Sangre y barro

Fragmento

Presentación

Querido Leonardo:

Quien escribe esta alabanza a un libro insólito, a una isleta de frescura en medio de un seco pajonal de prejuicios partidarios y olvidos ominosos es un paisano con lecturas. Un antropólogo montaraz. Un sanducero del Uruguay profundo, que conoció y vivió gran parte de la historia del siglo XX, pero cuyas raíces familiares en el siglo XIX alimentaron su memoria, por ascensión capilar, acerca de cómo mataban sin asco y morían sin lloriqueos los criollos de tierra adentro. Y como tal voy a juzgar un libro que me golpeó como una pedrada de espontaneidad galopante y penetrante desenfado. De un libro que canjea lo erudito por lo coloquial, que cincha los juicios de realidad con (juiciosos) juicios de valor, que revela un espíritu valiente, de esos a quienes no les duelen prendas, cualidad que nos gusta a los sanduceros, hijos de una tierra de valientes y enseñados desde chiquitos a serlo. Leonardo, te estoy hablando del coraje a lo Fausto Aguilar y no de la violencia despiadada del degollador a lo Goyo Jeta.

Lo que decís en tu libro va al hueso y de ahí al caracú. No se entretiene con la carnaza, o con la pura carne que a veces queda de lado, como un distraído colgajo, aviso de que hay fuentes no consultadas o datos rabones. Pero eso no importa demasiado cuando se grita el ¡vamos! en una penca, que vas a ganar con luz. Pintás lindo, Leonardo. Tenés que madurar, y claro que lo vas a hacer, bien rumbeado como estás, hasta que la gota de miel salga del higo. Eso vendrá, ajustando tuercas por el camino, corrigiendo algunas distracciones. No murió un solo soldado de Rivera en Salsipuedes, sino que el sueco Oxchfvud nos recuerda, como vos transcribís, que los charrúas se habían guarecido tras una muralla de cuerpos, los guaraníes de Lavalle, que los indios emboscados –charrúas y minuanes– mataron como moscas antes de que un ciento de ellos fuera escopeteado y lanceado. Me hubiera gustado también que citaras el desdichado destino de Mataojo. Y a los charrúas que mandaron a las Malvinas y murieron en Inglaterra. Cosas chicas sí, de las que me acuerdo en un librito que a lo mejor no conocés por lo humilde, llamado El mundo de los charrúas.

Voy a resumir la fuerte impresión que me hizo tu libro, al que recomiendo leer a los jóvenes interesados en lo nuestro por el jugo contestatario y atropellador, desacatado y penetrante, pedagógico y anticonvencional, que destilan sus páginas. Cae como un gavilán, a picotazo limpio, en una pajarera de orondos gallinazos y algunas calandrias de melodioso canto. Y así hace lo suyo, que es mirar por el lado oscuro de la luna de la historia lo que su luz engañosa nos miente. O cortarles el pico a los faroleros que desde hace un buen tiempo prenden mechas que no alcanzan a disipar las sombras de cuerpo adentro y calle afuera.

Sangre y barro certifica la aparición de un historiador de raza, al que le recomiendo que estudie antropología, ciencia a la que nada del hombre le es ajeno. Y eso sin salir de los pagos playeros de Neptunia, donde pulsás el encordado de tu jubilosa sabiduría. Tu libro es obra de un buen juez de raya que, a veces, en pleno embalaje de un pensamiento fuerte, olvida corregir palabritas repetidas tres veces en cuatro líneas, lo que no es pecado sino descuido de un entusiasta. Sos un original expositor, y no narrador, que llama, para que lo amadrine, al cantar opinando de Martin Fierro, a los gauchos crudos de Don José, mi retatarabuelo, que no le esquivaban ni al hambre ni al frío. Sabés separar por lo alto y atar por lo bajo los sucesos reales de la Historia acontecimiento –la praxohistoria– y la escritura de la Geschichte –la grafohistoria– según discriminan correctamente los alemanes.

Hudson, el argentino al que le dicen erradamente inglés, era hijo de padres estadounidenses y vivió sus primeros 33 años en la Pampa y Patagonia, escribió una novela de cabalgatas, amoríos, ingleses borrachos, criollos de distinto pelo, apenas un entrevero, paisajes de cuchillas engramilladas, de romanticismo ecuestre, al fin, y lo llamó La Tierra Purpúrea. Vos, con buena puntería conceptual, le pusiste un terrible y apropiado nombre a tu repositorio de codicias, crueldades, errores y horrores. Pero fue en las páginas de tu libro donde encontré la verdadera Tierra Purpúrea destilando sangre, achuras pudriéndose al sol, hombres insumisos y sufridos arreados como ovejas por aquellos lobos llamados caudillos. No solo te plantaste con firmeza en los viejos escenarios, en la inclemencia de sus protagonistas carniceros y en las carradas de muertos puestos por los desposeídos de la soldadesca y las montoneras rurales de nuestra atormentada peripecia decimonónica. Supiste ver. Y saber ver es ir de la cáscara al carozo de las cosas, de lo oscuro a lo claro. Adelante, muchacho. Vas por buen camino y tenés labia y lo que hay que tener para ser un hombre entero.

(Mi juicio de paisano rezongón y leal ha tomado la forma de carta, y no de intención sino de admiración y estímulo. Si te animás a publicarla como la parí, de un saque, me haría muy feliz. Yo no palmeo lomos: me gusta chicotear a los talentos jóvenes como el tuyo para que, como buenos parejeros, corran más rápido, lleguen más lejos y suban más alto.)

DANIEL VIDART

Felizmente este libro va camino a la tercera edición porque bien vale la pena que circule, necesitados como estamos de una historiografía renovada que aporte la visión de una generación de recambio que, no solo con Leonardo Borges, entre a ocupar los espacios que razonablemente vamos dejando los que somos parte de la generación que se retira.

Sangre y Barro no se caracteriza porque agregue hechos fundamentales a los ya conocidos; no es tanto una obra de investigación como sí una obra de renovada interpretación y, además, de renovada formulación. Los hechos, que nos son familiares, en esta obra se concatenan con otro estilo, me arriesgaría a decir, que Borges tiene una manera moderna de tratar la historia de la que se hace cargo.

No solo administra con rigurosa solvencia profesional un proceso librado a caballo y al arma blanca que comprende los últimos setenta años del siglo XIX, sino que entrega al mercado, además, una obra de muy buena factura literaria. Leer este libro produce, a manera de suplemento, un placer estético.

El arco se abre con don Frutos en Salsipuedes, un episodio de sangre, cual fue el virtual exterminio de los restos de una raza arrinconada y se cierra con Aparicio en Masoller, la última batalla a la usanza gaucha, cuando se despide el caudillo que, a galope tendido, entra entero en la Historia. Lo mata, no un lanzazo sino una bala de Mauser (o de Remington, vaya uno a saber), signo de los nuevos tiempos con, para la época y lugar, sofisticadas armas de fuego. También signo de que el sable queda en la vaina y la urna viene a ocupar su lugar.

A su vez, Borges, historiador de excelente técnica, desliza pautas que el lector atento seguramente puede advertir. Por ejemplo, que aquellos abuelos nuestros, protagonistas de la tierra purpúrea «no comprendían en su entera dimensión los valores democrát

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos