Diario de un nómada

Fragmento

1

La conquista de los Andes

El avión aterrizó con su bamboleo inquietante y se detuvo en la pista. Salimos al exterior como fantasmas cegados por la luz. En el interior del aeropuerto todo parecía bastante europeo, hasta que arribamos a la zona del control de pasaportes. Entonces comprobamos que no había Europa alrededor. Los europeos nos hemos acostumbrado a Schengen y la libre circulación, pero eso es un lujo incomprensible en la mayoría de los países, que someten a los visitantes a un riguroso escrutinio. En realidad no es riguroso, es solo burocrático, pero hay que rellenar una ficha de inmigración y en Chile, además, una declaración jurada de que no se traen frutas ni alimentos foráneos. Los carteles lo recordaban continuamente: hay que declarar bajo pena de multa y confiscación. Y tratándose de un avión que venía de España, está claro qué tipo de productos se intenta contrabandear aunque sean para consumo propio: el jamón serrano. Esa delicia que nos regala un animal que judíos y musulmanes consideran impuro, para su desgracia, y que los americanos disfrutan gracias a que lo trajeron los primeros españoles. Lo mismo que los caballos.

Los funcionarios del departamento chileno de agricultura pasaron los equipajes por un escáner que buscaba comida en lugar de explosivos y pillaron algunos infractores que fueron apartados para dar largas y probablemente inútiles explicaciones. En Chile pudimos comprobar dos virtudes del servidor público: su voluntad de ayudar y su incorruptibilidad. Estos ejemplos de limpieza certifican que es posible combatir el cohecho. Hay países donde se vive la cultura del trapicheo, de la propina, del «protocol or money» que susurra con voz de hiena el policía de tráfico ruso. Sin embargo, en otros, los funcionarios públicos cumplen escrupulosamente su labor. A veces solo separan ambas realidades una linde fronteriza y en un país son corruptos y en el vecino, que social y étnicamente son parecidos, no lo son. Cualquiera que sea la receta que aplican en Chile, funciona y eso merece ser reconocido.

Cuando salimos, teníamos a tres personas esperando. Por un lado estaban, Heber y su hijo de nueve años, y por el otro, Juan Pablo Porras Novalbos, hermano de mi amigo José Manuel. Juan Pa - blo era un español expatriado por la crisis que llevaba un par de años asentado en Santiago e iba a hacernos de cicerone los días que estuviéramos en la ciudad. Heber había llegado la noche anterior desde Mendoza, Argentina, a 360 km.

Había conocido a Heber gracias a otra deserción, la de Fabrizio Tapia, un chileno nacionalizado estadounidense que vivía en Atlanta y había sido durante muchos años ejecutivo en CNN Turner. Mi relación con él se debía a nuestro común amor por las motos y a Chris, un amigo mío que me pasó su contacto. Fabrizio había guardado mi moto en Estados Unidos una temporada, y había prometido venir al viaje por Sudamérica que ya había hecho anteriormente como conductor y productor ejecutivo. Pero en el último momento se retiró porque la Hacienda norteamericana le reclamaba 50.000 dólares de modo inesperado para él. No podía hacer el viaje, pero me recomendó a quien sí podría hacerlo: Heber Orona. Todo nuestro conocimiento había sido por teléfono y correo electrónico. Me pareció el hombre adecuado, y la cifra que pidió por tres meses de trabajo, incluyendo su camioneta, era asumible para mi modesta producción.

Ese día en el aeropuerto le acompañaba Agustín, su hijo, fruto de una relación ya rota y que habitualmente vivía en Perú. Heber, que solo disfrutaba de él durante las vacaciones, me había comentado que el trabajo le haría despedirse anticipadamente, pero que necesitaba el dinero y que se resignaba a ello. Yo le contesté que puesto que íbamos a pasar unos días en Santiago y que iríamos cerca de Mendoza antes de iniciar el viaje al sur, que podía traerse al chiquillo en ese tiempo. Él me lo agradeció mucho y quedamos en vernos el sábado 22 de febrero. Allí estaba.

Caminamos bajo el sol hasta el aparcamiento donde se encontraba La Negrita, como Heber llamaba a su camioneta pick up, una impecable Toyota Hilux de 2.700 cc y motor turbodiésel. Un vehículo famoso por su dureza, fiabilidad y confort. Con cinco plazas y una gran barqueta trasera, debería cargar todo el material y aguantar todo el recorrido. Si para la moto era un desafío, para la Toyota también. Pronto comprobaríamos la estrechísima relación que tenía Heber con ella, porque era su herramienta de trabajo y su orgullo, pero también era lo único que nuestro conductor tenía en propiedad. O en semipropiedad, porque aún la estaba pagando y no le resultaba fácil ganar dinero, por lo estacional de su actividad como guía de montaña y de turismo, y por la situación pésima de Argentina que impedía adquirir dólares a precio real y con una inflación desbocada que pervertía los salarios en pesos argentinos, desvalorizándolos de un mes a otro.

Dejamos el aeropuerto y, desde dentro del habitáculo, Santiago de Chile se fue revelando como una urbe moderna, desmesurada, rutilante en su skyline de rascacielos de acero y cristal. Un laberinto de autopistas se extendía ante nosotros. Yo había hecho una somera investigación por internet y decidido que nos alojaríamos en la comuna de La Providencia, un barrio residencial de clase media alta considerado uno de los más limpios y seguros de la capital y de todo el país. Las razones eran que estaba cerca del centro histórico, bien comunicado, y que disfrutaba de zonas verdes, esenciales para mí cuando me alojo en grandes ciudades por mi costumbre de hacer footing todas las mañanas. Más que un hábito, un rito imprescindible para mi salud física y mental.

La contrapartida era el precio de los alojamientos, como insistía Juan Pablo, que vivía en un barrio popular cerca de la estación de trenes, pero muy alejado del centro. Por suerte, buscando y preguntando dimos con un apartamento para cuatro personas por unos 50 dólares la noche. Estaba en una torre residencial, con portero las 24 horas, garaje para la moto y la camioneta, y unas vistas bastante espectaculares. Teníamos acceso a la azotea para filmar y una cocina con barra en la que Heber empezó a cocinar pasta y ensaladas básicas pero nutritivas. Le encantaba poner aguacates, y a nosotros nos encantaba que le encantase. Así aprendimos una de las primeras diferencias idiomáticas: el aguacate se llama palta en Sudamérica, y mezclado con ajo y limón y pasta blanca es sencillamente una delicia.

Nuestra primera comida no fue una de las sabrosas ensaladas de Heber, pues llegamos molidos, con jet lag y hambrientos, sino una enorme bandeja de sushi y esos rollitos de arroz llamados maki en un restaurante japonés que había en el portal, pues la zona estaba bien surtida de negocios, restaurantes, bares y todo tipo de locales de hostelería. Estábamos en el meollo de una zona mixta, residencial y de oficinas. Una vez descargamos toda la impedimenta en el apartamento y repartidas las camas, bajamos a la zona recreativa, nos sentamos en la terraza del restaurante japonés y pedimos cerveza Cristal para Antonio y para mí en grandes cantidades, mientras que Heber, completamente abstemio, pedía un Sprite, su bebida favorita, y Agustín una CocaCola. Una vez satisfechos y algo aturdidos por las libaciones, encontramos el estado adecuado de sopor para dormir a pesar de la diferencia horaria.

El lunes era el día de recoger a Anayansi. Montamos todos en el coche y nos dirigimos al aeropuerto. Ya era media mañana porque yo había ido a correr. Esta costumbre mía causaría incomodidades al grupo, sobre todo a

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