Ulises

James Joyce

Fragmento

Prólogo

2

[4]

El señor Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas, de sabor a nuez, el corazón relleno asado, tajadas de hígado rebozadas con migas de corteza, huevas de bacalao fritas. Sobre todo, le gustaban los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa.

En riñones pensaba mientras andaba por la cocina suavemente, preparándole a ella las cosas del desayuno en la bandeja abollada. La luz y el aire en la cocina eran gélidos, pero fuera, por todas partes, hacía una suave mañana de verano. Un poco de vacío en el estómago le daba.

Los carbones se enrojecían.

Otra rebanada de pan con mantequilla: tres, cuatro: está bien. A ella no le gustaba llenarse el plato. Está bien. Dejó a un lado la bandeja, levantó el cacharro del agua de la parte de atrás del fogón y lo puso de medio lado al fuego. Allí se quedó asentado, opaco y rechoncho, con el pico saliendo para arriba. Taza de té pronto. Muy bien. Boca seca.

La gata andaba rígidamente dando la vuelta a una pata de la mesa, cola en alto.

–¡Mkñau!

–Ah, estás ahí –dijo el señor Bloom, apartándose del fuego.

La gata maulló en respuesta y anduvo de nuevo rígidamente alrededor de una pata de la mesa, maullando. Igual que como anda por mi mesa de escribir. Prr. Ráscame la cabeza. Prr.

El señor Bloom observó con benévola curiosidad la flexible forma negra. Limpia de ver: el brillo de su lustrosa piel, el lunar blanco bajo la punta de la cola, la ojos verdes destelleantes. Se inclinó hacia ella, con las manos en las rodillas.

–Leche para la michina –dijo.

–¡Mrkñau! –gritó la gata.

Les llaman estúpidos. Ellos entienden lo que decimos mejor de lo que nosotros les entendemos a ellos. Ésta entiende todo lo que quiere. Vengativa también. Cruel. Su naturaleza. Curioso que los ratones nunca chillen. Parece que les gusta. No sé qué le pareceré a ella. ¿Altura de una torre? No, puede saltar por encima de mí.

–Miedo de las gallinas, es lo que tiene –dijo, burlón–. Miedo de las pitas-pitas. Nunca he visto una michina tan estúpida como esta michina.

–¡Mrkrñau! –dijo la gata, fuerte.

Miró a lo alto, cerrando de vergüenza en un guiño sus ojos ávidos, maullando largo y quejumbroso, enseñándole los dientes blancoleche. Él observó las oscuras estrías de las pupilas estrechándose de avidez hasta que los ojos fueron unas piedras verdes. Entonces se acercó al aparador, tomó el jarro que el lechero de Hanlon acababa de llenarle, y echó leche de tibias burbujas en un platillo, que dejó despacio en el suelo.

–¡Gurrjr! –gritó la gata, corriendo a lamer.

Él observó cómo le brillaban los bigotes como cables en la débil luz, al inclinarse tres veces a lamer con ligereza. No sé si será verdad que si se los cortan ya no pueden cazar ratones. ¿Por qué? Brillan en la oscuridad, quizá, las puntas. O una especie de tentáculos en la oscuridad, quizá.

La escuchó lam-lamer. Huevos con jamón, no. No hay huevos buenos con esta sequía. Necesitan agua dulce pura. Jueves: tampoco buen día para un riñón de cordero en Buckley. Frito en mantequilla, un poquito de pimienta. Mejor un riñón de cerdo en Dlugacz. Mientras hierve el agua. La gata lamía más despacio, dejando luego limpio el platillo con la lengua. ¿Por qué tienen la lengua tan áspera? Para lamer mejor, toda agujeros porosos. ¿Nada que pueda comer ésta? Echó una ojeada alrededor. No. Con suave crujir de las botas subió la escalera hasta la entrada, y se detuvo junto a la puerta de la alcoba. A ella le podría gustar algo sabroso. Rebanadas finas con mantequilla, eso le gusta por la mañana. Sin embargo, quizá, por una vez.

Dijo a media voz en el recibidor destartalado:

–Doy una vuelta hasta la esquina. Vuelvo en un momento.

Y cuando hubo oído a su voz decirlo, añadió:

–¿No quieres nada para el desayuno?

Un blando gruñido soñoliento contestó:

–Mn.

No. No quería nada. Oyó entonces un caliente suspiro profundo, más blando, al darse vuelta ella, con un tintineo de las arandelas de latón sueltas, en el jergón. Tengo que mandarlas arreglar, realmente. Lástima. Desde Gibraltar, nada menos. Ha olvidado el poco español que sabía. No sé cuánto pagaría su padre por esto. Estilo antiguo. Ah sí, claro. Lo compró en la subasta del gobernador. Adjudicado en seguida. Duro como una piedra para regatear, el viejo Tweedy. Sí, señor. Fue en Plevna. He ascendido desde soldado raso, señor, y a mucha honra. Sin embargo, tuvo bastante cabeza como para hacer aquel negocio de los sellos. Bueno, eso sí que fue previsión.

Su mano descolgó del gancho el sombrero, encima del abrigo grueso con las iniciales, y el impermeable de segunda mano, de oficina de objetos perdidos. Sellos: estampas de revés pegajoso. Estoy seguro de que hay un montón de oficiales metidos en negocios. Claro que sí. La sudada inscripción en la coronilla del sombrero le dijo mudamente: Plasto’s Sombrero Alta Cal. Atisbó rápidamente dentro de la badana. Tira blanca de papel. Bien segura.

En el umbral, se tocó el bolsillo de atrás buscando el llavín. Ahí no. En los pantalones que dejé. Tengo que buscarlo. La patata sí que la tengo. El armario cruje. No vale la pena molestarla. Mucho sueño al darse vuelta, ahora mismo. Tiró muy silenciosamente de la puerta del recibidor detrás de sí, más, hasta que la cubierta de la rendija de abajo cayó suavemente sobre el umbral, fláccida tapa. Parecía cerrada. Está muy bien hasta que vuelva, de todos modos.

Cruzó al lado del sol, evitando la trampilla suelta del sótano en el número setenta y cinco. El sol se acercaba al campanario de la iglesia de San Jorge. Va a ser un día caluroso, me imagino. Especialmente, con este traje negro lo noto más. El negro conduce, refleja (¿o refracta?) el calor. Pero no podía ir con ese traje claro. Ni que fuera un picnic. Los párpados se le bajaron suavemente muchas veces mientras andaba en feliz tibieza. La camioneta del pan de Boland entregando en bandejas el nuestro de cada día, pero ella prefiere las hogazas de ayer, tostadas por los dos lados crujientes cortezas calientes. Te hace sentirte joven. En algún sitio, por el este: ponerse en marcha al amanecer. Viajar dando la vuelta por delante del sol, robarle un día de marcha. Seguir así para siempre, sin envejecer nunca un día, técnicamente. Caminar a lo largo de una plaza, en país extraño, llegar a las puertas de una ciudad, un centinela allí, también un veterano, los grandes bigotes del viejo Tweedy apoyado en una especie de larga jabalina. Caminar por calles con celosías. Caras enturbantadas pasando. Oscuras cuevas de tiendas de alfombras, un hombretón, Turko el Terrible, sentado con las piernas cruzadas, fumando una pipa retorcida. Pregones de vendedores por las calles. Beber agua perfumada con hinojo, sorbete. And

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