El enigma Masoller

Fragmento

El enigma de Masoller

El atentado

En Montevideo se vivía un día frío ese sábado 6 de agosto: un fin de semana que, como todo fin de semana, era aprovechado por las familias de la ciudad para visitar el Parque Urbano, el paseo del Prado, los Pocitos y los distintos lugares de encuentro. Se pasaba el día comiendo y paseando, luego de una buena sobremesa, que podía incluir la siesta, y después se retornaba al hogar.

El presidente de la república, don José Batlle y Ordóñez, y su familia no eran ajenos a esta costumbre. Asiduamente, los sábados llegaban con su coche Brougham, no de mucho lujo, pero sí de cierta comodidad, a los campos que estaban ubicados a la altura del Camino Goes1 esquina Corrales.

En plena guerra civil, en el año 1904, la familia Batlle disfrutaba de un momento de descanso.

—¡Amalia! ¡Lorenzo! ¡A comer!

Doña Matilde llamaba a sus pequeños hijos, de nueve y seis años, para la comida en una especie de «picnic»; se sentaban en torno a una gran mesa rústica a la que colocaba un mantel y luego rodeaba con algunas sillas.

—Matilde, ¿qué tenemos hoy?

Batlle se acercó a su amada esposa y le dio un beso en la mejilla.

—¡Comida! ¡Y eso es lo que importa! —le respondió ella refunfuñando; ajetreada, daba órdenes y distribuía vajilla y cubiertos por sobre el mantel. Llevaba un vestido sencillo de señora de mediana edad y un delantal que anudaba en la espalda para cocinar y servir la comida.

Don Pepe Batlle sacudió la cabeza y sonrió, pues la mujer los hizo trabajar a todos, incluso a él, para acercar las cosas y disponerlas sobre la mesa; así, un criado, el cochero, don Ángel Martinelli,2 el sargento Azambuya, el sargento Gómez y un soldado, que conformaban la escolta del coche presidencial, tuvieron que ayudar para finalmente comer todos juntos.

—Me voy a echar un momento, Matilde.

Sin esperar respuesta, el presidente aprovechó un mantel sin usar para extender su enorme cuerpo en el suelo y, utilizando su abrigo doblado, lo colocó bajo la cabeza a manera de almohada; sin esa breve siesta no podía continuar la jornada, era una costumbre que tenía desde que era niño.

—¡Los hombres creen que las mujeres estamos para cocinar y limpiar platos! —se quejó doña Matilde, pero observó con ternura a su marido, suspiró y ordenó la mesa.

Durante la tarde los niños corrieron hasta una cañada mientras Batlle caminaba por debajo de los eucaliptos, con los brazos y las manos tomadas en la espalda y reflexionando sobre los últimos acontecimientos de la guerra con Saravia.

—¡Mamá! ¡Mamá! —Los niños llegaban corriendo desde el pequeño arroyo—. ¡Mira el bicho que trajo Lorenzo!

—¡Lorenzo! ¡Deja a ese animal! —lo retó, y el niño soltó a un sapo que rápidamente se escapó del lugar.

En el mes de agosto, las tardes son cortas y el sol abandona prontamente el cielo: el poco calor se disipa ni bien el astro rey comienza a sumergirse para dar paso a la noche. Eran pasadas las tres de la tarde cuando ya todo había sido reunido y estaba en su lugar: comida, vajilla, manteles y sillas. Los Batlle entraron al coche mientras don Pepe miraba por la ventanilla con cierta tristeza.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su mujer.

—Nada, nada. —El hombre suspiró y se sacó la galera—. La guerra…

—Descansa un poco la cabeza —le dijo ella tomándolo del brazo.

—Sí, querida —asintió el presidente, y el coche prontamente tomó el Camino de Goes en dirección al hogar de la familia.

Pasaban las cuatro de la tarde y el sargento Gómez se había sentado en el pescante: tirando de las bridas, comenzó una cabalgata liviana pero segura para los transeúntes y, por supuesto, para la familia del presidente; detrás de ellos iba la escolta, conformada únicamente por el sargento Azambuya y un soldado de compañía.

Dentro del coche de color negro, que brillaba bajo el pálido sol del invierno, la señora de Batlle estaba aferrada al brazo de su marido y los niños se habían dormido abrazados uno al otro frente a ellos.

Ya eran las cuatro y media y el galope sostenido hacía chocar los cascos de los caballos contra el empedrado y prácticamentele sacaba chispas.

Algún almacenero y parroquianos de bares cercanos, conocedores de las costumbres de retiro y descanso de los Batlle, salían a la vereda a saludar al presidente o simplemente se quedaban de pie fuera de los negocios viendo pasar el coche.

Pocos minutos después el vehículo pasaba por las Tres Esquinas, un paraje cercano a la calle Larrañaga3 en su confluencia con Goes; de repente, un temblor estremeció a la familia y despertó de inmediato a los niños.

—¡Pepe! ¡Pepe! ¿Sentiste eso? —le reclamó doña Matilde a su marido.

—¡Gómez! —El presidente abrió la pequeña ventanilla que daba al pescante—. ¿Qué fue eso?

—¡Una explosión, señor presidente! ¿Nos detenemos?

Los caballos estaban encabritados y Martinelli hacía lo posible para no perder el control del coche.

—¡Al contrario! ¡Al galope hasta la próxima comisaría!

El hombre se levantó de su asiento y prácticamente aplastó a los niños con su enorme humanidad. Los chicos, ni bien su padre se sentó para mirar en todas las direcciones, corrieron al regazo de su madre.

Cuando se detuvieron en la comisaría se generó una gran conmoción. El comisario y los policías que estaban de turno salieron a la vereda al ver el carruaje presidencial. De las casas se asomaban los vecinos para ver al mismísimo presidente ingresar con paso decidido a la seccional.

—¡Señor presidente, nos salvamos de una explosión! —informó a Batlle y Ordóñez, ni bien abrió la puerta, el sargento Gómez.

—¡Mirá, Pepe! —La señora Matilde de Batlle era un nudo de nervios—. ¡Mi reloj!

—¿Qué hay con él?

Batlle pareció un poco molesto con la pérdida de compostura de su mujer.

—¡Se detuvo a la hora de la explosión! ¡Observen! —Don Pepe, el comisario y el adjunto principal acercaron sus rostros a un mismo tiempo al reloj—. ¡Indica las cuatro y treinta y siete minutos! ¡Quizás sea un dato de utilidad!

—¡Lo es, señora! ¡Lo es! —El comisario dio órdenes—: ¡Tome nota, cabo!

—¡Comisario, llegue al fondo de este asunto! —Batlle se retiró del recinto—. ¡Tengo asuntos más graves que resolver!

En la calle saludó brevemente a los vecinos y se acercó al vehículo.

—¡Señor Martinelli! —Mientras los niños y su esposa entraban en el coche, Batlle sostenía la puerta—. ¡Lo felicito por su pericia con el manejo del vehículo!

—¡Muchas gracias, señor presidente!

El hombre sonrió, pero mantuvo la compostura.

—Nos podríamos haber ido a los mil demonio

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