Ciudadanos

Simon Schama

Fragmento

cap-1

Prefacio

Cuando se le preguntó acerca de la importancia de la Revolución francesa, se dice que el primer ministro Chu En-lai contestó: «Es demasiado pronto para decirlo». Doscientos años aún puede ser demasiado pronto (o quizá demasiado tarde) para decirlo.

Los historiadores han depositado una excesiva confianza en el saber aportado por la distancia, pues han creído que, en cierto modo, esta confiere objetividad, uno de esos inalcanzables valores en los cuales han depositado tanta fe. Tal vez haya argumentos favorables a la proximidad. Lord Acton, que pronunció sus primeras y famosas conferencias acerca de la Revolución francesa en Cambridge durante la década de 1870, aún podía escuchar de primera mano, de labios de uno de los miembros de la dinastía de los Orleans, el recuerdo de este hombre sobre «Dumouriez balbuciendo en las calles de Londres cuando oyó la noticia de Waterloo».

La sospecha de que el partidismo ciego perjudicó fatalmente las grandes crónicas románticas de la primera mitad del siglo XIX dominó la reacción de los estudiosos durante la segunda mitad. A medida que los historiadores se institucionalizaron para convertir su disciplina en una profesión académica, llegaron a creer que la concienzuda investigación en los archivos podía aportar imparcialidad: la condición previa para extraer las misteriosas verdades de causa y efecto. El resultado que se buscaba debía ser científico más que poético, impersonal más que apasionado. Y si bien durante cierto tiempo los relatos históricos continuaron enfrascados en el ciclo vital de los estados-naciones europeos —las guerras, los tratados y los derrocamientos—, la atracción magnética de las ciencias sociales fue tal que las «estructuras», tanto sociales como políticas, parecieron convertirse en los objetos principales de la búsqueda.

En el caso de la Revolución francesa esto implicó apartar la atención de los hechos y de las personalidades que habían dominado las crónicas épicas de las décadas de 1830 y 1840. El brillante estudio de Tocqueville El Antiguo Régimen y la Revolución, fruto de su propia investigación en los archivos, suministró un caudal de fría razón allí donde antes solo existían las ardientes riñas del partidismo. El carácter excepcional de su visión reforzó (aunque desde un punto de vista liberal) la afirmación científica marxista de que la importancia de la Revolución debía buscarse en cierto gran cambio sobrevenido en el equilibrio del poder social. Desde ambos puntos de vista, las manifestaciones de los oradores eran poco más que mera verborrea, que disfrazaba mal la impotencia que padecían a manos de las fuerzas históricas impersonales. Asimismo, el flujo y el reflujo de los hechos podía llegar a ser inteligible solo si se desplegaba de manera que revelase las verdades «esenciales», sobre todo sociales, de la Revolución. En el núcleo de estas verdades había un axioma, compartido por los liberales, los socialistas y también por los nostálgicos realistas cristianos; a saber, la Revolución, en efecto, había sido el crisol de la modernidad: el recipiente en el que se habían vertido, para bien o para mal, todas las características del mundo social moderno.

En el mismo sentido, si todo lo ocurrido poseía este significado trascendente, las causas que lo generaban debían poseer por fuerza una magnitud similar. Un fenómeno de intensidad tan incontrolable que, evidentemente, había barrido un universo entero de costumbres, mentalidades e instituciones tradicionales solo podía ser el resultado de contradicciones que estaban profundamente imbricadas en la textura del «antiguo régimen». Así, entre el centenario de 1889 y la Segunda Guerra Mundial, aparecieron gruesos volúmenes que documentaron todos los aspectos de estos fallos estructurales. Las biografías de Danton y Mirabeau desaparecieron, al menos del catálogo de las ediciones eruditas respetables, y las reemplazaron estudios de las fluctuaciones de los precios en el mercado del trigo. En una etapa aún más tardía, los grupos sociales determinados, colocados en una clara oposición de unos contra otros —la bourgeoisie, los sans-culottes—, fueron definidos y disecados, y los números de su baile dialéctico se convirtieron en la única coreografía posible de la política revolucionaria.

Durante los cincuenta años que pasaron desde el sesquicentenario, se observó una grave pérdida de confianza en este enfoque. Los drásticos cambios sociales imputados a la Revolución parecen desdibujados o, en verdad, invisibles. La bourgeoisie, que según las versiones marxistas clásicas representaba a los autores y los beneficiarios de los hechos, se ha convertido en un conjunto de zombis sociales, en el producto de obsesiones historiográficas más que de realidades históricas. Otras alteraciones en la modernización de la sociedad y las instituciones francesas dan la impresión de haber sido anticipadas por la reforma del Antiguo Régimen. Lo que persiste destaca tanto como lo que se quiebra.

Tampoco parece que la Revolución se ajuste a un gran proyecto histórico, predeterminado por fuerzas inexorables de cambio social. Al contrario, podría decirse que se trata de un fenómeno formado por azares y consecuencias imprevistas (no es la menor de ellas la convocatoria de los propios Estados Generales). Numerosos y excelentes estudios de las provincias han demostrado que, en lugar de una sola revolución impuesta por París al resto de la Francia homogénea, a menudo aquella fue un fenómeno determinado por las pasiones y los intereses locales. Al mismo tiempo que se observó la recuperación del lugar como algo determinante, otro tanto sucedió con las personas; ya que, al perder fuerza los imperativos de la «estructura», los relacionados con la acción individual y sobre todo con la manifestación revolucionaria cobraron, en consecuencia, más relevancia.

Ciudadanos es un intento de sintetizar gran parte de la vuelta a este planteamiento y de impulsar todavía más la línea argumental. He concedido a uno de los elementos esenciales de la argumentación de Tocqueville —su comprensión de los efectos desestabilizadores de la modernización «antes» de la Revolución— más importancia de la que le da su propia versión. Si prescindimos de la frase revolucionaria acerca del «antiguo régimen», con su pesada carga semántica ya obsoleta, quizá sea posible percibir la cultura y la sociedad francesas del reinado de Luis XVI como una entidad alterada más por el apego que por la resistencia al cambio. Al contrario, me parece que gran parte de la ira que fue el detonante de la violencia revolucionaria se originó en la hostilidad hacia la modernización, más que en la impaciencia provocada por la rapidez de sus avances.

Por lo tanto, la versión ofrecida en las páginas siguientes quizá subraya demasiado los aspectos vivos de la Francia prerrevolucionaria, sin cerrar los ojos ante lo que verdaderamente obstruía y era muy antiguo. Importante para su argumentación es la afirmación de que la cultura patriótica de la ciudadanía se creó en las décadas que siguieron a la guerra de los Siete Años y que aquella fue la causa más que el resultado de la Revolución francesa.

Tres temas se desarrollan en el curso de esta exposición. El primero se refiere a la difícil relación entre el patriotismo y la libertad, un aspecto que, en la Revolución, se convierte en una c

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