Los otros muertos

Carlos Manfroni
Victoria E. Villarruel

Fragmento

Índice
  • Cubierta
  • Portada
  • Introducción. Una dialéctica perversa y la deuda con la Historia
  • Primera parte. Hacer el mal sin mirar a quién
    • 1. Había un niño en la calle
    • 2. El día siguiente
    • 3. La batería
    • 4. El sueño de los ángeles
    • 5. La sangre de tu hermano
    • 6. Cuarentena
    • 7. Paranoia
    • 8. Las tinieblas
    • 9. La paradoja
    • 10. Némesis
    • 11. La soledad
    • 12. Despertar un día más
    • 13. Domingo sangriento
  • Segunda parte. Lista de atentados terroristas y sus víctimas en los setenta
    • Índice de abreviaturas
  • Créditos

Introducción

Una dialéctica perversa y la deuda con la Historia

Cuando hablamos de la década del setenta en la Argentina, inevitablemente asociamos ese tiempo con el dolor y con la lucha fratricida. Pero hay un dolor aceptado, reconocido, políticamente correcto, y otro que no se llora, que no se recuerda, al que no se le rinde homenaje.

Las víctimas del terrorismo en la Argentina quedaron olvidadas para la Historia. El padecimiento de estas personas fue menospreciado por no haber sido ocasionado por agentes gubernamentales. Quien debió protegerlas, no lo hizo.

En primer lugar, se tejió una estrategia jurídica encaminada a evitar que los crímenes cometidos por miembros de organizaciones como Montoneros, Ejército Revolucionario del Pueblo, Fuerzas Armadas Revolucionarias, Fuerzas Armadas Peronistas y otras, fueran declarados delitos de lesa humanidad; por tanto, pasaron a ser prescriptibles. El argumento que se sostuvo fue que aquellas acciones no habían sido ejecutadas por funcionarios públicos ni bajo el amparo del gobierno, una condición que no figura en instrumento alguno del Derecho internacional. Esto ya es, de por sí, suficientemente grave; por un lado, porque los tribunales argentinos decían apoyarse, precisamente, en el Derecho internacional, con lo cual hicieron decir a la ley supraestatal algo que no dice, algo que inventaron con la clara intención de beneficiar a los amigos y aliados de la administración de los Kirchner en la Argentina —cuando no a algunos de sus propios miembros—. Además, por otro lado, esto es grave porque, frente a una confrontación sangrienta que cubrió de luto a miles de familias de ambos lados de la contienda, la aplicación de una regla elaborada para una sola de las partes y que no se aplica a la otra representa una injustificable falta de equidad y provoca la pérdida de medidas y límites en la represalia judicial, ya que la mejor garantía de razonabilidad consiste en saber que la regla que el juez emplea para un caso puede recaer, indistintamente, sobre cualquier persona, amiga o enemiga del poder.

Pero aun si se considera el horror de semejante desnaturalización del derecho, el cinismo de ese ardid con apariencia legal que contribuyó a aumentar la injerencia del poder político sobre la justicia, aquello no fue lo peor. Lo más grave, lo que completó el ciclo de esta gran burla a la sociedad argentina, lo que consolidó la impunidad absoluta del terrorismo, lo que llevó el agravio a las víctimas a un nivel superlativo, fue el deslizamiento de aquella maniobra jurídica al plano moral. De tal manera, la falacia empleada en la justicia a fin de que los ex guerrilleros resultaran jurídicamente impunes, se utilizó en la cultura de la comunicación para que también aparecieran como moralmente irreprochables. Es como si el hecho de aceptar que los jueces hayan considerado prescriptos los crímenes de los terroristas hubiera significado también la prescripción de la perversión de sus actos en el juicio moral de la comunidad.

¿Acaso la prescripción de un delito cambia moralmente al criminal? ¿La impunidad que los miembros de Montoneros, ERP y otras organizaciones obtuvieron en la justicia convierte a sus acciones del pasado en moralmente buenas y a sus víctimas en una materia despreciable, insignificante, públicamente impresentable? Aunque esto parezca un disparate, pone de manifiesto las consecuencias que ha tenido la corrupción del lenguaje en la cultura argentina.

De otra manera, no se explicaría que los autores de aquellos crímenes aparezcan hoy como jueces del resto de la sociedad, pidiendo cuentas sobre lo que cada quién ha hecho en el pasado, cuando a ellos se les está regalando el olvido; censurando las omisiones, cuando no pueden poner a la luz sus propias acciones; pontificando sobre la moral, cuando ni siquiera han confesado públicamente sus delitos. Escriben sobre sus aventuras y dictan conferencias sin recibir jamás una pregunta ni una respuesta incómoda, son buscados como referentes en la cultura y en los negocios, cobran indemnizaciones y pensiones pagadas con el patrimonio de todos y hasta presentan los libros de los magistrados que deberían haber ordenado indagar sobre sus crímenes. Y, en los casos en los que los agresores resultaron muertos, sus nombres figuran grabados en el Muro de la Memoria, expuestos para el reconocimiento público, junto con las víctimas de procedimientos ilegales. Es decir que no hay distinción alguna entre las personas que fueron víctimas de violaciones a los derechos humanos y las que cayeron mientras estaban llevando a cabo un ataque, por su propia iniciativa, contra una instalación civil o militar.

Los fundamentos de semejante paradoja, los cimientos de este verdadero “reino del revés”, los motivos inmediatos de esta sinrazón yacen en el estado de ignorancia culpable de una sociedad que supone —o decide cómodamente aceptar— que los guerrilleros únicamente se defendían de una dictadura que los masacraba.

La narración de historias reales —con nombres, circunstancias y testimonios— que aquí se presenta, demuestra que el terrorismo atacó, en una medida no asumida por la opinión pública, a la población civil, de acuerdo con lo expresado en los Convenios de Ginebra y otros instrumentos internacionales. Desde 1949 y para todo el mundo ha quedado establecido que la población civil está integrada por “las personas que no participen directamente en las hostilidades, incluidos los miembros de las fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas puestas fuera de combate por enfermedad, herida, detención o por cualquier

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