INTRODUCCIÓN
El dinero es el mejor novelista del mundo: convierte en destino la vida de los hombres.
RICARDO PIGLIA
I
El dinero pertenece a la serie de veinte novelas sobre los Rougon-Macquart que Émile Zola publica entre 1871 y 1893, con el subtítulo de Historia natural y social de una familia bajo el segundo imperio. Desde la primera de ellas, La fortuna de los Rougon, hasta la última, El Doctor Pascal, esta serie comparable a La comedia humana de Balzac —en la que se inspiró el propio Zola— sigue y persigue, analiza y narra la historia de cinco generaciones de la familia que le da nombre, desde la ancestro Adelaida Fouque, nacida en 1768, propensa a sufrir ataques de neuralgia y dominada por un temperamento obsesivo-compulsivo, hasta un niño que es fruto de la relación incestuosa entre Pascal Rougon y su sobrina Clotilde en 1874.
Si se atiende a las dos proposiciones implícitas en el subtítulo, es fácil deducir que si en la mayoría de las novelas de la serie la estructura narrativa depende de un personaje principal alrededor del cual giran la acción y los demás personajes, el énfasis en lo natural dará lugar a una presentación y focalización del carácter del protagonista como presencia hereditaria, mientras que lo social constituirá la urdimbre sobre, con y contra la que ese carácter reacciona. Un doble vector que encarna la poética narrativa de la novela naturalista que Zola funda y representa.
Las vidas y la urdimbre mencionadas se distribuyen por el escenario temporal y espacial histórico del Segundo Imperio, es decir, el largo periodo durante el cual, bajo el dominio político de Napoleón III y el poder económico de la burguesía triunfante, tiene lugar, en el contexto del importante desarrollo europeo, la fuerte modernización de la sociedad francesa: los procesos de urbanización con el gran crecimiento de París como emblema, los fuertes inicios de la actividad industrial, el desarrollo del ferrocarril, las grandes aventuras coloniales, el marcado crecimiento del sistema financiero, la aparición de un proletariado que busca organizarse en sindicatos y asociaciones, el surgimiento del gran comercio, el lento proceso de descristianización, la creación de un sistema nacional de educación, el nacimiento de la industria editorial y de la prensa como gran medio de comunicación... Esta conjunción de lo individual (las vidas privadas e íntimas) y lo colectivo (las relaciones sociales) es el factor bajo el que se desenvuelve toda la serie de Zola. «Quiero explicar cómo una familia —escribe el autor en el Prefacio al primer volumen—, un pequeño grupo de seres humanos, se comporta en una sociedad, desarrollándose para engendrar diez o veinte individuos que, a primera vista, parecen profundamente distintos, pero que el análisis muestra íntimamente ligados los unos a los otros. La herencia tiene sus leyes, como la gravedad».
Para Zola, en la novela se da el encuentro del carácter con las circunstancias: encuentro como destino y como fatalidad, pero visto desde una perspectiva plural, puesto que, a la diversidad de protagonistas y personajes, se añade la variedad de las circunstancias, los espacios narrativos y las miradas o focos de interés desde los que se abordan las diferentes vidas: lo erótico en La Jauría o Nana, el amor ideal en La alegría de vivir, el arte en La Obra, el mundo mercantil y económico en La felicidad de las damas o El dinero. Hay novelas escritas en una clave cercana a lo que hoy llamaríamos noir y novelas en las que no falta una punta de idealismo cursi con aire rosa; novelas de onda larga en las que la acción abarca décadas (como La taberna) y novelas con una trama de intensa aunque breve duración temporal, como Germinal. Obras en las que la mirada narrativa, generalmente en tercera persona y con una utilización generosa del estilo directo cercano a veces al diálogo teatral, atraviesa los campos y paisajes de la sociedad burguesa para poner de relieve y aceptar su determinismo y fatalidades.
En mayor o menor grado, El dinero acoge los acontecimientos históricos que marcan el tiempo de la Francia del bajo imperio. Durante su transcurrir tendrán lugar la invasión francesa de México (1861-1867), con el posterior fusilamiento de Maximiliano de Austria; la construcción del Canal de Suez, inaugurado en 1869; la guerra austro-prusiana, incluida la batalla de Sadowa en 1866; la tercera guerra de independencia italiana (1866), con la amenaza que ello supuso para los dominios territoriales del papado; la Exposición Universal de 1867; o la publicación de El capital de Karl Marx en 1867; sin que estén ausentes, a modo de premonición, la guerra franco-prusiana (1870-1871) y la propia caída del Segundo Imperio. Esos acontecimientos dejarán sus huellas en los avatares de la novela. Sin embargo, será la quiebra real en 1882 de un renombrado banco católico, la Union Générale —que estaba abiertamente destinado a contrarrestar el dominio judío en la banca—, el hecho financiero concreto en el que Zola se inspire a la hora de trazar el argumento y la personalidad del protagonista, Arístide Saccard, claramente levantado sobre la figura de Paul Eugène Bontoux, el desafortunado fundador de aquella institución bancaria que trató, con el apoyo del papado, de entrar en competencia con la famosa Banca Rothschild.
Cuando aparece la novela, primero por entregas en el suplemento semanal del diario Gil Blas, entre noviembre de 1890 y marzo de 1891, y meses después en formato libro, Zola es ya un autor consagrado, aclamado por una amplia mayoría del público lector, aunque cuestionado por una crítica que divide su juicio entre elogios y reparos, y fuertemente repudiado y rechazado por una escandalizada ciudadanía más tradicional, católica y puritana que denuncia el gusto del autor por los aspectos sucios, innobles, turbios y pervertidos de la sociedad: l’odeur du peuple de su escritura, como llegó a definirlo Marcel Proust. A pesar del gran éxito de La taberna, al menos hasta la publicación de Germinal tanto la crítica periodística como la más docta venía denunciando con ahínco —y solapando los reparos estéticos a los morales— las propuestas que el naturalismo de Zola incorporaba a una visión de la novela en la que todavía las figuras de Victor Hugo, Chateaubriand o Balzac eran los referentes privilegiados. El naturalismo de sus primeras novelas dará ocasión a juicios propios del improperio y el insulto. Albert Millaud exclama en Le Figaro: «Ya no es realismo, es inmundicia; ya no es grosería, es pornografía»; y Henry Houssaye, en Le Journal des Débats, practica el fácil sarcasmo crítico al opinar que La taberna es «el suicidio del realismo y pertenece menos a la literatura que a la patología». Comentaristas más ponderados como Ferdinand Brunetière condenan por imposible la novela experimental que Zola venía defendiendo al tratar de incorporar los avances de la ciencia al discurso literario, y anatemizan el crudo y sensual naturalismo presentes en Nana o en La caída del abate Mouret. No será hasta la aparición de Germinal cuando el talento y la fuerza creativa de Zola den lugar a un reconocimiento más general de su estatura como escritor, aunque permanezcan las reservas de tono moral.
Con todo, aquel talento y aquella fuerza encontraron el apoyo y la alabanza de sus mejores contemporáneos. Los hermanos Goncourt, por ejemplo, que lo consideraban su discípulo, vieron pronto en Zola el talento de un escritor «esquivo, profundo, mezclado, después de todo; doloroso, ansioso, preocupado, dudoso»; Maupassant, a quien podríamos tomar como privilegiado discípulo, no duda en afirmar que «Zola es, en la literatura, un revolucionario, es decir, un feroz enemigo de lo que debe acabar de existir»; y el siempre lacónico Mallarmé, a propósito de La taberna, exclama con entusiasmo: «¡Esta es una gran obra, y digna de una época en la que la verdad se está convirtiendo en la forma popular de la belleza!», y no deja de resaltar impresiones como la siguiente: «La prodigiosa y sincera sencillez de las descripciones de Coupeau en el trabajo o del taller de la mujer me mantiene bajo un hechizo que la tristeza final no puede hacerme olvidar». Por último, Jules Lemaitre, otro de los críticos relevantes de su época, no solo desestima la acusación de inmoralidad, sino que ve la serie de Les Rougon-Macquart como una especie de narración épica, una epopeya social y económica escrita con los códigos de la novela, pero dentro de una tradición que no duda en calificar de homérica. A Zola, en cualquier caso, nunca le iba a abandonar la polémica, y quizá sea esa la mejor señal de que su talento, más allá de modas, estéticas y teorías literarias, sigue vivo y de que sus novelas continúan interviniendo en la lectura de la realidad en la que navegamos. Las lectoras y lectores que abran las páginas de esta novela hoy —con escándalos financieros, fusiones bancarias y juicios en marcha como parte de nuestra actualidad— no dejarán de confirmar su presencia viva.
Sin embargo, antes de abordar la lectura de El dinero parece conveniente señalar que, si bien el punto y final de la serie de los Rougon supondrá el cierre de la mejor etapa creativa del autor, en sus obras subsiguientes Zola parece abandonar el espacio del realismo para acercarse a un idealismo próximo al pensamiento e imaginación de los socialismos utópicos, con lo que se hace presente un autor más interesado en la esfera de lo político, entendido esto como un modo de intervención en los problemas de una sociedad en la que la justicia no parece estar a la altura de lo deseable. Es este el Zola de novelas cuasi utópicas como Las Tres Ciudades o Los Cuatro Evangelios, y el que arremete con noble violencia, en «Yo acuso» (1898), contra la condena de Alfred Dreyfus bajo la falsa acusación de espionaje montada por unos estamentos militares donde la corrupción y el antisemitismo gozan de aparente licencia. He ahí todo un episodio de rebelión y compromiso civil, que le llevaría a sufrir penas de prisión y que lo convertiría, una vez más, en centro de polémicas y enfrentamientos.
II
El dinero se publicó por entregas en el diario Gil Blas del 29 de noviembre de 1890 al 4 de marzo de 1891 y, también por entregas, en La Vie populaire del 22 de marzo al 30 de agosto de 1891. En volumen, apareció en la editorial Charpentier en marzo de 1891. En una entrevista previa a esta aparición, Zola —sin duda uno de los primeros escritores conscientes de la necesidad del automarketing para conseguir la atención del público— adelanta algunas de sus intenciones: «Creo que diré cosas buenas sobre el dinero. Me jactaré, exaltaré su poder generoso y fecundo, su fuerza expansiva. No soy de los que criticaron el dinero. Partiendo de este principio de que el dinero bien gastado es rentable para toda la humanidad». Ya en 1880 había dado a conocer un texto, L’argent dans la littérature,[1] que no deja de ser un canto en favor del capital, la especulación y la entrada de la lógica mercantil en los espacios de la literatura. El texto recuerda, al modo en que el negativo de una foto evoca a la imagen ya revelada, el Manifiesto Comunista publicado por Karl Marx y Friedrich Engels en 1848, pues al fin y al cabo en este también se encomia lo que el capitalismo supuso de avance contra las ataduras del feudalismo y sus servidumbres. Pero en Zola no aparecen las reservas de los autores alemanes, ni sus denuncias y condenas de las nuevas relaciones sociales que el innegable éxito histórico de la burguesía mercantil estaba produciendo aunque el marxismo ocupará en la novela un espacio breve como episodio, pero de alto valor significativo en el desarrollo de la trama. En su breve ensayo, Zola fija su atención en la relación de los escritores y el periodismo con el dinero, resaltando el modo en que, en su opinión, el dinero ha actuado en esos ámbitos como «conseguidor» de libertad: «que me citen a un solo escritor de verdad que se haya malogrado por ganarse el pan escribiendo en los periódicos en unos comienzos difíciles. Estoy convencido, al contrario, de que eso le ha insuflado energía, vigor, una experiencia dolorosa pero penetrante del mundo moderno. Es una idea que ya he expresado en otro lugar y que quizá desarrolle algún día». Sin duda a ese «algún día» responde la escritura de esta novela
La trama de El dinero podría resumirse, de manera en apariencia muy simple, como la historia de un hombre, Arístide (Rougon) Saccard, que después de su ruina (historia que se aborda en La Jauría, segundo volumen de la serie, pero cuya lectura no es imprescindible para su comprensión) consigue reunir el dinero necesario para crear un banco y, sobre esa base, mediante una tramposa y fraudulenta especulación financiera incrementar el precio de sus acciones en el mercado de valores, hasta alcanzar un éxito espectacular... que acabará por venirse abajo y desmoronarse totalmente. Decimos que se trata de una trama sencilla solo en apariencia porque, si bien el cuerpo argumental, el plot, de la novela responde a la clásica construcción aristotélica con presentación, nudo, desenlace, clímax y catarsis, el entramado, el desenvolvimiento, la fábula, se van a ver enorme y eficazmente complejizados por la distribución en clave de binomio con que se desarrollan sus diferentes ejes narrativos, tanto en el nivel de los personajes (Saccard/Caroline), como los referentes temáticos (finanzas/ periodismo), los espacios simbólicos (dinero/amor) o en los elementos más tangibles y motores de la materialidad dramática (especulación/lujuria). En esta estructura multibinaria, cada uno de los elementos, al confrontarse, más que contradecir al otro «lo lee», es decir, le otorga significación, lugar y sentido narrativo. Se forma así un haz de líneas paralelas que, negando su definición geométrica, no dejan de cruzarse, interferir e influenciarse. De ahí que la novela se presente más como «encrucijada» de valores que como enfrentamiento de ideologías, aunque no falten los lugares o momentos narrativos lo ideológico, inevitablemente, se deja ver. Esa construcción en clave más de distribución que de causalidad, en la que la multiplicidad de personajes permite hablar de adelantada novela coral, es sin duda una de las innovaciones que Zola introduce en el género.
Los mundos de las finanzas y del periodismo conforman ese primer binomio. Dos mundos paralelos que, a modo de juego de espejos, no dejan de reflejarse uno en el otro hasta el punto de que es difícil distinguir las lindes entre ambos. Las finanzas constituyen sin duda el espacio principal del relato, y bien podría afirmarse que la Bolsa, como emblema de ese espacio, se constituye en auténtico Deus ex Machina o motor de la acción narrativa, pues el proceso de valorización de las acciones de la entidad financiera que fundan Saccard y sus amigos, el Banco universal, marca la cronología del relato. En nuestros tiempos, se habla de la economía financiera como algo que tuviera vida propia, al margen de la economía productiva, y una lectura superficial de la novela podría estar reafirmando ese malentendido. Paul Lafargue, dirigente comunista francés de la época, yerno además de Marx, parecía entender algo así en un largo comentario sobre la obra de Zola. El proceso de valorización de las acciones es indudablemente el objetivo básico de Saccard, pero no debemos olvidar que las acciones no dejan de ser el ropaje como valor fiduciario de aquellas realidades económicas sobre las que se alza y que, en la novela, tiene su correspondencia en las empresas que, bajo la dirección del ingeniero Hamelin, se están realizando en Siria, el Líbano y otros lugares del Oriente Próximo. Las acciones miden expectativas de beneficios, expectativas que orientan y determinan en última instancia su valor monetario real. A pesar del título de la novela, el dinero contante y sonante apenas tiene presencia. Son las acciones, el juego de expectativas, la especulación sobre cuál sea su auténtica rentabilidad final, es decir, el nivel final de los beneficios que logren las empresas que la banca financia, las que en verdad ocupan el centro de la trama. En el entremientras, a la espera de que la producción se haga realidad, ese valor de las acciones no deja de ser una ficción, ni su valor de depender de las expectativas que ellas representan en cada momento. Las acciones son valores fiduciarios, basados en la confianza depositada en esas expectativas, es decir, en la fe compartida. Y esa ficción, esa «novela», es precisamente la que, a lo largo de la narración, va a protagonizar Saccard, que es quien manipula el exitoso proceso —nunca ninguna otra acción había llegado a cotizarse a los tres mil francos que las suyas alcanzan—, aunque al final acabe revelándose su simple y trágica condición de papel mojado.
Aunque se encuentre ahora arruinado, Saccard, que ya en su pasado como «emprendedor» había vendido con éxito ficción financiera, expectativas e historias, al comienzo de la narración, luego de moverse, como lobo al acecho de su presa, por los alrededores de la Bolsa, de nuevo va a desear «combatir, ser el más fuerte en la dura batalla de la especulación, devorar a los demás para no ser devorado por ellos, lo que constituía, junto a su sed de esplendor y de satisfacciones, la única causa de su pasión por los negocios». Es más: «Si no llegaba a atesorar grandes sumas, sentía el goce de la lucha de las grandes cifras, las fortunas lanzadas como cuerpos de ejército, con el choque de los millones adversos, con las derrotas y las victorias que le sumían en una especie de embriaguez». El bróker que lleva dentro solo necesita encontrar un punto de apoyo, algo económicamente tangible, para poner en marcha sus deseos: «Tiene que existir un vasto proyecto, cuya amplitud sobrecoja la imaginación». Necesita, diríamos, encontrar lo verosímil, un atributo propiamente literario, para sobre ello construir la ficción, el retablo de expectativas que la especulación sobre el valor de las acciones representa.
Y lo verosímil, he ahí el buen arte de la novela, sale a su encuentro. Saccard conoce primero, por motivos de estrecha vecindad, a Caroline Hamelin —«la seguía con la mirada, interesado y deseando ocultamente su esbelta figura y su aspecto sano»— y luego a su hermano, el ingeniero que ha trabajado hasta hace poco en Siria y otros países de Oriente y ha imaginado, estudiado, diseñado y proyectado toda una serie de posibles intervenciones económicas en tierras sin que de momento haya conseguido financiación para realizarlas, pese a que, según dice, «allí hay muchos millones esperándonos. Si encontrara a alguien que quisiera ayudarme a ganarlos...». Es entonces, al escuchar la idea de esa «novela» que el ingeniero Hamelin intenta escribir (la maravillosa historia de cómo el capitalismo lleva a cabo la enriquecedora explotación de las prometedoras tierras de Oriente Próximo), cuando «el editor» Saccard tiene la revelación que esperaba, «una idea suprema, desmesurada»: lograr la financiación de esa aventura, la institución de crédito necesaria para la creación de una Compañía general de medios de transporte, la explotación de minas, la llegada del ferrocarril, la creación de una banca en Constantinopla, la multiplicación del comercio y la industria, «la civilización de Occidente abriendo victoriosa las puertas de Oriente».
Pero esto es Jauja, como no puede dejar de exclamar Saccard quien, a la vista de esos proyectos prometedores, se decide a crear, a modo del editor que monta su propia editorial, la empresa que venda «la novela» que Hamelin tiene entre manos. Saccard busca socios interesados a los que cuenta las expectativas de negocio seduciéndolos para que inviertan en la creación de la banca que permita la puesta en marcha de los proyectos del ingeniero Hamelin. Generosamente le compra al ingeniero la idea y le adelanta los recursos económicos para que se ponga a trabajar, consiguiendo las concesiones necesarias, escriturando las empresas pertinentes, encontrando apoyos, trazando mapas y solventando obstáculos sin dejar de aconsejarle que, si la aventura requiere introducir en la trama algún asesinato, pues que mejor y que no se preocupe. Su tarea, como gestor de ese nuevo bando, es doble. Por un lado, encontrar los apoyos financieros imprescindibles para que los proyectos de Hamelin se hagan realidad, es decir, lleguen a producir beneficios; por otro, y es aquí donde el carácter de Saccard se hace novela y su verdadera ambición, la de llegar a ser el más poderoso, aflora con toda su brutal dimensión.
Y el poder lo da el dinero. Se trata por tanto de ser el más rico, de lograr que las acciones de su banco alcancen la mejor y mayor cotización en la Bolsa y en ese conseguimiento va a consistir el «suelo narrativo» de la novela. Con esa meta Saccard desplegará toda su estrategia, inteligencia, astucia, ausencia de reparos y artes de financiero «que se las sabe todas» para entrar en batalla contra la gran institución bancaria que tiene su espacio de privilegio en la Bolsa: la banca del judío Gundermann (sombra novelesca de los Rothschild). La novela se convierte así en una especie de aventura: en busca de la cotización deseada, reveladora de la mecánica y el funcionamiento de una institución opaca, en general, para el lector que desconozca sus entresijos. <