LA HIJA DEL CLÉRIGO

George Orwell

Fragmento

Capítulo uno

I

Cuando el despertador de la cómoda estalló con el tañido de una horrible bomba metálica en miniatura, Dorothy salió de los abismos de un sueño profundo y perturbador, abrió los ojos sobresaltada y se quedó contemplando la oscuridad, presa de un agotamiento extremo.

El despertador siguió con su clamor persistente y femenino, que duraba unos cinco minutos si nadie lo paraba. Dorothy se sentía dolorida de pies a cabeza y una autocompasión insidiosa y humillante, que, por lo general, la embargaba cuando era hora de levantarse por las mañanas, le impulsó a meter la cabeza debajo de las sábanas para tratar de escapar de aquel sonido odioso. No obstante, luchó contra su fatiga y, según su costumbre, se animó usando la segunda persona del singular. Vamos, Dorothy, ¡arriba! ¡No seas perezosa, por favor! Proverbios 6:9. Luego recordó que si el despertador seguía sonando acabaría oyéndolo su padre, y con un apresurado movimiento saltó de la cama, cogió el reloj de la cómoda y lo desconectó. Lo tenía ahí encima precisamente para tener que levantarse para apagarlo. Todavía a oscuras, se arrodilló junto a la cama y rezó el padrenuestro un poco distraída porque tenía los pies helados.

Eran justo las cinco y media y hacía frío para ser una mañana de agosto. Dorothy (se llamaba Dorothy Hare y era la hija única del reverendo Charles Hare, rector de Saint Athelstan en Knype Hill, Suffolk) se puso la raída bata de franela y bajó a tientas las escaleras. Había un gélido aroma matutino a polvo, escayola húmeda y los lenguados fritos de la cena del día anterior; y de ambos lados del pasillo llegaban los ronquidos antifonales de su padre y de Ellen, la criada. Con precaución, porque la mesa tenía la mala costumbre de emboscarse en la oscuridad y golpearle a uno en la cadera, Dorothy entró a tientas en la cocina, encendió la vela que había en la repisa de la chimenea y, todavía dolorida de cansancio, se arrodilló y quitó las cenizas del fogón.

Encender el fuego era un fastidio. La chimenea estaba torcida y no tiraba bien, por lo que para encenderlo había que echarle una taza de queroseno, igual que el trago de ginebra matutino de un borracho. Tras poner a hervir el agua del afeitado de su padre, Dorothy subió las escaleras y fue a prepararse el baño. Ellen seguía roncando con pesados y juveniles ronquidos. Era una criada buena y trabajadora cuando estaba despierta, aunque era de esas chicas a quienes ni el demonio y todos sus ángeles lograrían arrancar de la cama antes de las siete de la mañana.

Dorothy llenó la bañera lo más despacio posible, el chapoteo siempre despertaba a su padre si abría demasiado el grifo y se quedó un momento contemplando el pálido y poco apetitoso charco de agua. Se le había puesto la carne de gallina. Odiaba los baños fríos y por eso mismo tenía por norma bañarse siempre con agua fría de abril a noviembre. Metió la mano en el agua —estaba helada— y avanzó con sus habituales exhortaciones. ¡Vamos, Dorothy! ¡Adentro! ¡No me vengas ahora con remilgos, por favor! Luego se metió con decisión en la bañera, se sentó y dejó que la gélida faja de agua la rodeara hasta cubrirla por entero menos el pelo que se había recogido detrás de la cabeza. Momentos después salió a la superficie, jadeando y haciendo muecas, y nada más recobrar el aliento, recordó la lista de cosas que se había metido en el bolsillo de la bata con intención de leerla. Alargó la mano e, inclinándose por encima de la bañera y metida hasta la cintura en el agua helada, leyó la lista a la luz de la vela que había dejado sobre la silla.

Decía:

7oc. Comulgar.
¿Bebé de la señora T? Hacerle una visita.

Desayuno. Beicon. Pedir dinero a mi padre. (P) Preguntar a Ellen qué necesita para la cocina. Tónico padre. Preguntar lo de las cortinas en Solepipe’s.

Ir a visitar a la señora P por lo del recorte del Daily M. y las infusiones de angélica buenas para el reumatismo, emplasto de maíz de la señora L.

12 oc. Ensayo Carlos I. Encargar doscientos gramos de cola y un bote de pintura de color aluminio.

Puchero [tachado] ¿Comida…?

Repartir revista parroquial. La señora F debe 3 chelines y 6 peniques.
16.30 Té Madres Cristianas, no olvidar dos metros y medio de tela para las ventanas.

Flores para la iglesia. 1 lata de pulimento de metales Brasso.

Cena. Huevos revueltos.

Mecanografiar el sermón de mi padre, ¿nueva cinta para la máquina?

Quitar las malas hierbas de las matas de guisantes.

Dorothy salió de la bañera y mientras se secaba con una toalla apenas mayor que una servilleta —en la rectoría nunca habían podido permitirse toallas de tamaño normal—, se le soltó el pelo y le cayó sobre los hombros en dos pesados mechones. Tenía un pelo espeso, bonito y de color muy pálido, y tal vez fuese una suerte que su padre le hubiera prohibido cortárselo porque era lo único claramente hermoso que tenía. Por lo demás era una chica de estatura media, más bien delgada, aunque fuerte y esbelta, cuyo punto débil era su rostro. Una cara ordinaria, rubia y delgada, con ojos pálidos y la nariz ligeramente larga; si se la miraba con atención, se veían las patas de gallo alrededor de los ojos, y la boca, cuando estaba en reposo, parecía cansada. Todavía no era el rostro de una solterona, pero sin duda lo sería al cabo de unos años. No obstante, quienes no la conocían pensaban que era varios años más joven (todavía no había cumplido los veintiocho) por la expresión de seriedad casi infantil que había en su mirada. Su antebrazo izquierdo estaba cubierto de minúsculas marquitas rojas como de picaduras de insectos.

Dorothy volvió a ponerse el camisón y se cepilló los dientes —solo con agua, claro; es mejor no utilizar pasta de dientes antes de comulgar. Después de todo o se ayuna o no se ayuna. En eso a los católicos no les falta razón— y mientras lo hacía, vaciló de pronto y se detuvo. Soltó el cepillo de dientes. Una terrible punzada, una punzada física, acababa de recorrerle las vísceras.

Había recordado con ese brusco sobresalto con que uno recuerda algo desagradable por la mañana, la cuenta que le debían, desde hacía siete meses, a Cargill, el carnicero. Esa espantosa cuenta, que debía de ascender a diecinueve o veinte libras y que tenían pocas esperanzas de poder pagar algún día, era uno de los principales tormentos de su vida. A todas horas del día y de la noche estaba esperándole en algún rincón de su conciencia, dispuesta a saltar sobre ella para torturarla; y siempre la acompañaba el recuerdo del sinfín de cuentas menores, que ascendían a una cantidad en la que no osaba siquiera pensar. Casi sin querer empezó a rezar: «¡Por favor, Dios mío, no permitas que Cargill vuelva a enviarnos hoy su cuenta!». Pero un momento después decidió que esa oración era blasfema y mundana y pidió perdón. Luego se puso la bata y bajó a la cocina a toda prisa con la esperanza de quitarse la cuenta de la cabeza.

Como siempre, el fuego se había apagado. Dorothy volvió a encenderlo manchándose las manos de tizne, le echó más queroseno y esperó angustiada hasta que el agua empezó a hervir. Su padre contaba con afeitarse a las seis y cuarto. Exactamente con siete minutos de retraso, Dorothy llevó el cuenco al piso de arriba y llamó a la puerta de la habitación de su padre.

—¡Pasa, pasa! —dijo con voz ronca e irritable.

La habitación tenía unas cortinas muy gruesas y estaba cargada de olor masculino. El rector había encendido la vela de la mesilla de noche y estaba tumbado de lado, mirando su reloj de oro, que acababa de sacar de debajo de la almohada. Tenía el cabello blanco y muy espeso como los vilanos de los cardos. Un ojo negro y brillante miró irritado por encima del hombro a Dorothy.

—Buenos días, papá.
—Dorothy —dijo el rector con voz gangosa, siempre sonaba hueca y senil cuando no llevaba la dentadura postiza—, te agradecería mucho que te esforzaras un poco más en sacar a Ellen de la cama por las mañanas. Y también que fueses más puntual.

—Lo siento mucho, papá. El fuego de la cocina no hacía más que apagarse.

—¡Bueno, bueno! Déjalo sobre la cómoda. Déjalo ahí y abre las cortinas.

Ya había amanecido, pero hacía una mañana nublada y gris. Dorothy corrió a su cuarto y se vistió con la celeridad con que acostumbraba a hacerlo seis de cada siete días. En la habitación había un espejito cuadrado, pero no utilizó ni siquiera eso. Se limitó a ponerse la cruz de oro al cuello —una cruz de oro muy sencilla, nada de crucifijos, por favor—, se recogió el pelo detrás de la cabeza, clavó unas cuantas horquillas aquí y allá y se puso la ropa (un jersey gris, una chaqueta raída de tweed irlandés, una falda, unas medias que no combinaban ni con la falda ni con la chaqueta y unos zapatos muy rozados) en menos de tres minutos. Tenía que «hacer» el salón y el despacho de su padre antes de ir a la iglesia, además de rezar sus oraciones para prepararse para la comunión y en eso tardaría al menos veinte minutos.

Cuando salió empujando su bicicleta por la puerta de la verja del jardín la mañana seguía nublada y la hierba estaba empapada de rocío. La iglesia de Saint Athelstan asomaba vagamente entre la mortaja de niebla que cubría la falda de la montaña y su única campana tañía fúnebre, ¡ding, dong, ding, dong! Solo una de las campanas estaba en uso, las otras siete llevaban tres años sin voltearlas y reposaban en silencio astillando lentamente el suelo del campanario bajo su peso. En la distancia, entre la niebla, se oía el ofensivo tañido de la campana de la iglesia católica, una campana diminuta y vulgar que sonaba como una lata y que el rector de Saint Athelstan comparaba siempre con una campanilla.

Dorothy subió a su bicicleta y rodó colina arriba apoyándose en el manillar. Tenía la nariz sonrosada por el frío matutino. Un archibebe silbó en lo alto, invisible contra el cielo nublado. ¡Temprano por la mañana mi canción se alzará hasta ti!

Dorothy apoyó la bicicleta contra el soportal de la iglesia y, tras reparar en que seguía con las manos tiznadas, se arrodilló y se las limpió frotándolas contra la hierba húmeda entre las tumbas. Luego la campana dejó de tañer y ella se incorporó con un respingo y entró apresuradamente en la iglesia justo cuando Proggett, el sacristán, con una casulla raída y sus enormes botas de peón, avanzaba a grandes zancadas por el pasillo para ocupar su sitio en el altar lateral.

La iglesia era muy fría y olía a cirio y a polvo de siglos. Era muy grande, demasiado para el tamaño de su congregación, estaba en ruinas y vacía en su mayor parte. Los tres estrechos islotes de los bancos se extendían en mitad de la nave y por detrás había grandes extensiones de suelo de piedra en el que unas cuantas inscripciones gastadas señalaban el lugar que ocupaban las antiguas tumbas. El tejado del coro y el presbiterio estaba visiblemente hundido y dos fragmentos de viga detrás del cepillo explicaban sin palabras que se debía a ese enemigo mortal de la cristiandad: el escarabajo del reloj de la muerte. La luz se filtraba anémica por las vidrieras descoloridas. A través de la puerta abierta se veían un ciprés reseco y las ramas grises de un tilo que se balanceaban tristemente en el aire sin sol.

Como de costumbre había solo otra comulgante, la vieja señorita Mayfill de The Grange. La concurrencia a la comunión era tan mala que el rector solo encontraba chicos que le ayudaran los domingos por la mañana, cuando a los muchachos les gustaba presumir delante de la congregación con sus casullas y sobrepellices. Dorothy pasó al banco que había detrás de la señorita Mayfill, y, como penitencia por algún pecado del día anterior, apartó el cojín y se arrodilló en el suelo de piedra. El servicio acababa de empezar. El rector, ataviado con una casulla y una sobrepelliz de lino, estaba recitando las oraciones con voz ejercitada, y clara ahora que llevaba puestos los dientes, y extrañamente antipática. En su rostro quisquilloso y envejecido, pálido como una moneda de plata, había una expresión de desdén, casi de desprecio. «Este es un sacramento válido —parecía estar diciendo— y es mi obligación administrároslo. Pero tened siempre presente que soy solo vuestro rector, no vuestro amigo. Personalmente me dais asco y os desprecio.» Proggett, el sacristán, un hombre de unos cuarenta años de pelo gris rojizo y rostro rubicundo, esperaba pacientemente a su lado, reverente aunque sin entender nada, toqueteando la campanilla de la comunión, que parecía diminuta entre sus rojas manazas.

Dorothy se apretó los ojos con los dedos. Aún no había logrado concentrarse y la cuenta de Cargill seguía preocupándola de vez en cuando. Las oraciones, que se sabía de memoria, pasaban por su cabeza sin que les prestara atención. Alzó la vista un momento y enseguida se despistó. Primero miró hacia arriba a los ángeles sin cabeza en cuyos cuellos todavía se distinguían las marcas de los serruchos de los soldados puritanos, luego volvió a contemplar el sombrero negro de la señorita Mayfill y sus trémulos pendientes de azabache. La señorita Mayfill llevaba el mismo abrigo negro y anticuado, con un pequeño y grasiento cuello de astracán de pinta untuosa, que le había visto siempre Dorothy. Era de un material muy peculiar, parecido al muaré, pero más tosco, y hacía aguas como una especie de ribetes negros que no siguieran ningún patrón definido. Incluso era posible que estuviese hecho de aquella sustancia proverbial y legendaria, el alepín negro. La señorita Mayfill era muy vieja, tanto que nadie la recordaba más que como una anciana. Y de ella emanaba un vago aroma, un olor etéreo analizable como agua de colonia y bolas de naftalina con un toque de ginebra.

Dorothy se quitó de la solapa del abrigo un largo alfiler con la cabeza de cristal, y con disimulo, ocultándose tras la espalda de la señorita Mayfill, apretó la punta contra su antebrazo. La carne le hormigueó con aprensión. Tenía la norma de pincharse el brazo hasta hacerse sangre siempre que se sorprendía sin prestar atención a las oraciones. Era su peculiar forma de hacer penitencia, su modo de mantener a raya la irreverencia y los pensamientos sacrílegos.

Alfiler en mano, se las arregló para rezar un rato más concentrada. Su padre acababa de echarle una torva mirada de desaprobación a la señorita Mayfill, que se estaba santiguando de vez en cuando, práctica que a él le desagradaba. Con desmayo Dorothy se sorprendió contemplando con vanagloria los pliegues de la sobrepelliz de su padre, que ella le había cosido hacía dos años. Apretó los dientes y se clavó el alfiler tres milímetros en el brazo.

Habían vuelto a arrodillarse. Era la confesión general. Dorothy volvió a despistarse, ¡ay!, esta vez sus ojos contemplaron la vidriera que había a su derecha, diseñada en 1851 por sir Warde Tooke, miembro de la Real Academia de las Artes, que representaba la bienvenida dispensada a san Athelstan a las puertas del cielo por Gabriel y una legión de ángeles muy parecidos entre sí y al príncipe consorte, y se clavó el alfiler en otra parte del brazo. Empezó a meditar en el significado de cada frase de la oración y así logró prestar más atención. Pero incluso así tuvo que utilizar otra vez el alfiler cuando Proggett hizo sonar la campanilla y ella sintió, como siempre, la terrible tentación de echarse a reír en mitad del pasaje «Ahora con ángeles y arcángeles». Y todo porque su padre le había contado que una vez, cuando era pequeño y estaba ayudando al cura en el altar, se había soltado un tornillo de la campanilla y el cura había dicho: «Ahora, con ángeles y arcángeles, y toda la cohorte celestial, entonamos el himno inacabable en alabanza tuya: ¡Aprieta ese tornillo, cabeza hueca, apriétalo!».

Mientras el rector terminaba la consagración la señorita Mayfill empezó a mover los pies con extrema dificultad y lentitud, como una anquilosada criatura de madera que se moviera por secciones y liberase con cada movimiento una vaharada de olor a naftalina. Se oyeron muchos crujidos, probablemente del corsé, aunque era como si unos huesos chirriasen al frotar unos contra otros. Cualquiera habría dicho que dentro del abrigo negro solo había un esqueleto reseco.

Dorothy esperó un momento más. La señorita Mayfill se arrastraba hacia el altar con pasos lentos y vacilantes. Apenas podía andar, pero se ofendía mucho si alguien se ofrecía a ayudarla. En su rostro anciano y exangüe la boca parecía sorprendentemente grande, blanda y húmeda. El labio inferior, flácido por la edad, pendía hacia delante y mostraba las encías y una hilera de dientes postizos tan amarillentos como las teclas de un piano viejo. El labio superior estaba ribeteado por un bigote negro cubierto de gotitas de saliva. No era una boca apetitosa y a nadie le habría gustado verla beber de su misma copa. De pronto, espontáneamente, como si la hubiese puesto allí el mismo demonio, la oración huyó de los labios de Dorothy:

—¡Oh, Dios, no dejes que tenga que beber del cáliz después de la señorita Mayfill!

Un momento después comprendió horrorizada el significado de lo que acababa de decir, y deseó haberse mordido la lengua antes que pronunciar aquella terrible blasfemia en los mismos escalones del altar. Se quitó el alfiler de la solapa y se lo clavó en el brazo con tanta fuerza que apenas pudo contener un grito de dolor. Luego subió al altar y se arrodilló tímidamente a la izquierda de la señorita Mayfill para asegurarse de beber del cáliz después de ella.

Arrodillada, con la cabeza gacha y las manos contra las rodillas se puso a rezar pidiendo perdón antes de que su padre llegara con la hostia consagrada. Pero sus pensamientos se habían interrumpido. De pronto era inútil tratar de rezar; sus labios se movían pero sus oraciones carecían de sentido y de sentimiento. Oía a Proggett arrastrar las botas y la voz grave y clara de su padre murmurando «Tomad y comed», veía la alfombra roja y raída, olía el polvo, el agua de colonia y las bolas de naftalina; pero no podía pensar en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ni en el propósito con el que había ido allí. Una terrible negrura había embargado su espíritu. Era como si no pudiera rezar. Se esforzó, trató de organizar sus pensamientos, murmuró mecánicamente el inicio de la oración, pero las frases sonaban inútiles y sin sentido…, como si fuesen palabras vacías. Su padre sostenía la hostia ante ella con sus manos elegantes y envejecidas. La sostenía entre el pulgar y el índice, con escrúpulo y casi con desagrado, como si fuese una cucharada de medicina. Miraba a la señorita Mayfill que se estaba plegando como una oruga geómetra, con muchos crujidos, y se estaba santiguando de un modo tan elaborado que daba la impresión de que estuviese siguiendo con la mano una serie de muletillas en su abrigo. Dorothy dudó varios segundos si tomar la hostia. No se atrevía a hacerlo. ¡Mejor, mucho mejor, descender del altar que aceptar el sacramento con aquel caos en su corazón!

Luego miró de reojo a través de la puerta. Un momentáneo rayo de sol se había colado entre las nubes. Se filtró entre las hojas del tilo y una ramita brilló con un verde fugaz e incomparable, más verde que el jade o las esmeraldas o las aguas del Atlántico. Fue como si una joya de inimaginable esplendor brillara por un instante, llenando el umbral de luz verde y luego se desvaneciera. Una oleada de alegría recorrió el corazón de Dorothy. Aquel destello de color le había devuelto, mediante un proceso más profundo que la razón, la paz de espíritu, el amor a Dios y su capacidad de adoración. Por alguna razón, el verdor de las hojas había hecho que fuese posible volver a rezar. ¡Oh, todas las cosas verdes sobre la superficie de la tierra, alabad al Señor! Empezó a rezar con fervor, agradecida y alegre. La hostia se fundió sobre su lengua. Cogió el cáliz que le ofrecía su padre y bebió sin sentir la menor repulsión, incluso saboreó con alegría añadida por aquel pequeño acto de penitencia la huella húmeda que habían dejado los labios de la señorita Mayfill sobre el borde plateado.

II

La iglesia de Saint Athelstan se hallaba en lo alto de Knype Hill, y desde la torre del campanario se divisaban las tierras de quince kilómetros a la redonda. No es que hubiese nada que valiera la pena contemplar, solo el paisaje bajo y levemente ondulante de East Anglia, insoportablemente monótono en verano, pero redimido en invierno por la silueta de los olmos desnudos que se recortaban como abanicos contra el cielo plomizo.

Justo debajo está el pueblo con la calle Mayor que va de este a oeste y lo divide en dos partes desiguales. Al sur queda la sección más antigua, agrícola y respetable. Al norte, están los edificios de la Azucarera Blifil-Gordon y en torno a ellos se amontonan confusamente hileras de feas casas de ladrillo amarillo, habitadas en su mayor parte por empleados de la refinería azucarera. La mayoría de dichos empleados, que representaban más de la mitad de los dos mil habitantes del pueblo, eran impíos emigrantes procedentes de la ciudad.

Los dos pivotes o focos en torno a los que giraba la vida social en el pueblo eran el Club Conservador de Knype Hill (con licencia para vender bebidas alcohólicas) en cuya ventana gótica, una vez abrían el bar, se veían los rostros grandes y rubicundos de la élite del pueblo, asomados como gruesos peces dorados en un acuario; y un poco más allá, bajando por la calle Mayor, Ye Olde Tea Shoppe, el principal punto de reunión de las damas de Knype Hill. No estar presente en Ye Olde Tea Shoppe entre las diez y las once de la mañana, para tomarse el «café matutino» y pasar media hora entre el agradable gorjeo de las voces de clase media alta (Querida, tenía un as de espadas contra el rey y no utilizó el comodín. Cómo, querida, no irás a decirme que me has vuelto a pagar el café. ¡Oh, pero, querida, qué amable por tu parte! Insisto en que mañana me toca a mí invitarte. Mira al pobre Toto ahí sentado como un hombrecito y moviendo la naricita para que le den un terrón de azúcar. ¡Ven aquí, Toto!), equivalía a estar fuera de la sociedad de Knype Hill. El rector, con su mordacidad habitual, apodaba a aquellas damas «la brigada del café». Cerca de la colonia de casas falsamente pintorescas donde vivía la brigada del café, pero apartada de ellas por sus grandes terrenos estaba The Grange, la casa de la señorita Mayfill. Un curioso castillo de imitación de ladrillo de color rojo oscuro y cubierto de almenas, que había sido el capricho de alguien cuando se construyó alrededor de 1870 y que por suerte estaba casi oculto entre densos jardines.

La rectoría se hallaba a mitad de camino en la falda de la colina, mirando a la iglesia y de espaldas a la calle Mayor. Era una casa de otra época, grande e incómoda, cubierta de un yeso amarillento con una tendencia crónica a descascarillarse. Uno de los rectores anteriores había añadido a un lado un enorme invernadero que Dorothy empleaba como taller, pero que constantemente necesitaba reparaciones. El jardín delantero estaba invadido por un montón de raquíticos abetos y un enorme fresno de copa muy ancha que dejaba en sombra las habitaciones e impedía cultivar flores. En la parte de atrás había un pequeño huerto. Proggett se encargaba de cavar la tierra en primavera y en otoño, y Dorothy de sembrar y plantar las verduras y de quitar las malas hierbas en su escaso tiempo libre, a pesar de lo cual el huerto era, por lo general, una maraña impenetrable de hierbajos.

Dorothy bajó de un salto de la bicicleta al llegar a la verja de la entrada, sobre la que alguna persona servicial había pegado un cartel que decía: «¡Votad a Blifil-Gordon si queréis salarios más altos!». (Había elecciones locales y el señor Blifil-Gordon se presentaba por el partido conservador.) Al abrir la puerta principal vio dos cartas sobre el gastado felpudo. Una era de un diácono rural, y la otra una carta delgada y con muy mala pinta de Catkin & Palm, los sastres eclesiásticos de su padre. Sin duda una factura. El rector había seguido su costumbre de recoger las cartas que le interesaban y dejar las otras. Dorothy acababa de agacharse a recogerlas, cuando vio, con desánimo un sobre sin sello que asomaba por el buzón.

Una factura, ¡sin duda una factura! Además, nada más verla supo que era aquella horrible factura de Cargill, el carnicero. El estómago le dio un vuelco. Por un momento, se puso a rezar para que no lo fuera y que fuese solo la factura por los tres con nueve de Solepipe’s, la del pañero, o la de la Internacional, o la del panadero, o la del lechero…, ¡cualquier cosa, menos la factura de Cargill! Luego, sobreponiéndose a su pánico, sacó el sobre del buzón y lo abrió con un movimiento convulso.

A pagar: 21 libras, 7 chelines y 9 peniques.

Estaba escrito en la inicua caligrafía del contable del señor Cargill. Pero debajo, en gruesas y acusadoras letras, habían añadido y subrayado: «Quisiera hacerle notar que esta cuenta está pendiente desde hace mucho tiempo. Le agradecería mucho que la saldaran cuanto antes. S. CARGILL».

Dorothy se había puesto un poco más pálida y notó que no quería desayunar. Se metió la factura en el bolsillo y fue al comedor. Era un cuartito oscuro que necesitaba que volvieran a empapelarlo y, como las demás habitaciones de la rectoría, daba la impresión de haber sido amueblado con los saldos de un anticuario. Los muebles eran «buenos», pero estaban tan destartalados que habría sido imposible arreglarlos, y las sillas estaban tan comidas por la carcoma que uno solo podía sentarse en ellas con seguridad si conocía sus debilidades individuales. Había grabados antiguos, oscuros y muy deteriorados colgados de las paredes, uno de ellos, un grabado de un retrato de Carlos I pintado por Van Dick probablemente habría tenido algún valor si no lo hubiese estropeado la humedad.

El rector estaba delante de la chimenea apagada, calentándose con un fuego imaginario y leyendo una carta que había sacado de un sobre azul alargado. Todavía llevaba puesta la sotana de muaré negro, que encajaba a la perfección con su pelo blanco y abundante, su rostro pálido y fino y su gesto de pocos amigos. Al ver entrar a Dorothy, dejó la carta a un lado y miró con atención su reloj de oro.

—Me temo que llego un poco tarde, papá.
—Sí, Dorothy, llegas un poco tarde —dijo el rector repitiendo sus palabras con un delicado pero marcado énfasis—. Exactamente doce minutos. ¿No crees, Dorothy, que cuando tengo que levantarme a las seis y cuarto para celebrar la comunión y llego a casa cansado y hambriento, sería mejor que te las arreglases para no llegar un poco tarde al desayuno?

Saltaba a la vista que el rector estaba, como decía eufemísticamente Dorothy, «de malas pulgas». Tenía una de esas voces cansadas y cultivadas que nunca están del todo enfadadas y jamás parecen de buen humor…, una de esas voces que parecen estar diciendo todo el rato: «¡No sé a qué viene hacer tantos aspavientos!», y daba la impresión de estar sufriendo constantemente por la estulticia y la pesadez ajenas.

—¡Lo siento muchísimo, papá! Tuve que ir a preguntar por la señora Tawney. —La señora Tawney era la «señora T» de su lista—. Anoche tuvo el bebé y ya sabes que prometió venir a misa cuando naciera, pero si cree que no nos interesamos por ella no lo hará. Ya sabes cómo son esas mujeres, es como si odiaran ir a la iglesia. No vienen a menos que las enrede.

El rector no soltó un bufido, pero sí un leve sonido de enfado al acercarse a la mesa del desayuno. Significaba que, primero, la obligación de la señora Tawney era ir a la iglesia sin que Dorothy tuviera que enredarla; segundo, que Dorothy no tenía por qué perder el tiempo visitando a la gentuza del pueblo, sobre todo antes del desayuno. La señora Tawney era la mujer de un peón y vivía in partibus infidelium, al norte de la calle Mayor. El rector puso la mano en el respaldo de la silla y, sin decir nada, echó una mirada a Dorothy que significaba ¿Podemos desayunar de una vez? ¿O va a haber más retrasos?

—Creo que ya está todo, papá —dijo Dorothy—. Si quieres ir bendiciendo la mesa…

Benedictus benedicat —la interrumpió el rector levantando el gastado cubreplatos de plata. El cubreplatos de plata, como la cucharilla de plata de la mermelada, era herencia de familia; los cuchillos, los tenedores y casi toda la vajilla procedían de Woolworths—. Otra vez beicon —dijo mirando las tres finísimas lonchas que había enroscadas sobre unos cuadrados de pan frito.

—Me temo que es lo único que tenemos —respondió Dorothy.

El rector cogió el tenedor entre el dedo índice y el pulgar, y con un movimiento muy delicado, como si estuviese jugando a las pajitas, le dio la vuelta a una de las lonchas.

—Por supuesto, sé que el beicon para el desayuno es una institución inglesa casi tan antigua como el gobierno parlamentario —dijo—. Pero, aun así, ¿no crees que podríamos cambiar de vez en cuando, Dorothy?

—El beicon ahora está tan barato… —observó pesarosa Dorothy—. Es un pecado no comprarlo. Este costaba solo cinco peniques la libra, y había otro con muy buena pinta a solo tres peniques.

—¡Ah!, danés, ¿no? ¿Cuántas veces habrán de invadirnos los daneses? Primero con el fuego y la espada y ahora con su abominable beicon barato. Quisiera saber cuál de las dos cosas ha producido más muertes.

Sintiéndose un poco mejor después de aquella ingeniosidad, el rector se arrellanó en su silla y dio buena cuenta del despreciado beicon, mientras Dorothy (esa mañana no comería beicon como penitencia por haber dicho «maldita sea» el día anterior y haber estado media hora sin hacer nada después de comer) buscaba un buen tema de conversación.

Tenía por delante una tarea odiosa: una petición de dinero. En el mejor de los casos, sacarle dinero a su padre rozaba lo imposible y saltaba a la vista que esa mañana iba a ser aún más difícil que de costumbre. «Difícil» era otro de sus eufemismos. Supongo que le habrán dado alguna mala noticia, pensó con desánimo al ver el sobre azul.

Probablemente nadie que hubiese hablado con el rector más de diez minutos negaría que era un hombre «difícil». El secreto de su constante malhumor radicaba en el hecho de que era un anacronismo. No debería haber nacido en el mundo moderno, su ambiente le asqueaba y enfurecía. Un par de siglos antes, habría disfrutado de varios beneficios eclesiásticos, se habría dedicado a coleccionar fósiles o a escribir poesías mientras un coadjutor administraba la parroquia por cuarenta libras al año y habría estado como pez en el agua. Incluso ahora, si hubiese sido más rico, habría podido consolarse borrando el siglo XX de su conciencia. Pero vivir en el pasado es muy caro y resulta imposible con menos de dos mil libras al año. El rector, atado por su pobreza a la época de Lenin y el Daily Mail, se hallaba en un estado de exasperación crónica y como es lógico se desahogaba con la persona más cercana, que casi siempre era Dorothy.

Había nacido en 1871, era el hijo pequeño del hijo pequeño de un baronet, y había ingresado en la Iglesia por la anticuada razón de que era la profesión reservada tradicionalmente para los hijos pequeños. Su primer curato había sido una parroquia de los suburbios del este de Londres, un lugar sucio y lleno de gentuza, y aún lo recordaba con amargura. Ya entonces, las clases inferiores (como insistía en llamarlas) empezaban a desmandarse. Su situación mejoró un poco cuando lo nombraron rector de un remoto lugar en Kent (Dorothy había nacido en Kent), donde los razonablemente oprimidos campesinos todavía se quitaban el sombrero en presencia del «pastor». Pero para entonces ya se había casado y su matrimonio había sido terriblemente infeliz; además, como los rectores no deben pelearse con sus mujeres, había tenido que guardar el secreto de su infelicidad, lo que había empeorado mucho las cosas. Había llegado a Knype Hill en 1908, con treinta y siete años y el carácter amargado sin remedio, lo que había acabado por alejarle de cualquier hombre, mujer o niño de la parroquia.

No es que fuese propiamente un mal sacerdote. Cumplía escrupulosamente con sus deberes clericales, tal vez incluso un poco más de la cuenta tratándose de una parroquia de la Iglesia No Ritualista de East Anglia. Dirigía los oficios con un gusto exquisito, pronunciaba admirables sermones y todos los miércoles y los viernes se tomaba la molestia de levantarse de madrugada para dar la comunión. Pero nunca se le había pasado por la imaginación que un clérigo pudiera tener ciertas obligaciones fuera de las cuatro paredes de la iglesia. Como no podía permitirse pagar un coadjutor, dejaba todo el trabajo sucio de la parroquia a su mujer, y después de su muerte (falleció en 1921) a Dorothy. La gente decía que, de haber podido, habría dejado que ella leyera los sermones. Las «clases inferiores» habían comprendido desde el primer momento lo que sentía por ellos, y pese a que si hubiese sido rico le habrían dado coba como tenían por costumbre, sencillamente le odiaban. A él le traía sin cuidado, pues apenas era consciente de su existencia, pero con las clases superiores no le iba mucho mejor. Había discutido con todas las autoridades del condado, y, como buen nieto de un baronet, no sentía más que desprecio por los pequeñoburgueses del pueblo y no se esforzaba en disimularlo. En veintitrés años se las había arreglado para reducir la congregación de Saint Athelstan de seiscientos a un poco menos de doscientos feligreses.

Eso no obedecía solo a motivos personales, sino a que el anticuado anglicanismo ritualista al que se aferraba obstinadamente el rector bastaba para incomodar a todos los feligreses por igual. Hoy en día, un clérigo que quiera conservar su rebaño solo tiene dos posibilidades: el anglocatolicismo puro y simple —o más bien puro y no tan simple—, o atreverse a ser moderno y ancho de miras y predicar reconfortantes sermones que demuestren que no existe el infierno y que todas las buenas religiones son iguales. El rector no hacía ni lo uno ni lo otro. Por un lado, sentía el más profundo desprecio por el movimiento anglocatólico («la fiebre romana» lo llamaba él) que le había pasado por encima sin rozarle. Por otro, era demasiado ritualista para los miembros de más edad de su congregación. De vez en cuando les metía el miedo en el cuerpo recurriendo a la fatídica palabra «católico», no solo en su lugar santificado en el Credo, sino también desde el púlpito. Naturalmente, la congregación fue disminuyendo año tras año, y los primeros en marcharse fueron los aristócratas. Lord Pockthorne, de Pockthorne Court, que era el dueño de una quinta parte del condado, el señor Leavis, el comerciante en pieles jubilado, sir Edward Huson, de Crabtree Hall, y casi todos los pequeñoburgueses que tenían automóviles habían abandonado Saint Athelstan. Los domingos por la mañana, la mayoría conducía hasta Millborough, que estaba a siete kilómetros. Millborough tenía cinco mil habitantes y uno podía elegir entre dos iglesias, Saint Edmund y Saint Wedekind. Saint Edmund era modernista —había textos del «Jerusalén» de Blake sobre el altar y el vino se guardaba en botellas de licor— y Saint Wedekind era anglocatólica y libraba una perpetua guerra de guerrillas con el obispo. Pero el señor Cameron, el secretario del Club Conservador de

Knype Hill, era un católico converso y sus hijos se habían educado dentro del movimiento literario católico. Se decía que tenían un loro al que estaban enseñando a decir Extra ecclesiam nulla salus. El caso es que, con la excepción de la señorita Mayfill de The Grange, ninguno de los notables del pueblo se mantuvo fiel a Saint Athelstan. La señorita Mayfill decía que iba a legar casi todo su dinero a la Iglesia, pero de momento nunca había contribuido con más de seis peniques a la colecta y daba la impresión de ir a vivir eternamente.

Los primeros diez minutos del desayuno transcurrieron en completo silencio. Dorothy estaba tratando de hacer acopio de valor para hablar, estaba claro que tenía que iniciar alguna conversación antes de sacar a colación lo del dinero, pero conversar con su padre no era fácil. A veces se quedaba tan abstraído que era casi imposible conseguir que te escuchara; en otras ocasiones prestaba demasiada atención, oía cuidadosamente lo que tenías que decir y luego observaba con aire cansino que aquello no valía la pena decirlo. Los tópicos educados —el tiempo y demás cosas por el estilo— por lo general servían para despertar su sarcasmo. No obstante, Dorothy, decidió empezar por el tiempo.

—Hace un día raro, ¿verdad? —dijo consciente de la inanidad de su observación.

—¿Qué tiene de raro? —preguntó el rector.
—No sé, como esta mañana había niebla y hacía tanto frío y ahora ha salido el sol…

—¿Y eso te parece raro?

Saltaba a la vista que no iba por buen camino. Sin duda le habían dado alguna mala noticia. Lo intentó otra vez.

—Luego me encantaría que salieras un rato a ver el huerto. Las judías ya están muy crecidas. Las vainas son

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