La frontera invisible

Javier Reverte

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Quería ir a Oriente Próximo, una región cuyo nombre resuena a inmensidad, ancianos imperios, guerras estremecedoras, ejércitos perdidos, ciudades enterradas, religiones muertas, viejas lenguas enmudecidas; también a pogromos y genocidios, sanguinarios sultanes, guerreros feroces y reyes belicosos, y junto a todo ello, a sensualidad, aventura y poesía. ¿Puede haber razones más sugestivas para emprender un viaje a tan rico y brutal escenario?

Pero ¿dónde comienza en verdad Oriente, entendido como concepto y sentimiento?, ¿hay una frontera real, salvo la que marca la caprichosa geografía, entre los pueblos de Europa y aquellos que habitan las estepas, los desiertos, los ríos, los bosques y las montañas asiáticas? Y en última instancia, ¿qué es Oriente?, ¿qué es Occidente?, ¿existe una frontera espiritual o política entre los dos universos? He leído que, en un punto del recorrido que hace el Transiberiano entre Moscú y Vladivostok, puede verse una columna que, en su lado izquierdo, muestra el nombre de Europa y, en el contrario, el de Asia. Debería ser un obelisco móvil, pues en la época de Alejandro Magno, allá por el 327 antes de Cristo, habría que situarlo en la India, en donde el príncipe macedonio decidió darse la vuelta tras su asombrosa expedición de conquista, mientras que en el año 1529 de nuestra era se tendría que haber mudado a las puertas de Viena, ante cuyas murallas el ejército turco de Solimán I fue detenido en su avance hacia el oeste.

Cuando tomó un barco en Trieste, rumbo a Grecia y Turquía, en el año 1806, François-René de Chateaubriand sentenció: «El último suspiro de la civilización expira en esta costa en donde comienza la barbarie», o sea, en los Balcanes. Seguía la estela del pensamiento de Montesquieu, quien en su famosa y revolucionaria obra El espíritu de las leyes, de 1748, señalaba entre otras cosas: «Reina en Asia un espíritu servil que no han sido nunca capaces [los asiáticos] de sacudirse de encima, y es imposible encontrar en todas las historias de esa civilización un solo pasaje que revele una libertad de espíritu; nunca veremos allí más que los excesos de la esclavitud».

Por el mismo sendero habían ido otros importantes intelectos de la Ilustración, como Voltaire, que dedicó una obra de teatro al «salvaje» Gengis Kan en 1755 titulada El huérfano de China. Estos autores no habían leído, probablemente, los textos de algunos viajeros que recorrieron Oriente y escribieron sobre ello, como los españoles Ibn Battuta, Pedro Tafur, Ruy González de Clavijo y García de Silva, y, desde luego, el veneciano Marco Polo, por citar solo a algunos, cuyas crónicas ilustraban con gran detalle la vida, sobre todo de la realeza, en Turquía y Persia, cuando los derechos humanos eran igual de ajenos a los europeos y a los asiáticos, y los reyes y los emperadores cristianos asesinaban tanto como los sultanes y los sahs. Por otra parte, no está de más reseñar que lo mismo Voltaire que Montesquieu jamás pisaron territorios demasiado alejados de su patria en dirección al este. Por su parte, Napoleón decía: «Más allá de Rusia acaba el mundo».

En épocas ya cercanas, un chaparrón de cronistas viajeros se derramó sobre el mundo oriental, y su visión distaba mucho de los escritores que he citado antes. Gautier, Loti, lady Montagu, Vambéry, De Amicis, Flaubert, Sackville-West, Rivadeneyra, Blasco Ibáñez, Kipling, Thubron, Bouvier, Rodicio y Camba, entre otros muchos, dejaron un dibujo bastante más exacto y justo del universo oriental que el que aportaban los juicios de Montesquieu, Voltaire y Chateaubriand.

Y, ¡qué diablos!, ¿no se había quedado absolutamente fascinado por la civilización aqueménida el colosal Alejandro Magno, después de arrebatar su imperio a Darío III, hasta el punto de comenzar a vestir como un oriental y tratar de acomodarse a las costumbres de sus nuevos súbditos? ¿No tomó como dos de sus esposas a las princesas persas Barsine-Estatira, hija de Darío III, y Parisátide, hija de Artajerjes III? ¿No nombró a muchos de sus enemigos en el campo de batalla, después de derrotarlos, gobernadores de sus provincias a cambio de su lealtad? En una ocasión dijo: «No distingo a los hombres entre griegos y bárbaros, como hacen las personas de mente cerrada. No me importan la nascencia de los ciudadanos o sus orígenes raciales». Su gran proyecto, más que conquistar un enorme imperio, fue unir para siempre Occidente y Oriente. Según se cuenta, los tártaros del temible Tamerlán, que le incluían en sus antiguas leyendas de héroes victoriosos, le distinguían con el sobrenombre de «Dhul-Qarnayn», que significa «el de los dos mundos».

Pero vuelvo al principio. ¿Dónde empieza un universo y dónde termina el otro? En su libro Kurdos, Manuel Martorell comenta:

No existe un consenso científico sobre el momento ni el lugar exactos del big bang indoeuropeo, de la gran dispersión de los pueblos que, como los celtas, germanos, bálticos, eslovacos, griegos e itálicos, terminaron formando la actual Europa. Pero, sin embargo, es de aceptación general que esa explosión étnica [...] se habría producido en los alrededores del mar Negro y también se cree que otro gran grupo de esos pueblos, el denominado indoiranio, se habría dirigido, en el año 4000 a. C., en sentido contrario, hacia el este, rebasando por ambas márgenes el mar Caspio.

De modo que, según eso, si occidentales y orientales no somos hermanos, al menos sí podemos considerarnos primos. Además, los muros que se alzan entre nosotros aparecen como permeables en muchos puntos del mapa de Europa y Asia: en Rumanía, Bulgaria, Grecia..., en Turquía, Georgia, Siria..., en los Balcanes y en las costas del mar Negro. ¿Quién puede decir que está en Occidente cuando toma en Atenas una copa de ouzo y en Oriente delante de un vaso de raki turco, si son la misma bebida? ¿Quién puede afirmar que se encuentra en Bulgaria y no en Azerbaiyán al oír la voz del almuédano convocando al rezo desde una cercana mezquita? ¿No es greco-ortodoxo el monasterio de Sumela, construido como un nido de aves rapaces en las montañas cercanas a la ciudad turca de Trebisonda? ¿Y de dónde provienen esas canciones lastimeras que parecen surgidas de la boca de una cordillera inclemente, tanto en los riscos de Hungría como en las montañas de Armenia?, ¿es balcánica o caucásica? En fin, si preguntas a un georgiano cuál es el continente al que pertenece, te dirá que a Europa, mientras que no pocos bosnios sienten nostalgia de Asia.

El famoso arqueólogo Arthur Evans, que desenterró en Creta el palacio de Cnosos y abrió la puerta a los estudios sobre la civilización minoica, cuando recorrió los Balcanes en 1875, reparó en que los bosnios llamaban «Europa» a la orilla contraria del río Sava (por entonces sus riberas eran la frontera entre la cristiana Croacia y la musulmana Bosnia). «Y tienen razón, porque a efectos prácticos un viaje de cinco minutos te lleva a Asia», escribió, y luego añadía: «Los viajeros que han visto las pr

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