —o de restaurar— las categorías literarias, sociales, políticas y morales de la época, de las que nos separó la Ilustración, algo que también ha determinado el moderno juicio crítico sobre su literatura. Para empezar, en el siglo XVI, no se había instituido aún la figura del autor, tal y como ahora la entendemos y la vendemos. Las obras teatrales pertenecían a la compañía que las explotaba, y los impresores, si se hacían con una copia del manuscrito, podían publicar cualquier pieza, por defectuosa o mutilada que estuviera, sin temor a sanciones. Además, muchos dramas eran fruto de la colaboración a cuatro o a seis manos —en muchas obras de Shakespeare la filología trata de elucidar todavía dónde está su verdadera mano— y el auténtico prestigio literario se ganaba en la lírica y no en el teatro, considerado por los espíritus más sofisticados un simple entretenimiento para las masas.

A la luz de todo esto, es interesante notar cómo Ben Jonson, en el poema laudatorio antes mencionado y que se incluye en el frontispicio de esta edición, se esfuerza en subrayar, ya desde el título mismo, la condición de autor de William Shakespeare, y la dignidad que ello conlleva. Sin menoscabo de sus nobles propósitos, hay que decir que aquí Jonson está defendiendo su propia idea de autoría contra la convención de su tiempo, e incluso quién sabe si contra las propias convicciones de Shakespeare. Jonson fue el primero de los dramaturgos de su hora en desarrollar una aguda conciencia de su propia relevancia literaria y, de hecho, recopiló en vida sus obras en un volumen en folio —en 1616, año de la muerte de Shakespeare—, algo absolutamente inusitado por aquel entonces. A pesar de que ahora parece un mero ejercicio de pompa y circunstancia, el poema de Jonson constituye un documento de extraordinaria trascendencia: nada menos que la primera valoración crítica del canon shakespeariano y la prueba más fehaciente de la legitimidad de su autoría.

La frustración por la vulgaridad, más que por la escasez, de los hechos de la vida de Shakespeare llevó a los cada vez más ansiosos biógrafos a tratar de encontrar algo de su vida en su obra. Fue en el Romanticismo cuando se generalizó la práctica de tratar de llenar las lagunas biográficas mediante el descifre de las presuntas alusiones encriptadas en los dramas y en los poemas. Wordsworth, por ejemplo, consideró que los Sonetos eran la llave con que el autor había abierto los secretos de su corazón. Y en realidad fue la llave que destapó la caja de Pandora de las más absurdas y fantasiosas interpretaciones: Shakespeare como gay en el armario, como bisexual, como criptocatólico, como amante de la reina. Lo cierto es que la crítica biográfica ha resultado a la postre muy insatisfactoria. Es verdad, probablemente, que se pueden deducir una serie de detalles biográficos de la lectura de los Sonetos, pero no se puede descartar que la voz que habla en ellos sea una invención más entre todas las prodigiosas impersonaciones a las que dio vida y que, por tanto, estemos haciendo el ridículo cada vez que tratamos de identificar a los personajes aludidos en los poemas. Sea como sea, lo cierto es que la profundización en la versatilidad y la riqueza apabullantes de la obra shakespeariana fue engordando esa «angustia del vacío biográfico» hasta extremos paranoicos. Llegó un momento —sobre todo a partir de la remilgada era victoriana— en que se decidió que una obra tan descomunal no podía haber sido escrita por un hombre de pueblo, que había abandonado el colegio en la adolescencia, sin título universitario y con una evidencia biográfica tan ordinaria. Quizá por eso la candidatura de Marlowe ha tenido tantos adeptos. Como hemos dicho, de él se sabe mucho menos, pero al menos hay indicios de que tuvo una vida más subversiva: probablemente fue espía doble —algo así como un Anthony Blunt de su tiempo, pero sustituyendo el comunismo por el catolicismo—, murió en extrañas circunstancias —le clavaron una daga en el ojo durante una reyerta tabernaria— y sobre todo —sobre todo— había estudiado en Cambridge. Más adelante abundaremos en ello, pero resulta hilarante esa arrogancia académica, como si no bastaran decenas de ejemplos parecidos o una somera idea de lo que es la creación literaria para acabar con semejante prejuicio.

Tanto desconcierto, tanta frustración y suspicacia derivó en una industria que todavía no ha cesado. No es de extrañar que muchos biógrafos de Shakespeare, desde el siglo XVIII hasta bien entrado el XX, hayan terminado como farsantes. Fue el caso de William-Henry Ireland, que llegó a producir un manuscrito apócrifo de El rey Lear a finales del siglo XVIII o, ya en el XIX, y de John Payne Collier, que empezó su carrera como respetable erudito shakespeariano y terminó como delincuente, falsificando documentos y arruinado por la plaga de la ansiedad. Aunque quizá el caso más extremo sea el de Hulda y Charles Wallace, un matrimonio estadounidense que, en los albores del novecientos, se mudó a Londres con el firme propósito de encontrar pruebas de la vida de Shakespeare en la Oficina del Registro Público. La pareja peinó cientos de legajos y encontró algunas pruebas curiosas e iluminadoras, pero todas relativas a hechos menores: su intervención en un litigio entre un vendedor de pelucas y su yerno, y algún que otro título de propiedad. La meridiana banalidad de los hallazgos empezó a corroer la cordura de los Wallace, quienes finalmente regresaron a Estados Unidos convencidos de que eran víctimas de una conjura que les escatimaba información.

No queda más remedio, pues, que resignarse a los hechos que conocemos y aceptar que William Shakespeare, el poeta con el que nunca dejamos de indagarnos, fue alguien tan extraordinario y a la vez tan común como un ser humano.

Una interpretación un tanto forzada de su partida de nacimiento ha querido que William Shakespeare naciera un 23 de abril de 1564, en Stratford-upon-Avon, en el condado de Warwick, a unos ciento treinta kilómetros de Londres. Y lo primero que habría que resaltar en su biografía es que Shakespeare se sintió toda la vida muy ligado a su pueblo natal. A juzgar por los indicios que nos han llegado, parece que su relación con la capital, a pesar de haber sido larga e intensa, fue puramente comercial. Tan solo en sus años finales —y como simple inversión— adquirió una propiedad en Londres, donde siempre vivió de alquiler. En cambio, ya en 1597, cuando empezaba a ser bastante conocido y suponemos que bien remunerado, se compró una de las casas más grandes de Stratford, New Place, que todavía podríamos visitar si no fuera porque en 1759 su dueño, un atrabiliario párroco, decidió demolerla, harto del incordio de los turistas.

En 1564, Inglaterra se vio azotada por un brote de peste bubónica, cuyas recurrentes epidemias habían diezmado la población del país hasta dejarla en apenas cinco millones. Fue un verdadero milagro que Shakespeare lograra sobrevivir. William fue el tercero de los ocho hijos de Mary Arden y John Shakespeare. Mary era hija de una familia de acomodados granjeros, y John, de orígenes más inciertos, se dedicó a la fabricación de guantes y al curtido. Ocupó también varios cargos municipales, como el de catador de cerveza de la comuna y, en algún momento de su vida, fue procesado por usura. De los ocho hermanos, hubo cuatro mujeres, de las cuales solo una, Joan, llegó a la edad adulta. De los cuatro varones, solo sabemos que William fue el único que se casó y que los demás se llamaban Gilbert, Richard y Edmund, el benjamín, que también fue actor de teatro en Londres, pero del que nada más se sabe salvo que murió a los veintisiete años, en diciembre de 1607.

Shakespeare nació bajo el reinado de Isabel I Tudor, hija de Enrique VIII, la cual, en 1564, tenía treinta años y hacía un lustro que había sido coronada. La era isabelina está ya para siempre asociada a Shakespeare y en general a la efervescencia que conoció Inglaterra tanto en la política como en las artes. Isabel, conocida como la reina virgen, nunca se casó y no dio a luz a ningún heredero, siendo su sucesor Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra, hijo de la reina María de Escocia, a quien Isabel había mandado ejecutar por haber conspirado contra su vida. María, además, había sido una ferviente católica, e Isabel se había erigido en la pesadilla de los papistas, en especial de Felipe II. Más que una fanática protestante, la reina Isabel fue sobre todo una acérrima defensora de la independencia política de Inglaterra, algo que al final de su largo reinado había conseguido con creces, sobre todo después de la clamorosa humillación a la que había sometido a los españoles en 1588, con la derrota de su Armada Invencible.

Como decíamos, la era isabelina se recuerda sobre todo por la eclosión del Renacimiento. No solo el teatro, sino también la poesía, la música, la arquitectura, la pintura, las artes decorativas, la teología y la filosofía conocieron un esplendor inigualado. La propia reina Isabel era una verdadera intelectual melancólica —la melancolía fue el mal del siglo XVI—, autora ella misma de poemas, cartas y traducciones notables. Se cuenta que en una ocasión le soltó una andanada en latín a un embajador insolente, al que dejó estupefacto. Gracias a su corte y a sus personales gustos, la música, además de la literatura, vivió también un momento irrepetible en Inglaterra. En este sentido, la labor que hicieron músicos como Thomas Morley, William Byrd o John Dowland fue extraordinaria. Algunas de las canciones de este último, como «In Darkness Let me Dwell», capturan, del modo a la vez más primario y elevado, el espíritu de su tiempo. Dowland, por cierto, estaba, en 1601, año de composición de Hamlet, trabajando en Elsinore, en la corte del rey de Dinamarca. Quién sabe si fue amigo de Shakespeare, para quien indudablemente la música constituyó un arte paralelo imprescindible. En sus obras abundan las referencias y las metáforas musicales, así como las canciones, muchas de ellas musicadas en su época. De hecho, una parte de la fascinación que produce Shakespeare estriba en vislumbrar el espectro de la melodía que acompañó muchas de sus composiciones, como en las canciones de Ariel de La tempestad: la música se ha desvaído, pero late aún en la niebla de la métrica.

Aunque el archivo del colegio se ha perdido, es muy probable que Shakespeare se educara en el colegio local de Stratford, el King’s New School, donde los niños de aquel tiempo aprendían casi exclusivamente retórica y literatura latinas, en la gramática de William Lyly, abuelo de John Lyly, uno de los dramaturgos coetáneos del Bardo. La afirmación de Ben Jonson, en el poema ya citado del Primer Folio, según la cual Shakespeare tuvo «poco latín y menos griego» no parece que fuera del todo justa, sobre todo en lo que respecta a su formación latina. Es posible que después del empacho infantil de figuras retóricas no mantuviera vivo su latín, pero es indiscutible que el modelo romano ejerció una profunda y evidente influencia en su obra. En Las alegres casadas de Windsor hay, por cierto, una breve escena, forzadamente intercalada, en que un niño llamado William sufre los rigores de las declinaciones, una evidente parodia de sus propios años escolares.

Se ha especulado mucho con la formación intelectual, con el bagaje cultural de Shakespeare. Ya hemos visto cómo en el siglo XIX se concluyó que alguien con tan poca ilustración no podía haber engendrado una obra tan enorme. Y parece verdad que Shakespeare no fue en puridad un erudito, a la manera en que lo fueron otros contemporáneos como George Chapman, traductor de Homero, Ben Jonson, que si bien no estudió en la universidad se procuró una sólida cultura clásica, o Christopher Marlowe. En cambio, una lectura atenta a las influencias de su obra nos permite imaginar que el autor de Hamlet fue un lector voraz, con un olfato infalible para husmear las corrientes de su tiempo, capaz de transformar cualquier cita latina en un largo y reverberante monólogo, extraordinariamente intuitivo, virtuoso del plagio —una palabra que Ben Jonson incorporó al inglés en aquella época, no por casualidad—, dueño, en fin, de una prodigiosa alquimia —la memoria— con la que transformaba el poso de sus lecturas en una nueva materia.

Si bien no se ha podido encontrar ningún libro de su biblioteca personal, es posible hacerse una idea aproximada de sus principales lecturas. Entre los clásicos, predominaban los romanos muy por encima de los griegos, que en el siglo XVI todavía no habían escapado de las manos de los eruditos y se conocían, mayoritariamente, solo a través de sus versiones latinas. El primer autor que deslumbró al joven poeta y que le acompañó durante toda su vida fue, sin ningún género de dudas, Ovidio, especialmente el de las Metamorfosis y —para darle la razón a Jonson—, más que en el original, en la traducción que hizo Arthur Golding y que se publicó completa por primera vez en 1567. Shakespeare no solo se dejó deslumbrar por la mitología evocada por Ovidio, sino también por el envolvente fraseo en heptámetros yámbicos de Golding, como demuestra la lectura comparada de varios pasajes. En cuanto a la literatura dramática, quizá los primeros autores que oyó recitar en clase, o que incluso representó en montajes escolares, fueron los comediógrafos Terencio y Plauto, que por otra parte constituyen el sustrato sobre el que se levantó la comedia italiana del siglo XVI, que tanto influyó en el teatro isa belino. En el campo de la tragedia, el autor hegemónico fue Séneca, que durante el Renacimiento inglés actuó como mediador entre el drama sacro, heredero de las representaciones litúrgicas, y la tragedia secular, cuyas bases ayudó a sentar. La convención de dividir el drama en cinco actos es de indudable raíz senequista. Por último, el escritor clásico cuya huella es más visible en el canon shakespeariano es Plutarco, cuyas Vidas paralelas Shakespeare leyó en la traducción de sir Thomas North, publicada por primera vez en 1579, hecha, por cierto, a partir de una traducción francesa y no del original griego. La sombra del Plutarco de North se aprecia ya en obras tan tempranas como Tito Andrónico o Sueño de noche de verano y fue desde luego el mármol con el que esculpió tragedias como Julio César, Antonio y Cleopatra o Coriolano.

Para completar el mapa de las lecturas básicas de Shakespeare a lo largo de su vida, habría que citar inevitablemente la Biblia, no tanto la llamada Versión Autorizada del rey Jacobo —publicada en 1611, demasiado tarde, por tanto, para que ejerciera un influjo real en el poeta—, cuanto la Biblia de Ginebra de 1599, en realidad una revisión del primer gran texto bíblico en inglés, debido a William Tynda le, responsable, junto a Shakespeare, del alumbramiento de la moderna lengua inglesa.

A los anaqueles de Shakespeare se les pueden añadir muchos títulos más, pero hay uno que ha ido cobrando mayor nitidez a lo largo del último siglo: los Ensayos de Montaigne, que se publicaron en inglés en 1603, según la versión de John Florio. Florio era amigo de Shakespeare y es muy posible que le diera a conocer la obra de Montaigne mucho antes de que se publicara; de hecho era bastante habitual en la época el tráfico constante de manuscritos. Sea como fuere, lo cierto es que la voz de Montaigne ayudó a moldear el pensamiento renacentista de Shakespeare. Uno de los pasatiempos favoritos de los eruditos shakespearianos consiste en tratar de detectar ecos de Montaigne en tal o cual pasaje, como en Hamlet, en cuyo trasluz parecen adivinarse las aguas de la «Apología de Ramón Sibiuda».

Sin que sepamos por qué, Shakespeare abandonó la escuela a los quince años. La época que antecede a su irrupción en la escena londinense, los años comprendidos entre 1585 y 1592, se conoce justamente como «los años perdidos», pues ahí nos movemos completamente a ciegas. Sabemos que antes, hacia 1582, se había casado precipitadamente con Anne Hathaway, una mujer ocho años mayor que él y a la que había dejado embarazada de su primera hija, Susanna, que nació en mayo de 1583. De ese matrimonio solo sabemos a ciencia cierta que tuvo dos hijos más, los gemelos Hamnet y Judith, nacidos en febrero de 1585. Hamnet —nombre sospechosamente parecido a Hamlet— moriría prematuramente a los once años. Desgraciadamente, la estirpe de Shakespeare se extinguió muy pronto, en 1670, con la muerte de la única nieta que llegó a la vejez, la hija de Susanna, Elizabeth Hall, quien murió sin descendencia. Para los biógrafos ansiosos, no solo esa interrupción infausta de la descendencia constituye una maldición, sino también la lentitud con que despertó el interés biográfico por Shakespeare. La pequeña, Judith, murió en 1662 y sobrevivió a sus tres hijos. Si John Aubrey, uno de los primeros en esbozar un perfil biográfico del poeta, se hubiera preocupado en ir a verla, en vez de escribir vaguedades, hoy sabríamos muchas cosas que se han desvanecido para siempre.[5]

Sobre los años perdidos hay varias y pintorescas hipótesis. El citado Aubrey —y se trata de una creencia que ha ido tomando cada vez más cuerpo— asegura que en sus años mozos Shakespeare había sido maestro de escuela. Otros dicen que vivió en Escocia como católico recusante (otro de los enigmas más mareados de su biografía es su credo religioso, sobre todo desde que, aparentemente, se descubrió que su padre había muerto convertido al catolicismo). En realidad, podemos hacer las conjeturas que queramos: quizá estuvo en Escocia o en Italia, aunque lo más sensato es que estuviera en Stratford cuidando de sus hijos y desahogándose por las noches en la taberna, mientras soñaba con triunfar en la escena y convertirse en uno de los actores de esas compañías que de niño había visto actuar de gira en su pueblo.

El Londres que conoció Shakespeare en los últimos años ochenta o principios de los noventa del siglo XVI era una ciudad terrible, peligrosa, sucia, ruidosa y fascinante. Se agrupaba en lo que hoy se conoce como la City, y uno de sus rasgos más ominosos era la frecuente exhibición de cabezas cortadas por orden judicial, festoneadas de cuervos. En Inglaterra no había té aún y la gente bebía cantidades ingentes de cerveza: un galón —ocho pintas— era la habitual dosis diaria, costumbre que muchos ingleses mantienen hoy día.

Shakespeare, de todos modos, se pasó buena parte de su vida en las afueras de la ciudad, en los descampados donde se levantaban los teatros de la época, el Red Lion, el más antiguo, el Theatre de James Burbage (padre de Richard, compañero de Shakespeare y uno de los que primero encarnó a sus grandes personajes), el Curtain o el Fortune de Philip Henslowe, un empresario teatral gracias a cuyo diario (en realidad un libro de cuentas con comentarios) conocemos hoy muchos detalles valiosos sobre el oficio. Otros teatros importantes fueron los situados en la orilla izquierda del Támesis: el Rose, el Swan y, sobre todo, el Globe, el escenario por antonomasia de Shakespeare, quien en numerosas ocasiones evoca en sus obras esas salas, como cuando el coro de Enrique V habla de «esta O de madera», pues a menudo eran de planta octogonal y daban la impresión de ser edificios circulares. Si tenemos una vaga idea de cómo eran esos teatros es gracias a Johannes de Witt, un turista holandés que en 1596 dibujó un esbozo del Swan: cielo abierto, espacio efectivamente circular, escenario rectangular y flanqueado a los tres lados por el público, dos puertas al fondo de la escena, entre las que solía haber una cortina (donde tal vez Hamlet apuñaló por primera vez a Polonio) y una galería por encima del escenario que no se sabe con certeza si albergaba a público distinguido o se utilizaba para necesidades de la obra, como la aparición del espectro en Hamlet o la escena del balcón en Romeo y Julieta. El público que atendía esas obras de teatro también acostumbraba a asistir a otro de los espectáculos más populares de su tiempo: el suplicio del oso o del toro, que consistía en situar en medio de un escenario al animal atado con cadenas y arrojarle perros rabiosos para ver cómo se defendía. Lejos de ser tan solo un entretenimiento para la plebe era considerado un deporte refinado, al que asistía la propia reina Isabel, a menudo acompañada de legaciones diplomáticas. Hay en las obras de Shakespeare numerosas referencias a ese espectáculo.

Ya hemos apuntado al principio que William Shakespeare fue, antes que autor, un verdadero hombre de teatro (Jonson, como veremos, no sería el primero en jugar con su apellido y llamarle shakestage, literalmente sacude-escenas). De hecho, además de actor y guionista —suena mal, pero esa era entonces la categoría del dramaturgo—, hizo las veces de director y productor. A partir de 1595 —cuando aparece la primera referencia— y hasta su presunto retiro en 1613, estuvo asociado a una compañía, Lord Chamberlain’s Men, que, con el ascenso de Jacobo I, se convertiría en The King’s Men, sin duda una de las más prestigiosas y preciadas de la época, que además contribuyó decididamente al ennoblecimiento de la profesión, hasta entonces considerada una ocupación de maleantes. Su hombre fuerte fue Richard Burbage, quien, aunque cueste creerlo, tuvo el privilegio de encarnar por primera vez a Hamlet, Otelo y Lear. También fueron importantes en la compañía los cómicos, especialmente Will Kemp y Robert Armin, que dio vida por primera vez al bufón de El rey Lear. No había aún actrices y los personajes femeninos eran interpretados siempre por chicos jóvenes, los llamados «boy actors».

En tanto que intérprete, hoy diríamos que Shakespeare era un actor de reparto, pues, de acuerdo con las noticias que nos han llegado, se reservó siempre los papeles menores de sus propias obras. Sabemos con seguridad que encarnó al fantasma del rey en Hamlet y al personaje del viejo Adán en Como les guste. Y la leyenda quiere que también interpretara al coro al principio de Enrique V, hipótesis irresistible donde las haya.

Gracias a un panfleto que escribió el dramaturgo Robert Greene hacia 1593, sabemos que a la altura de esos años William Shakespeare era ya un nombre conocido y polémico en el mundo del teatro. Greene era dramaturgo y formó parte de los llamados University Wits, un grupo de sofisticados dramaturgos universitarios, perdidamente oxbridge, entre los que también se contaban John Lyly, George Peele o Thomas Nashe. Greene fue un precursor de los que considerarían inadmisible que un asilvestrado provinciano fuera capaz de escribir lo que escribió y se sintió ultrajado, como si aquel chico hubiera aparecido para quitarles el pan de la boca. Aunque no se sabe qué motivó el encono de Greene —probablemente tan solo la envidia—, lo cierto es que en el panfleto aludió veladamente a él en los siguientes términos: «No os confiéis: hay un Cuervo advenedizo, ornado con nuestras plumas, que, con su corazón de Tigre bajo la piel de actor, se cree tan capaz de esbozar verso blanco como el mejor y siendo un perfecto Johannes factotum, su arrogancia le convierte en el único sacude-escenas [shake-scene] de un país». La prueba de que se refería a Shakespeare, aparte del juego de palabras con su apellido, es que la frase «corazón de Tigre bajo la piel de actor» es una burla de unos versos de Enrique VI, tercera parte, una de sus obras más tempranas.

La datación de las obras de Shakespeare es problemática. Hay un consenso generalizado según el cual las primeras obras son comedias románticas, como Los dos caballeros de Verona, La comedia de los errores o La doma de la fiera, o bien los primeros dramas históricos, como las tres partes de Enrique VI o Ricardo III. Cuando Shakespeare llegó a Londres, la joven revelación del momento era a todas luces Christopher Marlowe, un brillante, lenguaraz, impertinente y descreído poeta que muy probablemente debió de ejercer una profunda fascinación, a la vez personal y literaria, en el recién llegado. Podemos por tanto imaginar a Shakespeare tratando de afinar su propia voz bajo el encanto de Marlowe, a quien sin duda imitó en sus primeros dramas históricos, sobre todo en Ricardo II, escrito con la falsilla del Eduardo II marloviano. El primer poema narrativo de Shakespeare, Venus y Adonis, está escrito también como emulación del inacabado Hero y Leandro de Marlowe, que si bien se publicó más tarde que Venus, en 1598 y finalizado por George Chapman, es muy probable que hubiera circulado ya en manuscrito. De acuerdo con todo esto, podemos aventurar la teoría de que la única puerta que encontró Shakespeare para escapar de la arrolladora sombra de Kit Marlowe fue la comedia, un género que este no había ensayado y al que su propio talento se plegaba de un modo más natural.

Un año antes de que Marlowe muriera en la reyerta de Deptford, en 1593, se decretó el cierre temporal de los teatros por uno de los periódicos brotes de peste. Shakespeare, que ya empezaba a saborear sus primeros triunfos, aprovechó el paréntesis para dedicarse a la lírica y empezó a escribir los Sonetos, que no terminaría hasta 1603 y que no se publicarían hasta 1609, probablemente sin su consentimiento y con el añadido de otro poema largo: «Lamento de una amante». El soneto había sido popularizado en Inglaterra por sir Philip Sidney en su Astrophil y Stella, que se había publicado en 1591, aunque la forma poética se había incorporado a la literatura inglesa mucho antes, en tiempos de Enrique VIII, gracias a Thomas Wyatt, un poeta que hizo memorables versiones de Petrarca. Además de los sonetos, Shakespeare emprendió la redacción de su primer poema narrativo, Venus y Adonis, su mayor éxito editorial —llegó a ver diez reimpresiones—, basado en las Metamorfosis de Ovidio y publicado por Richard Field, oriundo también de Stratford. El éxito de Venus le animó a escribir una continuación, La violación de Lucrecia, inspirada en los Fasti ovidianos, aunque ya no obtuvo el favor comercial del primero.

Los dos poemas están fervorosamente dedicados a un aristócrata que al parecer el poeta quería convertir en su patrón. Se trataba de Henry Wriothesley, conde Southampton y barón de Titchfield, un joven bello y afeminado, ahijado de lord Burghley, primer ministro de la reina y amigo del conde de Essex (uno de los personajes más notorios de la época, protagonista de una conjura contra la monarca que le costaría el cuello). Si bien Southampton es el candidato más votado en los últimos sesenta años para ser el joven al que se dirige el poeta en los Sonetos, no se sabe nada de su relación ni hay pruebas de que, como aseguran algunos biógrafos, hubieran mantenido una relación íntima. A. L. Rowse, uno de los más conspicuos —y arrogantes— eruditos shakespearianos del siglo XX, estaba convencido de que no hubo intimidad real entre ambos. Para él, Southampton se había enamorado de Shakespeare quien, siendo un heterosexual convencido, le había consolado y aconsejado con esa serie de sonetos privados. En cualquier caso, la relación entre aristócratas y plebeyos no era en aquel siglo tan cercana y fácil como la imaginación novelística y cinematográfica ha supuesto, algo que explicaría la embarazosa zalamería de las dedicatorias que Shakespeare escribió a Southampton.

En los últimos años del siglo XVI, la vida y la obra de Shakespeare fue adquiriendo una progresiva y trabajosa madurez. Hemos visto cómo se zafó de la influencia de Marlowe, también que posiblemente consiguió la protección de un aristócrata, y sabemos que su actividad teatral siguió siendo continuada y febril hasta el final de la centuria. En 1598, un tal Francis Meres publicó un common-place book, un libro de citas, muy del gusto de la época, que no hubiera tenido ninguna importancia si no fuera porque incluía un breve listado de algunas obras que Shakespeare había publicado hasta entonces. Meres citaba, entre las comedias, Los dos caballeros de Verona, La comedia de los errores, Trabajos de amor en vano, Trabajos de amor ganados, Sueño de noche de verano y El mercader de Venecia. Entre las tragedias hablaba de Ricardo II, Ricardo III, Enrique IV, El rey Juan, Tito Andrónico y Romeo y Julieta. Desde que se descubrió, el catálogo de Meres ha servido para datar muchas obras y jugar con algunos supuestos, como por ejemplo la identidad de esa misteriosa comedia, Trabajos de amor ganados, probablemente extraviada. Pero sobre todo nos sirve para ir perfilando la geografía de su imaginación. Mientras se acercaba el fin de siglo e Inglaterra contemplaba el lento crepúsculo de la era isabelina, Shakespeare se había consolidado como un brillante comediógrafo y un esforzado autor de tragedias, aunque todavía no había alcanzado su plena madurez en el género. Había escrito, eso sí, su drama histórico más perfecto: Enrique IV, donde sobresalía sir John Falstaff, una de sus criaturas más maravillosas, para algunos un precursor de Hamlet, como el mismo príncipe Hal. Falstaff supone de algún modo la culminación de su talento cómico a la vez que la preparación para la década de las grandes tragedias, cuyo tono ensayó prometedoramente en Romeo y Julieta.

Uno de los rasgos de la personalidad de Shakespeare que más incomodaban a los románticos era su descarada tendencia al aburguesamiento, esa aparente sumisión a las convenciones de su tiempo y su presunta condición de arribista, violentamente opuesta a la ética romántica. En 1596, por ejemplo, consiguió para su apellido un escudo de armas, bajo el lema «Non Sans Droicz», veleidad de la que ya Ben Jonson se burló en su obra Every Man Out of His Humor, a uno de cuyos personajes se le concede también un blasón donde aparece una cabeza de jabalí con la leyenda «No sin mostaza». Un año más tarde, como se ha indicado al principio, Shakespeare se compró la casa más grande de Stratford, New House, consumando así su lento ascenso hacia el tratamiento de gentleman.

Quizá el período más importante de la vida y la obra de Shakespeare sea el de la transición entre los siglos XVI y XVII, donde su obra experimenta también una convulsión que determinará el tono y la evolución de su obra madura y tardía. Para empezar, el cambio de siglo supuso la consolidación de un nuevo teatro, el Globe. El propietario del solar donde se erigía el Theatre se negó a renovar contrato y los Chamberlain’s Men decidieron desmontar el edificio pieza por pieza y volver a levantarlo en otro espacio, al otro lado del Támesis. Así, hacia 1599, nació el Globe, el teatro que gestaría en sus entrañas uno de los momentos estelares del arte de todos los tiempos y que también propiciaría, por cierto, el fin del mismo, pues fue durante una representación de Enrique VIII, en 1613, una de las dos obras últimas que Shakespeare escribió en colaboración con John Fletcher, cuando, tras un cañonazo, la estructura de madera se incendió y el teatro se convirtió en ceniza. Aunque se reconstruyó en 1614, Shakespeare y sus colegas debieron de vivir el accidente como una metáfora del fin de una época.

En torno a 1600 y 1601, Shakespeare escribió y estrenó Hamlet, su primera gran tragedia, una obra en la que indagó con especial fervor en una de sus obsesiones: la relación entre padres e hijos. Su hijo Hamnet había muerto en 1596, y su padre, John Shakespeare, en 1601. A partir de la tragedia del príncipe de Dinamarca, hay sin duda un cambio de tono en su obra, un lento proceso de apropiación de un nuevo género a la vez que la despedida de otro: la comedia ligera y sentimental. El tránsito supone asimismo la formulación de un nuevo lenguaje poético, cada vez más hondo, matizado, ambiguo, elíptico y polisémico. Contemporáneo de esa gran tragedia es el portentoso poema El tórtolo y fénix, publicado en 1601 como complemento a Love’s Martyr de Robert Chester, junto a otras colaboraciones de Ben Jonson o George Chapman. Es un poema breve e incomprensiblemente no suele citarse entre sus obras más destacadas, quizá debido a su hermetismo y a su naturaleza aparentemente excéntrica dentro del canon, pero lo cierto es que es una de sus máximas creaciones, un preludio de la poesía metafísica de John Donne o George Herbert. Su lectura nos sirve para comprobar en qué punto de visionario virtuosismo estaba el estilo de Shakespeare en los albores del siglo XVII. Entre Hamlet y Fénix parece vislumbrarse entre brumas el paisaje de su obra madura, ese bosque de símbolos, alegorías y tragedias que forman, como un único poema sin fin, Otelo, El rey Lear, Macbeth, Antonio y Cleopatra, Cuento de invierno o La tempestad.

Después de Hamlet llegaron, además de las grandes tragedias, las llamadas comedias problemáticas, como Bien está todo lo que bien acaba o Medida por medida, algo sombrías y alejadas ya de la alegría de sus primeros años de carrera. Sus últimas obras, denominadas «romances» a falta de un nombre propio para el género híbrido que inventó, entreverado de comedia, tragedia y alegoría, destilan una complejidad y una, digamos, luminosa oscuridad que ha llevado a algunos críticos a especular con la posibilidad de que Shakespeare hubiera sido un seguidor de la estética hermética del neoplatonismo renacentista.

Los hechos de su vida durante el período de composición del último tramo de su obra son escasos. En 1607 su hija Susanna se casó con John Hall, un médico de Stratford. Aquel mismo año murió su hermano pequeño, el también actor Edmund. Al año siguiente murió su madre y nació su nieta Elizabeth, según hemos visto la última de sus descendientes. En 1603 había muerto la reina Isabel y había subido al trono Jacobo I, que resultó ser un monarca muy propicio para Shakespeare, culto y amante de las artes e impulsor de la nueva Biblia inglesa. Fue también muy partidario del teatro y concedió a los Chamberlain’s Men la patente real, convirtiéndolos en los King’s Men, la compañía con la que Shakespeare estrenaría muchas de sus obras maestras y que en 1608 alquiló el teatro de Blackfriars, techado y seguramente más parecido a las salas modernas. Allí cerca, en 1613, Shakespeare compró la única casa que tuvo en Londres, posiblemente, como se decía al principio, como inversión.

La última obra que Shakespeare escribió en solitario fue La tempestad, que tiene cierto aire de síntesis, sublimación y despedida de su arte, por mucho que algunos críticos actuales digan que el poeta no pensaba retirarse. Resulta difícil de creer. Es verdad que el Bardo escribiría aún dos obras en colaboración con John Fletcher, un dramaturgo más joven: Enrique VIII y Dos nobles de la misma sangre; pero se puede considerar que el canon termina con La tempestad. Es realmente muy difícil resistirse a interpretar el último monólogo de Próspero, cuando se dirige al público, se despoja de su arte y pide un aplauso liberador, como el adiós del propio Shakespeare a su magia.

Aparte de la colaboración con Fletcher y el incendio del Globe, de los últimos años de vida de William Shakespeare solo sabemos que aparentemente dejó de escribir y que en el momento de su muerte estaba en Stratford, adonde presumimos que se retiró. Murió en 1616, el mismo día de su nacimiento, el 23 de abril, festividad de San Jorge, patrón de Inglaterra. Según una anotación del diario de John Ward, vicario de la iglesia de la Sagrada Trinidad de Stratford, donde el poeta está enterrado, Shakespeare habría muerto de unas fiebres tifoideas contraídas durante una juerga con los poetas Ben Jonson y Michael Drayton. Es verdad que esa entrada de diario fue escrita cincuenta años después de la muerte del Bardo, así que tiene un valor histórico muy relativo, pero al mismo tiempo nos consuela, aunque sea nada más que un instante, de la inevitable ansiedad biográfica.

El acontecimiento más importante acaecido en los años inmediatamente posteriores a la muerte de Shakespeare fue sin duda la publicación de su teatro completo en el llamado Primer Folio. Fue en 1623, y la edición estuvo al cuidado de los actores John Heminges y Henry Condell, compañeros de Shakespeare desde los tiempos de la Chamberlain’s Men y probablemente amigos íntimos.

Nunca les agradeceremos lo suficiente a Heminges y Condell que se tomaran el trabajo de reunir la obra dispersa y pirateada de Shakespeare y trataran de publicarla dignamente. En vida del poeta se habían editado muchas de sus obras en un formato barato, los llamados Cuartos, a veces con el consentimiento de la compañía y otras de manera furtiva y de la mano, muy a menudo, de impresores sin escrúpulos que lanzaban al mercado versiones defectuosas, mutiladas y adulteradas, los llamados «malos cuartos», para diferenciarlos de los «buenos cuartos», impresos en ocasiones por orden de la compañía —que, como hemos visto, ostentaba los derechos de las obras—, para desmentir las versiones divulgadas por los cuartos fraudulentos. Algunas de esas ediciones se vendieron muy bien y con frecuencia las diferencias que median entre el texto de los diversos cuartos y el texto del Primer Folio son muy difíciles de salvar y desde entonces han llevado de cabeza a muchos editores, como en el caso, por ejemplo, de El rey Lear, cuya fijación resulta enormemente problemática.

De las treinta y ocho obras que conforman el canon shakespeariano, nada menos que dieciocho se imprimieron por primera vez en el Primer Folio.[6] Sin la labor de Heminges y Condell no tendríamos hoy piezas como Macbeth, La tempestad, Antonio y Cleopatra, El cuento de invierno o Cimbelino. Poco importa que no fueran editores profesionales y dejaran cientos de problemas por resolver y otros tantos irresolubles: su trabajo —que se presume arduo, pues supuso la localización de manuscritos y el cotejo de distintas versiones— es suficiente para que merezcan nuestra devoción perpetua.

El prestigio de Shakespeare, curiosamente, se fue apagando a lo largo del siglo XVII, quizá debido a la decadencia que sufrió el teatro, inducida sobre todo por los ataques de los cada vez más poderosos puritanos, que lo consideraban un entretenimiento pecaminoso y corruptor. El 29 de septiembre de 1662, por ejemplo, Samuel Pepys anotó elocuentemente en su diario: «Después de cenar asistimos al teatro del Rey, donde daban Sueño de noche de verano. No la había visto y no la volveré a ver jamás. Es la pieza más insípida y ridícula que existe».[7] La moderna trascendencia de Shakespeare tardó todavía mucho tiempo en establecerse.

La historia de la construcción crítica de Shakespeare empieza en el siglo XVIII. Se suele considerar la edición de 1709 de Nicholas Rowe la primera gran contribución a la fijación y la interpretación del corpus shakespeariano. Rowe marcó el camino que seguirían otros eruditos como Edmond Malone o Alexander Pope, que hizo una edición de la obra completa en 1725, luego muy discutida y enmendada. Quien sin duda establece los criterios modernos de Shakespeare, tanto filológicos como críticos, es el doctor Samuel Johnson, en su edición de 1765. El prefacio —y las notas— de ese trabajo constituyó la primera y más ambiciosa tarea hermenéutica en torno al autor de Hamlet. Muchos de los juicios de Johnson han sido luego matizados o aun rebatidos, pero su lectura dictó el gusto del siglo XVIII y su edición preparó el ingreso del Bardo en la modernidad, es decir, en el romanticismo.

El juicio de Johnson, extraordinariamente lúcido, no supone todavía —no podría serlo en ningún caso, viniendo de donde venía— una consagración incondicional. Además de admitir la grandeza del autor, no se priva de señalar los muchos defectos que a su entender tiene Shakespeare como dramaturgo. El romanticismo, en cambio, inauguraría la bardolatría y, a partir de entonces, ya serían contadas las excepciones entre los críticos que se atreverían a relativizar la importancia del poeta.

Se puede trazar una gruesa línea crítica que va desde Coleridge, pasando por Charles Lamb y William Hazlitt, y que desemboca en la lectura victoriana de Swinburne, a su vez puerta de entrada a la efervescencia exegética suscitada por Shakespeare a lo largo de todo el siglo XX, en cuya estela todavía bogamos.

Resulta ciertamente muy difícil tratar de sintetizar la importancia de Shakespeare. Para empezar, hay que decir que contribuyó como ningún otro escritor a la consolidación del inglés como lengua moderna. Como dijo T. S. Eliot, hizo el trabajo de dos poetas, pues a un tiempo simplificó y complicó el idioma, una buena parte de cuyo léxico fue inventado por él. En su teatro conviven armónicamente el estilo elevado y el demótico. En este sentido, hizo lo mismo que Dante por el italiano, es decir, moldear un habla y construirle una casa en la que pudiera habitar. En época de Shakespeare, el inglés estaba todavía en una fase amorfa, no había criterios ortográficos —su propio nombre se escribía de las maneras más variadas y absurdas, y faltaba mucho para que Samuel Johnson pusiera orden con el primer Diccionario—, ni por supuesto gramaticales o sintácticos. La koiné cultural era aún el latín, lengua en la que se escribía la teología y la filosofía. Con su prodigiosa intuición, Shakespeare operó en una tierra prácticamente virgen. Y con el eco de Grecia y Roma y la ayuda de algunos predecesores, creó un mundo nuevo.

Los principales antecesores de Shakespeare en su tarea son, por un lado, el medieval Chaucer y, por otro, Edmund Spenser, el poeta isabelino, autor de La reina de las hadas, el poema épico de su tiempo. A ellos habría que añadir sin duda el ejemplo de Christopher Marlowe que, según hemos visto, probablemente deslumbró al joven poeta a su llegada a Londres a finales de los años ochenta del siglo XVI. Marlowe creó la moderna tragedia inglesa en obras como Tamerlán, El judío de Malta, Doctor Fausto o Eduardo II y elevó el verso blanco a la categoría dramática que aún no tenía. El blank verse —verso contado pero no rimado—, el principal instrumento de Shakespeare (aunque no el único, pues a menudo, y no solo en la poesía, utilizó la rima y otros metros), no fue un invento de Marlowe ni de Shakespeare sino de Henry Howard, conde de Surrey, en su traducción parcial de la Eneida, publicada en 1554, de tal modo que la herramienta principal del Bardo se forjó según un modelo latino, como tantos otros elementos de su estética.

Tampoco la tragedia inglesa fue una ocurrencia de Marlowe. La historia del teatro inglés hunde sus raíces en la noche medieval, concretamente en la liturgia de la Iglesia, de la que se derivó el drama religioso, especialmente en los llamados milagros y en las moralidades, piezas edificantes y alegóricas sobre asuntos como el amor divino, la muerte o la resurrección. Tras ello, el drama, tanto en la comedia como en la tragedia, sufre un lento proceso de secularización bajo la disciplina clásica, con traducciones e imitaciones de autores latinos, principalmente, como Terencio, Plauto y, sobre todo, Séneca. El modelo senequista provocó una doble alteración: por un lado permitió el tratamiento de motivos seculares a la manera del viejo drama sacro y por otro propició la aparición de un teatro que aunaba a un tiempo lo artístico y lo popular. Y es precisamente ahí donde llega Shakespeare para llevar el género a su apoteosis y, con ello, a su extinción.

Cada generación tiene su propia lectura crítica de los clásicos en general y de Shakespeare en particular. Nosotros, en buena medida, todavía hablamos críticamente el lenguaje de los románticos, es decir, nuestra consideración de Shakespeare es aún deudora del método y del sistema de ideas con que el romanticismo revistió a Shakespeare para convertirlo en un espejo de ellos mismos y en un ejemplo de la literatura que trataban de llevar a cabo. No es casual que el crítico shakespeariano por excelencia de la segunda mitad del siglo XX, Harold Bloom, haya sido también el mejor intérprete del romanticismo. Su entronización de Shakespeare como centro del canon es de cuño netamente romántico.

Del otro lado, a principios del siglo XX, surgió una crítica que reaccionó contra esos postulados, una corriente que creía necesario restaurar el horizonte moral en que se había gestado la obra de Shakespeare para comprenderla cabalmente. Si los románticos, por así decirlo, habían arrancado a los personajes del argumento —si habían segregado el carácter de la acción— y se habían apropiado de los monólogos shakespearianos como precursores de su propia idea del monólogo dramático y de su particular concepción poética, sin tener en cuenta el código moral, social y político con que esas obras se habían construido y que el público de su tiempo compartía y entendía, estos otros críticos, como E. E. Stoll, en cambio, pedían una restitución de esas categorías y una reinserción de los personajes en su mundo: entender a Falstaff de acuerdo con el sentido de honor de la época, reconocer que Hamlet sabe que está infringiendo la ley o que Yago es muy consciente de su malignidad y de la transgresión que está cometiendo. Desde entonces, toda la crítica shakespeariana se ha movido entre esos dos polos aparentemente irreconciliables. ¿Con cuál quedarnos? Es verdad que la lectura romántica es excesiva, partidista y excesivamente psicológica, pero no es menos cierto que la tentativa de restauración del horizonte moral es muy difícil y problemática, si no imposible. Sin duda es factible averiguar algunos de los pre supuestos morales de los isabelinos y arrojar así otra luz en los personajes y las tramas shakespearianas, pero al mismo tiempo nos topamos con el problema de que una buena parte del trasfondo intelectual, espiritual, filosófico, ético y moral —pensemos sobre todo en los llamados «romances»— se ha perdido para siempre y no podemos sino conjeturarlo. Por otro lado, todo ejercicio crítico tiene siempre algo de subversión, de traición al alma original de la obra. La historia de la transmisión literaria es una cadena de lecturas aviesas, interesadas, amoldadas al propio tiempo, que denuncian precisamente la naturaleza proteica del clásico, de lectura infinita. El camino opuesto, el del estricto respeto al aura prístina de la obra, es el de la filología, enormemente necesaria y loable, pero que, sin el complemento de la interpretación, conduce al silencio y la esterilidad. Habría que preguntarse si no es lo que ha ocurrido en España, por ejemplo, con Cervantes, cuya obra no ha suscitado entre nosotros el corpus hermenéutico que soporta ya Shakespeare, sino tan solo una retahíla de ediciones críticas, todas admirables, eso sí.

Y ya puestos en tesitura romántica, habría que aludir, para terminar, a la gran cuestión que late en toda la obra de Shakespeare. Se ha dicho desde diversos frentes que la modernidad del Bardo radica en que acierta a formular una visión del mundo desacralizado, que Hamlet, por ejemplo, escenifica en sí mismo la irrupción de la conciencia del Renacimiento, una idea ciertamente saturada de romanticismo. Quizá lo que ocurre —y por eso su lectura es eterna— es que más que un mundo desacralizado, lo que Shakespeare convoca en su obra es algo así como un oxímoron espiritual, una imposible conciliación entre el viejo mundo de la religión, la superstición y el teocentrismo y el nuevo mundo del humanismo, la razón y la trascendencia secular. Hamlet, pues, no sería tanto un embajador del Renacimiento cuanto una conciencia escindida entre dos universos, aquel de su padre que se aleja y el nuevo de su hora que apenas acierta a entender y por el que sin embargo muere: lo mismo que nos ocurre a todo nosotros ahora, en este comienzo del siglo XXI.

ANDREU JAUME

LOS DRAMAS HISTÓRICOS DE SHAKESPEARE

Con la excepción de Enrique VIII, que en realidad puede considerarse un romance tardío, todos los dramas históricos de Shakespeare pertenecen al primer período de su obra, a esa última década del reinado isabelino en la que el dramaturgo se formó y avanzó esforzadamente hacia la cúspide trágica que alcanzaría a principios del seiscientos. Como en el caso de las comedias, escritas y representadas por aquellos mismos años, estas piezas, entre las que se cuentan algunas de las más persistentemente populares de su producción, le sirvieron como ejercicio para medirse con sus propios límites, enfrentarse a sus influencias y alumbrar al fin lo que hoy reconocemos a primera vista como su enigmática universalidad.

Como hizo siempre con todos los géneros, Shakespeare, al probar suerte con el histórico, se encabalgó a una moda de su tiempo para terminar construyendo algo que ya no tendría nada que ver con sus antecedentes ni con las circunstancias políticas que habían propiciado entre sus contemporáneos el cultivo de esa subespecie teatral. Fue la necesidad de dotarse de una épica propia, frecuente en el despuntar de las naciones, lo que animó, en la corte de Enrique VIII y después en la de Isabel I, a la compilación de crónicas de hechos, de entre las cuales Shakespeare utilizaría sobre todo la de Raphael Holinshed, Crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda (1587) y, en menor medida, otra más temprana, La unión de las dos nobles e ilustres familias de Lancaster y York (1542), de Edward Hall. A ese empeño por instituir un relato nacional, contribuyó decididamente la inesperada derrota de la Armada española en 1588, que despertó en la isla una oleada de patriotismo y un culto cuasi religioso a la reina Virgen cuya consecuencia más visible fue la incorporación al teatro de asuntos relativos a la historia medieval de Inglaterra, en concreto los turbulentos orígenes de la dinastía Tudor.

El drama histórico anterior a Shakespeare, lo mismo que la tragedia, se creó con un molde senequista para luego emanciparse poco a poco del patrón clásico y constituir una versión libre y popular de la reciente historia inglesa. Resabios de uno y otro modelo pueden apreciarse en las piezas más juveniles, como Enrique VI, Ricardo III o El rey Juan, aunque sin duda la sombra que más intensamente le posee en esos primeros e irregulares experimentos —y de la que más trabajo le costará deshacerse— es la de Christopher Marlowe, el poeta rival cuyo éxito y magnetismo debió de excitar la ambición de Shakespeare en sus primeros tiempos.

Si en la comedia Shakespeare demostró muy pronto un talento genuino con el que se desenvolvió cómodamente en las afueras del resplandor marloviano, en el drama histórico lidió en particular con dos obras de Marlowe: Eduardo II y El judío de Malta, cuyos vigorosos personajes, lo mismo que su elevado estilo, rondan los titubeantes primeros pasos del Bardo como una voz traducida. Sin duda las piezas más esquemáticas y precarias de esa primera producción son las tres partes de Enrique VI, que, junto a Ricardo III, conforman en rigor el ciclo de la Guerra de las Dos Rosas. Según algunos críticos, la primera parte de esa trilogía inicial —sin duda la más floja— fue escrita al calor del éxito obtenido por la segunda y la tercera, que al parecer componían un díptico y donde solo muy de vez en cuando saltan destellos de lo que luego será el genio del autor.

Con respecto a la variedad de asuntos y emociones humanos que Shakespeare trata en las comedias y en las tragedias, se podría decir que hay una cuestión que, si bien se indaga en los otros géneros, aquí se problematiza con especial intensidad: el poder. En el cuerpo que conforman estas obras, Shakespeare practica una vivisección de las relaciones entre el Estado y la ciudadanía y entre el representante de la soberanía consigo mismo. En un ejercicio de introspección que matizará con los años, Shakespeare consigue definir la inherente dualidad del gobernante como figura política y como simple mortal.

Esa aventura arranca con pulso más sostenido en Ricardo III, una de las obras que más ha gozado del favor del público desde que se estrenó y que sin embargo es todavía algo desequilibrada en su estructura, muy desigual en cuanto al dibujo de los personajes y notablemente desafinada en su estilo. Ocurre, de todos modos, que Shakespeare acertó a moldear uno de sus primeros, grandes —más grandes que la obra en la que habitan— y memorables personajes, el propio Ricardo, por mucho que lo concibiera cegado aún por Marlowe y su Barrabás, el protagonista de El judío de Malta. Aunque hay algo caricaturesco en la vileza del rey deforme, un exceso que denuncia la copia del modelo maquiavélico, el éxito popular de la obra, entonces como ahora, estriba primordialmente en la intimidad que Shakespeare es capaz de establecer entre el personaje y su público, una simpatía inducida por esa ilusión de confidencia que destilan los largos y resonantes monólogos del jorobado.

A pesar de ser la única que no pertenece de algún modo a la saga de las Rosas y de tratar hechos mucho más antiguos, El rey Juan comparte con las demás una subliminal intención de ensalzar los valores del reinado de Isabel I. Cuando el público inglés escuchaba al hermano de Ricardo Corazón de León defender la independencia de Inglaterra frente a Roma, sentía que se estaba reivindicando el cisma de Enrique VIII, refrendado por su sucesora. Además de ello, El rey Juan revela los ímprobos esfuerzos de su autor por hallar un estilo propio para hablar de asuntos graves, una modalidad poética que estuviera a la altura de lo que por aquellas fechas ya había logrado en la comedia. Y lo cierto es que, después de Ricardo III, el bastardo Falconbridge es una de sus creaciones más personales y osadas, aunque esté engastada en una estructura un tanto caótica. Algo parecido ocurre con el personaje de Constanza, uno de sus primeros y consistentes personajes femeninos de corte trágico. Si en Ricardo III las mujeres no habían conseguido aún cobrar vida propia, ahora la combativa Constanza logra al fin abrirse paso, independizarse del conjunto y hacerse oír.

De alguna manera, Shakespeare aprovechó la impuesta glorificación de la llegada al poder de los Tudor para ahondar, muy por encima de la anécdota histórica, en las cuestiones que más le interesaban. En el ciclo de las Rosas (que según la historiografía forma una secuencia que empieza con los antecedentes dinásticos del conflicto en Ricardo II, sigue en las dos partes de Enrique IV, luego en Enrique V, hasta que en la trilogía de Enrique VI estalla la guerra que culmina en Ricardo III, donde se alza con el poder la casa Tudor, consagrada en Enrique VIII), además de abordar conflictos políticos —la guerra civil, la guerra con Francia, las intrigas palaciegas, la lucha por el trono—, saca a la luz la desnuda y aterida humanidad que se oculta tras las máscaras públicas. En Ricardo II, por ejemplo, la más lírica y estática de todas, muy deslumbrada por el Eduardo II de Marlowe, Shakespeare, en un ejercicio que luego perfeccionará en sus grandes tragedias, dramatiza la escisión en la conciencia del rey, el conflicto entre su destino político y su naturaleza humana, hasta el punto de que alcanza a veces algunos de los momentos más altos y turbadores de su poesía:

…Que nadie me hable de consuelos
Hablemos de tumbas, de gusanos y epitafios,
que sea el polvo papel, y con ojos anegados
inscribamos el dolor en el seno de la tierra.
Elijamos albaceas y hablemos de testamentos…
Y sin embargo, no. Pues, ¿qué puedo yo legar
a la tierra, salvo mi cuerpo depuesto?
Mis tierras, mi vida, todo pertenece a Bolingbroke;
nada puedo llamar mío sino es la muerte,
y este pequeño préstamo de la tierra yerma
que sirve de masa y de cubierta a nuestros huesos.[8]

Si dejamos de lado Enrique V, una obra notable pero de exaltación patriótica —el conflicto con Francia es en realidad trasunto de las tensiones con España durante la época isabelina—, y también Enrique VIII, la última obra de Shakespeare, escrita según la estética de los romances y fruto de la nostalgia del reinado de Isabel, la obra mayor del ciclo histórico es sin duda Enrique IV, entendidas sus dos partes como unidad.

Se podría decir que en Enrique IV confluyen las lecciones aprendidas durante los primeros años, no solo con las incipientes obras históricas, sino sobre todo con las comedias, cuyo aire logra colarse en las grietas del drama para dar a luz a uno de los personajes más descomunales del canon: sir John Falstaff. En ese momento de su carrera, Shakespeare logró zafarse de las servidumbres del género, superar el influjo agónico de Marlowe y avanzar hacia la tragedia en una obra que es, de hecho, un diálogo entre lo cómico y lo trágico.

La historia del ascenso al trono del príncipe Hal puede considerarse un claro antecedente, casi un ensayo, de Hamlet. La difícil relación entre Enrique IV y su hijo, al tiempo que anticipa uno de los motivos recurrentes en todo el teatro de Shakespeare, preludia la dialéctica entre el espectro paterno y el príncipe de Dinamarca, que es algo así como la secuela, la consecuencia de este primer desencuentro. Hal puede verse de algún modo como la contrafigura de Hamlet. A pesar de sus devaneos y de su juvenil inconsciencia, Hal sabe que llegará el día en que tendrá que dejar atrás su irresponsabilidad y asumir las obligaciones de su destino, que no pone en cuestión y tan solo aplaza. Al mismo tiempo, hay algo en la materia de Falstaff que luego contribuirá a poetizar la melancolía de Hamlet.

La particular obsesión por la idea del doble, que traspasa toda la obra de Shakespeare, encuentra una dramatización ideal en la relación entre Falstaff y Hal, para quien aquel es algo así como la metáfora de su propia juventud, de su insolencia, de su rebeldía frente al padre. Falstaff, al haber roto las costuras de su obra y haber ingresado en el acervo común, ha sido motivo de las más variadas y arriesgadas especulaciones. Para empezar, Shakespeare creó para Falstaff una categoría estilística, una poesía en prosa que es su seña de identidad más inmediata. Hay en toda la obra un juego, una tensión entre el estilo del Estado —solemne, aéreo y en verso— y el habla demótica —corrupta, carnal y en prosa— que es uno de los experimentos verbales más refinados de toda la producción shakespeariana. El descarriamiento de Hal no solo se traduce en su actitud, sino también en su lenguaje, en su apropiación del estilo de Falstaff. Por ello, cuando Hal cobra repentina conciencia de su destino, inmediatamente acude al verso, al dialecto del padre.

Quizá la definición más exacta y emotiva que se ha dado de Falstaff sea la de Anthony Burgess, cuando dijo que el orondo crápula, el Sócrates de las tabernas, representa todo aquello que queda fuera del poder del Estado, como depositario de la civilización y cifra de la libertad humana. Cuando Hal, al final de la obra, en una de las escenas más desgarradoras que Shakespeare jamás escribió, se vuelve, ya convertido en Enrique V, hacia el pobre Sir John para repudiarle, en realidad se está hablando a sí mismo, renegando de su propia juventud y de su libertad, investido ya con la poesía del Estado:

No te conozco, viejo. Mejor, reza.
¡Qué mal sientan las canas a un bufón!
Durante mucho tiempo soñé con un hombre
igual a ti, así de viejo y de profano,
hinchado como tú por los excesos.

Pero ahora, ya despierto, mi sueño me repugna.[9]

Los anteriores ejercicios históricos y el beneficio de las comedias dieron con un personaje, Falstaff, que trasciende y sintetiza a un tiempo la problemática estudiada en todos los dramas históricos. El triunfo del ejemplar Enrique V no supone tanto la derrota de Falstaff como la del propio Hal. No deja de ser llamativo que al final de Enrique IV Shakespeare prometiera continuar la historia de Falstaff, hasta tal punto se había enamorado de su propia creación. En Enrique V, sin embargo, se dio cuenta enseguida de que ya no había espacio para él, pues toda la obra está ocupada por el Estado. Tan solo aparece un momento, en boca de su fiel posadera, quien nos relata su bella muerte, que es la de una idea del hombre:

No, seguro que no está en el infierno. Está en el seno de Arturo, si alguna vez un hombre estuvo en el seno de Arturo. Tuvo un final hermoso, y se nos fue como un niño recién bautizado. Partió entre las doce y la una, justo con el cambio de la marea: porque después de que lo vi juguetear con las sábanas y jugar con flores, y sonreír a las puntas de sus dedos, supe que solo había un camino para él. Tenía la nariz afilada como una pluma, y hablaba de campos verdes. «¿Qué hay, Sir John?», le dije, «¡Vamos, hombre! Tenga ánimo». Entonces gritó «Dios, Dios, Dios», tres o cuatro veces. Y yo, para consolarlo, le dije que no tenía que pensar en Dios; esperaba que aún no le hiciera falta molestarse en tales pensamientos. Entonces me pidió que le abrigara más los pies. Metí la mano en la cama y se los toqué, y estaban fríos como piedras. Entonces le toqué las rodillas, y así arriba y arriba, y todo estaba frío como piedra.[10]

A. J.

SOBRE ESTA EDICIÓN

Esta edición, meramente divulgativa, abriga la intención de ofrecer al lector en español del siglo XXI una obra completa de Shakespeare para su propio tiempo. Para ello, se ha llevado a cabo una selección de las mejores traducciones disponibles en castellano con dos criterios: que las traducciones fueran todas de la segunda mitad del siglo XX y que respetaran la diferencia entre verso y prosa, un requisito fundamental para la comprensión cabal de Shakespeare, quien utiliza los más variados registros estilísticos en su obra. El instrumento característico del verso shakespeariano es el llamado pentámetro yámbico —cinco acentos fuertes en sílaba par— con el que el autor juega y experimenta a lo largo de toda su obra. Cada traductor elige una solución distinta para adaptar ese metro al castellano, desde la opción más clásica, el endecasílabo yámbico, hasta el verso de ritmo endecasilábico pero de metro variable, el verso irregular o la versión rítmica. Y aunque en Shakespeare predomina el verso blanco, también es verdad que a menudo acude a la rima, regla que asimismo se ha observado en estas versiones.

Al tratarse de una edición divulgativa, se han eliminado todas las notas que no fueran estrictamente necesarias y se han dejado solo aquellas referidas a cuestiones de traducción.

Los criterios de división de escenas, entradas y acotaciones se han unificado de acuerdo a la siguiente edición: The Oxford Shakespeare. The Complete Works, Stanley Wells y Gary Taylor, eds. (Oxford, Oxford University Press, 1988), aunque no se ha considerado necesario, dada la naturaleza de nuestro texto, mantener los corchetes que en esa edición indican las acotaciones o las entradas que son añadidos de ediciones modernas.

A. J.

Cronología aproximada de la obra de Shakespeare

CRONOLOGÍA APROXIMADA

DE LA OBRA DE SHAKESPEARE

AÑO

OBRA

1589-1590

Enrique VI, parte primera

1590-1591

Enrique VI, parte segunda

1590-1591

Enrique VI, parte tercera

1592-1593

Ricardo III

1592-1593

Los dos caballeros de Verona

1592-1593

Venus y Adonis

1593

La comedia de los errores

1593-1609

Sonetos y Lamento de una amante

1593-1594

La violación de Lucrecia

1593-1594

Tito Andrónico

1593-1594

La doma de la fiera

1594-1595

Trabajos de amor en vano

1594-1596

El rey Juan

1595

Ricardo II

1595-1596

Romeo y Julieta

1595-1596

Sueño de noche de verano

1596-1597

El mercader de Venecia

1596-1597

Enrique IV, parte primera

1597

Las alegres casadas de Windsor

1598

Enrique IV, parte segunda

1598-1599

Mucho ruido y pocas nueces

1599

Enrique V

1599

Julio César

1599

Como les guste

1600-1601

Hamlet

1601

El fénix y el tórtolo

1601-1602

Noche de Epifanía o Lo que queráis

1601-1602

Troilo y Crésida

1602-1603

Bien está todo lo que bien acaba

1604

Medida por medida

1604

Otelo

1605

El rey Lear

1606

Macbeth

1606

Antonio y Cleopatra

1607-1608

Coriolano

1607-1608

Timón de Atenas

1607-1608

Pericles, príncipe de Tiro

1609-1610

Cimbelino

1610-1611

Cuento de invierno

1611

La tempestad

1612-1613

Enrique VIII

1613

Dos nobles de la misma sangre

ENRIQUE VI

PARTE 1

versión de

Roberto Appratto

Escrita probablemente entre 1589 y 1590, aunque algunos críticos sostienen que el éxito de la segunda y la tercera parte propició la escritura de esta primera entrega, que sería entonces más tardía, de 1591 o 1592 y se habría estrenado, de acuerdo a unos hipotéticos indicios, en el teatro Rose. Hay un amplio consenso a la hora de admitir que la obra fue fruto de la colaboración entre Shakespeare y otro dramaturgo, posiblemente Thomas Nashe. El único texto conservado es el que se imprimió en el Primer Folio de 1623.

DRAMATIS PERSONAE

Los ingleses:

REY ENRIQUE VI

Duque Humphrey de GLOUCESTER, tío del rey y protector del reino

Duque de BEDFORD, tío del rey, regente de Francia

Thomas Beaufort, duque de EXETER, tío abuelo del rey

Enrique Beaufort, tío abuelo del rey, obispo de WINCHESTER

John Beaufort, conde; después, duque de SOMERSET

Ricardo PLANTAGENET (hijo de Ricardo), conde de Cambridge; después, duque de YORK

Conde de WARWICK

Conde de SALISBURY

Conde de SUFFOLK

Lord TALBOT

JOHN Talbot, su hijo

Edmund MORTIMER, conde de March

Sir John FASTOLF

Sir William LUCY

Sir William GLASDALE

Sir Thomas GARGRAVE

WOODVILLE, lugarteniente de la Torre de Londres

ALCALDE de Londres

Guardianes de Mortimer

Un letrado

VERNON, de la Rosa Blanca, o facción de York

BASSET, de la Rosa Encarnada, o facción de Lancaster

Mensajeros, guardianes de la Torre de Londres, servidores, oficiales, capitanes, soldados, heraldo, vigía

Los franceses:

CARLOS, delfín y después rey de Francia

RENATO, duque de Anjou, rey de Nápoles

MARGARITA, su hija, después esposa del rey Enrique

Duque de BORGOÑA

Duque de ALENÇON

BASTARDO de Orleans

El MAESTRE ARTILLERO de Orleans

HIJO del maestre artillero

El GENERAL de las tropas francesas de Burdeos

Un SARGENTO francés

Un PORTERO

Un PASTOR, padre de Juana

CONDESA de Auvernia

Juana PUCELA, comúnmente llamada Juana de Arco

Centinelas, explorador, heraldo, criados, soldados

Escena: Parte en Inglaterra y parte en Francia

PRIMER ACTO

ESCENA I

Marcha fúnebre. Entra el cortejo del rey Enrique V, con el duque de BEDFORD, regente de Francia; el duque de GLOUCESTER, protector; el duque de EXETER, el conde de WARWICK, el obispo de WINCHESTER y el duque de SOMERSET.

BEDFORD ¡Que se cubra de negro el cielo! ¡Que el día se haga noche!

¡Cometas que anuncian el cambio de tiempos y estados,

agiten sus trenzas de cristal en el cielo

y golpeen con ellas a las malas estrellas giratorias

que consintieron la muerte de Enrique!

¡Enrique Quinto: demasiado célebre para llegar a viejo!

Inglaterra nunca tuvo un rey de tal valía.

GLOUCESTER Inglaterra nunca tuvo un rey antes que él.

Fue virtuoso, mereció el poder:

cegó hombres con sus rayos al blandir su espada;

sus brazos se extendían más que las alas de un dragón;

sus ojos centelleantes con el fuego de la ira

deslumbraban al enemigo, lo hacían retroceder

más que la furia del sol del mediodía.

¿Qué podría yo decir? Sus acciones exceden las palabras.

Nunca alzó su mano sin vencer.

EXETER Nuestro duelo es de negro; ¿por qué no de sangre?

Enrique está muerto, ya no revivirá:

henos aquí, junto a un ataúd de madera,

glorificando la victoria de la muerte

con nuestra hierática presencia, como presos

cautivos de un carro triunfante.

¿Debemos maldecir a los nefastos astros

que así decidieron el fin de nuestra gloria?

¿O acaso a los franceses, brujos y hechiceros

de ingenio sutil, que temerosos de él

con mágicos versos construyeron su fin?

WINCHESTER Fue un rey bendecido por el Rey de Reyes.

Para los franceses, el atroz día del Juicio

no será tan terrible como era verlo en vida.

Combatió en las batallas del Señor de las Huestes;

prosperó por las plegarias de la Iglesia.

GLOUCESTER ¿La Iglesia? ¿Dónde está? De no ser por los rezos

no se habría cortado el hilo de la vida:

a los religiosos les place un príncipe afeminado

a quien llenar de miedo como a un escolar.

WINCHESTER Gloucester, nos guste o no, el protector eres tú,

y buscas dominar al príncipe y al reino.

Tu mujer es soberbia; le tienes más terror

y respeto que a Dios o a cualquier religioso.

GLOUCESTER No hables de religión, puesto que amas la carne

y no vas a la iglesia durante el año

sino para rezar contra tus enemigos.

BEDFORD Basta, basta de reñir, sosiéguense;

vayamos al altar. Heraldos, espérennos:

en lugar de oro, ofrendemos las armas.

Ya no sirven, ahora que Enrique ha muerto.

Posteridad: espera años más desgraciados,

cuando los niños mamen el llanto de sus madres,

nuestra isla sea marisma de lágrimas saladas

y solo haya mujeres para llorar los muertos.

Enrique Quinto, invoco tu fantasma:

¡haz prosperar al reino, guárdalo de luchas intestinas;

combate contra adversos planetas en el cielo!

Tu alma será una estrella mucho más gloriosa

que Julio César o el brillante...

Entra un MENSAJERO.

MENSAJERO Honorables señores, salud a todos.

Tristes noticias les traigo de Francia,

de pérdida, matanza, destrucción;

Guyena, la Champaña, Reims, Orleans,

París, Guysons, Poitiers, están todas perdidas.

BEDFORD ¿Qué dices, hombre? Baja la voz ante el cuerpo de Enrique

o la pérdida de esas grandes ciudades

le harán romper la caja y alzarse de la muerte.

GLOUCESTER ¿París está perdida? ¿Ruan entregada?

Si Enrique volviera a la vida

estas nuevas le harían ceder de nuevo el alma.

EXETER (Al MENSAJERO.) ¿Cómo se perdieron? ¿Con qué traición?

MENSAJERO Sin traición; con falta de dinero y hombres.

Entre los soldados se murmura

que aquí se mantienen diferentes bandos

y que en vez de pelear y disputar un campo

los generales batallan entre sí;

uno quiere guerras demoradas, con poco costo;

otro querría volar, pero le faltan alas;

un tercero piensa que, sin gasto alguno,

frases bellas y falsas pueden lograr la paz.

¡Despierta, despierta, nobleza de Inglaterra!

Que la pereza no empañe tus recientes glorias:

cercenada está la flor de lis de tus armas;

el blasón ha perdido una mitad.

EXETER Si faltaran lágrimas para este funeral

estas novedades las traerían a oleadas.

BEDFORD Me conciernen a mí; soy regente de Francia.

¡Traigan mi cota de acero! Pelearé por Francia.

¡Quitémonos estas tristes ropas de duelo!

Se quita la túnica funeraria.

En lugar de ojos, heridas daré a los franceses

para llorar sus alternantes desgracias.

Entra un SEGUNDO MENSAJERO.

SEGUNDO MENSAJERO

Señores, vean estas cartas, llenas de malas nuevas;

Francia se ha rebelado por completo,

salvo algunas ciudades sin mérito;

el delfín Carlos se corona rey en Reims,

junto a él, el Bastardo de Orleans;

Renato, duque de Anjou, también toma su causa;

el duque de Alençon vuela a su lado.

EXETER ¡El delfín coronado! ¡Todos con él!

De esta vergüenza, ¿adónde escaparemos?

GLOUCESTER A ningún sitio, sino hacia sus gargantas.

Bedford, si vacilas, saldré yo a combatir.

BEDFORD Gloucester, ¿por qué dudas así de mi entereza?

He reunido un ejército en mis pensamientos

con el cual Francia ya está bajo control.

Entra un TERCER MENSAJERO.

TERCER MENSAJERO Mis graciosos señores, para aumentar el llanto

con que ahora humedecen el ataúd del rey

tengo que informarles de un lúgubre combate

entre los franceses y el valiente lord Talbot.

WINCHESTER ¿Cómo? En el que Talbot ha vencido, ¿no es así?

TERCER MENSAJERO No; en el que Talbot fue derrotado.

Referiré las circunstancias con detalle.

El diez de agosto, cuando el temible lord

se retiraba del sitio de Orleans

con solo seis mil soldados en su tropa,

un ejército de veintitrés mil franceses

lo sorprendió y rodeó para asediarlo.

No tuvo tiempo para disponer sus hombres;

necesitaba picas para sus arqueros

en cuyo lugar arrancaron picas

de los setos y las clavaron en la tierra

confusamente, para impedir que los jinetes

penetraran. El combate se prolongó más de tres horas

y Talbot hizo maravillas con su espada

y su lanza, más allá del pensamiento.

Cientos mandó al infierno, nadie lo enfrentó:

aquí, allá, por todas partes, volaba airado:

los franceses gritaban: «¡El diablo está armado!».

Todo el ejército lo miraba con asombro;

sus soldados, espiando su espíritu indómito,

«¡Por Talbot! ¡Por Talbot!» exclamaron desbocados

y se lanzaron a las entrañas del combate.

Entonces la victoria se habría consumado

de no ser por el cobarde sir John Fastolf;

él, estando en retaguardia, desde atrás,

con el fin de relevarlos y avanzar

huyó cobardemente, sin dar golpe.

De allí el desastre y la matanza generales;

los enemigos los rodearon por completo.

Un ruin valón, por quedar bien con el delfín,

hirió a Talbot con su lanza en la espalda,

ese a quien Francia, con todas sus fuerzas,

no osó mirar al rostro ni una sola vez.

BEDFORD ¿Talbot ha muerto? Si es así, me mataré

por vivir aquí sin hacer nada, en la pompa,

cuando tan digno jefe, falto de ayuda,

es entregado a sus cobardes enemigos.

TERCER MENSAJERO Oh, no, vive, pero está prisionero,

y con él lord Scales, también lord Hungerford;

casi todos los otros, muertos o capturados.

BEDFORD Ninguno salvo yo pagará su rescate;

sacaré de cabeza al delfín de su trono;

su corona será el rescate de mi amigo:

cuatro de los suyos por uno de los nuestros.

Adiós, señores; voy a mi tarea;

de paso encenderé hogueras en Francia,

para la fiesta de nuestro gran san Jorge:

diez mil soldados llevaré conmigo,

cuyos actos de sangre harán temblar a Europa.

TERCER MENSAJERO Los necesitará, pues Orleans está sitiada;

el ejército inglés se ha vuelto flojo y débil;

el conde de Salisbury clama por refuerzos

y a duras penas detiene el motín de los soldados

que, siendo muy pocos, ven semejante multitud.

EXETER Recuerden, señores, sus votos a Enrique,

ya de vencer al delfín para siempre,

ya de traerlo, obediente, para que sufra el yugo.

BEDFORD Yo sí los recuerdo; y ahora me despido

para poner en práctica mi decisión.

Sale.

GLOUCESTER Iré a la Torre tan deprisa como pueda

a revisar municiones y artillería;

luego proclamaré rey a Enrique el joven.

Sale.

EXETER A Eltham iré yo, donde está el joven rey,

ya que gobernador especial fui nombrado,

allí me ocuparé mejor de su seguridad.

Sale.

WINCHESTER Atienda cada cual su puesto y función.

Yo quedo fuera: para mí no queda nada.

Pero no seré una marioneta inútil:

intentaré sustituir al rey de Eltham

y, por el bien público, ponerme al timón.

Sale.

ESCENA II

Trompetas. Entran el delfín CARLOS, el duque de ALENÇON y RENATO, duque de Anjou, con tambor y soldados.

CARLOS De Marte el verdadero movimiento, así en los cielos

como en la tierra, aún no se conoce:

hasta ahora brillaba para los ingleses;

hoy somos vencedores, nos sonríe.

¿No hemos tomado todas las ciudades de importancia?

Estamos aquí, cerca de Orleans, a nuestras anchas;

por otro lado, los famélicos ingleses, cual fantasmas,

nos asedian débilmente, una hora por mes.

ALENÇON Necesitan sus gachas y su estofado de toro

se alimentan como mulos

y llevan la comida atada al cuello,

o dan lástima, como ratones ahogados.

RENATO Levantemos el sitio; ¿a qué seguir holgando?

Está aquí Talbot, a quien tanto temíamos;

no queda nadie salvo el loco Salisbury,

y ese bien puede gastar su bilis en rabiar:

ni hombres ni dinero tiene para hacer la guerra.

CARLOS ¡Toquen, toquen a rebato! ¡Vamos a atacarlos!

¡Por el honor de los franceses olvidados!

Perdonaré mi muerte a quien que me mate

si me ve retroceder un paso, o escapar.

Salen.

ESCENA III

Rebato, incursiones. Los franceses son rechazados por los ingleses, con grandes pérdidas. Vuelven a entrar CARLOS, ALENÇON y RENATO.

CARLOS ¿Dónde se ha visto cosa parecida? ¡Qué hombres tengo!

¡Perros! ¡Cobardes! ¡Flojos! Nunca habría escapado

de no haber quedado solo entre enemigos.

RENATO Salisbury es un criminal desesperado;

lucha como un hombre cansado de su vida.

Los otros, cual leones hambrientos,

nos embisten como a su codiciada presa.

ALENÇON Froissart, un compatriota, testimonia

que Inglaterra solo Oliverios y Rolandos daba

durante el tiempo de Eduardo Tercero.

Eso parece más cierto ahora:

solo Sansones y Goliats mandaron

los ingleses a pelear. ¡Diez a uno!

¡Raquíticos canallas! ¿Quién iba a pensar

que tendrían tanto coraje, tanta audacia?

CARLOS Dejemos la ciudad; están locos de ira

y el hambre los enardecerá aún más:

yo los conozco de hace tiempo; con los dientes

derribarán el muro antes de abandonar el sitio.

RENATO Pienso que por extraños mecanismos o ruedas

sus armas, como relojes, no dejan de golpear;

de otro modo, no podrían aguantar tanto.

En lo que a mí respecta, dejémoslos en paz.

ALENÇON Así sea.

Entra el BASTARDO de Orleans.

BASTARDO ¿Dónde está el delfín? Tengo nuevas para él.

CARLOS Bastardo de Orleans, tres veces bienvenido.

BASTARDO Parecen tristes, con el ánimo abatido.

¿La reciente derrota los ha afectado acaso?

No desesperen: la salvación está cerca.

Traje conmigo a una doncella santa

a quien llegó del cielo una visión:

le ordenó levantar este tedioso sitio

y expulsar de Francia a los ingleses.

Tiene el espíritu profundo de la profecía,

más que las nueve sibilas de Roma:

sabe lo que pasó y lo que vendrá.

Díganme: ¿la llamo ya? Crean mis palabras

porque son ciertas e infalibles.

CARLOS Bien, llámala. (Sale el BASTARDO.) Pero antes, para probarla,

Renato, ocupa mi lugar como delfín;

pregúntale con altura: mantente serio.

Así sondearemos sus habilidades.

Vuelve a entrar el BASTARDO, con Juana la PUCELA.

RENATO (Como CARLOS.) Bella joven, ¿eres la que obra maravillas?

PUCELA Renato, ¿así piensas engañarme?

(A CARLOS.) ¿Dónde está el delfín? Sal, sal de tu escondite.

Te conozco bien, sin haberte visto nunca.

No te asombres: nada puede ocultárseme.

Quiero estar contigo a solas un instante.

Apártense, señores, y déjennos hablar.

RENATO Muestra aplomo ya desde el principio.

PUCELA Delfín, por nacimiento soy hija de un pastor;

mi ingenio no fue cultivado en ningún arte.

Ha placido al cielo y a la Dama de gracia

brillar sobre mi estado miserable:

mientras me ocupaba de mis tiernos corderos

y exponía al rayo del sol mis mejillas,

la madre de Dios se dignó aparecerse

y en una visión, con toda su majestad,

me ordenó abandonar mi baja vocación

y librar a mi patria de la calamidad;

su ayuda prometió, asegurarme el triunfo;

en su completa gloria se me reveló.

Y si hasta entonces yo era oscura y tenebrosa,

los claros rayos que infundió ella en mí

me dieron la bendita belleza que aquí ves.

Hazme la pregunta que quieras

y la contestaré sin pensarlo un segundo;

prueba mi coraje en combate, si te atreves,

y verás que estoy por encima de mi sexo.

Decídete; serás afortunado

si en compañera de armas me conviertes.

CARLOS Me han asombrado tus altivas palabras.

De una sola manera probaré tu valor:

pelearás conmigo en singular combate

y, si me vences, hablas sinceramente;

si no, retiro toda mi confianza.

PUCELA Estoy pronta; he aquí mi aguda espada

que adornan flores de lis, cinco por lado.

En el cementerio de Santa Catalina

la elegí entre todo un montón de hierros viejos.

CARLOS Ven, entonces, por Dios: no temo a una mujer.

PUCELA Y yo, mientras viva, no escaparé de un hombre.

Luchan, y vence Juana la PUCELA.

CARLOS ¡Alto, detén tus manos! Eres una amazona,

y con la espada de Débora me enfrentas.

PUCELA Sin la madre de Cristo, sería muy débil.

CARLOS Quienquiera que te ayude, tienes que ayudarme.

Ardo impaciente de deseo por ti.

Has subyugado a la vez corazón y manos.

Excelente Pucela, si ese es tu nombre,

seré tu servidor y no tu soberano:

es el delfín de Francia quien así te corteja.

PUCELA No debo ceder a ritos amorosos;

mi profesión está consagrada por el cielo.

Solo cuando haya expulsado de aquí a tus enemigos,

podré pensar en recompensas.

CARLOS Mientras, mira con gracia al siervo prosternado.

RENATO (Aparte, a los otros señores.)

Veo que milord lleva hablando mucho tiempo.

ALENÇON Sin duda estudia a esta mujer hasta la médula;

de otro modo no prolongaría así su charla.

RENATO ¿Lo interrumpimos, ya que está distraído?

ALENÇON Tal vez preste más atención que la que vemos;

estas mujeres hablan y tientan hábilmente.

RENATO Mi señor, ¿en qué piensas? ¿Cuáles son tus planes?

¿Tendremos que entregar Orleans, o no?

PUCELA ¿Cómo? ¡Digo que no, haraganes desconfiados!

Luchen hasta el último aliento; yo los guardaré.

CARLOS Confirmo lo que dice: la defenderemos.

PUCELA Me han enviado para azotar a los ingleses.

Esta noche, sin duda, levantaré el sitio.

Puesto que he entrado yo en combate,

esperen el verano de San Martín, días de bonanza,

la gloria es como esas ondas en el agua,

que no dejan de agrandarse hasta que, con la misma

expansión, se dispersan y quedan en la nada.

Con la muerte de Enrique acaba la onda inglesa;

se han dispersado las glorias que abarcaba.

Yo soy como aquel soberbio barco

que llevaba a la vez a César y sus bienes.

CARLOS ¿No fue una tórtola que inspiró a Mahoma?

Entonces tú fuiste inspirada por un águila.

Ni Helena, la madre de Constantino el Grande

ni las hijas de San Felipe fueron como tú.

Estrella de Venus, caída en la tierra,

¿cómo adorarte con suficiente reverencia?

ALENÇON Basta de tardanzas, levantemos el sitio.

RENATO Mujer, haz lo que puedas para salvar el honor.

Expúlsalos de Orleans y serás inmortal.

CARLOS Probemos ahora mismo. Vamos, a lo nuestro.

Si resulta falsa, no creeré en ningún profeta.

Salen.

ESCENA IV

Entra el duque de GLOUCESTER con sus servidores

vestidos de azul.

GLOUCESTER He venido hoy a inspeccionar la Torre:

desde que murió Enrique, temo alguna estratagema.

Los guardias, ¿por qué no están en sus puestos?

Abran las puertas: es Gloucester quien llama.

PRIMER GUARDIÁN (Desde dentro.)

¿Quién es el que golpea tan imperiosamente?

PRIMER SERVIDOR Es el noble duque de Gloucester.

SEGUNDO GUARDIÁN (Desde dentro.)

Quienquiera sea, no lo dejaré pasar.

PRIMER SERVIDOR Villanos, ¿así contestan a su protector?

PRIMER GUARDIÁN (Desde dentro.)

Que el Señor lo proteja; así le contestamos.

No hacemos sino lo que nos ordenaron.

GLOUCESTER ¿Quién se lo ha ordenado? ¿Quién manda sobre mí?

No hay en el reino más protector que yo.

(A los SERVIDORES.) ¡Rompan esas puertas! Yo seré su garante.
¿Me burlarán así unos mozos de corral?

Los hombres de GLOUCESTER se lanzan contra las puertas de la Torre, y WOODVILLE habla desde dentro.

WOODVILLE ¿Qué ruido es ese? ¿Tenemos traidores?

GLOUCESTER Teniente, ¿es su voz la que oigo?

Abra las puertas: es Gloucester quien quiere entrar.

WOODVILLE Sea paciente, noble duque; no puedo abrir.

Mi señor de Winchester no lo permite.

He recibido orden expresa: ni a usted

ni a los suyos he de franquear el paso.

GLOUCESTER Woodville, debilucho. ¿Lo valoras más que a mí?

¿A ese arrogante Winchester, prelado altivo,

al que el difunto soberano nunca soportó?

Tú no eres amigo de Dios ni del rey:

abre las puertas, o a poco te encerraré.

PRIMER SERVIDOR ¡Abran las puertas a su lord protector!

¡O lo hacen enseguida, o las derribamos!

Entran WINCHESTER y sus servidores, en librea oscura.

WINCHESTER ¿Qué pasa, ambicioso visir? ¿Qué significa esto?

GLOUCESTER Tonsurado cura, ¿ordenas que me impidan entrar?

WINCHESTER Lo hago sí, traidor y usurpador de primera,

y no protector, ni del reino ni del rey.

GLOUCESTER Retírate, conspirador confeso.

Tú, que has planeado asesinar al rey,

tú que das indulgencias a las prostitutas:

si sigues insistiendo en tu insolencia...

WINCHESTER No, detente; no moveré un pie.

Si tú quieres, que esto sea Damasco

y tú Caín, el maldito, para matar a Abel.

GLOUCESTER No voy a matarte, pero sí te echaré:

con tus mantos escarlata, como a un bebé

con sus pañales, te sacaré de aquí.

WINCHESTER Haz lo que quieras; te desafío de frente.

GLOUCESTER ¿Cómo? ¿Retado y desafiado a la cara?

Desenvainen, hombres, por todo este lugar

privilegiado: azules contra oscuros.

Todos desenvainan las espadas.

                                                   Cura,

¡cuida tu barba! Voy a arrancártela y zurrarte.

Tu mitra de cardenal, bajo mis pies;

pese al Papa y a las dignidades de la Iglesia,

a fe que te arrastraré para arriba y para abajo.

WINCHESTER Gloucester, responderás ante el Papa por esto.

GLOUCESTER ¡Ganso de Winchester! ¡Una cuerda, una cuerda!

A sus SERVIDORES.

¡Sáquenlos de aquí! ¿Por qué los dejan quedarse?

A WINCHESTER.

¡A ti te echo ya, lobo con piel de oveja!

¡Fuera, oscuras libreas, hipócrita escarlata!

Los hombres de GLOUCESTER vencen a los del obispo.

En el alboroto, entran el ALCALDE de Londres y sus OFICIALES.

ALCALDE ¡Qué vergüenza que ustedes, supremos magistrados,

alteren la paz pública con tal batahola!

GLOUCESTER ¡Paz, alcalde! Nada sabes de lo que ha pasado;

he aquí a Beaufort, que no respeta a Dios ni al rey,

y ha detentado la Torre para sí.

WINCHESTER He aquí a Gloucester, enemigo de ciudadanos,

que impulsa a la guerra y jamás a la paz,

que abruma sus bolsas con cargas desmedidas,

que intenta eliminar la religión

por su condición de protector del reino;

y quiere desarmar la Torre

para así suprimir al príncipe y ser rey.

GLOUCESTER Te responderé con golpes y no con palabras.

Vuelven a pelear.

ALCALDE Nada se puede hacer ante esta lucha

sino emitir una pública proclama.

Vamos, oficial, tan alto como pueda, grite.

OFICIAL Mandamos y ordenamos, en nombre de su alteza, que todos los hombres aquí congregados en armas este día, contra la paz de Dios y la del rey, se retiren a sus respectivos domicilios; y que no lleven, usen o empuñen ningún tipo de espada, arma o puñal desde ahora, bajo pena de muerte.

Para la escaramuza.

GLOUCESTER Obispo, no seré yo quien desacate la ley,

pero nos veremos para hablar con más tiempo.

WINCHESTER Gloucester, nos veremos, a tu costo sin duda;

desangraré tu corazón por lo que has hecho hoy.

ALCALDE Si no se van ya, mandaré pedir garrotes.

Este obispo es más altivo que el diablo.

GLOUCESTER Alcalde, adiós; no has hecho más

que cumplir con tu deber.

WINCHESTER Abominable Gloucester, cuida tu cabeza;

pienso, dentro de poco, tenerla en mi mano.

Salen, separadas, ambas facciones.

ALCALDE Cuando todo esté despejado nos iremos.

¡Buen Señor, qué estómago tienen estos nobles!

Yo, en cuarenta años, no he peleado ni una vez.

ESCENA V

Entran el MAESTRE ARTILLERO de Orleans y su HIJO.

MAESTRE ARTILLERO Tunante, ya sabes que Orleans está sitiada,

y los ingleses han ganado los suburbios.

HIJO Padre, ya lo sé; les he tirado muchas veces,

mas por desgracia he fallado.

MAESTRE ARTILLERO Pero ahora no lo harás: deja que te guíe;

como maestre artillero en jefe,

he de hacer algo por mi honra.

Los espías del príncipe me han comunicado

que los ingleses, que están en los suburbios,

suelen, por una secreta puerta de hierro,

contemplar la ciudad desde una torre.

Allí, desde lo alto, pueden ver por dónde

mejor dañarnos con disparos o asaltos.

Para evitar este inconveniente, he situado

una pieza de artillería apuntada a la torre.

En los últimos tres días estuve aún

vigilando para ver de sorprenderlos.

Ahora vigila tú, ya no puedo quedarme.

Si ves a alguno, corre y dame aviso;

me encontrarás donde el gobernador.

HIJO Padre, te garantizo: pierde cuidado.

Sale el MAESTRE ARTILLERO por una puerta.

Si los puedo espiar, no te molestaré.

Sale.

ESCENA VI

Entran en las torretas SALISBURY y TALBOT, sir William GLASDALE, sir Thomas GARGRAVE y otros.

SALISBURY Talbot, mi vida, mi alegría, ¿al fin de vuelta?

¿Cómo te trataron durante el cautiverio?

¿Cómo es que fuiste liberado?

Dímelo, te lo ruego, en lo alto de esta torre.

TALBOT El duque de Bedford había hecho prisionero

a alguien llamado el bravo Pontón de Santrailles;

por él fui canjeado y rescatado.

Por un combatiente muy inferior

me quisieron cambiar, una vez, por desprecio;

lo cual desdeñé; pedí la muerte

antes de ser tan subestimado.

Finalmente, como deseaba, me soltaron.

Mas, ah, el traidor de Fastolf me hiere el corazón;

lo ejecutaría con mis propias manos

si alguien me lo trajera aquí en este momento.

SALISBURY Pero no dices cómo te trataron.

TALBOT Con mofa, insultos y burlas denigrantes.

Me exhibieron en plena plaza del mercado

como si fuera un espectáculo público.

«He aquí el terror de los franceses», decían,

«el espantajo que los niños tanto temen».

Entonces escapé de los guardianes

y escarbé con las uñas piedras de la tierra

para arrojárselas a los mirones.

Mi truculento aspecto hizo que algunos huyeran.

Nadie se acercaba por miedo a morir de inmediato.

En muros de hierro no me creían seguro;

tal era el temor que mi nombre provocaba,

que me suponían capaz de doblar barrotes,

y romper postes adamantinos.

Por eso pusieron una guardia especial

que pasaba ante mi celda a cada minuto:

si me movía para salir de la cama

ya se preparaban para tirarme al corazón.

Entra el HIJO con un botafuego.

SALISBURY Lamento escuchar los tormentos que sufriste

pero nos vengaremos con hartazgo.

Ahora en Orleans es la hora de la cena:

aquí, a través de esta reja, puedo contar a los franceses

y ver de qué manera se fortifican.

Miremos: el espectáculo te gratificará...

sir Thomas Gargrave, sir William Glasdale;

ahora quiero escuchar sus opiniones

sobre el mejor lugar para atacar de nuevo.

Miran por la reja.

GARGRAVE Creo que por la puerta del norte: allí hay nobles.

GLASDALE Pienso que por aquí, en el baluarte del puente.

TALBOT Por lo que veo, a esta ciudad hay que hambrearla

o debilitarla con escaramuzas leves.

Tiran desde fuera. Caen SALISBURY y GARGRAVE.

SALISBURY ¡Señor, ten piedad de nosotros pecadores!

GARGRAVE ¡Señor, apiádate de este desdichado!

TALBOT ¿Qué azar es este, que nos sorprende así?

Habla, Salisbury, si es que aún puedes hablar.

¿Cómo te sientes, espejo de todos los guerreros?

¡Te han arrancado una mejilla y uno de los ojos!

¡Torre maldita! ¡Mano fatal

que pergeñó esta tragedia infausta!

Salisbury fue vencedor en trece batallas;

adiestró para la guerra a Enrique Quinto.

Mientras sonaran una trompeta o un tambor

su espada no dejaba de dar golpes.

¡Aún vives, Salisbury! Aunque te falle el habla

puedes pedir gracia al Cielo con un ojo.

Con un ojo, el sol abarca el mundo entero.

¡Cielo, no otorgues tu gracia a ningún otro

si Salisbury no obtiene tu misericordia!

Sir Thomas Gargrave, ¿aún te queda vida?

Háblale a Talbot. Vamos, alza los ojos a él...

Llévense su cuerpo; ayudaré a enterrarlo.

Sale uno con el cadáver de GARGRAVE.

Salisbury, ¡que esto sea un consuelo para tu alma!

Tú no morirás mientras...

Me hace señas con la mano, me sonríe

como si dijera: «Cuando me haya ido,

acuérdate de vengarme de los franceses».

Plantagenet, lo haré: y como tú, Nerón,

tocaré el laúd viendo arder las ciudades.

Mi nombre es la desgracia de Francia.

Rebato. Truenos y relámpagos.

¿Qué escándalo es este? ¿Un tumulto en los cielos?
¿De dónde vienen esta alarma y este ruido?

Entra un MENSAJERO.

MENSAJERO Milord, milord, los franceses reúnen sus tropas.

El delfín, unido a una Juana la Pucela,

una novísima santa profetisa,

viene con gran fuerza a levantar el sitio.

SALISBURY se incorpora y gime.

TALBOT ¡Oigan, oigan gemir al moribundo Salisbury!

No ser vengado le parte el corazón.

Franceses, seré para ustedes un Salisbury.

Pucela o pulga, delfín o serafín,

aplastaré sus corazones a caballo,

y haré un lodazal con sus cerebros.

Llévense a Salisbury a su tienda

y luego probaremos el valor de estos vagos.

Rebato.

Salen llevándose a SALISBURY.

ESCENA VII

Nuevo rebato, y lord TALBOT persigue al delfín, lo empuja dentro y sale. Entra Juana la PUCELA persiguiendo ingleses y sale tras ellos. Vuelve a entrar TALBOT.

TALBOT ¿Dónde están mi vigor, mi valor, mi fuerza?

Nuestras tropas se retiran; no puedo detenerlas:

una mujer con armadura las expulsa.

Vuelve a entrar la PUCELA.

Aquí, aquí viene. (A la PUCELA.) Combatiré contigo,
diablo o hembra del diablo; te conjuraré.

Te desangraré; como bruja que eres

entrega ya tu alma a aquel que sirves.

PUCELA Ven, ven, soy yo sola quien ha de deshonrarte.

Luchan.

TALBOT Cielos, ¿cómo soportan que el infierno venza?

Haré que el pecho me estalle de coraje,

me romperé los brazos desde los hombros,

pero antes castigaré a esta puta arrogante.

Vuelven a luchar.

PUCELA Hasta la vista Talbot. Tu hora aún no ha llegado

tengo que llevar vituallas a Orleans.

Breve alarma. Los franceses pasan por el escenario y entran en la ciudad.

Sorpréndeme si puedes; desprecio tu fuerza.

Ve, ve a alentar a tus famélicos,

ayuda a Salisbury a hacer su testamento:

este día es nuestro, como otros lo serán.

Sale.

TALBOT Mi pensamiento gira como rueda de alfarero.

No sé ni dónde estoy, ni lo que hago;

no por la fuerza sino por el miedo, como Aníbal,

la bruja rechaza y vence tropas a su antojo

como se espanta a las abejas con humo,

o con hedor a las palomas de panales y casas.

Nos llamaban perros ingleses por fiereza;

ahora, como cuzcos, escapamos chillando.

Breve rebato. Entran soldados ingleses.

¡Compatriotas! ¡O retomamos el combate

o arrancamos de nuestra cota los leones!

Cámbienlos por ovejas, renuncien a su suelo.

Las ovejas no huyen tan miedosas del lobo

ni escapan el buey y el caballo del leopardo
como ustedes de quienes eran sus esclavos.

Otra escaramuza.

Eso no será. Retírense a las trincheras.
Todos permitieron la muerte de Salisbury,
ninguno dará golpe para vengarlo.
La Pucela ha conseguido entrar en Orleans
pese a nosotros, o a lo que podríamos haber hecho.
¡Ojalá hubiese muerto con Salisbury!
Esta vergüenza me hará ocultar el rostro.

ESCENA VIII

Trompetas. Sobre las murallas entran la PUCELA, RENATO, CARLOS, ALENÇON y SOLDADOS.

PUCELA Que flameen nuestros colores en los muros;

tomada está Orleans a los ingleses.

Así, Juana la Pucela ha cumplido su palabra.

CARLOS Divinísima criatura, hija de Astrea,

¿cómo te honraré por este gran éxito?

Tus promesas, como los jardines de Adonis,

un día florecieron, dieron fruto al otro.

¡Francia, triunfa con tu gran profetisa!

Ha sido recobrada la ciudad de Orleans:

hecho más fausto nunca hemos vivido.

RENATO ¿No echaremos a vuelo las campanas?

Delfín, haz que la gente encienda hogueras

y haga fiestas y banquetes en la calle

celebrando lo que Dios nos quiso deparar.

ALENÇON Toda Francia se colmará de gozo y alegría

cuando sepa qué clase de hombres hemos sido.

CARLOS Es por Juana, no por nosotros, que triunfamos.

Por eso dividiré con ella mi corona,

y todos los clérigos y monjes del reino

en procesión cantarán sus alabanzas.

Voy a erigirle una pirámide imponente,

más que la de Ródope o la de Menfis:

y cuando haya muerto, para honrar su memoria,

sus cenizas, en urna más preciosa aún

que el cofre con las ricas joyas de Darío,

en grandes festivales serán transportadas

ante los reyes y reinas de Francia.

Por san Dionisio ya no clamaremos:

nuestra santa será Juana la Pucela.

Entremos, pues, y comamos como reyes,

tras este día dorado de victoria.

Trompetas.

Salen.

SEGUNDO ACTO

ESCENA 1

Sobre la muralla. Entran un SARGENTO francés

y dos CENTINELAS.

SARGENTO Señores, tomen sus puestos y vigilen:

si oyen algún ruido, o ven algún soldado

cerca de los muros, dennos una señal

para que en la guardia lo sepamos.

PRIMER CENTINELA Sargento, lo sabrá.

Sale el sargento.

                                               Los pobres servidores,

mientras otros duermen tranquilos en sus camas,
vigilan en la sombra, la lluvia y el frío.

Entran TALBOT, BEDFORD, BORGOÑA y otros con escaleras: tocan una marcha fúnebre con tambores.

TALBOT Señor regente, temible Borgoña,

por cuya ayuda las regiones de Artois,

Wallon y Picardía son nuestras aliadas;

esta noche, los franceses se han confiado

tras un día de jolgorio y de banquete:

aprovechemos pues esta ocasión,

la más indicada para vengar el engaño

que causó el arte fatal de la brujería.

BEDFORD ¡Cobarde Francia! ¡Qué daño hace a su fama

desconfiando de su poder y de sus armas

para pedir ayuda a las brujas y al infierno!

BORGOÑA Los traidores no tienen otra compañía.

¿Quién es esta Pucela que todos ven tan pura?

TALBOT Una doncella, dicen.

BEDFORD ¡Una doncella! ¡Tan marcial!

BORGOÑA Quiera Dios que no descubran que es un hombre

si abajo del estandarte francés

lleva una armadura, como al principio.

TALBOT Bien, dejemos que traten y hablen con espíritus;

Dios es la fortaleza en cuyo nombre

veremos cómo ganar sus baluartes.

BEDFORD Sube, bravo Talbot: iremos tras de ti.

TALBOT Pero no todos juntos: mucho mejor es, creo,

que hagamos nuestra entrada por vías separadas;

que, si uno de nosotros llegara a fallar,

otro pudiera alzarse en contra de su fuerza.

BEDFORD De acuerdo, iré por aquel lado.

BORGOÑA Y yo por este.

TALBOT Este será el lugar de Talbot, o su tumba.

Ahora, Salisbury, por ti y por el derecho

del inglés Enrique, que esta noche muestre

mi lealtad y cuánto les debo a ambos.

CENTINELA ¡A las armas! ¡A las armas! ¡El enemigo ataca!

Los soldados gritan: «¡Por Talbot! ¡Por san Jorge!».

Los franceses, en camisa, saltan por encima del muro.

Entran el BASTARDO de Orleans, ALENÇON y RENATO,

a medio vestir.

ALENÇON ¡Bueno, mis señores! ¿Qué, todos sin vestirse?

BASTARDO ¿Sin vestirnos? ¡Gracias que pudimos huir!

RENATO No nos dio el tiempo más que para levantarnos

y escuchamos la alarma en nuestras cámaras.

ALENÇON En toda mi vida de soldado

nunca había oído de una empresa guerrera

más venturosa y desesperada que esta.

BASTARDO Este Talbot es un demonio del infierno.

RENATO Si no el infierno, al menos lo favorece el cielo.

ALENÇON Ahí viene Carlos: ¡qué rapidez!

BASTARDO ¡Calla! Su centinela era Santa Juana.

Entran CARLOS el delfín y Juana la PUCELA.

CARLOS ¿Es esta tu estratagema, hermosa dama?

¿Al principio, solo para halagarnos,

nos concediste una ganancia escasa

para que perdiéramos diez veces más?

PUCELA ¿Por qué está Carlos impaciente con su amiga?

¿Mi poder tiene que ser siempre igual?

¿Despierta o dormida he de prevalecer?

¿O me vas a acusar y echar la culpa?

¡Indolentes soldados! Si hubieran vigilado bien

no habríamos sufrido este revés.

CARLOS Duque de Alençon, es culpa tuya:

siendo esta noche capitán de la guardia

no pudiste cumplir con tu pesada carga.

ALENÇON Si todos los puestos se hubieran protegido

con tanta firmeza como el que yo mandaba

no habría sido tan dura la sorpresa.

BASTARDO El mío estaba seguro.

RENATO                                        Lo mismo el mío, señor.

CARLOS En cuanto a mí, pasé toda la noche

ocupado en ir de un lado para el otro,

por el sector de Juana y por el mío

para que la guardia fuera relevándose.

Entonces, ¿cómo y por dónde entraron?

PUCELA Mis señores, no se pregunten

más sobre el caso, cómo o de qué manera

encontraron un puesto mal guardado

por donde abrieron brecha. No nos queda más

que reunir a nuestros hombres, dispersos,

y alzar nuestras plataformas para castigarlos.

Fragores. Entra un SOLDADO inglés gritando

«¡Por Talbot, por Talbot!»; los franceses huyen, dejando

sus vestiduras.

SOLDADO Me atreveré a tomar lo que dejaron.

El grito «¡Por Talbot!» me sirve de espada;

me he llevado ya muchos despojos

sin blandir más arma que su nombre.

Sale.

ESCENA II

TALBOT, BORGOÑA, BEDFORD, un CAPITÁN

y otros.

BEDFORD Empieza a romper el alba; la noche, que a la tierra

como un manto negro recubría, ya se va. Acabemos

esta frenética persecución.

Suena retirada.

TALBOT Traigan el cuerpo del viejo Salisbury

y pónganlo en la plaza del mercado,

en el centro mismo de esta ciudad maldita.

Ahora he pagado a su alma mi tributo:

por cada gota de sangre que perdió su cuerpo

murieron cinco franceses por lo menos.

Para que los siglos futuros puedan ver

la ruina que causamos por venganza

en el principal templo erigiré una tumba

bajo la cual se enterrará su cuerpo:

sobre ella, para que todos puedan leerlo,

quedará grabado el relato del saqueo,

de cómo la traición causó su muerte lamentable,

y del terror que era para los franceses.

Durante toda esta sangrienta masacre

me asombra no haber visto al delfín y a su gracia,

Juana de Arco, su nueva y virtuosa campeona,

ni a ninguno de sus falsos aliados.

BEDFORD Se cree, lord Talbot, que al comenzar la lucha,

repentinamente lanzados de sus camas,

metiéndose entre las tropas de soldados,

saltaron los muros para refugiarse.

BORGOÑA Yo mismo, hasta donde pude ver,

entre el humo y la oscura y vaporosa noche

creo haber sorprendido al delfín y a su puta

cuando corrían velozmente, los dos del brazo

como una pareja de enamoradas tórtolas

que no pueden separarse de día ni de noche.

No bien todo esté en orden por aquí

iremos tras ellos con todas nuestras fuerzas.

Entra un MENSAJERO.

MENSAJERO ¡Salud a todos, señores! De este grupo de príncipes,

¿quién es el belicoso Talbot, cuyos actos

tanto se celebran en el reino de Francia?

TALBOT He aquí a Talbot. ¿Quién quiere hablar conmigo?

MENSAJERO Una virtuosa dama, condesa de Auvernia

que admira modestamente su renombre,

por mi intermedio suplica le concedas

el favor de visitarla en su castillo,

para que pueda jactarse de haber visto al hombre

cuya gloria llena el mundo con su estruendo.

BORGOÑA ¿Ah, sí? Pues ya veo que nuestras guerras

van a convertirse en plácida comedia

en que las damas ansiarán que las visiten.

Quizá no debas, mi señor, despreciar la amable cita.

TALBOT No podrías confiar más en mí: cuando los hombres

no han podido vencer con su oratoria,

la bondad femenina lo ha logrado.

Por tanto dile que estoy agradecido,

y que iré a visitarla con toda sumisión.

¿No me acompañarán sus señorías?

BEDFORD Realmente, es más de lo que piden los modales:

he oído decir que a los huéspedes no invitados

se los acepta mejor una vez que se han ido.

TALBOT Bien; pues no habiendo otro remedio,

iré solo a probar si la dama es cortés.

Venga aquí, capitán. (Susurros.) ¿Comprende lo que pienso?

CAPITÁN Por cierto, mi señor, y actuaré en consecuencia.

Salen.

ESCENA 111

Entran la CONDESA de Auvernia y su PORTERO.

CONDESA Portero, recuerda el encargo que te hice;

cuando lo hayas cumplido, tráeme las llaves.

PORTERO Señora, así se hará.

CONDESA El plan está trazado. Si todo sale bien

esta hazaña me hará tan famosa

como a la escita Tomiris la hiciera matar a Ciro.

Se habla mucho de este terrible caballero

y no menos de todas sus proezas:

mis ojos y mi oído querrían ser testigos

para dar juicios de tan extraños hechos.

Entran TALBOT y un MENSAJERO.

MENSAJERO Señora, de acuerdo con lo solicitado

en su mensaje, lord Talbot está aquí.

CONDESA Y es bienvenido. Vaya. ¿Es este el hombre?

MENSAJERO Lo es.

CONDESA                 ¿Este es el azote de Francia?

¿Es este Talbot, tan temido en otras partes

que al nombrarlo las madres calman a sus niños?

Veo que los informes son falsos, fantasiosos.

Pensé encontrarme con un Hércules,

un segundo Héctor por su aspecto severo,

gran proporción de miembros, bien conformado.

¡Este es un niño, un tonto enano!

Este esmirriado debilucho no puede ser

el que tanto aterroriza a sus enemigos.

TALBOT Señora, he sido muy osado en molestarla.

Como su merced no está a gusto,

la visitaré en otra ocasión mejor.

Se marcha.

CONDESA ¿Qué quiere decir? Pregúntale a dónde va.

MENSAJERO Permanezca, lord Talbot, pues mi señora ansía

saber las razones de su brusca partida.

TALBOT Como eso me indica que está algo confundida

iré a confirmarle que Talbot está aquí.

Vuelve a entrar el portero con las llaves.

CONDESA Si tú eres él, entonces estás preso.

TALBOT ¿Y quién me apresa?

CONDESA                                   Yo, sanguinario lord:

por eso te atraje a mi casa.

Por largo tiempo tu sombra fue mi esclava,

pues tu retrato cuelga en mi galería.

Ahora tu sustancia será como tu imagen

y encadenaré las piernas y los brazos

que todos estos años han tiranizado,

devastado el país, matado ciudadanos

y enviado al cautiverio hijos y esposos...

TALBOT Ja, ja, ja.

CONDESA ¿Te burlas, miserable? Lo lamentarás.

TALBOT Me río al ver que su señoría está tan contenta

de tener solamente la sombra de Talbot

en la cual ejercer su severidad.

CONDESA ¿Por qué, no eres tú el hombre?

TALBOT Sin duda que lo soy.

CONDESA Entonces también tengo tu sustancia.

TALBOT No, no; soy solo la sombra de mí mismo;

se engaña, no está aquí mi sustancia.

Lo que ve no es sino la parte más pequeña,

la proporción más baja de mi humanidad.

Señora, si aquí estuviera toda mi envergadura,

sus techos no alcanzarían a albergarla

de tan voluminosa y encumbrada como es.

CONDESA Por lo visto, trafica con enigmas.

Está aquí, pero no está.

¿Cómo acordar estas contradicciones?

TALBOT Eso, señora, se lo mostraré enseguida.

Toca una trompeta. Dentro suenan tambores. Una descarga de artillería; entran soldados ingleses.

¿Qué dice, señora? ¿Está ahora convencida

de que Talbot no es más que sombra de sí mismo?

Estos son la sustancia, nervios, brazos, fuerza,

con los cuales sujeta los cuellos arrogantes de los suyos,

arrasa sus ciudades, da vuelta sus pueblos

y los aniquila en un instante.

CONDESA ¡Victorioso Talbot! Perdona mi atropello.

Veo que no eres inferior a lo que la fama rumorea

pero sí más que lo que tu sombra indica.

Que mi presunción no provoque tu ira;

me disculpo por no haberte agasajado

con toda la reverencia que mereces.

TALBOT No desfallezca, bella dama, interpretando

mal el ánimo de Talbot, como ya lo ha hecho

con el aspecto externo de su cuerpo.

Señora, sus acciones no me ofenden.

No reclamo otra satisfacción

que la que me daría, mediante su paciencia,

catar su vino y ver sus provisiones: eso

siempre place a la panza del soldado.

CONDESA De todo corazón; créeme, estoy honrada

de agasajar a un guerrero así en mi casa.

Sale.

ESCENA IV

Un rosal silvestre. Entran el duque de SOMERSET y los condes de SUFFOLK y WARWICK, Ricardo PLANTAGENET, VERNON y un ABOGADO.

PLANTAGENET Caballeros y lores, ¿qué es este silencio?

¿Nadie se atreve a hablar por la verdad?

SUFFOLK Dentro del templo se oía todo.

Es más conveniente hablar en el jardín.

PLANTAGENET Entonces responde si dije la verdad.

¿Se equivocaba el pendenciero Somerset?

SUFFOLK Por cierto, yo he sido un burlador de la ley,

y nunca pude someter mi voluntad;

por tanto, hago que ella se someta a mí.

SOMERSET Entonces, señor Warwick, sea nuestro juez.

WARWICK Cuál, entre dos gavilanes, vuela más alto;

cuál, entre dos perros, tiene boca más grande;

entre dos espadas, cuál el mejor temple;

entre dos caballos, cuál el mejor porte;

entre dos muchachas, cuál los ojos más alegres:

de esto puedo tener alguna vaga idea.

Pero de sutilezas de la ley,

no sé, lo admito, más que una corneja.

PLANTAGENET Bien, bien; es una abstención caballeresca.

La verdad está de mi parte, tan desnuda

que hasta el ojo de un ciego la podría descubrir.

SOMERSET Y de mi lado luce tan ataviada,

tan clara, tan luminosa y evidente

que iluminaría el ojo de ese ciego.

PLANTAGENET Si la lengua se les traba, si no hablan,

proclaman ustedes con signos, como mudos, lo que piensan.

Quien diga ser caballero bien nacido

y respaldar pueda el honor de su cuna,

si piensa que he defendido la verdad

elija de este rosal una rosa blanca.

SOMERSET Que quien no sea un cobarde ni un adulador

y sostenga el bando de la verdad conmigo

corte una rosa roja de espinoso tallo.

WARWICK No me gustan los colores, y sin colores

de baja e intrigante adulación

arranco con Plantagenet esta blanca rosa.

SUFFOLK Yo arranco esta roja con el joven Somerset,

y digo al tiempo que el derecho es suyo.

VERNON Alto, caballeros, no arranquen más

hasta que lleguemos a un acuerdo: que aquel

en cuyo lado haya menos rosas del arbusto

se someta a la opinión del otro.

SOMERSET Mi buen señor Vernon, bien objetado está:

si tengo menos, acato en silencio.

PLANTAGENET                                                Y yo.

VERNON Entonces, por la verdad y claridad del caso,

tomo este capullo pálido y virginal

y me pongo del lado de la rosa blanca.

SOMERSET No vayan a pincharse los dedos con ella,

no sea que al sangrar, la rosa blanca se tiña

de rojo y caiga de mi lado.

VERNON Si yo, señor, sangro por lo que opino,

la opinión será el cirujano de mi herida

y me mantendrá en el lado en que estoy.

SOMERSET Bien, bien, sigamos. ¿Quién más quiere hablar?

ABOGADO Salvo que mis estudios y mis libros fallen

el argumento que usaste no es el correcto.

(A SOMERSET.) Por eso corto también yo una rosa blanca.

PLANTAGENET Ahora, Somerset, ¿dónde están tus argumentos?

SOMERSET Están aquí en mi vaina, meditando

si teñir tu rosa de rojo sangriento.

PLANTAGENET Tus mejillas, parece, imitan nuestras rosas;

con el miedo están pálidas, como si vieran

la verdad de mi lado.

SOMERSET                                 No, Plantagenet;

no es miedo, sino ira: tus mejillas

se tiñen de vergüenza como rosas rojas,

pero no confesarás tu error.

PLANTAGENET ¿No hay en tu rosa un gusano, Somerset?

SOMERSET Plantagenet, ¿no hay en tu rosa una espina?

PLANTAGENET Aguda y punzante, para defender su verdad

mientras el voraz gusano carcome la falsedad de la tuya.

SOMERSET Bien: hallaré quienes lleven mis sangrantes rosas

y sostengan que es cierto lo que he dicho,

allí donde Plantagenet no se atreva a mostrarse.

PLANTAGENET Por este capullo virginal que tengo en la mano

los desprecio a ti y a tu bando, niño terco.

SUFFOLK No arrojes tu desprecio hacia aquí, Plantagenet.

PLANTAGENET Lo hago, orgulloso Pole, y los desprecio a ambos.

SUFFOLK Yo te restituiré mi parte en el gañote.

SOMERSET Largo, largo, mi buen William de la Pole.

Honramos al burgués conversando con él.

WARWICK Vaya, en nombre de Dios: lo ultrajas, Somerset.

Su abuelo era Lionel, duque de Clarence, hijo

tercero del Eduardo Tercero de Inglaterra.

¿Acaso de raíz tan honda sale un burgués sin blasón?

PLANTAGENET Se vale del privilegio del lugar:

si no, cobarde como es, no hablaría de ese modo.

SOMERSET Por quien me ha creado, mantengo mis palabras

en cualquier sitio de la cristiandad.

¿No fue Ricardo, padre, duque de Cambridge,

ejecutado por traición en días de Enrique?

¿Y por su traición no estás manchado,

corrupto y eximido de la antigua nobleza?

Su desmán aún vive, como culpa, en tu sangre:

hasta que te redimas serás un burgués.

PLANTAGENET Mi padre fue acusado, pero no convicto.

Condenado a morir por traición, pero no traidor:

lo probaré ante hombres superiores a Somerset,

cuando llegue el tiempo adecuado a mis deseos.

En cuanto a ti y a tu aliado de la Pole

los anotaré en el libro de mi memoria,

para castigarlos un día por esta ofensa.

Recuérdenlo bien y queden prevenidos.

SOMERSET Siempre nos encontrarás prontos para ti:

sabrás que somos tus enemigos por estos

colores, que llevarán, pese a ti, mis amigos.

PLANTAGENET Y por mi alma, esta rosa pálida y airada,

como signo de mi odio sanguinario

estará siempre conmigo y con mi bando

hasta que ambos nos marchitemos en la tumba

o yo florezca hasta la altura de mi jerarquía.

SUFFOLK Vete: ahógate en tu ambición.

Y ahora, adiós, hasta que volvamos a vernos.

Sale.

SOMERSET ¡Vamos juntos, Pole! ¡Adiós, ambicioso Ricardo!

Sale.

PLANTAGENET ¡Cómo me provocan y tengo que aguantarlo!

WARWICK La mancha que atribuyen a tu casa

se limpiará en el próximo parlamento,

convocado para la tregua entre Winchester y Gloucester.

Y si entonces no eres proclamado York,

yo no viviré para que me llamen Warwick.

Mientras tanto, como signo de mi amor por ti,

contra los orgullosos Somerset y William Pole

con tu partido llevaré esta rosa,

y profetizo aquí: esta riña de hoy,

surgida en el jardín del templo,

enviará, entre la rosa roja y la blanca,

mil almas a la muerte y a la noche eterna.

PLANTAGENET Buen maestro Vernon, te agradezco

que en mi nombre arrancaras una flor blanca.

VERNON En tu nombre la seguiré llevando.

ABOGADO Y yo también.

PLANTAGENET                      Gracias, gentilezas.

Vamos, vamos a cenar los cuatro. Me atrevo a decir

que algún día esta querella sorberá más sangre.

ESCENA V

Entra Edmund MORTIMER, transportado en silla por GUARDIANES.

MORTIMER Amables guardianes de mi frágil decadencia

dejen que el moribundo Mortimer descanse aquí.

Como a un hombre recién salido del tormento,

la larga prisión me ha embotado los miembros;

y estos grises mechones, heraldos de la muerte,

envejecidos como los de Néstor por años de desvele

discurren sobre el fin de Edmund Mortimer.

Estos ojos, como lámpara cuyo aceite se ha agotado

vuélvense opacos al llegar su final;

hombros débiles, agobiados por la pena,

y brazos sin fuerza, como viña marchita

que deja caer a tierra sus ramas sin savia.

Sin embargo estos pies, de vigor embotado,

incapaces de aguantar este terrón de arcilla,

parecen tener alas para ir hacia la tumba,

como sabiendo que otro alivio no me espera.

Pero dime, guardián: ¿vendrá mi sobrino?

PRIMER GUARDIA Ricardo Plantagenet vendrá, señor:

enviamos por él al templo, a su cámara;

se nos ha respondido que vendría.

MORTIMER Suficiente: mi alma estará entonces satisfecha.

¡Pobre caballero! Su desgracia es igual a la mía.

Desde que Enrique empezó su reinado,

antes de cuya gloria era yo un gran guerrero,

ha estado odiosamente secuestrado,

y desde entonces vive oscurecido,

desprovisto de honores y de herencia.

Pero hoy el árbitro de la desesperación,

la justa muerte, amable juez de la desgracia humana,

me despide de aquí dulce y morosamente.

Ojalá así sus problemas terminaran,

y pudiese recobrar lo que he perdido.

Entra PLANTAGENET.

PRIMER GUARDIA Milord, su querido sobrino ha llegado.

MORTIMER Ricardo Plantagenet, amigo mío, ¿estás aquí?

PLANTAGENET Sí, noble tío, tratado innoblemente;

soy tu sobrino, el hace poco despreciado Ricardo.

MORTIMER Diríjanme los brazos para que lo abrace

y apure mi último aliento en su pecho.

Ah, díganme cuando mis labios toquen sus mejillas,

para que pueda darle un beso desmayado.

Abraza a PLANTAGENET.

Ahora dime, dulce retoño del gran linaje de York,

¿por qué me has dicho que te habían despreciado?

PLANTAGENET Inclina primero en mi brazo tu envejecida espalda

y así, cómodamente, te contaré mi disgusto.

Hoy, durante la discusión de un caso,

tuve unas palabras con Somerset:

entre una cosa y otra usó su lengua pródiga

y me reprochó la muerte de mi padre;

la cual infamia me barró la boca;

de lo contrario, se la hubiera devuelto.

Por lo tanto, buen tío, por mi padre,

en honor de un auténtico Plantagenet

y por el bien de la alianza, dime por qué

mi padre, conde de Cambridge, perdió la cabeza.

MORTIMER El motivo, bello sobrino, que me llevó a la cárcel

para que mi juventud se consumiera

en una mazmorra despreciable

fue el maldito instrumento de su muerte.

PLANTAGENET Revélame más claramente ese motivo

pues no lo conozco y ni lo puedo imaginar.

MORTIMER Lo haré si la respiración me lo permite,

si la muerte no se anticipa al fin del relato.

Enrique Cuarto, abuelo de este rey,

depuso a su sobrino, hermano de Eduardo,

el primogénito y legítimo heredero

del rey Eduardo, tercero de esa descendencia,

durante cuyo reinado, los Percy del norte,

que hallaban esa usurpación injusta,

propiciaron mi llegada al trono.

La causa que movió a estos belicosos lores

fue que (desposeído así el joven Ricardo

sin dejar herederos de su sangre)

yo era el siguiente, por cuna y parentesco;

pues por mi madre yo desciendo

de Lionel, duque de Clarence, tercer hijo

del rey Eduardo Tercero; en tanto

él heredaba de Juan de Gante el linaje,

y era solo el cuarto de esa línea heroica.

Pero presta atención: en esta alta empresa

de establecer el heredero justo

perdí mi libertad y ellos sus vidas.

Tiempo después, cuando Enrique Quinto,

al suceder a Bolingbroke, su padre, fue rey,

tu padre el conde de Cambridge descendiente

del célebre Edmund Langley, duque de York,

al casarse con tu madre, hermana mía,

nuevamente movido de piedad por mi aflicción,

reunió un ejército, esperando liberarme

e instalarme en el trono mas, como el resto,

también el noble conde

sucumbió, y fue decapitado. Así los Mortimer,

en quien residía el título, fueron eliminados.

PLANTAGENET Y de los cuales, señor, el honorable es el último.

MORTIMER Cierto, y ya ves que no tengo descendencia

y que mi voz desfalleciente anuncia la muerte.

Tú eres mi heredero: quiero que reúnas a todos los demás.

Pero sé cauteloso en tu empresa.

PLANTAGENET Tus graves advertencias me impresionan.

Sin embargo, pienso, la muerte de mi padre

no fue más que una sangrienta injusticia.

MORTIMER Silencio, sobrino; sé político.

Bien fundada está la casa de Lancaster.

Como una montaña no puede ser desplazada.

Pero ahora desplazan a tu tío,

así como los príncipes trasladan su corte

cuando se hartan de estar en un mismo sitio.

PLANTAGENET ¡Oh, tío, si al menos algo de mi juventud

pudiera redimirte del paso de los años!

MORTIMER Me haces daño con eso, como el asesino

que inflige veinte heridas cuando una sola basta.

No me llores, salvo que sea por mi bien;

solo da órdenes para mi funeral.

Y ahora, adiós: ¡que se cumplan tus esperanzas

y tu vida sea próspera en la paz y en la guerra!

Muere.

PLANTAGENET ¡Y que la paz, no la guerra, sea el destino de tu alma!

En la cárcel has hecho tu peregrinación

y excedido tus días como ermitaño.

Guardaré tu consejo en mi pecho

y lo que imagine que permanezca en silencio.

Guardianes, tráiganlo aquí, que yo mismo

veré que su funeral sea mejor que su vida.

Salen los guardianes llevando el cuerpo de MORTIMER.

Aquí yace la oscura antorcha de Mortimer,

ahogada por la más mezquina ambición;

y por esos daños, por las amargas heridas

que Somerset llevó a mi casa

no dudo en buscar reparación honrosa.

Por eso me apresuro al parlamento,

ya para ser restituido a mi sangre,

ya para usar lo malo en mi provecho.

Sale.

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