El clan de los bombarderos

Malcolm Gladwell

Fragmento

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NOTA DEL AUTOR

 

 

 

 

Cuando era pequeño, tumbado en su cama, mi padre oía pasar por encima los aviones alemanes. Se dirigían a cumplir con su misión. Después, a primera hora de la mañana, oía cómo regresaban a Alemania. Esto sucedía en Inglaterra, concretamente en Kent, a unos pocos kilómetros al sudeste de Londres. Mi padre nació en 1934, así que tenía cinco años cuando empezó la Segunda Guerra Mundial. Los ingleses llamaban a Kent el Callejón de las Bombas, porque era el condado que los bombarderos alemanes sobrevolaban camino de Londres.

En aquellos años no era infrecuente que, si un bombardero no alcanzaba su objetivo o le quedaba alguna bomba por lanzar estando ya de retirada, se limitase a dejarla caer en cualquier parte. Una de esas bombas perdidas cayó un día en el jardín trasero de mis abuelos. No explotó. Se quedó allí clavada, a medio enterrar. No creo que sea necesario decir que si eres un niño de cinco años y te interesan las cosas mecánicas, que caiga una bomba alemana en tu jardín y no explote seguramente constituya la experiencia más extraordinaria imaginable.

Pero mi padre no lo contaba en esos términos. Mi padre era matemático. Y además inglés, lo que significa que el idioma de las emociones no era precisamente su lengua materna. Para él, las emociones eran más bien como el latín, o el francés: algo que se puede estudiar e incluso entender, pero que nunca llega a dominarse del todo. Esa interpretación —la de que, con cinco años, tener en el jardín una bomba alemana sin explotar puede ser la experiencia más extraordinaria imaginable— fue la que hice yo cuando mi padre me contó la historia de la bomba… y era yo el que tenía cinco años.

Estábamos a finales de los sesenta. Por aquel entonces vivíamos en Inglaterra, en Southampton. En todas partes quedaban recordatorios del calvario por el que había pasado el país. Si ibas a Londres, todavía era posible señalar dónde habían caído las bombas; básicamente porque eran los lugares donde se había construido un espantoso edificio de estilo brutalista en mitad de una manzana con varios siglos de antigüedad.

En nuestra casa siempre se escuchaba la BBC, y en aquellos tiempos daba la impresión de que todas las entrevistas que se hacían, una tras otra, eran a viejos generales, paracaidistas o prisioneros de guerra. El primer cuento que escribí de pequeño planteaba la idea de que Hitler seguía vivo y había decidido atacar Inglaterra otra vez. Se lo envié a mi abuela, la que había tenido una bomba sin explotar en el jardín de su casa de Kent. Cuando mi madre supo de ese cuento me regañó: a alguien que hubiera vivido la guerra podría no agradarle una historia sobre el regreso de Hitler.

En una ocasión, mi padre nos llevó a mi hermano y a mí a una playa que daba al canal de la Mancha. Nos encaramamos a los restos de una antigua fortificación de la Segunda Guerra Mundial. Todavía recuerdo la emoción al preguntarnos si nos encontraríamos viejas balas o algún casquillo, o incluso el esqueleto de un espía alemán, perdido mucho tiempo atrás y que hubiese acabado recalando en la costa.

No creo que perdamos nunca las cosas que nos fascinaban en la infancia. Yo sé que no las he perdido. Siempre digo de broma que, si en una novela aparece la palabra «espía», tengo que leerla. Un día, hace ya unos años, estaba rebuscando en mis estanterías y, sorprendido, me di cuenta de la gran cantidad de ensayos sobre la guerra que había llegado a acumular. Algunos eran best sellers de historia, pero también había volúmenes sobre aspectos muy concretos de la contienda. Memorias descatalogadas. Textos académicos. ¿Y cuál era el aspecto de la guerra que más abundaba en esos libros? Los bombardeos. Air Power de Stephen Budiansky. Rhetoric and Reality in Air Warfare de Tami Davis Biddle. Decision over Schweinfurt de Thomas M. Coffey. Había estantes enteros de historias similares.[1]

Por lo general, cuando empiezo a reunir libros de un tema específico, significa que quiero escribir algo sobre esa cuestión. Tengo estantes llenos de libros sobre psicología social porque me he ganado la vida escribiendo sobre ese tema. En cambio, nunca he escrito mucho sobre la guerra; en particular sobre la Segunda Guerra Mundial o, más concretamente, sobre las fuerzas aéreas. Tan solo algunas piezas pequeñas y desperdigadas.[2] ¿Por qué? No lo sé. Supongo que a un freudiano le haría gracia preguntárselo. Pero tal vez la respuesta más sencilla sea que cuanto más te importa un tema, más difícil resulta encontrar una historia que quieras contar. Colocas el listón más alto. Y eso nos lleva a El Clan de los Bombarderos, el libro que tiene ahora en las manos. Me alegra decir que con El Clan de los Bombarderos he encontrado una historia a la altura de mi obsesión.

Una última aclaración acerca del uso de esta palabra, «obsesión». He escrito este libro guiado por mis obsesiones. No obstante, también hablo de las obsesiones de otras personas, de hecho, de una de las mayores obsesiones del siglo XX. Puedo afirmar, al tener en cuenta los asuntos sobre los que he escrito o investigado a lo largo de los años, que me siento atraído por la gente que se obsesiona. Me gustan. Me fascina la idea de que alguien deje de lado todos los problemas y las tareas que ocupan su día a día y se concentre exclusivamente en una única cuestión, aquello que se ajusta a la perfección a los contornos de su imaginación. En ocasiones, los obsesos nos llevan por mal camino. No son capaces de ver las cosas con perspectiva. No se ponen al servicio de los demás, sino al de sus propios y estrechos intereses. Con todo, no creo que hubiera progreso, ni innovación, ni alegría ni belleza sin ellos.

Cuando estaba preparando este libro cené con David Goldfein, que por aquel entonces era el jefe de Estado Mayor de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Nos vimos en la Air House, en las instalaciones de la base conjunta Myer-Henderson Hall, al norte del estado de Virginia, en la otra orilla del río Potomac, mirando desde la ciudad de Washington; una gran mansión victoriana en una calle plagada de mansiones de ese estilo donde viven muchos de los altos mandos militares del país. Tras la cena, el general Goldfein invitó a varios de sus amigos y colegas —oficiales veteranos de la Fuerza Aérea— a reunirse con nosotros. Casi todos eran antiguos pilotos militares. Los padres de la mayoría de ellos también habían sido pilotos militares. Eran las versiones actuales de las personas que aparecen en este libro. A medida que avanzaba la velada, empecé a fijarme en un detalle.

La Air House está ubicada en la calle que lleva al aeropuerto nacional Reagan. Más o menos cada diez minutos despegaba un avión y nos pasaba por encima. No era algo especialmente significativo, solo aviones de líneas comerciales que volaban a Chicago o a Tampa o a Charlotte. Pero cada vez que uno de esos aviones nos sobrevolaba, el general y sus cama

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