Nuevas crónicas palestinas

Edward W. Said

Fragmento

Las cosas empeoran para los árabes

Debido al abominable comportamiento de Israel para con los palestinos, la mayoría de los árabes –yo mismo incluido– hemos tendido a dirigir nuestras críticas a la situación general del mundo árabe menos de lo que normalmente haríamos. No creo que sea una exageración afirmar, sin embargo, que cuando empezamos a observar lo que ocurre en el mundo árabe muchos de nosotros nos sentimos bastante consternados por la situación general de mediocridad y la degeneración galopante que parecen habernos tocado en suerte. En todos los ámbitos significativos (con la excepción, quizá, de la cocina) hemos descendido a los puestos más bajos en lo que se refiere a calidad de vida. Nos hemos convertido en una vergüenza, tanto por nuestra impotencia e hipocresía (por ejemplo, frente a la intifada, ante la que los estados árabes no han hecho prácticamente nada) como por las tremendamente pobres condiciones sociales, económicas y políticas que se han apoderado de todos los países árabes casi sin excepción. El analfabetismo, la pobreza, el desempleo y la improductividad han aumentado de manera alarmante. Mientras el resto del planeta parece avanzar en dirección a la democracia, el mundo árabe va al revés, hacia grados cada vez mayores de tiranía, autocracia y gobiernos de tipo ya un buen comienzo.

Un pequeño número de ejemplos ilustran lo que quiero decir de manera más elocuente que las listas de hechos y cifras, si bien, dicho sea de paso, todos estos respaldarían lo que digo. Hace algún tiempo, el intelectual egipcio-estadounidense Saadedin Ibrahim, profesor de sociología en la Universidad Norteamericana de El Cairo y director del Centro Ibn Jaldún de la misma ciudad, fue sentenciado a siete años de cárcel con trabajos forzados por un tribunal de seguridad del estado. Y ello, después de dos meses de confinamiento tras un arresto sumario, seguido de varios meses de juicio por cometer delitos financieros, desacreditar la imagen de Egipto, alterar el proceso electoral e inspirar sentimientos confesionales o sectarios, además de ser un informador del enemigo. Evidentemente se trata de acusaciones graves, pero lo que parece más sorprendente es que el tribunal dictara sentencia en cuestión de horas después de varios meses examinando pruebas.

Por razones obvias, se ha prodigado una enorme atención al caso. Se había humillado a un destacado intelectual en un país cuyo tamaño e importancia política casi garantizaban la abundancia de comentarios y, especialmente en el Occidente liberal, de juicios negativos contra un sistema que parecía perseguir a un hombre por sus opiniones independientes, si bien no siempre muy populares. Los pocos árabes que le defendieron empezaron diciendo, casi sin excepción, que consideraban sus puntos de vista y sus métodos de mal gusto: se sabía que favorecía la normalización con Israel, aparentaba prosperar económicamente debido

Debo de ser una de las pocas personas que han seguido el caso a distancia, pero conocí a Ibrahim hace unos treinta años y desde entonces no le había visto ni había sabido de él. He visitado Egipto y la Universidad Norteamericana de El Cairo varias veces en las dos últimas décadas, pero su camino y el mío nunca se cruzaron. No recuerdo haber leído nada suyo, pero sabía de su interés por la sociedad civil, de sus cordiales relaciones con la elite dirigente de Egipto, Jordania y otros lugares, así como de su interés por las elecciones y las minorías. Todo esto lo he sabido de segunda o tercera mano, de modo que no estoy en situación de decir nada respecto a sus ideas. Tampoco creo que, de una forma u otra, estas resulten relevantes. Supongo que tiene ideas y también supongo que, como todos los intelectuales, ha generado tanta hostilidad como respaldo. Eso no demuestra nada, y me parece completamente normal.

Lo que parece resultar incontrovertiblemente anormal, sin embargo, es el hecho de que haya sido castigado sistemáticamente por el estado debido a su fama y a sus críticas a diversas políticas estatales. La lección que parece desprenderse es que si uno tiene la temeridad de hablar demasiado claro y si disgusta a los que mandan, será duramente reprimido. Muchos países del mundo están gobernados por estados de excepción. Hay que oponerse y condenar este tipo de gobierno sin distinciones. No puede haber ninguna razón, salvo una catástrofe natural innegable, para suspender unilateralmente el imperio de la ley y la protección de una justicia imparcial. En una sociedad dotada de leyes, incluso los peores criminales tienen derecho a la justicia y a cas), de la pena capital y de un horrible sistema penitenciario que es el más poblado del mundo en proporción al número de habitantes, así como el más punitivo. En otras palabras, lo que hace Egipto se debe contemplar desde una perspectiva que incluya a los llamados países civilizados, muchos de cuyos periodistas han condenado el trato dado a Ibrahim sin admitir a la vez que su caso no es único, ni en Oriente Próximo ni en Occidente. A miles de militantes islámicos se los trata mucho peor, sin que haya demasiadas protestas por parte de aquellos periodistas liberales que defienden apasionadamente a Ibrahim (como Thomas Friedman) y que no tienen nada que decir ni sobre las violaciones de los derechos humanos en sus propios países, a pesar de la ley, ni sobre la suerte de otras víctimas árabes de la injusticia del estado menos visibles que Saadedin Ibrahim.

La cuestión es que la justicia es la justicia y la injusticia es la injusticia, independientemente de quién sea el acusado y el maltratado. La parodia de un proceso justo en el caso Ibrahim constituye una ofensa no porque él sea rico y famoso, sino porque se trata de una ofensa grave sea quien sea la víctima. Lo significativo del caso es que este dice mucho acerca de nuestro malestar actual y de nuestro tergiversado sentido de las prioridades, por el que se presupone que en el mundo árabe cualquier ciudadano, y no solo un famoso académico, puede ser objeto de las distorsiones del poder. El caso nos dice que nuestros gobernantes consideran que nadie es inmune a su cólera y que los ciudadanos deben mantener un sentimiento permanente de temor y de claudicación frente a la autoridad, sea secular de degeneración avanzada que puede que ya no estemos a tiempo de reparar o de invertir.

Ni una constitución ni un proceso electoral tienen significado real alguno cuando se puede llevar a cabo este tipo de suspensión de la ley y la justicia con la relativa aquiescencia de todo un pueblo, y especialmente de los intelectuales. Lo que quiero decir no es solo que no tenemos democracia, sino que en el fondo parecemos haber rechazado su propio concepto. Fui extremadamente consciente de ello hace ocho años, cuando, tras pronunciar una conferencia en Londres en la que critiqué a los gobiernos árabes por su violación de las libertades, un embajador árabe me exigió que pidiera excusas por mis observaciones. Dado que me negué siquiera a hablar con él, un amigo intercedió y organizó un encuentro en su propia casa para que el ofendido embajador y yo pudiéramos reunirnos a tomar el té. Lo que allí sucedió fue profundamente revelador. Cuando repetí mis comentarios, el embajador perdió los estribos (casualmente también era miembro del partido gobernante) y me dijo en términos inequívocos que, en lo que a él y su régimen se refería, la democracia venía a ser casi como el sida, la pornografía y el caos. «No la queremos», repitió una y otra vez con rabia casi irracional.

Entonces comprendí que entre nosotros el autoritarismo se ha hecho tan profundo que cualquier cosa que lo cuestione se considera poco menos que diabólica y, por tanto, inaceptable. Por algo tanta gente se ha vuelto hacia una forma extremista de re

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