No ofendo ni temo

Fragmento

Ni ofendo ni temo

Los varios Artigas

Abrir las puertas de la vida de José Artigas, cualquiera de ellas o todas a la vez, suele ser sinónimo, sin demasiado preámbulo, de meterse en la tan mentada «camisa de once varas». Incluso con algunas varas extra. Porque, como bien apuntan los autores, «discutir a Artigas no es discutir al personaje histórico que vivió entre 1764 y 1850; por su importancia en el imaginario nacional lo que se hace en realidad es discutir una construcción simbólica».

Artigas, el mito y también el hombre, ha sido históricamente tironeado de los brazos por diferentes actores de gobierno, políticos, militares, artistas y deportistas. Desde la (entonces polémica) canción del Cuarteto de Nos hasta el tatuaje del músico Jorge Nasser en el hombro izquierdo y el del futbolista Pablo García en el derecho. Todos tiran de Artigas, hacia allá y hacia acá, como queriendo quedarse con alguna de las mangas de su pulcro uniforme.

Ante este pogo de entusiastas artiguistas cabe preguntarse, entonces, ¿cuál es el legado efectivo del artiguismo? Y adelantando un casillero, ¿cómo se vieron reflejados en las artes ese legado y la propia vida, con todas sus luces y sus sombras, de José Gervasio? Esa es la idea que disparó este trabajo. ¿Dónde está, dónde podemos encontrar las huellas del legado del prócer en distintas disciplinas de la creación? Tirar de la punta de esta madeja resulta útil para responder(nos) quién o qué fue en definitiva el padre de la patria. Porque cuando alguien convoca con ese entusiasmo y esa admiración tanto a tirios como a troyanos salta como un conejo de la galera un inevitable «algo debe tener».

Como bien dicen los autores, elegir como objeto de estudio al caudillo máximo de nuestra historiografía representa, en mayor o menor medida, estudiarnos a nosotros mismos. O al menos un ejercicio que se parece bastante a eso. En esa línea, no son pocos los que se han querido pegar a ese pasado «glorioso» donde Artigas, ese Obdulio Varela de la Historia, aparece bien plantado en el centro de la cancha, los brazos en jarra con la pelota, dominada y mansa, debajo de uno de ellos. Esto se ve acicateado porque somos campeones de la nostalgia, un impulso que incluso se saltea olímpicamente el detalle de que, como bien dicen los autores, Artigas «perdió». Hay mucho de «uruguayo» en eso de «perder», pero con la dignidad enhiesta. Una especie de «perder, pero no». Y eso adhiere a Artigas a un rasgo indeleble de nuestra identidad. O más bien nos pega a nosotros a él.

En los sermones artiguistas que recibimos en la escuela José Gervasio aparece impoluto, bien peinado y perfecto, ni contrabandeaba ganado ni andaba hereje entre los indios. Quizás eso ayude a esa visión general que se tiene de Artigas, «altamente positiva desde cualquier estrado político o social», como una especie de héroe cinematográfico al que nunca se le van las costuras. Con el objetivo de escarbar más allá del bronce, los autores van a revolver con entusiasmo otros tarros de la basura de la Historia, y tirarán sobre la mesa la interrogante de si el artiguismo es, real y efectivamente, materia viva en el imaginario colectivo de los uruguayos o acudimos a él, como dicen, para que el prócer nos venga a rellenar los huecos faltantes de nuestro imaginario en construcción. «O sea, el imaginario no lo forma el artiguismo, sino que el artiguismo es el que le da sentido a una sociedad partida en mil pedazos (y en dos claros grupos políticos fratricidas) que necesitaba, a fines del siglo XIX, un punto de unidad». Una especie de capitán que marcha adelante mientras los otros diez jugadores se alinean y marchan también detrás de él, respetuosos y siempre fieles tras una causa común. Como bien dicen los autores, «se fue configurando el relato, se fue armando un discurso políticamente correcto en el que Artigas aparecía como el prócer, como el héroe, más allá de que nada tiene que ver con la creación de Uruguay». En ese largo camino, los ingredientes fueron el «Artigas real» y el «Artigas imaginado», y es ahí justamente, en ese mar de miradas e interpretaciones, donde Artigas comienza a ser y representar «varias cosas a la vez».

Desde ese lugar, los autores se remangan para estudiar el arte y el imaginario en relación con el artiguismo. Y ajustando la mira, se plantean ir tras el vínculo entre la pintura, la poesía o la canción y ese Artigas imaginado que cada uno ha ido a su vez imaginando como puede, quiere o lo dejan. Porque, afirman, entender a aquel Artigas imaginado es también comprender a la sociedad, su tiempo histórico y, sobre todo, «desentrañar el porqué de su lucha contra el Artigas real». Redoblan la apuesta y se calzan definitivamente la camisa de once varas: desentrañar uno es echar luz sobre lo otro.

En ese camino de separar pajas de trigos se van alineando las obras y las creaciones que caen a un lado y otro de esta especie de «grieta artiguista». De este lado, los que llevan agua para el molino del «Artigas imaginado», y del otro, los que la acarrean para el «Artigas real». Aunque esa posible línea divisoria bien podría ser también entre los que recorren los intrincados caminos de la veneración versus los que, como el Cuarteto de Nos, arrastran por el fango de la vulgaridad al prócer nacional.

Este trabajo es, como bien se señala, «una síntesis de ese choque», porque «somos esquirlas de una granada que ha explotado hace ya muchos años, somos parte de un todo, pero no podemos volver a reconfigurar ese todo». Para ello, los autores eligen un camino llano. La estructura del trabajo se apoya en preguntas que apenas se dejan caer, como al descuido, para que el lector se tome de la mano de ellas y redireccione el rumbo del relato. «¿Las patrias tienen dios?», «¿hay un solo Artigas en la canción popular?», «¿son orientales y uruguayos lo mismo?», «¿no era acaso Artigas una especie de bandolero previo a convertirse en blandengue?», «si Artigas es democrático cuando llama a congreso o asambleas, ¿qué es cuando no los acepta?».

Comienzan ordenando la casa también para ubicarnos en qué es el imaginario colectivo, esa especie de «mente social colectiva que navega entre la realidad y la imaginación y que está compuesta por signos, valores, prácticas sociales y, sobre todo, mitos». Y a esto se le agrega, claro está, una pizca de símbolos. Una pizca grande. Acuden a formar la amalgama de lo que somos, «las visiones halagüeñas de nosotros mismos», que se suman a «las historias nacionales, oficiales, de bronce y mármol» que germinan «esencialmente a medio camino entre lo real y lo imaginado». Allí van a abrevar los autores, a mitad de camino entre el mito y los ritos del arte y la política, paseando por los himnos, las canciones, la literatura, las narraciones, el cine, el teatro y la poesía. Todas esas disciplinas, puestas en abordar a Artigas, su tiempo y su «mito fundante», en su función de un Moisés decimonónico, no escatiman palabras y elogios para la «épica del héroe traicionado» y su epopeya del pueblo oriental en lucha. Pero al que hemos «deshumanizado tanto que no es más qu

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