Apaciguar a Hitler

Tim Bouverie

Fragmento

Prefacio: «¡Nunca más!»

PREFACIO

«¡Nunca más!»

Evitar una segunda guerra mundial fue, tal vez, el deseo más comprensible y compartido de la historia. Más de dieciséis millones y medio de personas —setecientos veintitrés mil británicos, un millón setecientos mil franceses, un millón ochocientos mil rusos, doscientos treinta mil súbditos del Imperio británico y más de dos millones de alemanes— murieron en la Primera Guerra Mundial. Solo el primer día de la batalla del Somme cayeron veinte mil soldados del ejército británico, y en el osario de Douaumont se guardan los restos de unos ciento treinta mil combatientes franceses y alemanes, pero todos juntos no suman ni una sexta parte de los caídos durante los trescientos dos días que duró la batalla de Verdún. Casi ningún superviviente se libró por completo de los desastres de la guerra. Casi todos tenían un padre, un marido, un hijo, un hermano, un primo, un novio, un amigo muerto o mutilado. Ni los vencedores pudieron sentirse como tales cuando todo acabó. El cenotafio que se inauguró el 19 de junio de 1919 en Whitehall no fue un arco de triunfo, sino un símbolo de la pérdida. En cada conmemoración del armisticio miles de británicos desfilaron ante él arrastrando los pies en un silencio triste, mientras que, a ambos lados del canal, colegios, pueblos, ciudades y estaciones de ferrocarril recordaban a amigos y compañeros en sus propios memoriales. Durante los años posteriores a la guerra un pensamiento se impuso y se repetía sin descanso, firmemente arraigado en cada uno: «¡Nunca más!».

Pero volvió a ocurrir. Nada pudieron las mejores intenciones y los esfuerzos orientados tanto a la conciliación como a la disuasión: veintiún años después de «la guerra que acabaría con las guerras», los británicos y los franceses volvieron a enfrentarse con el mismo enemigo. El objetivo de este libro es ayudarnos a entender cómo llegó a suceder.

El debate sobre la política del apaciguamiento —los intentos de Reino Unido y Francia para evitar la guerra haciendo concesiones «razonables» a los alemanes y los italianos durante la década de 1930— es tan pertinaz como polémico. Por un lado, se lo tacha de «desastre moral y material» responsable del conflicto más mortífero de la historia, pero por otro se lo considera «una idea noble, fruto de las raíces cristianas, del coraje y del sentido común».[1] Entre estos dos polos se extiende un mar de matices, de discusiones secundarias y de escaramuzas históricas. La historia rara vez carece de matices y, sin embargo, los políticos y los expertos, de Reino Unido y Estados Unidos principalmente, no dejan de invocar las presuntas lecciones de la época para justificar las intervenciones militares en territorios extranjeros —Corea, el canal de Suez, Cuba, Vietnam, las Malvinas, Kosovo e Irak (en este último, dos veces)— mientras que, por el contrario, cualquier intento de alcanzar un entendimiento con un antiguo enemigo se compara de inmediato con el infame Acuerdo de Múnich de 1938. Cuando comencé a investigar para escribir este libro, en la primavera de 2016, los conservadores de Estados Unidos invocaban el fantasma de Neville Chamberlain en su campaña contra el acuerdo nuclear con Irán que impulsó el presidente Obama, al tiempo que, hoy en día, la estrategia del apaciguamiento vuelve a ser relevante como respuesta para un Occidente que lucha por hacer frente al revanchismo y las agresiones de Rusia. Un análisis actualizado de esta política tal como se concibió y se ejecutó en sus orígenes parece, por tanto, tan justificado como pertinente.

Abunda, desde luego, la literatura sobre este asunto, aunque no es ni tan minuciosa ni está tan actualizada como normalmente se cree. De hecho, los libros sobre la Segunda Guerra Mundial se han multiplicado en los últimos veinte años, pero a las causas y el desarrollo de los acontecimientos que llevaron a la catástrofe no se les ha prestado demasiada atención. Es más, los muchos y excelentes libros que abordan la política del apaciguamiento suelen centrarse en un hecho en particular, como lo ocurrido en Múnich, o en tal o cual persona, como, por ejemplo, Neville Chamberlain. Mi intención, por el contrario, era escribir un libro que abarcase todo el periodo, desde el nombramiento de Hitler como canciller de Alemania hasta el final de «la guerra ilusoria», para ver cómo cambiaron las actitudes y la política a lo largo del tiempo. Quería también estudiar un cuadro mucho más amplio que el que se ciñe, sin más, a los protagonistas. El deseo de evitar la guerra encontrando la manera de convivir con los estados dictatoriales se extiende más allá de los confines de los gobiernos y, por tanto, si bien personajes como Chamberlain, Halifax, Churchill, Daladier y Roosevelt son fundamentales en este relato, he examinado también las acciones de figuras menos conocidas, en particular las de los diplomáticos aficionados. Por último, deseaba escribir una narración que capturase la incertidumbre, el drama y los dilemas de aquel periodo histórico. Así que, aunque no falten en ningún momento los comentarios y los análisis, mi propósito principal ha sido construir un relato cronológico, basado en diarios, cartas, artículos periodísticos y despachos diplomáticos, que guíe al lector a través de aquellos turbulentos años. Para ello, he tenido la suerte de poder acceder a más de cuarenta colecciones de documentos privados, algunos de los cuales me han brindado nuevos y apasionantes hallazgos. Como no he querido interrumpir la narración, no he resaltado estos descubrimientos, pero, allí donde me ha sido posible, he favorecido a las fuentes inéditas sobre las publicadas, atendiendo a su frecuencia y extensión.

Un libro sobre relaciones internacionales tiene, naturalmente, un alcance internacional. Sin embargo, esta obra versa, antes que nada, sobre la política, la sociedad y la diplomacia británicas. Por extraño que pueda parecer hoy en día, en la década de 1930 se consideraba a Reino Unido como la nación más poderosa del mundo —el orgulloso centro de un imperio que abarcaba una cuarta parte del globo terrestre—. Era evidente que Estados Unidos era una potencia en auge, pero tras la Primera Guerra Mundial se había quitado de en medio con su política aislacionista, mientras que Francia —la otra nación capaz de poner freno a las ambiciones alemanas— optó por dejar en manos de los líderes británicos las acciones militares y diplomáticas. De modo que estos, aunque habrían preferido no mezclarse con los problemas del continente, se dieron cuenta de que allí se los percibía como el único poder capaz de asumir el liderazgo militar, moral y diplomático necesario para frenar a Hitler y sus planes de dominar Europa.

Las decisiones que habrían de afectar no solo a Reino Unido sino al resto del mundo las tomó un número llamativamente reducido de personas y, por tanto, las páginas que siguen podrían interpretarse como la reivindicación máxima de la disciplina histórica de la «alta política». Sin embargo, estos hombres —pues eran hombres casi todos—

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